Una jornada en Senegal


Contar historias tiene su cosa. Primero, cuesta encontrar el tono y después surgen las interpretaciones del lector. Las anécdotas que hoy les traigo me ocurrieron en un viaje a una zona rural del sur de Senegal. Ya saben, África y todo eso. No resulta fácil explicar cómo son los cielos y los paisajes africanos porque entre otras razones, en León, no hay referencias con las que comparar. ¿Cómo explicar a un paisano de aquí que está seis meses sin llover y no, no se muere todo, o que un baobab es como un gigantesco árbol al revés, como su tuviese raíces en lugar de ramas?.

Después de cinco horas en coche por unas maltratadas pistas de tierra rojiza llegamos a destino: un poblado en el sur de Senegal que ni siquiera aparece en los mapas. El trayecto, regular tirando a mal. El chofer parecía un empleado del Ministerio de Obras Públicas haciendo inventario de los baches en aquella carretera. Bache que veía, bache que pillaba. Creo que no se saltó ninguno. El resultado fue que llegué con las vértebras lumbares trituradas y ligeramente mareado por las curvas y la canícula. Me dolía todo y más pensando que para regresar al hotel tendría el mismo camino y el mismo chófer.

Estábamos a finales de la estación seca y se notaba el ambiente cargado de humedad y electricidad. Unas nubes altas anunciaban la proximidad de unas lluvias que no acababan de llegar. Hacía calor, bochorno diría. Comprobé que los senegaleses, eso del calor lo llevan bastante bien. Era medio día y empezamos la jornada con una reunión al aire libre, a pleno sol, con el termómetro en torno a los 44-45 grados. Sentados al lado mío, había dos paisanos senegaleses, uno con un gorro de esos que la gente se pone para ir a esquiar y otro con un jersey grueso de lana, a los que no se les movía un pelo. Ni se inmutaban mientras yo me derretía como un cubito de hielo al sol.

No es que yo no soporte el calor. Uno se hace viejo y empiezan los achaques. A mi me pasa que si hace más de 37 grados ya noto el calor y empiezo a sudar… Antes no me pasaba. Hace años yo era como los africanos, ni frío ni calor. También yo podía andar bien abrigado en verano sin mayor problema haciendo bueno el dicho de que «lo que quita el frío, quita el calor». Mi mujer nunca lo entendió, pero el caso es que ahora con eso del cambio climático y los aires acondicionados, me paso todo el año resfriado y el cuerpo ya no tiene registro de cuando es invierno o es verano.

Después de la reunión visitamos una cooperativa. Me mostraron un almacén comunitario donde guardaban las cosechas. Allí, en una esquina descansaba, nunca mejor dicho, un pequeño arado de vertedera con ruedas. La capa de polvo que lo cubría y el óxido de la reja y la hoja delataban que ese arado nunca había sido utilizado. Como sabe el lector, a medida que se utiliza el arado, la tierra va bruñendo la reja dejándola como si fuese acero.

Inocentemente pregunté: «¿Qué pasa con el arado? ¿Por qué no lo utilizan? ¿No funciona?». Empezaron a mirarse unos a otros y nadie parecía tener una respuesta; algunos hacían como si fuese la primera vez que veían semejante artilugio. Al final uno de aquellos hombres dijo algo así: «Quita p’alla home, que ese aparato es muy pesado». Pesado, dice. ¿Cómo explicarle a por ejemplo a mi tío Usebio, que conoció bien lo que es arar de sol a sol en el monte sin otra merienda que un trozo de pan duro y un cacho de tocino, que aquel arado con ruedas, casi de juguete, es pesado para unos mozarrones altos como campanarios y con unos brazos como vigas?. En fin, cosas de la cultura. En África, y Senegal no es una excepción, son las mujeres quienes trabajan la tierra. Los hombres se dedican al comercio (y al bebercio…, que apostillaría alguno).

Camino a la reunión con la comunidad nos tropezamos con unos chinos comprando bambú. ¡Uno encuentra chinos por todos los lados!  Por fin, hacia el mediodía, la jornada ya terminaba. Mientras esperábamos sentados a la sombra de uno de esos majestuosos árboles se me acercó un tipo que, viendo los berridos que daba y las risas de los locales, no se sabía si era un músico o un loco. Con una especie de violín hecho con latas, maderas y cuerdas colgado a la espalda el hombre improvisó unos versos dirigiéndose a mi. Aquel espectáculo no me estaba haciendo ninguna gracia, aunque entendí que me estaba dando la bienvenida. Más tarde me dijeron que era el ‘griot’ del poblado. Como Asegurancéturix el bardo de la aldea de Asterix… pero senegalés, vaya.

Con todos sentados en círculo, el músico empezó a afinar el instrumento. «Ay, mamina», pensé «esto ya se pone feo de verdad». De aquel cacharro sólo salían chirridos y estridencias.

A su lado se sentaron dos percusionistas, uno con una lata y un palo torcido, y otro con un pequeño tambor hecho de madera y piel de algún animal doméstico y un silbato. Afinados los instrumentos empezaron a tocar en serio.

Ay, Virgen Santa. Ay, Madre del Amor Hermoso. ¡Bendito sea el Señor! ¡Cómo tocaban aquellos paisanos! Yo me emocioné. Sí, me puse a pingar el moco como un rapacín pequeño. Disimulaba como podía, metiendo la cabeza en la mochila como buscando algo, fingiendo que me había entrado algo en el ojo… Escribo estas líneas y todavía se me llenan los ojos de lágrimas recordando aquella escena:  entre tanta pobreza, sale un músico loco y arma una fiesta donde todos acaban bailando… Así es África. Complicado explicar a cualquier paisano de mi pueblo que allí, en el medio de la nada, unos músicos tocan tan bien que por un momento me hacen sentir que Dios existe y está allí con aquella gente.

Acabó la jornada y salimos a otra zona del país. Por una carretera mucho mejor que la que habíamos transitado a la mañana nos dirigimos a Kounkane, donde llegamos después de unas dos horas de viaje. Nos alojamos en algo parecido a un hotel, llamado hotel Séhélia. Mientras trataba de conectarme a internet para comunicarme con mi familia, rompió a llover. Era la primera lluvia de la estación de lluvias y tuve la sensación de vivir algo único. Minutos más tarde, me enteré de que el Aleti había ganado al Madrid en la final de Copa del Rey. Otro motivo más para estar contento.

Me fui a dormir feliz, pensando en que hay motivos para la esperanza. Quizás ya estamos en un punto de no retorno… quizás este mundo, tal y como lo conocemos, va camino de la extinción. Pero África y sus gentes son una pequeña luz entre tanta oscuridad.

De Genarín al Gauchito Gil…


Hay quien dice que Dios es uno. Yo tengo serias dudas de que siquiera haya uno… En todo caso, no me hagan mucho caso porque también es una creencia lo de no creer.

Ay, las creencias populares. ¡Qué mundo más fascinante esos cultos y creencias medio extrañas que uno se encuentra por ahí!! Y no, no me estoy refiriendo al culto baha’i o zoroástrismo, también llamado mazdeísmo que como ustedes saben fue fundado por Zoroastro, conocido también como Zaratustra (espero no se me confundan con el personaje de ficción del libro de Nietzsche, el filósofo alemán).

No. Hoy les voy a contar de ‘cultos populares’ y no me refiero al leonés Santo Genarín, conocido por esa procesión en la que la noche de Jueves Santo una turba de borrachos trata de honrar a un pellejero de muerte accidentada y vida nada ejemplar. Como suele pasar, lo que empezó siendo un divertimiento de cuatro amigos se ha convertido en una excusa para salir a emborracharse. Creo que hasta hay una cofradía.

Lo de Genarín es una burla, una parodia al lado del culto que los argentinos profesan al Gauchito Gil, la Difunta Correa, Santa Gilda o incluso San La Muerte. Pues sí, los argentinos parecen ‘mandados hacer’ para estas cosas y en pocos países hay tantos santos ‘populares’ como en Argentina. Precisamente ahí fue donde me empecé yo a interesar por este tema.

Resulta que iba por la ruta a Gualeguaychú y vi que cada pocos quilómetros había una especie de altar con un tipo bigotudo, de camisa roja y vestido de gaucho, donde los devotos dejan garrafas de agua, cigarros y alcohol. Se trata del Gauchito Gil, también conocido como Antonio Mamerto Gil Nuñez, uno de esos santos milagreros cuyo origen es incierto. Poca broma ¿eh?, el 8 de enero de cada año más de 200.000 personas acuden a un santuario en la ciudad de Mercedes en la provincia de Corrientes para agradecerle los favores concedidos y festejar con asado y chamamés.

Estoy seguro que de haber llegado el culto a España, mi padre y otros paisanos de mi pueblo hubiesen sido unos buenos feligreses. En realidad mi padre y otros paisanos de mi pueblo eran bastante devotos del orujo y cada vez que iban de viaje acostumbraban a volver a casa bien santificados; algunos, algunas veces, volvían como cristos. A mi padre, que anduvo no sé cuantos años con un viejo camión a pesar que nunca tuvo tiempo de sacarse el carnet de conducir, lo del Gauchito Gil le hubiese interesado. Iba a Burgos a buscar patatas de siembra, al Bierzo y a la Montaña a venderlas…. Estoy seguro que mi padre y aquel camión recorrieron todos y cada uno de los pueblos de la provincia. El caso es que a aquella vieja Avia había que ponerle agua en el radiador varías veces al día. Para mi padre, hubiese sido una bendición encontrarse cada pocos kilómetros con garrafas de agua, cigarros y orujo. Y especialmente por esto último, el aguardiente. «Bueno, vamos a parar que hay que echar agua al radiador. Aprovecharemos para rezarle una oración al Gauchito y de paso echar un cigarrín y una copina de orujo» ¿Se lo imaginan? Ahora que lo pienso, mi padre también hubiera sido un buen devoto de Genarín.

Mi madre no. No era muy creyente ni le gustaba frecuentar la iglesia, pero no hubiese cambiado a San Antonio por nadie. Ese sí que es un santo milagrero, taumaturgo que dicen los entendidos. Nadie como San Antonio de Padua (nacido en Lisboa como Fernando Martins de Bulhões) para las causas y cosas perdidas. Se perdía una gallina, oración a San Antonio y aparecía. Se te ‘entelaba’ una vaca, oración a San Antonio y a los dos días ya nueva. ¡Qué santo por el amor de Dios! No había nada que se le resistiese. Además lo de San Antonio sí que era una verdadera devoción; en España hace unos años no había hogar que se preciase de serlo que no tuviese uno o varios calendarios del Santo colgados en la cocina. Mi madre sin ir más lejos, tenía uno de del año que se casó.

Con lo de Gauchito Gil he visto que los argentinos son muy dados a esas cosas. Tienen otros muchos más, aunque ninguno de ellos esté reconocido por la Iglesia. Otra de ellas con bastante tirón es la Difunta Correa; más de un millón de personas visitan anualmente su santuario en Vallecito, provincia de San Juan. Pero de todos estos santos populares rioplatenses sin dudas mi preferida es Santa Gilda, nacida como Míriam Alejandra Bianchi. Maestra ‘jardinera’, triunfó como bailantera y cantante tropical (precisamente su nombre artístico era Gilda, en honor a Rita Hayworth) y falleció hace unos veinte años en accidente de tráfico cuando estaba realizando una de sus giras. En el lugar de su muerte sus seguidores improvisaron un santuario y cada año acuden miles de personas a pedirle favores y milagros, o agradecerle los ya recibidos. En internet está su música y en 2016 se estrenó una película sobre su vida protagonizada por la cantante uruguaya Natalia Oreiro. Muy fan yo de Santa Gilda, la verdad.

Lo del culto a ‘San La Muerte’ es otra historia. Palabras mayores. Salgan corriendo si se les acerca alguien tatuado con esa imagen. Avisados están.

Bueno, cada uno que acuda al santo que quiera. La mitad de mi familia es argentina, pero a mí que no me vengan con santos ni costumbres extrañas. Yo para esas cosas soy como Eloy el de mi pueblo que lleva más de cuarenta años en Argentina y nunca probó el mate. Cuando fui a visitarlo me preguntó preocupado a ver si yo tomaba mate. Le dije que no. Se alegró y me dijo que nunca me olvidase del magistral consejo que a él le había dado un gallego: «¡Quien toma mate y come zapallo, vuelve a España ¡polo carallo!»

 

 

 

La navajina


El mejor amigo del viajero es la navaja multiusos. En esto de navajas, el puto jefe es un ingeniero americano que se llama Timoteo Leatherman. Este paisano estaba de viaje con la mujer por Europa y se le estropeó el coche. Lo único que tenía a mano era una navajina y necesitaba unos alicates. Cuando volvió a casa creó un prototipo de navaja con alicates y los mandó a fabricantes. Como es lógico, nadie le dio bola. El caso es que se juntó con un socio y empezó a fabricarlas por su cuenta. Hoy vende millones de navajas.

Bueno, volviendo a lo que iba. En un viaje esas navajas son indispensables, hasta para defenderse, pero el principal servicio lo ofrecen pelando la fruta que uno compra en la calle.

El principal enemigo de esas navajas son los controles en los aeropuertos. Todavía, muy de vez en cuando, lloro por una que hace años me quitaron en el Aeropuerto de Quito y que dejé accidentalmente en la mochila de mano. Pero no soy el único al que le pasan esas cosas. La gente intenta subirse a los aviones con las cosas más raras que uno se pueda imaginar.

Una vez en el Aeropuerto de San Pedro Sula una australiana, que iba delante mío en la fila, intentaba pasar los controles de seguridad con cuatro o cinco botellas de ron. Además eran rones caros. Los guardias de seguridad no la dejaban pasar y la rapaza me miraba a mi. ¿Qué le podía hacer yo? Encogerme de hombros. Otra cosa no se me ocurría. Bueno, podía hacer como Lalo el de mi pueblo que, unas Navidades cuando volvía de Suiza, en Kloten querían quitarle un güisqui caro que llevaba en el bolso de mano y les dijo: «Ah, sí ¿lo queréis? Pos esperai un momentín». La mitad de la botella la bebió delante de los guardias y la otra mitad la vertió en la papelera. Una vez vacía se acercó al control y les dijo: «Ahí tenéis la botella». Pero aquella moza australiana lo tenía más complicado, meterse media docena de botellas de ron entre pecho y espalda ya es otra cosa… Como es lógico, a los vigilantes les brillaban los ojines mirando aquellas botellas.

Es una pena que te quiten unas botellas de licor, pero que te quiten una navaja es doloroso, y les confieso que he vivido situaciones desgarradoras. Con gente que prefiere perder la mujer antes que la navaja. Hace años en el aeropuerto de León hacía cola para pasar el control y delante de mi iba una pareja de jubilados. Por lo que comentaban eran paisanos míos, de La Cepeda, y se dirigían a algún destino de playa en uno de esos viajes financiados por el IMSERSO. Cuando el hombre pasó por debajo, el arco detector de metales empezó a pitar. Entre las muchas cosas que llevaba en los bolsillos estaba una navajina con cachas de madera, de estas que llevan siempre encima los paisanos de los pueblos.

– Señor, no puede subir al avión con la navaja – le dijo el vigilante.
– Y ¿qué hago con ella? – retrucó el paisano, haciéndose el tonto.
– Haga lo que quiera, pero al avión no puede subir con objetos cortantes. Está prohibido – le explicaba el de seguridad.

El paisanín meneaba la cabeza lamentándose. Yo creo que dudaba entre entregar la navaja o renunciar al viaje. Yo hubiese tenido las mismas dudas.

Su acompañante lo empujaba para que pasase de nuevo por el detector y él se resistía.

– ¡Me cagüenredios! con lo que quería yo la navajina esa… no la doy por nada del mundo- decía el hombre apesadumbrado.
– Pues hala, haberla dejao en casa, que para nada la querías. Que en Benidorm no te hacía falta pa’ nada – le decía la mujer tirándole del brazo en dirección a la puerta de embarque.
– Calla, calla, que ya me jodistéis las vacaciones tú y el vigilante ese.

Totalmente de acuerdo con el paisanuco. Que así, de buenas a primeras, te tengas que despedir para siempre de tu navajina, compañera inseparable de viajes y fatigas, no es la mejor manera de empezar un viaje.

 

Photo by egmboeingpilot on Foter.com / CC BY

Nos vemos en el infierno


Recuerdo el momento exacto. Estaba en una gasolinera contando un mazo de billetes para llenar el depósito del 4×4 con el que nos desplazábamos por el sur del país. Ahí supe que me había condenado para toda la eternidad. Sé que si Dios existe, estaba en aquella niña.

Imagino que fue la misma sensación del pobre Adán cuando mordió la manzana engatusado por su mujer, aunque acabasen echando la culpa a una pobre culebra que pasaba por allí. Chau. Adiós paraíso. Lo eché todo a perder…

A estas alturas del relato, imagino que el lector está impaciente por saber qué pasó. Bien. Como les decía, estaba contando un montón de billetes en una gasolinera y se me acercó una niña de unos 6 ó 7 años a ofrecerme unas hojas de menta. Como un autómata, negando con la cabeza, dejé claro que no iba a gastarme unos míseros céntimos en la menta que me ofrecía. Ella miró el fajo de billetes, me miró a mi y bajó la cabeza avergonzada. Tal vez sentía vergüenza ajena. Vergüenza de un miserable como yo. Pero no. En esa mirada había dolor. El dolor de ser pobre.

Han pasado varios años y no he podido olvidar esa cara, ni esa mirada. Llegará el día del Juicio Final y no necesitaré que nadie me explique nada. Sabré que la puerta de embarque es la que conduce al fuego. En fin. Espero encontrarme allí con algunos amigos y familiares. Ah! y con la rata que trabajaba de cobrador en Autocares Fernández.

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