Don Antonio


Andrés entró en la cocina y, con cara de abatimiento, se dejó caer en el escañil de madera que estaba al lado de la mesa. Tenía la mirada perdida y se pasaba repetidamente la mano por la frente y la cabeza.

Enfrente de él, Inés, pelaba y cortaba unos dientes de ajo para el guiso que hervía en la cocina de leña. Ensimismada en la rutina, la mujer se dio la vuelta a coger el pimentón de la alacena. Al girarse y ver a su marido sudoroso y con la cara desencajada, se asustó.

—Andrés ¿qué pasó por Dios? Parece que viste la güestia —le preguntó.

El hombre sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la frente.

—Vino la guardia civil a buscar a Celestino el de Rosaura. Lo llevan al monte a fusilar, como hicieron la semana pasada con el pastor de Ruituerto. Los matan como a perros. No tienen piedad. Le dijeron a Luiso, el su rapaz mayor si quería ir a buscar la ropa y las botas.

Inés rompió a llorar.
—Ay, Virgen Santa. Pobres hijines. Pobre Rosaura con cinco rapacines que mantener —decía sollozando.
—Tienes que ir a hablar con don Antonio. Quizás él pueda hacer algo —dijo Inés secándose las lágrimas con el mandil.
— Hace años que no me hablo con ese mal bicho. No, no. No voy a hablar con él.
—Andrés no puedes seguir teniendo rencor por algo que ya pasó y está olvidado. Por el amor de Dios, vete a hablar con él. Por lo menos que lo sepa —le suplicaba Inés.

Justo en ese momento entró en la cocina un niño de unos seis o siete años que al ver llorando a su madre se abrazó a ella con fuerza.
—Andrés, vete a hablar con don Antonio. Por lo que más quieras… Vete.

Andrés miró a su mujer e hijo y asintió con la cabeza. Agarró la boina, y salió de la casa con paso decidido. No había caminado cien pasos cuando su hijo llegó corriendo.
—¿Dónde vas tú, mocoso? Vuelve pa’ casina con tu madre.
—No, no. Quiero ir contigo.

Después de un rato porfiando y viendo que no podía convencerlo, Andrés agarró a su hijo de la mano y le explicó:
—Vamos a casa de don Antonio, a hablar con él. Cuando salga le das los buenos días y le besas la mano. ¿Lo entendiste?

Después de pasar por delante la iglesia, y llegados enfrente de una casa de piedra con una entrada en forma de arco, Andrés se quitó la boina y aporreó con fuerza el picaporte.
—Don Antoniooo, don Antonioooo —gritaba Andrés nervioso.

De deetrás de la puerta de madera, embutido en una sotana negra como el alquitrán, apareció un cura delgado y alto. Acto seguido, Diego el hijo de Andrés, tal y como habían convenido le dio los buenos días y le besó la mano. Dos rasgos de su anatomía llamaron la atención del crío: su altura y sus orejas. Era más largo que un varal y sus orejas eran más grandes que las abarcas que él calzaba.

—Home Andrés, ¿qué te trae por aquí? —preguntó el sacerdote con una tonada que delataba su origen gallego.
—Vinieron a buscar a Celestino y lo llevan a fusilar al monte.
—Me cagüen todos los… —masculló el cura entre dientes—. De eso nada, Andrés. De eso nada —decía negando ostensiblemente con la cabeza.
—Están en la cantina. Celestino pidió que la mujer le preparase un cazuelo sopas como última voluntad y aún debe estar almorzando —le explicaba Andrés.
—Vamos, vamos, antes de que salgan —dijo don Antonio dándole una palmada en la espalda a Andrés.

Bien sabía Andrés que don Antonio era una persona ilustrada y se lo iba a poner complicado a los guardias. Además era testarudo como una mula de carga. Ya él lo había vivido en carnes propias.

Don Antonio se colocó la boina, se arremangó ligeramente la sotana y dando grandes zancadas se dirigió a la cantina. Se veía que estaba enfadado. En un santiamén se plantó delante de los guardias y pidió hablar con el uniformado de mayor graduación.

Desde fuera se escuchaba como don Antonio le explicaba al sargento que estaba al mando “Este hombre es un buen vecino. Ha podido cometer errores, pero es un buen creyente. Además, lleva más de diez años de sacristán en la parroquia, ayudándome en la iglesia”.

Cualquier vecino del pueblo que lo hubiese escuchado, habría pensado sin ningún género de dudas que aquel cura se había vuelto loco. Celestino hacía bastante años que no pisaba la iglesia y justo unas semanas antes en un concejo de vecinos, en el mismo pórtico del templo, era de los que proponía convertirlo en una panera comunitaria.

Aún así, las palabras del cura no ablandaron al guardia civil que mandó al reo ponerse en pie y agarrándolo por un brazo lo arrastraba hacia la salida de la cantina.

En ese momento, don Antonio, cruzándose de brazos, se atravesó en medio de la puerta. El sargento, apretando los dientes, puso la mano en la pistola y clavó la mirada en el cura. Don Antonio sosteniéndole la mirada al uniformado dijo:

—A este vecino no se lo lleva nadie sin una orden del juez.

Andrés era mi abuelo y mi padre lo acompañó aquel día a avisar al cura de que se llevaban a Celestino. Cada vez que mi padre contaba esta historia no podía contener las lágrimas. Nadie supo nunca porque un cura como don Antonio, que podía haber sido obispo, fue a caer en una aldea como Valdeferrera. Lo que sí se sabe es que, gracias a sus gestiones, Celestino y otros varios vecinos del pueblo se salvaron de una muerte segura, aunque no de la cárcel, las palizas y el aceite de ricino.

Gregorio Urz, mayo de 2018

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

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