En la actualidad sintonizar una emisora de radio no deja de ser un acto intrascendente pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que escuchar un aparato de radio tenía su liturgia, una especie de culto, veneración por los hercios, en suma. En la larga noche de piedra del régimen anterior podía incluso suponer la evasión de una realidad no siempre grata.
Un aparato de radio de los años cincuenta y sesenta era un objeto de arte. Los modernos receptores de radio han desvirtuado el glamour de un mueble de diseño que ocupaba lugar destacado en el santuario de una casa de la época. Abordar las entrañas de una de aquellas reliquias era adentrarse en una cuarta dimensión, lámparas, válvulas y el misterio de como aquel conglomerado de cables y piezas indescriptibles podían traer la voz de alguien hablando a miles de kilómetros. Intrusas voces timbradas que allanaban moradas otrora silenciosas.
En las casas escuchaba el “Parte” (bélico resabio del pasado) a la hora de sentarse a la mesa, pero también había programas que quedarían grabados a fuego en el imaginario de la audiencia: “Ustedes son formidables”, el rancio “Consultorio de Elena Francis”, “Discos solicitados” o interminables seriales de Guillermo Sautier Casaseca, brotando desde aquellos ingenios marca Telefunken, Philips, Marconi, etc. ubicados en lugar preeminente, sin que faltara el toque femenino de puntillitas decorando el altar de aquel mobiliario fónico.
Las emisiones de la época habían de pasar el tamiz de la censura siguiendo severas directrices y consignas. Pero la radio podía suponer un soplo de libertad al sintonizar “subversivas” emisoras de onda corta que, pese a las interferencias que distorsionaban la recepción, eran seguidas por la furtiva audiencia de Radio España Independiente Estación Pirenaica, emitiendo desde Rumanía, Radio Londres o Radio Moscú. Inolvidables veladas clandestinas bajo la tenue luz de velas o bombillas a 125 voltios.
Espacios de otra índole eran las retransmisiones deportivas de míticos locutores como Matías Prats (padre), una hemorragia de verbosidad incoercible, plagada de datos minuciosos y florida ortodoxia lingüística. También era moneda común el rezo de santo rosario o el Ángelus, aún hoy en antena. Los programas vespertinos eran casi una simbiosis con el alma del ama de casa mientras se afanaba en bordar, zurcir calcetines, echar remiendos, o hacer punto bobo.
Con el tiempo llegarían los pequeños transistores a pilas y con ello la independencia de la red eléctrica. Aquello rompió la magia de las ondas y trajo el declive de aquellas obras de ebanistería que lucían panel de frecuencias, entremezclado con extenso listado de ciudades europeas, por donde la ruleta de sintonización se deslizaba veloz buscando un ajuste en el dial para evitar que se “metiera” otra emisora. Mecánica costumbre desplazada por la novedosa incorporación de la frecuencia modulada. Adiós onda media. Hasta siempre onda corta.
La irrupción de la televisión, la radio con imágenes, de la España del desarrollo, disfrutó del mismo culto inicial que le fue dispensado a la radio en su día, llegándose a temer por el futuro de ésta. Incluso la aparición de otra medio visual como el video, motivó canciones con títulos agoreros como Video killed the radio star. Hoy móviles y ordenadores son nuevos y temibles competidores a los que la radio ha sabido adaptarse e incluso reconvertir en beneficio propio.
Aquellos que somos poco duchos en medios audiovisuales, sospechamos que la versatilidad y la inmediatez que tienen la radio, que permite viajar sin que el conductor tenga que apartar la vista para ir oyendo noticias, música, espacios deportivos, etc. así como la diversificación de programas como los nocturnos, que ayudan a bien dormir, deben tener algo que ver.
Urbicum Flumen, enero de 2021
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