Rabonas


–Entonces, ¿se dio bien anoche? –pregunta el Rubio, un chaval lampiño, de piel clara y deslucida, sentado a la mesa con Juan.

La pregunta queda suspendida en el ambiente cargado de la taberna, mientras Juan mete la mano en el bolso del pantalón, saca la petaca de tabaco y el librillo, lía un cigarro, lo prende y fuma una profunda calada. Los ojos expectantes de los escasos clientes distribuidos en varias mesas están fijos en él. Sólo Felipe, en una mesa apartada del resto, tiene la cabeza gacha sobre un periódico atrasado.

–Cuatro rabonas –dice al fin guiñando los ojos por el humo.

–¿Cuatro?

–Lo juro por éstas­­ –se besa el pulgar–. Llevaba toda la noche a espera cuando una liebre cruzó al monte. De un disparo la dejé tiesa en el sitio. No me moví pensando que podía estar en celo y al poco aparecieron dos machos que también dejé clavaos. Ya de vuelta por el teso Trasrey vi otra en la cama, que al verse sorprendida salió veloz como un rayo, pero la Canela fue tras ella hasta que la enganchó. Estuvo bordada la Canela, tú, nunca la vi mejor. Anda, Chata, ponnos aquí una jarra de vino.

–Pues eso sí que es suerte, yo hace días que no cazo ni grajos –se lamenta el Rubio.

–Ahora queda esta noche para darles salida.

–Pues anda con ojo –dice el más viejo de los clientes que está sentado en la mesa de al lado ­–he oído que Tín, Patachisquero, ha cogido el fielato [1] y anda como loco detrás de la gente para que paguen el canon. A los que venden en la plaza los lunes los trae asfixiaos.

–Pues si parecía tonto.–Sí, sí, me río yo de los tontos –continua el viejo– y el peso de la báscula siempre a su favor. Claro que también dicen que pa que el Ayuntamiento le diera el puesto se empeñó hasta las cejas y, claro, de algún sitio lo tiene que sacar.

–Pues si piensa que se va a quedar con algo de lo mío va dao –dice Juan–. Además como ese tenga que salir corriendo detrás de la gente…  

Ríen.

–Lo de la pierna –pregunta el Rubio– ¿fue por accidente o de nación?

–De nación –informa el viejo–. La madre ya había salido de cuentas no sé el tiempo y ya la iban abrir en canal cuando el Tín se arrancó a ver mundo. Y tanta prisa le entró a última hora que salió con la pata medio descoyuntada.

En un rincón Felipe permanece en silencio, con la vista fija en el periódico atrasado. El Rubio al darse cuenta de su presencia se lleva el dedo índice a los labios en señal de silencio. Callan. Al cabo de un rato, sin dejar de mirar a Felipe que está de espaldas, dice en alto:

–Hay que ver, Juan, qué ojillos te ponía Margarita el otro día en el baile.  

Felipe, al oír nombrar a Margarita, se yergue en la silla.

El Rubio prosigue, con intención:

–Y lo contenta que se puso cuando la sacaste a bailar el pasodoble.

–Tiene buena hebra, Margarita, –sentencia el viejo– trabajadora como la que más y está de muy buen ver. Mal harías si la dejas escapar.

Los hombres intercambian miradas cuando Felipe, dejando el periódico abierto sobre la mesa, de pronto se levanta, se dirige a la barra y posa una moneda. Sólo Juan parece estar a otra cosa.

–No digo yo que no –dice al fin cuando ya Felipe ha alcanzado la puerta– Pero no sé, no me veo yo todavía para atarme a un noviazgo tan serio. Oye ¿y a ese que le pasa? –pregunta reparando en el portazo que ha dado al salir.

–Qué le va a pasar, que es un triste –afirma el Rubio.

–Y que está loco perdido por la Margarita. Todo el pueblo lo sabe, todos menos tú, parece –añade desde la barra un cliente que hasta entonces no había intervenido.

Juan se queda un momento pensativo, luego se levanta y con las manos metidas en los bolsos del pantalón se acerca a la Chata, pone los brazos en el mostrador y le dice con voz suplicante:

–Venga, mujer, que nos tienes a palo seco­.

La Chata coge una jarra y la coloca sobre el grifo del barril que tiene detrás.

–La última que te sirvo hoy.

–Cuántas veces te he dicho que no digas la última –le reprende Juan mientras lleva la jarra llena de vino a la mesa–. Que da mala espina. Que es la penúltima. Siempre la penúltima.

 

 

Teresa se arrodilla y tantea, una por una, antes de meterlas en el cesto de paja, las cuatro liebres tiesas como palos que están en el suelo de la cocina. Buen botín ha cazado hoy su hermano, el mejor desde hace semanas. Primero irá a los clientes fijos y, si le sobra alguna, se pasará por casa de la maestra, que le tiene dicho que si lleva caza se acuerde de ella. Con lo que le den comprará en el estraperlo aceite y harina y alubias, que ayer echó a remojo el último puñao que le quedaba. Y una pastilla de jabón de olor. De las cuatro la de la derecha es la más grande y la que está más entera, así que la pondrá arriba del todo para don Fernando, que siempre le da un real de propina y lo mismo hace Elvira, su criada, cuando él no está. Un día se encontró al hijo de don Fernando, que también se llama Fernando, en la cocina, con un libro en las manos y por poco se desmaya del susto. Nunca le había visto tan de cerca. El señorito ni la miró, pero ella sí se fijó en él, vaya si lo hizo. Es guapo a rabiar y tiene algo, no sabría explicarlo, que le hace diferente de los demás. Lo que daría ella porque un hombre así la cortejara, claro que de sobra sabe que no está hecha la miel para la boca del asno y que nunca la cortejará alguien tan rico, ni mucho menos se casará con ella, pero igualmente sabe que de ilusiones también se vive y que soñar con el hijo de don Fernando no se lo puede prohibir nadie aunque sea un imposible. Mira la última liebre que ha colocado en el cesto y antes de cubrirlo con un paño de algodón inmaculado piensa que ojalá fuera ella esa liebre para que una vez cocinada y puesta a la mesa el señorito la saboreara en su paladar. Frente al espejo roto que pende de un gancho de la cocina se recoloca el cabello y se pinta los labios de carmín rojo, apretándolos mucho para que el color se esparza. Antes de salir se pone el chal de los domingos, negro y calado, que heredó de su madre. Si alguien la viera por la calle se preguntaría dónde va así de arreglada, pero como es de noche no cree que nadie repare en ella. Ojalá él si lo haga, si, como la vez anterior, está en casa. Si, por un casual, le abre la puerta.  

 

 

En cuanto Felipe le ha chivado que la chica sale esa noche con mercancía, Tín Patachisquero ha corrido a apostarse en la esquina de su casa y, aunque tenga que estarse toda la noche al sereno, la esperará. El miserable de su hermano anda diciendo en la taberna que no tiene cojones pa pillarle, pues ya va a ver ese miserable si tiene o no cojones cuando le requise toda la mercancía y le baje al cuartel de la Guardia Civil y le den bien pal pelo. Qué se habrá creído el furtivo ese. Al Tin le ha costado lo indecible quedarse con los arbitrios municipales. “Si quieres quedarte con el fielato”, le sopló su contacto en el Ayuntamiento, “pon veinte mil una pesetas en el papel”, “Pero eso es una exageración”…, “La competencia ya da veinte mil, a si que, o pones eso, o no hay na que hacer”, y aunque era mucho más de lo que podía dar, anduvo buscando el dinero por todos lados hasta que al final lo consiguió y ahora lo tiene que sacar aunque tenga que escarbar entre las piedras. Los lunes de mercado es donde consigue el grueso de la ganancia pero el resto de los días está el otro mercado, el negro, un filón que está dispuesto a explotar le cueste lo que le cueste. Están muy equivocaos los listillos como Juan si piensan que al Tin se le puede engañar así como así. Andará tras ellos sin descanso hasta que apoquinen con su parte como está mandao. El Tín está ahí pa algo. El Tín es la autoridad.

De pronto ve salir a la chica con una cesta en la mano. La deja dar unos pasos, se pone frente a ella.

–Alto al fielato, muchacha. Alto a la ley.

 

 

Ya sólo quedan tres clientes, pero el ambiente cerrado y sin ventilar de la taberna, está igual de cegado por el humo que hace unas horas. Juan, que desde hace un rato está solo en la mesa, pide un vino. Tiene la voz pastosa.

–No, Juan, que es la hora de cerrar.

Juan saca el reloj de bolsillo y lo mira. Comprueba que todavía faltan cinco minutos para las diez.

–Un vino y ya me voy. Con lo que saque de las rabonas te pago lo de hoy y lo que te debo de lo que llevamos de mes. Y hasta te doy un real de propina. Esta vez te juro que si digo que es el último es el último, por éstas –se besa el pulgar.

La Chata se acerca a la mesa y con la jarra en la mano le sirve un vino en un vaso pequeño. Juan, agradecido, le va a acariciar la mano que sostiene la jarra, pero la mujer hace un gesto brusco y unas gotas caen al suelo.

–Bébetelo y lárgate de una vez, que a los hombres como tú, engatusadores, me los conozco yo a la legua. Y venga, señores, por hoy se acabó lo que se daba, que luego la multa me la ponen a mí.

 

 

Al ver delante de ella a Tín Patachisquero que le hace un gesto con la mano para que se detenga y le dice algo que no llega a comprender, Teresa echa a correr por la calle San Tirso con todas sus fuerzas. Cuando cree que ha avanzado un buen trecho mira para atrás y comprueba que el hombre, pese a su cojera, la sigue a escasa distancia. Tropieza con una piedra y cae al suelo. Intenta levantarse, lo logra, pero al coger la cesta nota una fuerte presión en la espalda. Tín la tiene agarrada por el chal y al desasirse oye un desgarro. No puede pararse a mirar. Sólo puede seguir corriendo como no lo había hecho en su vida. Baja por la cuesta el matadero y al llegar al puente de piedra tira el contenido de la cesta al río. Poco después Tín la da alcance. Está sin resuello.

–Se que las has tirado –dice el hombre cuando por fin consigue hablar.

–Mentira –grita Teresa con rabia.

Se miran de hito en hito. Los ojos de Teresa, llenos de lágrimas, parecen ascuas ardiendo.

–Esta vez te libras, mocosa, pero la próxima te espero. Y no olvides decírselo a tu hermano.

Teresa observa cómo Tín se da la vuelta y con paso renqueante comienza a subir despacio la cuesta. Luego mira el agua del río, que este año amenaza con desbordarse. Se quita el chal roto, lo examina, lo mete en la cesta.

 

Relato de Sol Gómez Arteaga

Publicado en el libro ya agotado «Los cinco de Trasrey y otros relatos», que editó la actual Fundación Fermín Carnero en el año 2012.

En el blog «Sol a la tinaja« también puedes encontrar otras interesantes publicaciones de esta autora.

 

[1] Nota de la autora: Fielato era el nombre popular que recibían las casetas de cobro de los arbitrios y tasas municipales sobre el tráfico de mercancías, aunque su nombre oficial era el de estación sanitaria, ya que aparte de su función recaudatoria servían para ejercer un cierto control sanitario sobre los alimentos que entraban en las ciudades. El término fielato procede del fiel o balanza que se usaba para el pesaje. Mi padre me cuenta que el fielato salía a subasta pública y el Ayuntamiento se lo adjudicaba a quien pusiera en pliego cerrado la cifra más alta. Quien se quedaba con el fielato obtenía su ganancia del impuesto que luego recaudaba a los vendedores ambulantes.

 

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