Artistas ambulantes de los años sesenta


Con permiso de los titiriteros que, con arte innato, hacían que una cabra bailara o hiciera equilibrios imposibles, en un alarde de sincretismo artístico entre hombre y animal, hoy quiero recordar a unos artistas cuyo nombre debiera estar escrito con letras de oro allá en los pueblos que sirvieron de improvisado escenario para sus increíbles actuaciones.

Tal vez hubo otros muchos artistas que quien suscribe estas líneas no llegó a conocer, pero, aun así, las evoluciones de Renato y de Barbachei son memoria viva de muchos pueblos de León que vieron a la puerta de su casa imborrables prodigios que hoy, en que los medios de comunicación nos atosigan con vulgaridades, serían motivo de admiración y respeto. Admiración por sus habilidades y respeto por su indudable profesionalidad.

Recuerdo la fisonomía caucásica de Barbachei, longilíneo, enjuto, cara alargada y pelo lacio, largo y escaso. Aún me parece verlo descamisado, sudoroso, sin concesiones a la indumentaria, que lo hacía confundirse entre los asistentes a sus números irrepetibles. “Barbachei el hombre foca que sostiene un peso con la boca, echa tres meses debajo’l agua y sale pidiendo un botijo”, rezaba la mitificación de aquel hombre nervudo, honrado jornalero de un espectáculo único.

Sus intervenciones con un arado sobre su mentón daban cuenta de unas habilidades poco comunes. El artilugio podía un arado romano, excusado es decir que era un objeto pesado, asimétrico, inestable, que aquel hombre era capaz de manejar con soltura en una situación que dejaría boquiabiertos a modernos malabaristas. Conjugaba fuerza y equilibrio que sorprendía a propios y extraños. No había escenario, el público se apiñaba a su lado y él ordenaba separarse a los circunstantes en previsión de cualquier percance.

Pero cualquier objeto, sillas, escaleras, sin importar peso, forma o dificultad, podía ser izado a su barbilla desafiando las leyes físicas. Un día llegó a izar a un hombre que superaba los cien kilos de peso, sentado en una silla. Evidentemente la acción no era subida y bajada inmediata, era capaz de caminar y contener aquellos pesos infernales ante el asombro de los asistentes. Era un deleite ver las proezas de aquella leyenda que se desenvolvía a tu lado. La magia acercada al pueblo. Y por si fuera poco, su remuneración era la voluntad.

Pero si mítico acabaría siendo Barbachei, no menos mítico y extraordinario fue Renato quien, con alguna regularidad, visitaba Veguellina de Orbigo y supongo que otros pueblos también. Aquel hombre arriesgaba su vida a unas alturas escalofriantes. El pueblo entero se congregaba a la hora establecida para contemplar las evoluciones de aquel funambulista que, equipado con una pértiga, caminaba impávido sobre un cable que cruzaba toda la plaza hasta llegar al extremo en pendiente, sujeto a la cúspide de la torre en la zona nueva.

Cuando ya todo parecía visto de aquel número circense, sin carpa ni red que pudiera salvarlo de una caída, llegaba algo más difícil todavía. Su siguiente intervención era volver a hacer el mismo recorrido pero en esta ocasión con sus ojos cubiertos por una venda. Ciertamente aquello era impactante y no faltaban gritos de temor elevándose al cielo. Pero aún quedaba el plato fuerte, asistido por un ayudante, de forma inexplicable volvían a hacer el mismo recorrido ambos, sólo que en esta ocasión lo hacían con una moto de la que pendía Renato.

Estas cosas por inverosímiles que puedan parecer, eran el espectáculo para la gente sencilla. Lástima que quizá nunca supimos reconocerles toda su valía. León entonces era otra cosa.

Urbicum Flumen, marzo de 2021

 

Campo rojo


“Hubo en España una guerra, que como todas las guerras, la ganase quien la ganase, la perdieron los poetas… y los niños”. Así empezaba el programa de TV de los años setenta titulado “La España de los Botejara”. 

Este relato está inspirado en la sentencia correspondiente a la Causa 249/37 de Magdalena o “Causa de los niños”, que en su día me proporcionó Miguel García Bañales.

“Alto a la autoridad” oyen gritar los tres muchachos que corren campo a través, parándose en seco al escuchar los disparos de un fusil. Mientras la pareja de la guardia civil avanza hacia ellos, Avelino, el mayor, aprovecha para estrujar el papel del bolso y llevárselo a la boca. Lo traga sin masticar y por unos momentos se pone rojo como la grana. Sus compañeros le miran alarmados. Pero cuando los guardias llegan a su lado el papel ya está dentro de su cuerpo, como un tesoro que no desvelará así le maten. A trompicones, los conducen al cuartel. En un diminuto despacho les preguntan los nombres, las edades. Hablan entre ellos, consultan un cuaderno con anotaciones y uno de los guardias, el de más edad, mira a los dos chicos mayores casi idénticos, ambos de cabello negro y rizado y ojos sorprendentemente verdes, que podrían pasar por gemelos si no es por el palmo de estatura que los separa y el vello que sombrea el bigote del más alto.

—¿Vosotros no sois hermanos del rojo, traidor y cobarde Ventura García Otero, que anda fugado?

—Sí, pero no es nada de eso que dice —contesta Avelino recibiendo un fuerte revés en la mejilla derecha que le deja media parte del rostro hirviendo—. Su hermano le mira con los ojos inundados de agua, mientras Quintín, el chico que va con ellos, de apenas un metro de estatura, ahoga un gemido. A Avelino le gustaría llevarse la mano a ese lado de la cara y aliviarse, y se dispone a hacerlo, pero sabe que tiene que ser fuerte y permanece impasible como una estatua.

—A la autoridad se le contesta como Dios manda, ¿entendido?

—Es nuestro hermano, sí.

—¿Y tú, chaval, no eres hijo de Paulino Azcárate, ese hereje que quiso quemar la iglesia, y que como el Ventura también anda huido?

—Sí, señor.

Custodiados por el guardia más joven los conducen al calabozo. Es la primera vez que están en un lugar así, y a Avelino le gustaría advertir a los otros que pase lo que pase no suelten prenda, que como dice siempre su hermano Ventura cuando se quedan muchas noches hablando hasta las tantas en el desván, el silencio es la mejor arma, pues si no hay pruebas no les quedará más remedio que soltarles. “Tengo una cosa que deciros”, susurra, pero el guardia al oírle le abronca, “No quiero una voz, una palabra más y dos de vosotros os venís a mi lado, ¿oísteis?”. Avelino calla y mientras el tiempo pasa, la oscuridad se va adueñando poco a poco de la celda. Los tres chicos tienen hambre y frío, pero sobre todo tienen miedo. El guardia enciende una lámpara de carburo y sus sombras se perfilan fantasmagóricas entre los barrotes. Acurrucados sobre sí mismos, los pequeños se duermen en el suelo. Avelino, en cambio, no pega ojo. Está preocupado. De su hermano se fía, le tiene bien aleccionado, de Quintín no, siempre tan llorica y frágil como una nena, con esas historias que se inventa y que nadie sabe de dónde saca. Lamenta haberle llevado con ellos, pero se empeñó en ver a su padre, el que fuera dirigente de la Casa del Pueblo, y no pudo negarse.

Más tarde los conducen al mismo despacho donde tras su escritorio les espera el sargento, un hombre alto, de aire marcial y semblante hosco, que les hace seña para que se sienten en un banco pegado a la pared. Avelino está seguro que le preguntaran primero. Y lo prefiere porque lo que él diga servirá de pauta a los pequeños. La sorpresa es que no le llama a él, sino a Quintín que avanza hasta ponerse frente al sargento.

—Dime, chaval, ¿qué coño hacíais cruzando la línea enemiga? —su voz es suave, aduladora.

Avelino está horrorizado. En cuestión de segundos saldrá todo. El hermano escondido en el desván, la nota de su puño y letra que iban a pasar a los compañeros huidos contando los avances de la guerra, el encuentro en la tapia del caserío tras escuchar los tres silbidos, tres, imitando el canto de la abubilla, y lamenta su falta de cálculo. Quintín es un peligro, ahora que no hay remedio se da cuenta, y él un incauto. Maldice la hora en que permitió que les acompañara.

El chico no contesta. Tiene la cabeza gacha. Y el sargento repite despacio, como masticando las palabras:

—¿No has oído, muchacho? Te lo pregunto por última vez. ¿Qué… coño… hacíais…. cruzando… la línea… enemiga?

—Jugando señor, jugando —contesta Quintín en un susurro.

—¿Jugando? —recibe un revés seco en la nariz de uno de los guardias que le hace sangrar de inmediato—. Vamos hombre, al señor sargento no se le toma el pelo.

Un reguero rojo discurre por su boca y barbilla. El chico llora, moquea, se limpia con el dorso de la mano y con el brazo.

Con el alma en un puño, Avelino piensa que en cualquier momento el renacuajo de Quintín largará todo. Y quisiera adelantarse, obligarle a callar, pero no puede. En medio de silencio se oye:

—Nos dijeron…, que en el campo rojo se pasaba muy bien pues había de todo, pan blanco, leche, trigo, requesón, naranjas, que no había que ir a la escuela —su voz al principio infantil va ganando en seguridad y aplomo —, ni hacer deberes ni se recibían castigos del maestro si no se hacían, solo jugar y jugar desde por la mañana hasta por la noche, que no se pasaba frío, que era como el paraíso… Ah, y mujeres, también había mujeres.

El sargento suelta una risotada estentórea en medio de la escasa luz del carburo. Los guardias también ríen, siguiéndole la corriente. A las risas sigue un silencio denso.

—¿Y quién te ha dicho eso, muchacho, porque a alguien se lo habrás oído? Dínoslo, y te soltamos.

Muchas tardes Ventura les contaba que con la República todos los males de la sociedad se iban a resolver, pues al final no habría pobres ni ricos y todos los hombres serían iguales, y las mujeres iguales a los hombres, y el amor no estaría sujeto a bendiciones ni mandangas delante del cura, y como había más mujeres que hombres tocarían a varias por cabeza. Aunque él, y aquí se ponía melancólico y tristón, no era ansioso y se conformaba con Rosita, tan guapa, tan blanca, con esos ojos del color de la miel y esos pechos como naranjas, y al decirlo, se levantaba del rincón en el que siempre estaba sentado y encogido, pues su altura rebasaba el techo, daba largas zancadas de un lado a otro del desván, mientras se llevaba las manos curvadas al torso como un animal preso de su propio deseo. Todo un espectáculo que los chicos miraban extasiados.

Avelino, creyendo que Quintín, ahora sí, relevará el nombre de su hermano, se pone en pie. Va a decir que no hagan caso al chico, que miente más que habla, cuando el pequeño chaval, súbitamente erguido, exclama:

—Todos, señor, lo decían todos. En la taberna por las noches, antes de la guerra.

A Avelino le tiemblan las piernas al darse cuenta que él y solo él ha estado a punto de cagarla. Toma asiento. Respira aliviado.

El sargento parece súbitamente cansado, como si todo el peso de la noche cerrada se cerniera sobre él. Les manda retirarse. Los devuelven al calabozo. A media mañana les vuelven a llamar, les dicen con urgencia:

—Vosotros dos os vais, y a ti —señalan a Avelino— te llevan a la cárcel de León, donde acaban los adultos traidores.

Los pequeños miran a Avelino con expresión desvalida, pero éste, aunque intuye que le espera un duro periplo, está tranquilo, incluso contento, todo lo tranquilo y todo lo contento que se puede estar en una situación así. Abraza a su hermano, luego a Quintín. Le gustaría decirle que en la vida hay dos tipos de hombres, los que cantan a la primera y esos que aunque les maten no soltarán prenda, como él ha demostrado anoche con su valentía. Y alabar su portentosa imaginación, que les ha salvado de una buena. Pero no puede hablar, e intenta trasmitirle lo que piensa con los ojos. Quintín también le mira mientras se aleja.

Cuando se queda solo cierra por un momento los ojos, aferrándose a ese campo inmenso inundado de amapolas y de chavales correteando, riendo, soñando. Un campo que solo existe en su imaginación, pero que a partir de ahora le acompañará en su nuevo viaje.

Relato de Sol Gómez Arteaga publicado en el libro «El sol a la tinaja» editado por la Fundación Fermín Carnero en el año 2017. En el blog “Sol a la tinaja también puedes encontrar otras interesantes publicaciones de la autora.

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Los abuelos


Aún hoy pueden verse colgadas de las paredes de casas inmunes al paso del tiempo, a modo de trofeo, los retratos en blanco y negro, de parejas de antepasados mirando fijamente a quien los mira, parecen desafiar al presente desde el más allá. El hieratismo de su mirada despierta sentimientos encontrados a mitad de camino entre la nostalgia y la inquietud sin que pueda precisarse muy  bien a que se puede atribuir

Esos personajes fueron un día gente corriente, gobernaban su casa, tenían sus afanes y sus cuitas. Vivían de su trabajo, por regla general agroganadero e incluso forestal, según su origen. Solían ser autárquicos y como diría Machado eran buenas gentes que viven, laboran, pasan y sueñan, y en un día como tantos, descansan bajo la tierra. Ellos protagonizaron tiempos pretéritos, tiempos casi siempre difíciles, sin concesiones a la comodidad deseable. Su vida no fue en blanco y negro como sus fotos, sencillamente les tocó vivir una época de otro color.

Los más mayores aún conservamos en nuestra retina el vivo recuerdo de aquellos “viejos” muchas veces prematuros y que eran para hijos y nietos, “los abuelos”. Los más por el destino eran personas rurales. La indumentaria era uniforme, camisa blanca, chaleco y pantalones de pana negra, a veces con remiendos, tocados con boina. Es fácil recordarlos, eméritos de sus tareas por cuestiones de edad o reumáticas, sentados a la puerta, reunidos con otros “viejos” como ellos, con historias del pasado en su conversación porque el futuro ya les era ajeno.

Más adentro el zaguán donde muchas noches durmió el carro de ruedas rechinantes. Alrededor las piezas de la casa y más adentro el patio, herencia romana. Cerca las cuadras de los animales y otras dependencias para los más diversos productos agrarios. Por la casa anda el gato y picotean las gallinas. La mujer, de luto eterno, quien sabe si ya enlutada antes de nacer, ama y señora que huso y puchero se mantiene alejada de la tertulia masculina. Reina en la cocina de carbón o leña donde no falta el cántaro, el escaño, ni la jofaina con su trípode.

A veces llegan los nietos alterando la paz y el orden, entonces aquellos seres en cuyas fotos, sepia por los años, nos parecen seres arcaicos, distantes, resulta que eran criaturas que con otro aspecto eran seres adorables, equiparables a los modernos abuelos que acompañan como ayos a sus nietos, aunque los de hoy más parecen personajes de algún anuncio televisivo. No, aquellos abuelos no gozaban de la misma prestancia, pero el trasfondo sigue siendo invariable.

¿Cómo olvidar aquellas rebanadas de pan que amorosamente partía la abuela para merendar con una onza de chocolate? ¿Cómo olvidar las entradas o salidas en escena del abuelo con su boina, su cacha y su anatomía encorvada, refunfuñón y tierno a la vez? La abuela pausada, con toquilla, pañuelo perenne y rostro igualmente arrugado, contrapunto de su marido, el toque femenino envuelto en la tosquedad de otra época. ¿Cómo olvidar aquellas escudillas o tarteras de sopas que igual servían de desayuno que de cena? Recuerdos y más recuerdos.

A veces el destino, siempre caprichoso, se complacía en dejar viuda a la abuela. Entonces aquella mujer se volcaba con sus nietos, a sabiendas de que no se vería correspondida. Era igual, es como si una sagrada misión presidiera sus actos, un afán de conservación de un legado oculto, a veces bajo algún toque autoritario para no parecer meliflua en exceso, pero fiel guardiana de su infantil linaje, consintiendo impertinencias sin cuento.

Otras veces los avatares de la vida llevaban a  vivir a la abuela a casa de sus hijos y allí, desubicada, recordando su pasado, viendo desdeñados su saber y su experiencia vital, esperaba impertérrita un final que muchas veces no se demoraba en llegar.

Urbicum Flumen, febrero de 2021

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Aquellas tardes de cine


Desde que el cineasta francés Georges Méliès, allá en los albores del siglo XX, incrustó de un cañonazo una nave espacial en el ojo de la luna, la ficción entró a orbitar en una dimensión desconocida hasta el momento. Poco podía hacer suponer que aquella primigenia filmación abriría un torrente de fantasía que se ha mantenido hasta nuestros días.

El desarrollo del cinematógrafo supuso un vuelco en la forma de narrar historias que no conoció fronteras. Era acercar lo más parecido al teatro a lugares tan apartados que era imposible que pudieran servir de escenario para otras actuaciones que no fueran compañías itinerantes de cómicos, malabaristas o titiriteros con cabras equilibristas, tentetiesos animales haciendo filigranas imposibles al son de trompetas estridentes.

Pero el cine era otra cosa. La mera proyección apagando las luces creaba ya un ambiente propicio para dejarse sorprender por las más variopintas historias, fueran reales o fruto de la creatividad más desbordante. Chicos y mayores fueron “víctimas propiciatorias” de la ilusión que hacía viajar a los lugares más insospechado, verse inmerso en las más fabulosas historias o sentirte partícipe de las más insólitas secuencias, sin mencionar aquellas estrellas de los distintos géneros que hacían despertar secretas pasiones. Una válvula de escape sin igual.

Los pueblos que tenían la suerte de contar con una sala de cine marcaban diferencias. Toda la parafernalia cinematográfica tenía vida propia. Por la semana los fotogramas anticipaban la historia que se vería el próximo domingo, eran magia impresa en cartón luciendo sobre bastidores de madera orlando carteles artísticos en los que figuraban reparto y dirección, así como la sinopsis de una de romanos, del oeste, cómica, bélica, romántica, etc.

Llegado el día, conocidas las películas que serían proyectadas, se presentía el hechizo. En los buenos tiempos la Iglesia se complacía en anotar la calificación moral del filme que, cosas del momento, ya había pasado la pertinente censura e incluso recortes llegado el caso. En plena digestión dominical comenzaba el rito mil veces repetido. La reverencia ante la taquilla: General o butaca. Entradas rotas y adentro. El templo de la fantasía abría sus puertas.

El vestíbulo previo a la sala ya tenía su encanto. Paredes con carteles anunciadores de grandes superproducciones americanas lo copaban todo. Retratos de actores y actrices de ensueño colgaban de las paredes como objeto de deseo, haciendo ignorar efluvios emanados de los desinfectantes de tosca fragancia ambiental. La sobriedad del bar con alto mostrador, informaba de que se había sido admitido en un santuario onírico. Allí se  tomaban los “oranjes”, refrescos de difícil catalogación para los bolsillos más desahogados.

Y por fin, a golpe de timbre, comenzaba la liturgia. Llegando a su hora se ocupaba la localidad señalada, que podía ser un simple banco para los chicos siempre ocupando las plazas más económicas. Los tiros atronaban sobre las cabezas. Se apaga la luz y se hace el silencio sólo roto por alguna tos errática. El aperitivo era el Nodo, versión quiero y no puedo de la Deutsche Wochenende, que daba impostado lustre imperial a las estrecheces del momento. En la furtiva oscuridad, parejas de jóvenes encuentran la intimidad que se les negaba fuera.

Pero si llegabas tarde, una imagen más cargada de historia que las que pudieran asomar en la pantalla, acabó por grabarse en el imaginario público. Era el mítico acomodador, mitad asistente, mitad agente de orden, señalaba tu plaza guiándote por pasillos y filas. La gente se levantaba privando de la escena crucial a la fila de atrás que murmuraba en silencio. También aplacaban  gamberros vociferadores que patalean o silban amparados en la sombra, sobre todo, si como era habitual, el celuloide se quemaba suspendiéndose la proyección.

Sesiones infinitas a veces supervisadas incluso ocasionalmente por la guardia civil. Descansos donde los asistentes no osan hablar en voz alta sobrecogidos como salen. Acabada la función, el público se retira conversando sobre lo visto o interesándose por la vida y obra de alguno de los asistentes. Pero contrariamente a lo que pudiera parecer, cuando el galán acababa por despachar al “malo” y besar a la chica, que acababa sucumbiendo a los encantos masculinos, al encenderse las luces, la filmografía todavía despertaría la curiosidad en la gente menuda.

Fuera la película nacional o de Tarzán, los rapaces jugaban a emular los personajes y con palos de infantil reconversión, pegaban tiros y más tiros en juegos inocentes. Y eso por no mencionar los ratos perdidos buscando restos de película en la que en vano se buscaba un pasaje de alguna escena vista un par de días antes. Fragmentos que habían sido desechados ante la imposibilidad de volver a unirlos. El afortunado que encontraba una buena tira de celuloide era tenido por alguien afortunado y se hacía acreedor de todos los respetos.

Aún quedaban rituales a la salida del cine cuando en las frías noches de invierno, el castañero con su minilocomotora de tueste, se apostaba a la salida del cine. Impagables recuerdos filiales de abrigo y bufanda que no descubrían más que los ojos, con castañas recién asadas en los bolsillos que, a modo de calefacción central, te calentaban hasta llegar a casa. Evidentemente cuando te llevaban al cine a ver películas toleradas para todos los públicos.

Inagotables son las evocaciones de una vida de días de cine que se fueron para no volver, los que se desaparecieron con la televisión cuando nos acercó el cine a casa. Pero me temo que me he alargado en exceso, cosas de los largometrajes. Y ahora, disculpadme, pero Greta Garbo, distante, inalcanzable y misteriosa, me está requiriendo desde su retrato imperecedero, envuelta en pieles para un pase de Ana Karenina y comprenderán que no puedo faltar a mi cita con un mito erótico del cine en blanco y negro.

 

Urbicum Flumen, diciembre de 2020

 

 

Pueblos maragatos


Según el antropólogo Julio Caro Baroja, sobrino del excelso escritor Pio Baroja, los maragatos tenían unos orígenes más oscuros que los oscuros orígenes de sus compatriotas vascos, lo que no es poco para los no poco chauvinistas euskaldunes. Muchos ríos de tinta han corrido sobre la Maragatería y sus naturales, así es que no será mucho lo que aquí se pueda aportar pero tampoco será cargosa una opinión más.

Vaya por delante que soy un enamorado de esta comarca, singular como pocas en todo el país y, sin ningún género de dudas, la más singular de todo León. Tan es así que viendo las torres de las iglesias de Salamanca o Extremadura tienen un regusto maragato que se hace extensivo a otros ámbitos. Un buen ejemplo puede ser la torre de Val de San Lorenzo, cuya estética luce en Plasencia e incluso en otras localidades de la Ruta de la Plata más al Sur.

Muchos son los pueblos maragatos que conservan su esencia prístina, como Santiago Millas, Santa Colomba de Somoza, Lucillo, Filiel, Luyego o la vedette de todos ellos, Castrillo de los Polvazares. El elenco no es pequeño y los rasgos diferenciales que los definen, inapelables. Casas sobrias con patio empedrado, ventanas y portales (en arco de medio punto) adornados por orla blanca, son algo irrepetible, como irrepetible era ver sus rebaños tutelados por pastores que tañían rústicos instrumentos, audibles en la lejanía de pagos apartados y yermos.

Notable es el vuelco que el turismo jacobeo ha traído a aquellos recónditos lares que se extienden hasta el alto de Foncebadón, y sin embargo la Maragatería hoy, como ayer, es una zona deprimida, al igual que se van deprimiendo todos los pueblos ubicados en áreas donde el frío pugna por roer los huesos de sus moradores. Sea como fuere, este apartamiento tiene alguna contrapartida que hace de ellos algo sublime. Visitarlos es paladear la esencia del país.

Para mí, un pueblo que tiene algo que no soy capaz a describir con palabras —supongo que Pío Baroja sí lo sería — es Turienzo de los Caballeros. Es esta una localidad que, al parecer, fue fruto de la repoblación por el conde Gatón con gente de la localidad homónima de Turienzo Castañero en el Bierzo. También parece haber sido la capital de la Maragatería o Somoza, antes de que este título se quedara en Astorga.

Levemente apartado del Camino Francés, se accede a Turienzo por un pequeño puente que salva un arroyo donde las aguas del estío se muestran escasas. El ganado pastando a la entrada ya inspira la paz que se respira en un pueblo de unas pocas decenas de habitantes. Más, al entrar en contacto con él, se llega a la conclusión de resulta un enclave rural que no teniendo prácticamente nada resulta, sencillamente, impactante. Es uno de esos lugares que cautivan al viajero y le dejan una huella imperecedera.

La torre del castillo de los Osorio, aquellos cuyo mote heráldico se jactaba de no haber rendido jamás su espada, bien merece una visita, Mudo testigo pétreo de algún lírico recital veraniego. En el centro se encuentra un espaciosísimo enclave salpicado de vetustos nogales que le pone un toque de distinción irrepetible en ningún otro lugar conocido. Un poco más lejos se halla una iglesia con vestigios románicos deteriorados por la tiranía que impone el paso del tiempo. Cuenta con largo acceso rampante a su campanario. Sencillamente soberbio.

Poder civil y religioso en ambos extremos de la localidad y el ágora popular en medio. Toda una metáfora. Por desgracia, la arquitectura tradicional de tejados de “teito” y muros de piedra, languidece y está en buena medida perdida o ha dado paso a extemporáneos materiales modernos. Un signo más de la desolación que embarga a nuestro amado León.   

Urbicum Flumen, enero de 2020

Convite


En memoria de mi padre, Antidio Gómez Carriedo, que inspiró este relato un día que viajamos juntos en el autocar León-Valderas.
Mi padre nos dejó el 1 de febrero de 2020 pero sigue viviendo en el aire que respiramos, en el silencio, en la palabra.

 

Andrés, insólitamente quieto, mira muy fijo el dintel resquebrajado de la puerta mientras su madre, de rodillas, le abotona la chaqueta del traje que hoy se pone por primera vez. Nota cómo ésta tira de las solapas del cuello hacia arriba e intenta encajarle con precisos toques las hombreras en su sitio. Lleva mucho rato intentando adaptarle el traje a su cuerpo, un imperdible en el talle, unos cuantos alfileres en los bajos. Por último le pone, ya anudada, la corbata de seda. Andrés nota que le oprime el cuello, pero aguanta sin protestar. Está deseando que su madre acabe de una vez.

Paulina los contempla desde atrás.

—Así está muy bien, Socorro. Le queda que ni pintado.
—¿Tú crees? —oye decir a su madre, con un deje de ansiedad en la voz—¿No crees que le queda algo… demasiado grande?
—Y claro, mujer, con esa idea lo diste a arreglar, para que cuando crezca le siga valiendo.

Andrés escucha un gemido muy cerca. Desvía la vista del dintel, mira a su madre que se ha tapado la boca con la mano, que gira la cabeza, esquiva. Entonces contempla su rostro en la luna del espejo. Ve como se limpia, con los dedos índice y corazón, muy rápido, las lágrimas.

—No tengas pesares, Socorro —Paulina pone una mano en el hombro de la madre— es lo mejor que podías hacer.
—Pero él dejó dicho… —su madre habla con un hilo de voz.
—A él le habría gustado —corta tajante Paulina y dirigiéndose al niño—: Y tú, mocoso, arrea a comer a casa de tus primos, si no quieres llegar a las sobras.

Andrés abandona el cuarto y sale disparado por la parte de atrás de la casa. En el corral, colgado de una punta de la pared de adobe, está el viejo tirachinas. Lo coge y lo mete en el bolso del pantalón mientras escucha a sus espaldas “Andresín, no te manches”. “Ya sabes lo que te he dicho”. Entorna la puerta de madera medio caída y sale a la calle. Echa a correr cuesta abajo. El corazón le late con fuerza. Es el primer pantalón largo que se pone. Y la primera corbata, que intenta aflojar tirando del nudo, sin conseguirlo. También la primera vez que le invitan sus tíos a comer en la gran casona a la que tantas veces ha ido con su madre y sus hermanos más pequeños. Siempre para lo mismo. Para que les den garbanzos o tocino o unas monedas o un poco de cisco para el brasero. Su tía los recibe en ese comedor inmenso, con todos esos muebles y lámparas y porcelanas y les obsequia con unas cuantas pastillas blancas que a él no le gustan nada, pues saben a medicina y que traga sin masticar. La última vez que estuvieron en casa de la tía, hará dos semanas, ésta dijo: “Me traes a Andrés para el cumpleaños de Luisín”, “Pero Anuncia”, “He dicho que me lo traes y no se hable más”, “Sabes que con nosotros estás cumpli…”, la tía no le dejó acabar, “Además, ese día mataremos un pavo. Tú, Andresín, ¿has comido pavo alguna vez?”. Él negó con la cabeza y la tía Anuncia dijo: “Ves, Socorro, el niño no ha comido pavo nunca”. “Bueno”, acató la madre.

Y aunque nada más salir su madre no parecía muy contenta, como si no quisiera que él fuera a esa comida, de camino pararon en casa del sastre para que el traje que habían llevado a arreglar hacía unos meses estuviera para ese día. “No sé, Socorro, si me lo hubieras dicho antes”. Pero al final hubo suerte. Como suerte, piensa Andrés, es tener unos tíos ricos ellos que son pobres, por si un día tienen un apuro. Eso le dijo a su madre anoche, cuando ya estaban acostados. “Bueno, la rica es ella”, había contestado su madre. “Pero el parentesco, en realidad, es con él. Tu padre y el tío Santos eran hermanos”. “Ahh, ya me parecía a mí”. “¿Qué?”, “Pues eso, que el tío es …, no sé, más como nosotros”, “Anda, deja de decir bobadas y duérmete que vas a despertar a tus hermanos”. Pero no podía dormirse, no sabe si por la inminencia de la comida o qué, y siguió cavilando acerca de los parentescos y llegó a la conclusión de que sus primos salían a la madre. Tenían su mismo pelo color azafrán y nunca hacían pellas, ni se canteaban con los otros niños, ni se subían a los árboles a cazar pájaros y apenas le saludaban cuando le veían, como si no fueran familia, ni primos ni nada. Aunque a partir de hoy, con esto del convite…

Llega a la casa grande, con el portón de hierro con filigranas, y cruza el hermoso jardín plagado de rosales en flor. La criada, una joven de no más de dieciséis años, le recibe con una sonrisa:

—Qué guapo estás hoy, Andresín.

El niño no contesta.

—Ven conmigo, los señores están esperando.

Y mientras le conduce al salón, la criada añade:

—Hoy no habrás traído el tirachinas, eh, tormento, hoy te portarás como Dios manda.

El niño saca el tirachinas del bolso del pantalón y se lo muestra. La criada no puede contener la risa que le viene a borbotones. Andrés también ríe. Su asombrosa puntería y la habilidad con que se sube a los árboles le han valido el reconocimiento de mejor cazador de pájaros del contorno. Una tarde llegó a cazar hasta cuarenta y dos pardales que luego vendió por dos pesetas a un forastero de Dimangos. El dinero se lo entregó a su madre, menos una perra chica que se quedó para un pirulí de casa de la tía Jurela, esos sí que están buenos, de azúcar caramelizado y olea por encima. Y aunque los pájaros son lo que mejor se le dan, a veces dispara a las piernas de las chicas y consigue levantarles un palmo la falda por encima de las rodillas sin que ellas se den cuenta, al menos al principio, porque cuando ya lleva levantadas unas cuantas, alguna de las chicas nota algo extraño y empiezan a sospechar que Andresín, el matapardales, como le llaman, no anda muy lejos.

Cuando llegan al comedor la criada se ha vuelto de pronto seria y dice, con voz desconocida:
—Aquí está Andresín, digo…Andrés.

Ya están todos sentados a la mesa que preside la tía. A su lado está el tío Santos y, al lado, su primo pequeño. A él le colocan junto al homenajeado. La criada le pregunta, antes de que tome asiento, si no se quita la chaqueta y él dice “No, no, de momento no”, mientras recuerda las advertencias que le ha hecho su madre: “Saluda cuando llegues”, “Felicita a tu primo”.

—Buenos días —dice, y a su primo—: Felicidades, primo —dudando entre darle la mano o dos besos. Al final le da dos besos.
—Gracias —contesta el otro, levantándose y volviéndose a sentar. Entonces observa que lleva pantalón corto. Y una camisa que le ha visto en el colegio infinidad de veces.

Enseguida llega la criada con la sopera humeante y sirve, ante un gesto de la tía, primero a su primo Luis. Una sopa con trozos grandes y alargados de carne, zanahoria, cebolla y pimientos verdes. Luego le sirve a él. La sopa huele bien. Nada que ver con el caldo que les dan en el comedor del auxilio social todos los días. Está caliente, además. De pronto le entra un hambre atroz pero recuerda las advertencias de su madre: “No te lances al plato, que te conozco, come cuando todos se pongan a comer, demuestra que tienes educación”. Las tripas le rugen sin que pueda evitarlo. Y el nudo de la corbata le oprime una barbaridad. Entonces se quita la chaqueta que cuelga de la silla, luciendo una camisa inmaculada plagada de diminutas jaretas, que era de su padre y que su madre también dio a arreglar. Las mangas están recogidas en graciosas lorzas que irán deshaciendo a medida que crezca. Las tripas le vuelven a crujir cuando la criada sirve a su primo pequeño. Nota que todos los ojos están fijos en él. La criada por fin se retira.

—Vaya guapo que estás hoy —comenta amable el tío Santos llevando la cuchara al plato.

“Ahora” se dice a sí mismo Andrés, “Ahora es el momento”. Coge con la cuchara el trozo más grande de carne del plato y se lo lleva a la boca.

—Más valía que en vez de llevar el traje al sastre, su madre hubiera comprado un saco de harina.

—Mujer —dice el tío Santos.

Andrés mantiene el trozo de carne en la boca sin tragarla. Piensa en las noches que, para pagar al sastre, su familia ha cenado un mendrugo de pan que su madre consiguió burlarle al ama. Pero hay más cosas. Cosas que él todavía no acierta a entender, relacionadas con la carta que su padre dejó escrita la madrugada del nueve de octubre de mil novecientos treinta y seis, horas antes de que le fusilaran, que su madre lee todas las noches sentada en la cama, cuando cree que todos duermen y que luego guarda bajo el somier “…Me sacas el traje al aire para que no se apolille…”.

—¿No comes, Andresín? —pregunta su tía.

Andrés traga sin masticar el trozo de carne que tiene en la boca. Posa la cuchara en la mesa, dice con voz apenas audible:
—No tengo hambre. Además me tengo que ir.

—Será posible…

Aunque Andrés sabe que es de mala educación levantarse de la mesa en plena comida, coge la chaqueta de la silla y abandona el comedor. Se le ha pasado el hambre de un plumazo. Con paso ligero cruza el jardín de los rosales, empuja la puerta de hierro. Nada más alcanzar la calle se arrepiente de no haberle dicho cuatro cosas a la bruja de su tía, que sabrá ella de la vida. Con el tirachinas en la mano corre hacia el camino de las acacias. El resto de la tarde matará unos pájaros y se los llevará a su madre para que los haga fritos para la cena. Con cuidado de no mancharse ni rasgarse, al subirse a los árboles, el traje nuevo.

 

Relato de Sol Gómez Arteaga

Publicado en el libro ya agotado “Los cinco de Trasrey y otros relatos”, que editó la actual Fundación Fermín Carnero en el año 2012.

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