El joven mira hacia adelante porque el futuro le está aguardando. El adulto mira al frente porque considera equilibrados su futuro y su pasado. Los mayores, en cambio, miran hacia atrás porque el pasado ya empieza a ser abrumador y el futuro, siempre incierto, puede acabar siendo más efímero de lo previsto.
Con la mirada retrospectiva de los que ya vamos mayores, se vienen a la memoria recuerdos e imágenes de tiempos pasados que, por extraño que parezca, siempre se nos antojan mejores que los actuales. Tiempos en los que determinadas actividades eran menos perseguidas aunque no por ello toleradas. Y por ese regusto que deja haber escapado al siempre ominoso peso de la ley, se saborean con fruición ciertos pasajes de nuestra historia.
Una de estas elusiones era el “furtiveo” en el río, presas y regueros. ¿Cómo olvidar coger cangrejos en los ladrillos? ¿Cómo olvidar su gesto inexpresivo con sus pinzas constreñidas en su agujero, trasunto de cruzarse de brazos cuando lo inevitable te ha caído encima? Aquel marisco de pobres de interior acabó siendo un manjar de ricos en distinguidas mesas madrileñas. El cangrejo se extinguió, fruto de la codicia humana, allá por 1983. Después se introdujeron los foráneos, los que le habían traído la pandemia de la Afanomicosis, y ya nada volvió a ser igual.
¿Cómo olvidar la pesca con “cerpón” las noches de la semana de San Juan, cuando auténticas oleadas de barbos remontaban río arriba en su freza? Las nocturnas sombras del río frenaban su ímpetu reproductor y se “estacionaban” en batería en los márgenes someros. A la luz de la linterna podía verse la punta blanquecina de su hocico y su mirada fija. Se mostraban impasibles ante la captura de los ejemplares que se hallaban a su lado, traspasados por el artefacto mientras se apagaba la luz.
La carnicería era notable y era un aquelarre nocturno de varios participantes a la vez y copiosas capturas que se cifraban en sacos. Pero así que la luna apuntaba por encima de las copas de los chopos, todo se trastocaba. Aquellas escamosas criaturas parecían retornar de su letargo, como si una fuerza irresistible se despertara en ellos, salían río arriba como posesos. Eran entonces manchas blanquecinas que avanzaban enloquecidas y ya era inútil perseguirlos.
Tampoco eran ajena la pesca con red, también ayudados de las estiradas sombras de la noche. Había incluso pescas comunitarias donde se utilizaban incluso caballerías para pasar el trasmallo al otro lado del río aprovechando las “tablas”. La cosecha era variada, truchas, barbos, bogas, escallos, blanqueales, alguna tenca, que era la fauna piscícola de la zona. En aquel tiempo no había intrusos como los lucios y otras quincallas que autoridades descerebradas han ido introduciendo en nuestros cursos fluviales. Deles Dios mal galardón.
También era técnica relativamente frecuente la pesca en la modalidad llamada “a robo” donde se daban duros tirones con varias escarpias bien plomadas y cañas de bambú con la punta cortada y tanza capaz de soportar enormes tensiones. La técnica consistía en ensartar el pez, que habitualmente solía ser de buen tamaño (los pequeños, difícilmente eran las víctimas).
Y por último la pesca a mano entre “ahocas” o “tueros” lo que requería no poca habilidad que se iba adquiriendo con la práctica de años. Era alucinante acariciar el cuerpo de ejemplares de mediana o gran talla, ocultos bajo tocones muertos semisumergidos, que se dejaban levitar en el agua al tocarse sus escurridizos vientres, momentos antes del lance definitivo que, infinidad de veces se traducía en fracaso. Entre las “ahocas” era como una ensoñación ver las truchas intentar ocultarse entre aquellas plantas que podían acabar siendo para ellas una trampa letal.
También había técnicas muy agresivas como era utilizar explosiones de cohetes de fiesta que causaban una gran mortalidad en sifones de canales de riego cuando, incluso en ellos se juntaban “muelos” de pescado. Y más desconocidos iban siendo las agresivas atrocidades de utilizar productos tan agresivos como polvos de gas, lejía por parte de los furtivos más degenerados, o con extractos de plantas, los más moderados.
Todos estos recuerdos pronto serán historias de contar a nietos incrédulos, pero en tiempos no muy lejanos fueron reales. Tristemente, la impudicia humana visible en los ríos de León tal vez impida que nuestra red hidrográfica recupere la inmensa riqueza que un día tuvo. Contaminación y plásticos van camino de ser los únicos habitantes de nuestros cauces fluviales. ¡Pobre legado el que recibirán las futuras generaciones de ribereños!
Urbicum Flumen, julio de 2020