Desde los polvorientos desvanes de mi memoria a veces pugnan por salir recuerdos de mi primer trabajo, cuando todavía la edad podía escribirse con el uno en primer lugar y en el segundo no pasaba del dos. Me refiero a la pela del lúpulo, que allá en la década de los sesenta era labor manual, artesanal casi, podría decirse.
Inolvidable fue esa experiencia en los predios de la Campaza, un lugar a orillas del Órbigo que, sin pretenderlo, tenía el melancólico aire de un decadente jardín de inspiración romántica, propiedad que lo fue de la Fundación Sierra Pambley, aquella de la Institución Libre de Enseñanza. Ciertamente las inmediaciones de aquellas fincas de lúpulo tenían algo que las hacía singulares, aunque hace tanto tiempo que quizá la cabeza por su cuenta se ha complacido en mitificar.
Sea como fuere la incorporación al mundo laboral, aunque fuera de forma eventual y de temporada, tenía el encanto de lo nuevo, de una tarea muy peculiar que no deslomaba a nadie y que en aquel paraje, mitad idílico, mitad misterioso por las umbrías cercanas del río y de la presa, confería un halo de rito iniciático que se graban en la retina y en lo profundo de tu mente puedes visualizarlo cuantas veces quieras.
La historia, por seguir un orden cronológico, era pura rutina diaria. Cuando llegabas la partida de peladores, o mejor sería decir de peladoras, porque en esta faena, tal como hoy se preconiza, no sólo había paridad sino mayoría de mujeres, muchas de las cuales iban acompañadas de sus retoños para llenar la misma saca, intentando con ello complementar los ingresos de sus maridos. En la zona entonces el trabajo no era un extraño, como sucede hoy.
Así, como cofrades en procesión íbamos en comandita hacia las fincas decoradas de postes, trepas y alambres, provistos del saco, también llamado saca. Era cosa de ver aquel variopinto grupo de expedicionarios, todos ataviados con ropa vieja, pañuelos y pamelas las señoras con su ruidosa prole en pos de sí. Llegados al “tajo” el organizador, supervisor y encargado, uno y trino, iba tirando de las trepas hacia abajo, el alambre rompía y toda aquella vegetación trenzada caía estrepitosamente con sus flores livianas mostrándose propicias a la pela.
La labor era continua y permitía la conversación, las risas, el bullicio. La saca iba aumentando con el transcurrir de la mañana y era obligado ir procesando nuevas trepas con lo que la ubicación iba cambiando continuamente. La recomendación era pelar las motas con un trozo de “rabín”, indicación que los de mayor edad, más avezados, no solían tener muy en cuenta. Te desplazabas con tu fardel al hombro que semejaba ser etéreo, pues el peso parecía una magnitud inalterable frente al volumen. A mediodía ibas a casa o te marcabas un bocadillo.
A buena hora se retomaba la faena hasta cerca del oscurecer, era entonces cuando aquella suerte de batallón de trabajo se retiraba y llegaba el ritual del pesaje, de la desilusión, porque creyéndote dueño y señor de una voluminosa valija, escuchabas la voz fuerte del encargado que observando la romana, cantaba: siete kilos, mientras los anotaba en su cartulina. Aquel acto final, arrullado por el inconfundible aroma del secadero de aquella floresta cervecera, nunca estaba exento de murmullo y de alguna que otra reclamación, femenina sobre todo.
La faena estaba acabada y la bicicleta aguardaba a llevarte a casa con las manos raspadas por la aspereza de las hojas. Era final de verano y la calidez de la tarde/noche que te envolvía, también era gratificante. Poca era la ganancia para los más menudos, pero aprendías ya a temprana edad que nada se consigue sin el trabajo. Etéreas y fragantes horas de lúpulo.
Urbicum Flumen, diciembre de 2020
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Foto de José Veiga Roel, fotógrafo y pintor nacido en Betanzos.