El gato


Pocas imágenes evocan mejor lo que era la vida en los pueblos que la de un gato caminando ajeno al vértigo, sobre una tapia de barro con barda incluida. De la criatura que se dice que tiene siete vidas y siempre cae de pie, puede decirse que fue diseñado para ser rural. Hay congéneres urbanos que pugnan por mantener su caché pero el entorno juega en su contra. A buenas horas se les consienten sus serenatas nocturnas allá por el enamoradizo mes de Enero.

El gato, al decir de los entendidos, es un animal introducido desde Asia para combatir la plaga de roedores que asolaba los burgos de la época, cuando otra pandemia, la de la Peste, diezmaba Europa. Los gérmenes de la peste se transmiten por las pulgas que infestan a los roedores y la precaria medicina de la época prescribió el gato como lucha biológica. No es que aquí no hubiera gatos, aquí vive el gato montés, pero son seres refractarios a la domesticación.

Así pues el gato se quedó a vivir en los pueblos cumpliendo con su función de silencioso cazador, mostrando sus felinas habilidades cuando la ocasión así lo requiere. En cambio el gato urbano, cimarrón casi siempre, es ya un subproducto del animal de compañía que un buen día abandonó el hogar, de forma permanente o transitoria, para dar rienda suelta a sus instintos. Este residente urbano gusta de vagar entre contenedores o acomodarse bajo automóviles.

Pero volvamos a la estampa del gato de pueblo, del genuinamente zalamero que se restregaba contra las sayas de las mujeres que admitían su presencia de buen grado. El gato se asocia con la mujer, mientras que el hombre, con las debidas reservas, se puede decir que se identifica más con el perro. Una imagen que se conserva en la retina es la de la señora que se dirige a servirle el menú a su gato al sitio habitual, mientras éste, la sigue al trote, rabo enhiesto, rozándose con las piernas del ama, seguro de su almuerzo o de al menos un ágape.

Los ronroneos de un gato cuando se les frota la frente o las acrobacias imposibles de un “gatín” nuevo saltando en pos de una pelota de papel, que el instructor sujeta con un cordel, debería ser de obligado conocimiento para todos los escolares. Del mismo modo que los más afamados fisioterapeutas, preparadores e incluso fisiólogos varios, deberían explicar un día la paradoja de cómo estos “okupas” felinos, que pueden permanecer horas y horas acostados, ajenos a todo, pueden mantenerse con semejante nivel de elasticidad y reflejos.

Ojos vivaces, uñas afiladas cual hoces, oídos alerta, colmillos agudos, son dotación letal de un exterminador que juega con sus víctimas antes de darles la extremaunción. Sus proverbiales dotes para sortear obstáculos, le permite atrapar sus presas incluso en lugares inverosímiles repletos de obstáculos, superando así el más difícil todavía. Sus saltos de acróbata, su capacidad para “engarriar” ya se nos hacen extraños en la vida urbana que llevamos.

En los pueblos tampoco se ven tanto sus gloriosas exhibiciones. La arquitectura rural se ha ido modernizando y las viviendas muestran los habitáculos ocupados por las personas, más limpios y diáfanos, un ambiente hostil a la proliferación de ratas y ratones. Estos poco aconsejables compañeros de residencia ocupan ahora piezas como desvanes, sótanos, cámaras de las paredes, etc., donde la labor del gato es menos visible y por tanto, menos agradecida.

Con la progresiva pérdida de la arquitectura tradicional, la despoblación de las áreas rurales y la propia comodidad para alimentar a nuestro minino con piensos de fantasía, han hecho de nuestros gatos unos señoritos que parecen haber renunciado a sus principios. Les queda, eso sí, su carácter independiente y altivo. No en vano se decía que el perro era del dueño y el gato era de la casa porque nunca seguía a su dueño si este cambiaba de residencia. ¡¡Miau!!

 

Urbicum Flumen, diciembre de 2020

Días de radio


En la actualidad sintonizar una emisora de radio no deja de ser un acto intrascendente pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que escuchar un aparato de radio tenía su liturgia, una especie de culto, veneración por los hercios, en suma. En la larga noche de piedra del régimen anterior podía incluso suponer la evasión de una realidad no siempre grata.

Un aparato de radio de los años cincuenta y sesenta era un objeto de arte. Los modernos receptores de radio han desvirtuado el glamour de un mueble de diseño que ocupaba lugar destacado en el santuario de una casa de la época. Abordar las entrañas de una de aquellas reliquias era adentrarse en una cuarta dimensión, lámparas, válvulas y el misterio de como aquel conglomerado de cables y piezas indescriptibles podían traer la voz de alguien hablando a miles de kilómetros. Intrusas voces timbradas que allanaban moradas otrora silenciosas.

En las casas escuchaba el “Parte” (bélico resabio del pasado) a la hora de sentarse a la mesa, pero también había programas que quedarían grabados a fuego en el imaginario de la audiencia: “Ustedes son formidables”, el rancio “Consultorio de Elena Francis”, “Discos solicitados” o interminables seriales de Guillermo Sautier Casaseca, brotando desde aquellos ingenios marca Telefunken, Philips, Marconi, etc. ubicados en lugar preeminente, sin que faltara el toque femenino de puntillitas decorando el altar de aquel mobiliario fónico.

Las emisiones de la época habían de pasar el tamiz de la censura siguiendo severas directrices y consignas. Pero la radio podía suponer un soplo de libertad al sintonizar “subversivas” emisoras de onda corta que, pese a las interferencias que distorsionaban la recepción, eran seguidas por la furtiva audiencia de Radio España Independiente Estación Pirenaica, emitiendo desde Rumanía, Radio Londres o Radio Moscú. Inolvidables veladas clandestinas bajo la tenue luz de velas o bombillas a 125 voltios.

Espacios de otra índole eran las retransmisiones deportivas de míticos locutores como Matías Prats (padre), una hemorragia de verbosidad incoercible, plagada de datos minuciosos y florida ortodoxia lingüística. También era moneda común el rezo de santo rosario o el Ángelus, aún hoy en antena. Los programas vespertinos eran casi una simbiosis con el alma del ama de casa mientras se afanaba en bordar, zurcir calcetines, echar remiendos, o hacer punto bobo.

Con el tiempo llegarían los pequeños transistores a pilas y con ello la independencia de la red eléctrica. Aquello rompió la magia de las ondas y trajo el declive de aquellas obras de ebanistería que lucían panel de frecuencias, entremezclado con extenso listado de ciudades europeas, por donde la ruleta de sintonización se deslizaba veloz buscando un ajuste en el dial para evitar que se “metiera” otra emisora. Mecánica costumbre desplazada por la novedosa incorporación de la frecuencia modulada. Adiós onda media. Hasta siempre onda corta.

La irrupción de la televisión, la radio con imágenes, de la España del desarrollo, disfrutó del mismo culto inicial que le fue dispensado a la radio en su día, llegándose a temer por el futuro de ésta. Incluso la aparición de otra medio visual como el video, motivó canciones con títulos agoreros como Video killed the radio star. Hoy móviles y ordenadores son nuevos y temibles competidores a los que la radio ha sabido adaptarse e incluso reconvertir en beneficio propio.

Aquellos que somos poco duchos en medios audiovisuales, sospechamos que la versatilidad y la inmediatez que tienen la radio, que permite viajar sin que el conductor tenga que apartar la vista para ir oyendo noticias, música, espacios deportivos, etc. así como la diversificación de programas como los nocturnos, que ayudan a bien dormir, deben tener algo que ver.

 

Urbicum Flumen, enero de 2021

Photo by Cayetano on Foter.com / CC BY-SA

Mi madre


—Hijo, ¿no es muy delgada?
—¿Delgada?
—No sé, muy menuda, poca cosa para ti.

Supongo que Inés, la chica de apariencia frágil de Dimangos con la que salía hacía unos meses y por la que había aceptado el puesto de químico en la cooperativa de vinos de mi pueblo, era muy poca cosa comparada con mi madre. Pero yo creo que ni Inés ni ninguna otra mujer más fuerte le hubieran parecido bien a ésta, para quien el pequeño mundo a dos que se había construido durante años se desbronaba como tierra reseca entre las manos.

Mi madre, que había quedado viuda muy joven, trabajó toda su vida en las tareas más duras del campo, entresacando o esculando remolacha, arrancando lentejas y garbanzos, trillando, respigando, atropando la vid o cortando la uva. La única vez que le oí lamentarse fue una noche, siendo yo muy pequeño, en la época de vendimia. Acabábamos de cenar y pegada a la lumbre zurcía unos calcetines de lana mientras en la mesa yo hacía los deberes. Entonces me pidió que le acercara un vaso de agua con mucha azúcar para las agujetas. Entre sorbo y sorbo me dijo con media sonrisa, casi excusándose: “Hoy, hijo, tienes sólo la mitad de tu madre aquí, la otra mitad quedó en el campo”.

Llevaba un año saliendo con Inés cuando un día le dije:
—Madre, me caso.

Ella, que en esos momentos tejía un jersey de lana, detuvo el movimiento de sus agujas. Me miró por encima de sus lentes.
—¿Estás seguro?
—Seguro, madre, como no lo he estado en toda mi vida.

Nos miramos fijamente, midiendo fuerzas. Yo, por mi parte, estaba decidido a seguir adelante, con su consentimiento o sin él.
—Con la escuchimizada esa de Dimangos, supongo. Mira que ir a buscar novia a un pueblo más pequeño que el tuyo.
—Madre —la reprendí.

Y mientras volvía a su labor añadió:
—En ajuar te llevas media docena de sabanas que mandé bordar con tus iniciales, dos mantas del Val de San Lorenzo, una docena de mudas, toallas, trescientas mil pesetas…

Enumeraba todas estas cosas que tanto le había costado atesorar sin entusiasmo.

La corté:
—Madre, no es necesario…
—Pamplinas. El dinero lo he ahorrado de lo que me has ido dado desde que empezaste a trabajar y te vendrá bien a la hora de dar una entrada para una vivienda. El traje y los invitados los pago yo, que aunque te criaras sin padre, nunca nos ha faltado de nada.

Era verdad. Mi madre había comprado cuatro vacas de leche y, un poco al tum tum, después del trabajo a jornal en el campo empezó a elaborar y vender unas quesas que le quitaban de las manos y que permitieron no sólo sacarme adelante, sino darme estudios.

—Ahora bien —levantó la vista de la labor y me miró detenidamente—nada de cenas de pedida. Los detalles de la boda los arregláis vosotros y a mí me decís lo que sea.

Hicimos una ceremonia sencilla a la que sólo asistimos los familiares más allegados. Mi madre fue la madrina. Llevaba un traje negro de brocado y un velo de tul en la cabeza, a la manera antigua. Todo el rato estuvo seria. A la salida de la iglesia, mientras los invitados tiraban arroz, se colocó al lado de sus primas, Ángela y Bibi, que ese día estaban muy elegantes. Cuando nos acercamos a darles un beso y Bibi comentó lo guapa y fina que estaba la novia, y lo contenta que podía estar mi madre con mi elección, ella puso mala cara.

Este gesto de severidad tampoco le pasó desapercibido a mi mujer, que en la comida me dijo:
—Tu madre no me quiere, Carlos.
—No te preocupes, Inés, te querrá. Dale tiempo al tiempo.

Miré a mi madre. Con el tenedor separaba el arroz del marisco, sin probar bocado. Pero ni yo estaba seguro de ello.

Tras el viaje de novios que hicimos a los Países Bajos nos instalamos en una casa de alquiler a las afueras del pueblo. Inés se acercó un día a la casa de mi madre, portando un cuenco de arroz con leche. Llamó a la puerta y al no obtener respuesta, insistió. Cuál no sería su sorpresa cuando la oyó echar el cerrojo por dentro. Me lo contó más tarde mientras lloraba y se juraba a sí misma no volver a pisar una casa en la que no era bien recibida.

Yo visitaba a mi madre a diario y todos los martes comía el cocido con ella, un cocido buenísimo que hacía a fuego lento en la lumbre. Me estaba sirviendo la sopa con el cazo cuando le pregunté por qué no había abierto la puerta a Inés. Vi que a mi madre, a quien jamás pillé en un renunció, le tembló el pulso y con voz apenas audible contestó que no la había oído. Una mancha amarilla de caldo y fideos se expandió sobre el mantel.

—¿Hasta cuándo vas a estar así, sin aceptar a Inés? Aunque a ti no te guste es mi mujer y la quiero ¿entiendes?

Entonces dijo que le dolía la cabeza y que se iba a echar un rato.

Dejé de ir por su casa un par de semanas pero al tercer martes volví. Mi madre se puso contenta, no había más que ver cómo le brillaban los ojos. Y me di cuenta que me esperaba porque había echado dos rellenos al cocido, dos alas de gallina, dos trozos de tocino. De la disputa del último día no comentamos nada. Las cosas volvieron a la normalidad pero jamás preguntaba por Inés y si yo le hacía alguna alusión o hablaba de lo que habíamos hecho juntos guardaba silencio. Mi madre había levantado, entre ella y mi mujer, un muro infranqueable que no dejaba que nadie, y mucho menos yo, traspasáramos.

Un día al visitarla la encontré tirada en el suelo de la subida al desván. Había ido a coger una manta y al intentar bajarla se cayó con ella encima. No podía ponerse en pie y se ahogaba. Como pude la arrastré a su cuarto y la senté en una silla. Apenas podía respirar y se quejaba de dolor. Llamé a Inés y le dije que trajera el coche. Vino enseguida. Cuando oyó que queríamos llevarla al hospital se negó en rotundo. “Dejarme morir en mi casa”, repetía. Entre los dos la bajamos a la planta inferior. Mientras la transportábamos Inés, que llevaba todo el día revuelta, ahogó una arcada y se llevó la mano a la tripa. Nos detuvimos un momento, mientras la sujetábamos por los brazos, hasta que Inés se repuso. Como pudimos la metimos al coche. A mi madre la ingresaron en el hospital. De madrugada, mientras volvíamos a casa, Inés me confesó que estaba embarazada de mes y medio. Era una noticia estupenda. A pesar del frío que ya empezaba a hacer, abrí la ventanilla del coche y lancé gritos de alegría. Sólo lo sabíamos los dos y de momento no quería que se difundiera la noticia. “Por lo que pueda pasar”. “¿Qué va a pasar, mujer? No puede pasar nada”, le dije mientras con la mano libre le acariciaba la tripa todavía incipiente. “A tu madre tampoco. Prométemelo”. “De acuerdo, Inés, pero algún día habrá que anunciárselo”. “Algún día”, contestó, acariciándome la mano que acariciaba su regazo.

El médico me explicó que mi madre se había incrustado un par de costillas en el pulmón y que estaba desorientada, algo normal en personas que han pasado varias horas caídas pero que con el tiempo solía remitir.

Estaba sola en una habitación con mucha luz. “Mi niño”, dijo en cuanto me vio asomar por la puerta. Nunca, ni de pequeño, me había llamado así.

Para comprobar hasta qué punto coordinaba le pregunté por el mes en qué estábamos.
—Es abril —contestó muy segura de sí.
—No, madre, estamos a finales de septiembre.
—Ah, sí, es verdad hijo, la temporada de vendimia. La cantidad de cuartas que vendimié yo con Tomasín “el de la fragua”. Y no es que yo lo diga, pero éramos los más rápidos, siempre íbamos a la cabeza del lineo. Todos los jornaleros nos matábamos para ir a vendimiar para don Don Teófilo, que era el amo que mejor nos trataba, había que trabajar pero sin reventarse y hasta nos dejaba llevar unos racimos de uva a casa. La vuelta era lo mejor, subidos al carro, mientras cantábamos “De quién es esa cuadrilla, cuadrilla de tanto rumbo, es la cuadrilla de don Teófilo, que lleva la sal del mundo”. Un año, no se me olvida…

Intenté traerla al presente.

—Madre, ahora la vid se planta por el sistema de espaldera, ya no hay que agacharse para coger los racimos. Además hay máquinas que sin intervención del hombre recogen la uva…
—Pamplinas —me cortó mi madre ásperamente, mientras miraba un punto infinito de la pared inmaculada.

Podía haberle replicado. Pero no lo hice. Veía que mi madre se estaba haciendo mayor. Además estaba en un medio extraño, lejos de su casa, de sus cosas. No. No iba a contradecirla. No iba a sacarla de un mundo que sólo pervivía en su memoria agujereada.

Pero una vez más subestimaba su sabiduría natural. Una sabiduría que, desde luego, no estaba en las horas de estudio frente a los libros, ni en las aulas de la universidad, ni en un laboratorio rodeado de decantadores y pipetas.

Tras un interminable silencio dijo ya sin acritud, sin pizca de resentimiento, como hablando para sí:
—Cuando vuelvas me traes una madeja de perlé y cinco agujas cortas.
—Pero madre.
—Voy a ver si atino a hacer unos patucos. El perlé blanco, por si acaso, aunque yo creo que lo de Inés —era la primera vez que pronunciaba su nombre— fíjate, va a ser niño.

 

Relato de Sol Gómez Arteaga

Publicado en el libro ya agotado “Los cinco de Trasrey y otros relatos”, que editó la actual Fundación Fermín Carnero en el año 2012.

En el blog “Sol a la tinaja también puedes encontrar otras interesantes publicaciones de esta autora

Pelando lúpulo


Desde los polvorientos desvanes de mi memoria a veces pugnan por salir recuerdos de mi primer trabajo, cuando todavía la edad podía escribirse con el uno en primer lugar y en el segundo no pasaba del dos. Me refiero a la pela del lúpulo, que allá en la década de los sesenta era labor manual, artesanal casi, podría decirse.

Inolvidable fue esa experiencia en los predios de la Campaza, un lugar a orillas del Órbigo que, sin pretenderlo, tenía el melancólico aire de un decadente jardín de inspiración romántica, propiedad que lo fue de la Fundación Sierra Pambley, aquella de la Institución Libre de Enseñanza. Ciertamente las inmediaciones de aquellas fincas de lúpulo tenían algo que las hacía singulares, aunque hace tanto tiempo que quizá la cabeza por su cuenta se ha complacido en mitificar.

Sea como fuere la incorporación al mundo laboral, aunque fuera de forma eventual y de temporada, tenía el encanto de lo nuevo, de una tarea muy peculiar que no deslomaba a nadie y que en aquel paraje, mitad idílico, mitad misterioso por las umbrías cercanas del río y de la presa, confería un halo de rito iniciático que se graban en la retina y en lo profundo de tu mente puedes visualizarlo cuantas veces quieras.

La historia, por seguir un orden cronológico, era pura rutina diaria. Cuando llegabas la partida de peladores, o mejor sería decir de peladoras, porque en esta faena, tal como hoy se preconiza, no sólo había paridad sino mayoría de mujeres, muchas de las cuales iban acompañadas de sus retoños para llenar la misma saca, intentando con ello complementar los ingresos de sus maridos. En la zona entonces el trabajo no era un extraño, como sucede hoy.

Así, como cofrades en procesión íbamos en comandita hacia las fincas decoradas de postes, trepas y alambres, provistos del saco, también llamado saca. Era cosa de ver aquel variopinto grupo de  expedicionarios, todos ataviados con ropa vieja, pañuelos y pamelas las señoras con su ruidosa prole en pos de sí. Llegados al “tajo” el organizador, supervisor y encargado, uno y trino, iba tirando de las trepas hacia abajo, el alambre rompía y toda aquella vegetación trenzada caía estrepitosamente con sus flores livianas mostrándose propicias a la pela.

La labor era continua y permitía la conversación, las risas, el bullicio. La saca iba aumentando con el transcurrir de la mañana y era obligado ir procesando nuevas trepas con lo que la ubicación iba cambiando continuamente. La recomendación era pelar las motas con un trozo de “rabín”, indicación que los de mayor edad, más avezados, no solían tener muy en cuenta. Te desplazabas con tu fardel al hombro que semejaba ser etéreo, pues el peso parecía una magnitud inalterable frente al volumen. A mediodía ibas a casa o te marcabas un bocadillo.

A buena hora se retomaba la faena hasta cerca del oscurecer, era entonces cuando aquella suerte de batallón de trabajo se retiraba y llegaba el ritual del pesaje, de la desilusión, porque creyéndote dueño y señor de una voluminosa valija, escuchabas la voz fuerte del encargado que observando la romana, cantaba: siete kilos, mientras los anotaba en su cartulina. Aquel acto final, arrullado por el inconfundible aroma del secadero de aquella floresta cervecera, nunca estaba exento de murmullo y de alguna que otra reclamación, femenina sobre todo.

La faena estaba acabada y la bicicleta aguardaba a llevarte a casa con las manos raspadas por la aspereza de las hojas. Era final de verano y la calidez de la tarde/noche que te envolvía, también era gratificante. Poca era la ganancia para los más menudos, pero aprendías ya a temprana edad que nada se consigue sin el trabajo. Etéreas y fragantes horas de lúpulo.

Urbicum Flumen, diciembre de 2020

 

Foto de José Veiga Roel, fotógrafo y pintor nacido en Betanzos.

Tiempos de trilla


Dos constantes vitales presidieron durante siglos la sedentaria vida de los habitantes de la España «cerealera»: el polvo y la paja. Las antiguas casonas construidas de tapial o adobe, son prueba irrefutable de lo dicho. En ellas se nacía y se moría. Buena parte de su arquitectura estaba reservada para albergar la cosecha de cereal. Imborrable es la imagen del boquerón y los labradores haciéndole engullir paja desde el carro. Reservas para todo un año.

Los que conocimos los estertores de esta modalidad de vida agraria no podemos por menos que recordar con nostalgia aquellos tiempos de sudor, de cansancio, de liturgias mil veces repetidas como un inexorable tributo a los ritmos de la naturaleza. Sí, la trilla era un peaje inexcusable, la contribución de la madre Tierra hecha grano que aseguraba el porvenir de unos pagos abrasados por el verano. Caprichos de Ceres.

Para los adultos era un tiempo de apreturas. La siega y la trilla habían de conciliarse con los riegos nocturnos y aquellos hombres enlutados en pana negra, de chalecos de color azabache venidos a un parduzco desvaído y boinas igualmente descoloridas. Lucían rostros cetrinos, apergaminados por un sol inmisericorde que esculpía surcos sobre una piel resecada por agotadoras jornadas de tediosa rutina y escasez de horizontes.

Para los rapaces era un tiempo de disfrutar a pleno rendimiento. Así que te ibas haciendo mayor las obligaciones restringían el goce, pero si no habías llegado a la adolescencia, en que ya eras declarado útil, aquello era todo un no parar. Las praderas comunales con sus eras hervían de gente laboriosa. Había un continuo tráfago de carros —tarea exclusiva de hombres— que rebosantes de gavillas llegaban sorteando medas y morenas de paja. Todo era bullicio.

Bajo un hiriente sol que derretía la sesera, ni las siestas caniculares conocían el reposo. Las casas se vaciaban. Bajo los aleros sonaba el piar penetrante y sordo de los «pardales». Mujeres bajo sus amplias pamelas, cubiertas las cabezas por blancos pañuelos, dobladas sobre el taburete del trillo, solio de eterno girar, eran estampa común. Generosamente cedían su puesto a la patulea de rapaces que, voluntarios nos brindábamos a guiar machos y bueyes, ocupáramos su lugar.

Manejar una pareja de bueyes era onerosa carga para aquellos chicos hiperactivos exonerados de tareas pesadas. Su paso lento descomponía nuestros anhelos en la doméstica aventura de jugar a ser mayores. Los machos —mulos para los no versados— eran otra cosa. Su trote vertiginoso era pura adrenalina aunque a veces, el conductor neófito de aquel artilugio de madera con dientes podía acabar fuera de la era y entonces la bronca estaba servida.

Había forcas, rastrillos, botijos, polvillo, sudor y picores. Las cosas más sencillas componían la escena. Pero si había algo que fuera pura ambrosía era dejarse caer a popa del trillo cuando la parva era alta. Caer sobre aquel mullido lecho de bálago con espigas era una experiencia que dura de por vida. No había juego equiparable que pudiera desplazar a la trilla. Todo eran singularidades, incluso el juego macabro de embutir moscas en una paja con otra.

Nada había en aquellos pueblos que los unificara más, nada socializaba tanto a aquellas comunidades de gusto arcaico, ni un día de fiesta enlazaba más cuerpos y mentes. Después llegaron los ingenios motorizados que aliviaban las tareas y ya nada volvió a ser igual. En un principio, los otrora obreros, se congregaban para contemplar el ahorro de tiempo y esfuerzo que traían aquellas máquinas pero, con su llegada, desapareció una época y unos usos que permanecían invariables desde la noche de los tiempos. Cosas del progreso.

Urbicum Flumen, octubre de 2020

Por si alguien no lo sabe, la foto que acompaña al texto es de Cristina García Rodero y fue tomada en Escober de Tábara (Zamora)

Cuando la nieve era fiel compañera


El mundo en su eterno girar nunca descansa y buena prueba de ello es el cambio climático que solo los necios o negacionistas se atreven a cuestionar. La presencia de especies de latitudes más cálidas como las doradas, las ya comunes tórtolas turcas o la esporádica visita de tiburones de notable tamaño a nuestras costas, son la imagen de algunos embajadores áulicos de estas profundas modificaciones atmosféricas.

Pero otras evidencias de este trastorno telúrico resultan tan paulatinas que su instauración pasa casi desapercibida y es que, los cambios climáticos que ha conocido la Tierra han sido lentos, muy lentos a escala geológica. El actual es tan vertiginoso que se ha instaurado en poco más de medio siglo y, lo niegue Agamenón o su porquero, tiene el sello indiscutible de la especie humana como generador de este desajuste.

Una de las muestras más visibles de estos cambios imperceptibles es la escasez, cuando no la ausencia, de nieve en los meses invernales en zonas llanas de León. No quiere decir que nos veamos privados del majestuoso espectáculo que la naturaleza nos brinda todos los años en esa estación: Toda la cadena montañosa con sus cumbres nevadas. Año de nieves, año de bienes, reza el saber popular. Pero más abajo empieza a escasearnos su presencia.

Las imágenes de parajes nevados tenían un regusto centroeuropeo del que nos vamos despidiendo poco a poco, año tras año. En las zonas de montaña o incluso las que solo tienen relieve montuno, la estampa silenciosa de los pequeños pueblos con sus mortecinas luces, el humo elevándose con timidez por las chimeneas y el escenario de la nieve cubriéndolo todo teñido por el gris del anochecer, parecían encoger el paisaje al tiempo que desbordaban la imaginación de cómo transcurriría la vida en aquellos recónditos hogares.

Aguas abajo, también la nieve tenía connotaciones hoy ya casi olvidadas. Suponían días cortos de castañas, matanzas y embutidos. Remate del ejercicio anual. Bufandas, tabardos madreñas y tertulias mañaneras resguardados por paredes de solana, cual pagana adoración al sol de mediodía. Tiempos de carbón y leña en las cocinas económicas. Hoy ya no arde el carbón de León en nuestros hogares. Quizá ya no queden “hogares”.

El invierno con sus nevadas era motivo, curiosa celebración, de regocijo entre los más pequeños de la casa. Bolas de nieve, “resbaletes” de hielo, el frio de los pies hundidos en una capa de nieve que podía llegar hasta casi la rodilla. Y no era flor de un día, allá en el Órbigo la nieve solía ser convidada que se negaba a abandonarnos antes del mes, sino más. Entonces los tejados se orlaban con pinganillos de hielo que parecían colmillos del lobo que aullaba las noches ventosas. No era tal lobo, pero en las tristes noches de ventisca daba esa sensación.

Salir al campo, cuando la nieve se hacía acompañar de la pertinaz niebla navideña, sugería un mundo decadente y apagado donde hasta los animales silvestres parecían gustar de su recato. No así los pobres pardales que perecían víctimas del hambre que los empujaba y la intención aviesa de unos rapaces, poco concienciados por el medio ambiente de la época, que los atrapábamos con pajareras estratégicamente colocadas en lugares privados del blanco manto de nieve. Hoy, la vida de aquellas pobres criaturas, causa remordimiento y pesar.

Largas noches de fogón. Braseros y camillas, chasquidos de nieve al pisar, calcetines de lana, pies húmedos y reprimendas maternas. Destellos de níveos cristales en mañanas soleadas. Camas calentadas por planchas de hierro o ladrillos refractarios, ardientes al dormir, témpanos al despertar, darían para escribir varios libros, pero, como diría Kipling, esa es otra historia.

 

Urbicum Flumen, octubre de 2020

 

 

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