Mis primeras letras


Hace algo más de un lustro visité Olivenza, ciudad que Godoy arrebató a los portugueses en la Guerra de las Naranjas. Olivenza es una ciudad que ningún español debería dejar de visitar a lo largo de su vida. La recuperación para España no fue un acto de usurpación, Olivenza tiene raíces leonesas aunque, como todo lo leonés, suene a historia del abuelo Cebolleta.

Esta ciudad de regusto manuelino cuenta con un museo etnográfico donde se exhiben estampas de un tiempo pasado que no volverá. En una de sus salas se escenifica una representación de una estampa escolar en la que parece que los actores acabaran de salir por una puerta que se le antoja secreta al espectador y por donde semeja que los escolares acabaran de abandonar el aula camino del recreo.

Para cualquier visitante a quien sus primeros pasos por la escuela ya hace algún tiempo que rebasaron el medio siglo, un nudo en la garganta pugna por hacerse dueño de su ánimo y es que está tan lograda la composición, tiene tal realismo que es preciso tener una total indiferencia por el pasado propio para que semejante visión no evoque momentos en los que, quizá, solo quizá, acariciamos la felicidad.

Los recuerdos son variopintos y cada cual tendrá los suyos pero aquellos que fuimos a una escuela, no a un colegio, supongo que han de ser más intensos. La escuela tenía personalidad propia, aunque se tratase de grupos escolares. Tal vez los alumnos de colegios me puedan contradecir pero para mí es mucho más gratificante tener un maestro que un profesor. Nuestras pizarras con su pizarrín hoy son objeto de culto, entonces era material de uso común.

Lápices de colores y no de cera, incapaces de reproducir los vivos colores que exhibía el cervatillo de la caja en la que venían, la cartera, el afilador, los bolígrafos que podían perder la tinta y ponerte perdido, pupitres decadentes, rígidos y sólidos como el régimen imperante, aún lucían los dos huecos del tintero que algunos ya no llegamos a usar, el crucifijo y el retrato de Franco en el frontispicio del aula, a la que nosotros llamábamos clase, seguían marcando una férrea enseñanza de la letra que con sangre entra.

Cabezas rapadas y babis discretos ellos, coletas y babis blancos ellas. Leche americana preparada por esas mismas chicas, a veces con grumos, que en perfecta formación pasábamos a degustar. Ni que decir tiene que la estricta reciedumbre imperante, marcaba separación de sexos: escuelas de niñas y escuela de niños así que pasábamos de párvulos. Tarde de descanso semanal los jueves y rezo de rosario obligatorio al menos un día a la semana. Algunos no tuvimos que cantar el “cara al sol”, gentileza de un maestro represaliado.

 

Eran enseñanzas austeras, libros con pocos dibujos y moralina católica a espuertas que lo impregnaba todo, hasta tal punto que, por Antruejo, los maestros recomendaban evitar los inocentes disfraces y las caretas de mísero cartón sujetos por una simple goma. Era cosa de ver, ¡si muchos ya íbamos disfrazados con remiendos en la culera! Los métodos de enseñanza eran drásticos a veces y un buen número de sopapos se repartían en cada curso. Nunca supimos que nadie acabara traumatizado ni que hubiera reclamación paternal. Los juegos eran bruscos y con los pantalones cortos del buen tiempo se mostraban las “postillas” en las rodillas tratadas con “Veriscróm” como heridas de guerra. Piola, Rey del monumento, Castillo, los Pitos. ¿Y qué decir del juego de las “carpetas” hechas de naipes viejos y billetes de tren usados? Eran el tesoro de aquellos escolares que un día lo fuimos para no regresar jamás. Maestros y escuelas ya sólo son un pasado umbroso.

 

Urbicum Flumen, septiembre de 2020

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