Viva l’Italia


Hoy es día de confesiones. No, no me refiero a ese día justo antes de Semana Santa cuando llegaban al pueblo un grupo de curas a confesar a los parroquianos. No. Hoy quiero confesarles algunas cosas. La primera de ellas es que para mí Italia es —con diferencia— el país más fascinante de Europa, y quizás del mundo.

Debo confesar también que mi ‘amor’ y admiración hacia Italia es incondicional, y con eso ya lo digo todo.

Bueno, el caso es que el próximo 25 de septiembre hay elecciones en Italia. Dicen las encuestas que ganará ‘Fratelli d’Italia’ y, justo estos días, pensando en todo ello, me ha venido a la cabeza de forma recurrente una historia que viví en Bolonia en mi época de estudiante. Lo haré corto, porque tampoco me acuerdo demasiado de los detalles.

Resulta que un día a la tarde, a la salida de la Facultad y —como acostumbraba a hacer— me dirigí por Vía Zamboni hacia la residencia de estudiantes donde me alojaba. A la altura de la plaza Giuseppe Verdi, justo enfrente del Teatro Municipal de Bolonia un grupo de estudiantes se manifestaba. Quizás contra alguna ley, o quizás contra algún acto que se realizaba en el Teatro. El grupo que convocaba era el Collettivo Universitario Autonomo (CUA), conocidos popularmente como ‘gli autonomi’, los autónomos.

No recuerdo muchos detalles de aquella movilización porque, en realidad, cada día había ‘movidas’ de ‘gli autonomi’ por algún u otro motivo. Creo recordar también que en una esquina de la plaza varios furgones de los antidisturbios vigilaban distantes el desarrollo de los acontecimientos.

Justo cuando acababa de cruzar por delante de la plaza siento a alguien gritar y me giro a ver qué pasaba. Un tipo trajeado, rodeado por media docena de tipos musculados y grandes como armarios, increpaba y desafiaba a los estudiantes señalando ostensiblemente con el índice hacia ellos. De todas las imprecaciones e insultos, únicamente recuerdo una frase: «Quando saremo al potere, vi faremo un culo cosí». Acompañaba la frase con un gesto. Moviendo las manos de arriba a abajo formaba un círculo con los pulgares y los dedos corazón. Creo que no hace falta saber lenguaje de signos para saber a qué se refería aquel energúmeno.

El tipo que gritaba —y que más tarde les contaré quien era— se mantenía a una cierta distancia de los estudiantes protegido por los ‘gorilas’ que lo acompañaban y por la presencia de los carabineros. De pronto, los estudiantes empezaron a rodearlo. Ya saben, lo típico. «Tu? Qui sei? Sei un pezzo di merda!!!» En un momento dado, alguien lanzó un puñetazo y se formó la de ‘Dios es Cristo’. Al tipo y a los que fungían de guardaespaldas le llovían golpes por todos los lados. Enseguida la policía llegó con las porras y escudos y ‘dispersó’ a los ‘autónomos’ que seguían intercambiando insultos con aquel hombre y sus matones.

Justo a mi lado, un barrendero contemplaba la escena sin inmutarse. Una vez apaciguados los ánimos, el empleado público volvió a sus quehaceres cantando: «Viva l’Italia, l’Italia che non muore… La, la, la, la, lá…».

Volví a la residencia y allí pregunté a mis amigos de quién era aquella canción que tarareaba el barrendero. Precisamente, Gino originario de Foggia, era fanático de Francesco de Gregori, el autor de la canción. Y acá llega otra de las confesiones de hoy. Reconozco que soy devoto de la música italiana —Renato Carosone, Gino Paoli, Nicola di Bari, Adriano Celentano, Rita Pavone, MIna, Gabriella Ferri, Vasco Rossi, Lucio Dalla, Giovanna Marini e Toto Cotugno…— pero ya les confieso que para mí el grande entre los grandes es Francesco de Gregori. Busquen en Spotify y compruébenlo por ustedes mismos.

Respecto al tipo protagonista de los incidentes de la plaza Verdi, al día siguiente en los periódicos locales me enteré que se trataba de Ignazio La Russa, un político del partido fascista Movimiento Social Italiano (MSI) que en aquel momento estaba haciendo campaña para el Ayuntamiento de Bolonia o algo así. O, provocando por provocar, vaya usted a saber…

Acá debo confesar otro secreto más y es que —por razones que no acierto a comprender— tengo una memoria extraordinaria para retener nombres y personas. En este caso, sin quererlo ni teniendo mayor interés por mi parte, he ido ‘siguiendo’ a este personaje, ya que por ejemplo fue ministro de Defensa en uno de los gobiernos de Berlusconi. Es de esto que lo ves aparecer en el telediario y piensas: «Anda, mira el hijo de remil este, como ha ido prosperando…». También vi por ahí que en 2012 fue uno de los fundadores del partido fascista ‘Fratelli d’Italia’ junto con Giorgia Meloni, quizás la futura presidenta del gobierno italiano. Vaya, vaya…

En fin.

Como dice la última frase de la canción que tarareaba el barrendero: «Viva l’Italia, viva l’Italia che resiste»

¿A qué edad se deja de ser niño?


Un día, en una comida familiar mi mujer, mirando a nuestro hijo que andaba corriendo por allí haciendo gracias a los presentes, preguntó a qué edad alguien dejar de ser un niño. Enseguida surgió una animada conversación sobre el tema.

Sin embargo, yo —que tenía la respuesta y fecha exacta de cuando uno deja de ser niño— no dije nada. Me acordé de mi madre.

Pues sí, uno deja de ser niño el mismo día que muere tu madre. Así de sencillo.

Buscando a Vela Zanetti en República Dominicana


Dudo que haya algún leonés medianamente ilustrado que no conozca a Vela Zanetti. Pues, aunque en León es reconocido, hay un país donde sienten auténtica veneración por él. Pues sí, imagino que, leyendo el título de esta entrada, ya lo adivinaron: República Dominicana.

Casualmente, en uno de mis viajes a ese país tuve que ir a una reunión a Baní.  Dos grandes murales adornan las paredes de la Municipalidad de esta ciudad.  Mi acompañante me cuenta que en República Dominicana hay una gran tradición muralista, y que el maestro de todos estos muralistas dominicanos fue Vela Zanetti, y me pregunta si lo conozco.

– «Por supuesto que lo conozco», respondo «Es paisano mío». Les cuento que soy leonés, bla, bla, blá.

Ese mismo día, ya de vuelta al hotel compruebo en internet que Vela Zanetti se exilió en 1939 en República Dominicana y allí empezó una prolífica carrera como muralista con más de un centenar de obras. Además fue unos años director de la Escuela Nacional de Bellas Artes. Descubro también que su padre, Nicostrato Vela Esteban, un reconocido veterinario, fue fusilado en León. Leo que Nicostrato, «progenitor bueno y comprensivo, hizo cuanto pudo para dar rienda suelta a las inquietudes artísticas de su hijo». Me emociona leer algo así.

Años más tarde, tuve ocasión de volver a República Dominicana y decidí buscar los murales de Vela Zanetti. En algún sitio leí que alguno de sus murales estaban en la Biblioteca Nacional y una tarde me dirigí raudo a visitarlos. Llegado a la Biblioteca Nacional Pedro Henríquez Ureña, me dirigí a la Recepción donde ‘sestiaban’ como media docena de personas. Les pregunté por Vela Zanetti y mi impresión es que les sonaba a chino, así que solventaron el trámite derivándome a un mostrador que se veía al fondo, al cual me dirigí. Antes de poder hacer la consulta tuve que mostrar un documento identificativo y anotarme en el libro de visitas. De nuevo le explique que estaba buscando los murales de Vela Zanetti. No me entendió y le expliqué que Vela Zanetti era un pintor muralista y que había leído en una guía que había pinturas suyas en la Biblioteca Nacional. “Ah, las pinturas. Sí, ahí al fondo están”. Sí, allí al fondo estaban colgados los retratos de unos señores con mostacho que habían dirigido la institución. Recuperé mi mochila y salí a la calle.

Mientras esperaba el taxi, pensé en los funcionarios que me atendieron. Ni idea de nada. En República Dominicana llaman ‘botellas’ a toda esa gente colocada a dedo en los ministerios y que, además de no tener ni idea de nada, no dan un palo al agua. Hay algunos, los más privilegiados que, aunque a nómina del Estado, ni siquiera va a trabajar. No piensen que es algo único de República Dominicana. Se da en todos los países de América Latina. En Argentina los llaman ‘ñoquis’ y en Méjico, creo que ‘aviadores’. En Honduras he visitado oficinas oficiales que tienen en plantilla 1ó 2 motoristas y no hay vehículos, pero… Quizás el lector se pregunte el por qué de estas cosas. Muy sencillo: es así como se ‘compran’ los votos y se hacen los manejos electorales. No se imaginan cuántos líderes vecinales ‘trabajan’ en organismos públicos como chóferes, ordenanzas, señoras de la limpieza. En fin…

Para remate de males, el taxista que me devolvió al hotel me aturdió con comentarios soeces y racistas sobre sus compatriotas y las mujeres dominicanas. En estos casos uno no sabe muy bien cómo defenderse. Se comprueba que la vulgaridad y la estupidez no entiende de razas ni de culturas y en cualquier rincón del mundo te puedes encontrar con un energúmeno con estas características.

No estaba yo dispuesto a tirar la toalla con los murales de Vela Zanetti y al día siguiente, acabada la jornada laboral, me dirigí al Cabildo al lado de la catedral. Allí, un soldado uniformado con casaca me impidió al acceso. Parecía que todo intento era inútil.

Con el ánimo por los suelos, empecé a caminar por una céntrica calle que llaman del Conde. Ensimismado contemplando la fauna local llegué al final del bulevar. Allí, al lado del Palacio Nacional, un grupo de personas agitaba banderas españolas y dominicanas esperando a alguien importante. Un cantante, pensé. Justo en ese momento, apareció Pedro Sánchez, el presidente del Gobierno español, acompañado por su homólogo dominicano. Pura casualidad. Salgo a buscar a Vela Zanetti y me encuentro a Pedro Sánchez.

Volví al hotel caminando y reflexionando cómo, en ocasiones, el destino nos estafa… Visto lo visto, me di cuenta de que no valía la pena seguir buscando. Me consolé pensando que, ya en el futuro, tendría ocasión de viajar de nuevo al país. Quizás me tocase ir a Santiago o a otras zonas del país con murales del pintor leonés (o burgalés, como ustedes prefieran), y con un poco de fortuna pudiese verlos.

Pensará el lector que la historia acaba acá. Pues no.

Antes de liquidar la cuenta en el hotel acostumbro a revisar el dinero que tengo en metálico y separo el monto necesario para pagar el taxi al aeropuerto. El resto lo gasto. Es fácil: comidas, regalos, propinas al personal del hotel, etc. Así hice en esta ocasión, pero algún cálculo hice mal que, después de comprados los regalos, me faltaban unos pocos pesos para pagar el Hotel. Recordé que al final de esa misma calle, llamada Isabel la Católica, casi pegando a la Plaza de España o de la Hispanidad, había un cajero automático.

Salí a la calle y empecé a caminar en dirección al cajero. Justo antes de llegar al destino, veo que a mano derecha hay un banco que se llama Banreservas. Pensé que era más seguro (y más barato) sacar dinero en una entidad bancaria y me dirigí raudo hacia allá. Bien. Subiendo por la escalinata me doy cuenta que es la sede central de un banco con lo que me entran dudas y casi doy media vuelta. Aún así entré y justo al frente, al levantar la vista me encuentro con un majestuoso mural de Vela Zanetti. Se trata de «La economía nacional liberada» y en la foto que ilustra esta entrada lo pueden ver…

¡Qué se yo! ¿Qué más les podría contar? Pues que regresé feliz a España… Misión cumplida.

Con problemas gastrointestinales en Mauritania


Como ustedes saben, los países tropicales están llenos de peligros. El principal son los dragones de Komodo; después viene la morriña, y en tercer lugar se sitúan las diarreas y demás molestias gastrointestinales.

En estos países todo es exuberante y uno no puede bajar la guardia. Como a la hora de comer te dejes llevar por la gula, el hambre o el cansancio, estás perdido. Hoy les voy a contar lo que me ocurrió en un viaje al sur de Mauritania.

Después de un viaje de varias horas desde Nuatchott llegué a Kaedi y me dirigí al Hotel Faboly. Allí, aparte del recepcionista, no había ni un alma. Cené en una terraza a media luz. Vaya, que cené a oscuras porque no se veía un carajo. Atontado por el viaje, pedí pollo. Sí, pedí pollo, ese reservorio natural de antibióticos, patógenos, bacterias y otros elementos nocivos. Nada más verlo a medio cocinar y probar el primer bocado pensé: “Ya verás como este pollo me va joder”. Y vaya, ¡cómo me jodió!

Al día siguiente desperté con ligeras molestias estomacales, aunque nada hacía pensar que sería un día complicado.

La mañana transcurrió sin sobresaltos. Hicimos todas las visitas que previstas y todo fue estupendamente bien hasta el regreso sobre el mediodía. Nada más subirme al coche, las tripas empezaron a rugirme como una lavadora centrifugando. Se avecinaba una gran tormenta y había que ir preparando la situación por si todo acababa en catástrofe.

– ¿Cuánto tardaremos en llegar a la ciudad?, pregunté al chofer.
– Veinte minutos, más o menos, me dijo.

¿Más o menos? ¿Más o menos? Mentirosos. No hay gente más mentirosa que los conductores. Bueno sí, los cazadores, y los de Morriondo. Cuando un conductor te dice que un trayecto dura una hora, prepárate para una hora y media o dos horas. Cuando te dice 4 ó 5 horas, prepárate para un viaje de ocho.

Bueno, el caso es cuando el chófer me dijo que quedaban veinte minutos para llegar al destino, confié en que, aún siendo un trayecto de cincuenta minutos, lograría salvar la situación. Pero no, no. A los cinco minutos los retortijones anunciaban que había que tomar medidas drásticas.

La tesitura era muy complicada porque estábamos transitando una zona llana y no había ni un árbol donde resguardarse a ‘tirar los pantalones’. La cosa iba a peor y evaluando la situación llegó un momento que la única solución era parar y evacuar.

Empecé a sudar y retorcerme en el asiento.

– ¿Se encuentra usted bien?
– Sí, sí. No se preocupen. Voy medio mareado, pero nada grave.

Mentí. La situación era dramática. Y, como les decía, el paisaje no podía ser más desolador. Ni un árbol, ni una roca, ni un mísero arbusto donde resguardarse de miradas incómodas. Todo era llanura y desierto. ¡Qué países tan poco dotados, por el amor de Dios!

Necesitaba un milagro. Y lo necesitaba urgente. La situación era explosiva. Literalmente, aquello iba a explotar. Como soy hombre creyente, el milagro ocurrió. Al lado del camino apareció un montón de tierra que podía servir a mis propósitos. Comprobé que llevaba papel higiénico en la mochila y tomé una decisión rápida. Los marqueses somos así: vemos una oportunidad en cualquier montón de tierra.

– Arrête! Arrête! S’il vous plait!, le grité al chófer.

No sé si me entendió o no, pero antes que hubiese frenado ya había abierto la puerta y tenía medio cuerpo fuera del coche.

Salté de la camioneta y corrí hacia el montón de tierra con las manos en la barriga. Les ahorraré detalles escatológicos, pero aquello fue una operación ‘tipo comando’. Quedan 20 segundos… quedan 10 segundos… diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero. Misión cumplida. Evacuación y limpieza realizada. Todo en orden.

Mi intuición no falló, el resto de pasajeros se había bajado del coche y cuando salí de detrás del montón de tierra, venían hacía mi a interesarse por mi estado de salud. Ufff. Como les decía, menos mal que fue una ‘operación comando’, porque si llego a tardar diez segundos más, hubiera sido un papelón. Un espectáculo.

– ¿Todo bien?
– Sí, sí. Menos mal que vomité… Señores, señoras vayamos hacia el coche. Ya me siento mucho mejor.

En fin…

Seguro que en tus viajes te han pasado historias muy similares, o incluso peores. Si te apetece, puedes contárnoslo en los comentarios…

¿Sabés qué te digo? Hacéte un canutillo con…


Tengo un familiar lejano que vive en Buenos Aires desde que cumplió cuatro años. A pesar de llevar más de sesenta años avecindado en aquel país, el hombre no ha sido capaz de obtener la ciudadanía argentina, o no ha querido.

Un día le pregunté a ver cómo era que no tenía la nacionalidad del país. Me contó que lo intentó en diversas ocasiones, pero que cada vez que iba a presentar la documentación al juez, siempre faltaba algún papel. Me contó que hace pocos años hizo un último intento, pero cuando estaba delante del juez para firmar, otra vez de nuevo, faltaba un certificado.

Llegado a ese punto del relato, Miguelín que así se llama el susodicho te apunta con el dedo, eleva el tono de voz, y clavándote unos vivos ojos azules, en perfecto argentino simula dirigirse al juez:

– «¿Sabés que te digo? Hacéte un canutillo con la nacionalidad y te lo metés por el orto».

Obviamente toda esa historia es un invento de Miguelín, que nunca llegó a hacer tramite alguno. Nunca necesitó la nacionalidad. Ni para vivir o trabajar en Argentina y, mucho menos, para que lo tratasen como a un nacional.

Yo, cada vez que viajo al país y lo veo, disfruto haciéndole la misma pregunta: «Pero a ver, paisano ¿cuéntame cómo es eso de que todavía no tienes la nacionalidad argentina?». De nuevo él me vuelve a contar la historia, rematándola con el mítico final.

No me pueden negar que en la frase «Hacéte un canutillo…» se refleja toda una filosofía de vida.

Códigos secretos en Barcelona


Estoy en Barcelona.

Hace días entré en un bar y veo que, detrás del mostrador, en un lugar destacado hay colgada una ‘chifla’. Hoy me atreví a preguntar de dónde son. Me dice que de cerca de Astorga. Concretamente de un pueblín que está en las mismas faldas del Teleno.

«Lo sabía. Lo sabía. Lo sabía», me digo. Y me alegro de que así sea.

Curiosos esos detalles ‘casi secretos’ que son nuestro otro DNI y DNA.

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