“Hubo en España una guerra, que como todas las guerras, la ganase quien la ganase, la perdieron los poetas… y los niños”. Así empezaba el programa de TV de los años setenta titulado “La España de los Botejara”.
Este relato está inspirado en la sentencia correspondiente a la Causa 249/37 de Magdalena o “Causa de los niños”, que en su día me proporcionó Miguel García Bañales.
“Alto a la autoridad” oyen gritar los tres muchachos que corren campo a través, parándose en seco al escuchar los disparos de un fusil. Mientras la pareja de la guardia civil avanza hacia ellos, Avelino, el mayor, aprovecha para estrujar el papel del bolso y llevárselo a la boca. Lo traga sin masticar y por unos momentos se pone rojo como la grana. Sus compañeros le miran alarmados. Pero cuando los guardias llegan a su lado el papel ya está dentro de su cuerpo, como un tesoro que no desvelará así le maten. A trompicones, los conducen al cuartel. En un diminuto despacho les preguntan los nombres, las edades. Hablan entre ellos, consultan un cuaderno con anotaciones y uno de los guardias, el de más edad, mira a los dos chicos mayores casi idénticos, ambos de cabello negro y rizado y ojos sorprendentemente verdes, que podrían pasar por gemelos si no es por el palmo de estatura que los separa y el vello que sombrea el bigote del más alto.
—¿Vosotros no sois hermanos del rojo, traidor y cobarde Ventura García Otero, que anda fugado?
—Sí, pero no es nada de eso que dice —contesta Avelino recibiendo un fuerte revés en la mejilla derecha que le deja media parte del rostro hirviendo—. Su hermano le mira con los ojos inundados de agua, mientras Quintín, el chico que va con ellos, de apenas un metro de estatura, ahoga un gemido. A Avelino le gustaría llevarse la mano a ese lado de la cara y aliviarse, y se dispone a hacerlo, pero sabe que tiene que ser fuerte y permanece impasible como una estatua.
—A la autoridad se le contesta como Dios manda, ¿entendido?
—Es nuestro hermano, sí.
—¿Y tú, chaval, no eres hijo de Paulino Azcárate, ese hereje que quiso quemar la iglesia, y que como el Ventura también anda huido?
—Sí, señor.
Custodiados por el guardia más joven los conducen al calabozo. Es la primera vez que están en un lugar así, y a Avelino le gustaría advertir a los otros que pase lo que pase no suelten prenda, que como dice siempre su hermano Ventura cuando se quedan muchas noches hablando hasta las tantas en el desván, el silencio es la mejor arma, pues si no hay pruebas no les quedará más remedio que soltarles. “Tengo una cosa que deciros”, susurra, pero el guardia al oírle le abronca, “No quiero una voz, una palabra más y dos de vosotros os venís a mi lado, ¿oísteis?”. Avelino calla y mientras el tiempo pasa, la oscuridad se va adueñando poco a poco de la celda. Los tres chicos tienen hambre y frío, pero sobre todo tienen miedo. El guardia enciende una lámpara de carburo y sus sombras se perfilan fantasmagóricas entre los barrotes. Acurrucados sobre sí mismos, los pequeños se duermen en el suelo. Avelino, en cambio, no pega ojo. Está preocupado. De su hermano se fía, le tiene bien aleccionado, de Quintín no, siempre tan llorica y frágil como una nena, con esas historias que se inventa y que nadie sabe de dónde saca. Lamenta haberle llevado con ellos, pero se empeñó en ver a su padre, el que fuera dirigente de la Casa del Pueblo, y no pudo negarse.
Más tarde los conducen al mismo despacho donde tras su escritorio les espera el sargento, un hombre alto, de aire marcial y semblante hosco, que les hace seña para que se sienten en un banco pegado a la pared. Avelino está seguro que le preguntaran primero. Y lo prefiere porque lo que él diga servirá de pauta a los pequeños. La sorpresa es que no le llama a él, sino a Quintín que avanza hasta ponerse frente al sargento.
—Dime, chaval, ¿qué coño hacíais cruzando la línea enemiga? —su voz es suave, aduladora.
Avelino está horrorizado. En cuestión de segundos saldrá todo. El hermano escondido en el desván, la nota de su puño y letra que iban a pasar a los compañeros huidos contando los avances de la guerra, el encuentro en la tapia del caserío tras escuchar los tres silbidos, tres, imitando el canto de la abubilla, y lamenta su falta de cálculo. Quintín es un peligro, ahora que no hay remedio se da cuenta, y él un incauto. Maldice la hora en que permitió que les acompañara.
El chico no contesta. Tiene la cabeza gacha. Y el sargento repite despacio, como masticando las palabras:
—¿No has oído, muchacho? Te lo pregunto por última vez. ¿Qué… coño… hacíais…. cruzando… la línea… enemiga?
—Jugando señor, jugando —contesta Quintín en un susurro.
—¿Jugando? —recibe un revés seco en la nariz de uno de los guardias que le hace sangrar de inmediato—. Vamos hombre, al señor sargento no se le toma el pelo.
Un reguero rojo discurre por su boca y barbilla. El chico llora, moquea, se limpia con el dorso de la mano y con el brazo.
Con el alma en un puño, Avelino piensa que en cualquier momento el renacuajo de Quintín largará todo. Y quisiera adelantarse, obligarle a callar, pero no puede. En medio de silencio se oye:
—Nos dijeron…, que en el campo rojo se pasaba muy bien pues había de todo, pan blanco, leche, trigo, requesón, naranjas, que no había que ir a la escuela —su voz al principio infantil va ganando en seguridad y aplomo —, ni hacer deberes ni se recibían castigos del maestro si no se hacían, solo jugar y jugar desde por la mañana hasta por la noche, que no se pasaba frío, que era como el paraíso… Ah, y mujeres, también había mujeres.
El sargento suelta una risotada estentórea en medio de la escasa luz del carburo. Los guardias también ríen, siguiéndole la corriente. A las risas sigue un silencio denso.
—¿Y quién te ha dicho eso, muchacho, porque a alguien se lo habrás oído? Dínoslo, y te soltamos.
Muchas tardes Ventura les contaba que con la República todos los males de la sociedad se iban a resolver, pues al final no habría pobres ni ricos y todos los hombres serían iguales, y las mujeres iguales a los hombres, y el amor no estaría sujeto a bendiciones ni mandangas delante del cura, y como había más mujeres que hombres tocarían a varias por cabeza. Aunque él, y aquí se ponía melancólico y tristón, no era ansioso y se conformaba con Rosita, tan guapa, tan blanca, con esos ojos del color de la miel y esos pechos como naranjas, y al decirlo, se levantaba del rincón en el que siempre estaba sentado y encogido, pues su altura rebasaba el techo, daba largas zancadas de un lado a otro del desván, mientras se llevaba las manos curvadas al torso como un animal preso de su propio deseo. Todo un espectáculo que los chicos miraban extasiados.
Avelino, creyendo que Quintín, ahora sí, relevará el nombre de su hermano, se pone en pie. Va a decir que no hagan caso al chico, que miente más que habla, cuando el pequeño chaval, súbitamente erguido, exclama:
—Todos, señor, lo decían todos. En la taberna por las noches, antes de la guerra.
A Avelino le tiemblan las piernas al darse cuenta que él y solo él ha estado a punto de cagarla. Toma asiento. Respira aliviado.
El sargento parece súbitamente cansado, como si todo el peso de la noche cerrada se cerniera sobre él. Les manda retirarse. Los devuelven al calabozo. A media mañana les vuelven a llamar, les dicen con urgencia:
—Vosotros dos os vais, y a ti —señalan a Avelino— te llevan a la cárcel de León, donde acaban los adultos traidores.
Los pequeños miran a Avelino con expresión desvalida, pero éste, aunque intuye que le espera un duro periplo, está tranquilo, incluso contento, todo lo tranquilo y todo lo contento que se puede estar en una situación así. Abraza a su hermano, luego a Quintín. Le gustaría decirle que en la vida hay dos tipos de hombres, los que cantan a la primera y esos que aunque les maten no soltarán prenda, como él ha demostrado anoche con su valentía. Y alabar su portentosa imaginación, que les ha salvado de una buena. Pero no puede hablar, e intenta trasmitirle lo que piensa con los ojos. Quintín también le mira mientras se aleja.
Cuando se queda solo cierra por un momento los ojos, aferrándose a ese campo inmenso inundado de amapolas y de chavales correteando, riendo, soñando. Un campo que solo existe en su imaginación, pero que a partir de ahora le acompañará en su nuevo viaje.
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Relato de Sol Gómez Arteaga publicado en el libro «El sol a la tinaja» editado por la Fundación Fermín Carnero en el año 2017. En el blog “Sol a la tinaja“ también puedes encontrar otras interesantes publicaciones de la autora.
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