Cuando la nieve era fiel compañera


El mundo en su eterno girar nunca descansa y buena prueba de ello es el cambio climático que solo los necios o negacionistas se atreven a cuestionar. La presencia de especies de latitudes más cálidas como las doradas, las ya comunes tórtolas turcas o la esporádica visita de tiburones de notable tamaño a nuestras costas, son la imagen de algunos embajadores áulicos de estas profundas modificaciones atmosféricas.

Pero otras evidencias de este trastorno telúrico resultan tan paulatinas que su instauración pasa casi desapercibida y es que, los cambios climáticos que ha conocido la Tierra han sido lentos, muy lentos a escala geológica. El actual es tan vertiginoso que se ha instaurado en poco más de medio siglo y, lo niegue Agamenón o su porquero, tiene el sello indiscutible de la especie humana como generador de este desajuste.

Una de las muestras más visibles de estos cambios imperceptibles es la escasez, cuando no la ausencia, de nieve en los meses invernales en zonas llanas de León. No quiere decir que nos veamos privados del majestuoso espectáculo que la naturaleza nos brinda todos los años en esa estación: Toda la cadena montañosa con sus cumbres nevadas. Año de nieves, año de bienes, reza el saber popular. Pero más abajo empieza a escasearnos su presencia.

Las imágenes de parajes nevados tenían un regusto centroeuropeo del que nos vamos despidiendo poco a poco, año tras año. En las zonas de montaña o incluso las que solo tienen relieve montuno, la estampa silenciosa de los pequeños pueblos con sus mortecinas luces, el humo elevándose con timidez por las chimeneas y el escenario de la nieve cubriéndolo todo teñido por el gris del anochecer, parecían encoger el paisaje al tiempo que desbordaban la imaginación de cómo transcurriría la vida en aquellos recónditos hogares.

Aguas abajo, también la nieve tenía connotaciones hoy ya casi olvidadas. Suponían días cortos de castañas, matanzas y embutidos. Remate del ejercicio anual. Bufandas, tabardos madreñas y tertulias mañaneras resguardados por paredes de solana, cual pagana adoración al sol de mediodía. Tiempos de carbón y leña en las cocinas económicas. Hoy ya no arde el carbón de León en nuestros hogares. Quizá ya no queden “hogares”.

El invierno con sus nevadas era motivo, curiosa celebración, de regocijo entre los más pequeños de la casa. Bolas de nieve, “resbaletes” de hielo, el frio de los pies hundidos en una capa de nieve que podía llegar hasta casi la rodilla. Y no era flor de un día, allá en el Órbigo la nieve solía ser convidada que se negaba a abandonarnos antes del mes, sino más. Entonces los tejados se orlaban con pinganillos de hielo que parecían colmillos del lobo que aullaba las noches ventosas. No era tal lobo, pero en las tristes noches de ventisca daba esa sensación.

Salir al campo, cuando la nieve se hacía acompañar de la pertinaz niebla navideña, sugería un mundo decadente y apagado donde hasta los animales silvestres parecían gustar de su recato. No así los pobres pardales que perecían víctimas del hambre que los empujaba y la intención aviesa de unos rapaces, poco concienciados por el medio ambiente de la época, que los atrapábamos con pajareras estratégicamente colocadas en lugares privados del blanco manto de nieve. Hoy, la vida de aquellas pobres criaturas, causa remordimiento y pesar.

Largas noches de fogón. Braseros y camillas, chasquidos de nieve al pisar, calcetines de lana, pies húmedos y reprimendas maternas. Destellos de níveos cristales en mañanas soleadas. Camas calentadas por planchas de hierro o ladrillos refractarios, ardientes al dormir, témpanos al despertar, darían para escribir varios libros, pero, como diría Kipling, esa es otra historia.

 

Urbicum Flumen, octubre de 2020

 

 

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