Cosas que no se olvidan


Siempre ha habido lameculos y Salvador, el cobrador del autobús, era uno de ellos.

Sintiéndose alguien importante, despreciaba a aquellos humildes labriegos que cada día viajaban a León al médico o a hacer cualquier gestión en la capital. Los empujaba para el fondo del autobús como las reses que se llevan a la feria. Siempre con cara de pocos amigos, únicamente ofrecía malas contestaciones y desprecios hacia la gente del campo. No era así cuando subía al coche de línea alguien trajeado, alguna autoridad o Miguelón, el cacique de la comarca. En esas situaciones se desvivía por acomodarlos y no tenía ningún problema en desalojar a cualquier pobre mujer de su asiento para que los más ricos viajasen cómodos.

Cada día, en las cocheras de la capital un poco antes de las seis de la tarde, los paisanos de los pueblos formaban la fila para subirse al coche de línea. Salvador, de pie en la puerta del autobús, iba cobrando el importe de los billetes el cual, como es lógico, dependía de la distancia a recorrer.

Uno de esos martes, uno de aquellos campesinos, acompañado por un muchacho que no aparentaba más de diez o doce años, hizo pacientemente la fila para subir al autobús y cuando llegó a la altura del cobrador le dijo:

– Salvador, déjanos subir al coche de línea. Hoy no traigo dinero, pero ya te pagaré. Me conoces y sabes que al llegar a casa o mañana te pago.

—No puedo. No puedo. Se me cae el pelo si te pillan sin billete —le decía Salvador negando con la cabeza.

—Salvador, tengo el rapaz pequeño conmigo… no es por mí. Es por él. No puede caminar tantos quilómetros hasta casa. Yo puedo volver andando, pero llévalo a él —susurraba Andrés mirando a su hijo.

– No puedo saltarme las normas. Ni puedo hacer la vista gorda – decía elevando el tono de voz para que el resto de pasajeros lo escuchasen y así escarnecer a quien le pedía ese tipo de favores.

Quien lo viese en ese tipo de situaciones podría pensar sin peligro de equivocarse que el cobrador disfrutaba humillando a las personas necesitadas.

Dicen en los pueblos que a cada gocho le llega su San Martino y en el caso de Salvador, no fue la fortuna o el azar quien acudió a darle su merecido. Fue su jefe, el dueño de la empresa de autobuses que poniendo el dinero a buen recaudo mandó a todos los empleados a la calle, sin ningún tipo de indemnización ni reconocimiento.

«Pobre Salvador, se dejó la vida por la empresa y le dieron una patada en el culo», murmuraba la gente, compadeciéndose de un hombre que durante más de treinta años no había faltado un solo día al trabajo.

Aunque le quedaban unos años para jubilarse, Salvador no encontraba trabajo y consumía los días encerrado en casa. Echaba de menos el coche de línea. A los pocos meses de perder el trabajo, empezó a sentirse mal, con fatiga y debilidad generalizada. Después de numerosas pruebas, los médicos ordenaron su internación en el hospital del Monte de San Isidro, situado a las afueras de la ciudad de León.

No le pareció un mal lugar de convalecencia, aunque intuía que nada bueno había detrás de aquel malestar. La primera noche internado apenas pudo dormir. La claridad de la llegada del día lo despertó y se levantó a la espera del desayuno. ¡Qué largos son los días en los hospitales!, pensó. Allá, sobre media mañana, distraído mirando los robles del parque aledaño, no oyó entrar al médico que venía a visitarlo.

—¡Buenos días Salvador! ¿Cómo se encuentra? Soy el doctor Arienza, su médico.

Al oír su nombre, Salvador se giró sorprendido. Por un momento, el antiguo cobrador del coche de línea volvió a sentirse importante. Alguien distinguido lo reconocía. Sonrió y dijo:

—¿Sabe cuantos años trabajé de…?

El doctor lo interrumpió y lo mandó sentarse en la cama. Lo auscultó y revisó los análisis que extrajo de un sobre con el sello de unos laboratorios de la capital. Poniéndole la mano en el hombro le dijo:

—Salvador, descanse ahora. Acá lo vamos a cuidar.

El médico salió de la habitación. Mientras caminaba por el pasillo hacia la recepción, recordó cuando tenía once años y su padre lo llevó al médico a León. Quedaron sin dinero y el miserable del cobrador del coche de línea no les permitió subirse al autobús.

Esas cosas, para bien o para mal, nunca se olvidan.

Gregorio Urz, agosto de 2019

La foto que acompaña la entrada es de Maret Hosemann from Pixabay

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

 

Una noche estrellada


Abriéndose paso entre la maleza, Aurelio bajó al río, y mirando hacia la sierra maldijo:
– La puta madre que los parió… No baja ni una gota. Están empezando a secarse ya todos los pozos del río.

En el lecho de aquel arroyo, entre dos filas torcidas de alisos, un hilo plateado de agua serpenteaba entre las piedras formando un collar de espejos con los charcos.

– No queda otra que subir a robar el agua, le dijo a Pedro, el muchacho que lo acompañaba.

Aunque el año estaba viniendo especialmente seco, las balsas de los vecinos de Serrallobera en la parte alta de río y los motores de riego de gasolina no dejaban escapar una gota de agua río abajo. Aurelio veía como, asfixiadas por el calor de agosto, las ramas de las patatas estaban mustias y empezaban a amarillear. Hacía varias semanas que no llovía y aquel cultivo necesitaba agua.

Días más tarde, ayudado por su hijo Pedro hicieron una balsa en el medio del río con terrones, piedras y tierra. En el medio de la misma pusieron unas ramas verdes de aliso, indicativo de que aquella balsa estaba ‘couta’. Todo vecino de Valdeferrera entendía aquella señal y la respetaba. También los de Serrallobera, el pueblo de arriba, colocaban una rama verde en las ‘chorcas’ pero en este caso el criterio cambiaba. Los de Valdeferrera entendían que tenían ‘derecho’ a reventar aquellas balsas: única autoridad que había en la materia era la Confederación Hidrográfica del Duero que de vez en cuando enviaba a algún funcionario a multar a quienes regasen con agua del río.

No habían pasado ni dos días cuando Aurelio avisó a su hijo de que había llegado el momento de ir río arriba a ‘robar el agua’. Era una operación relativamente sencilla, aunque no exenta de peligros. Se trataba de subir por el río hasta llegar hasta las chorcas, quitar los palos que sujetaban los terrones y reventar la primera de las balsas. Liberada de ataduras, la propia fuerza embravecida del agua se encargaba de hacer el resto del trabajo.

Una vez anocheció, salieron caminando hacia la tierra sembrada de patatas. Allí, al lado del río el hombre colocó una manta y dio algunas instrucciones a su hijo.

– Padre, ¿tiene miedo? ¿Qué pasa si lo descubren? – preguntó Pedro.
– No me van a descubrir – le dijo Aurelio.
– Pero… si te descubren reventando las balsas, ¿también te pueden pegar o llevarte preso? – inquiría el rapaz con preocupación.
– No. No te preocupes. Nadie me hará mal. Tenemos muchos parientes en ese pueblo. Un pariente no ‘descubre’ a otro – afirmaba Aurelio.

Para tranquilizar a su hijo le contó alguna anécdota como aquella vez que fue a reventar las balsas y se encontró de velanda a su primo Honorio o cuando se encontró con Tomasón durmiendo con la escopeta al lado.

Pedro, con doce años recién cumplidos, tenía miedo de quedar solo en medio de la noche, aunque no se atrevía a decírselo a su padre. Antes de partir hacia la sierra su padre lo abrazó.

– No tengas miedo, hijo. Agarra a Kennedy que no venga conmigo.

Una vez que la figura de su padre padre desapareció engullida por las sombras, el desasosiego se apoderó de él. Sintió un ruido entre las ramas de los árboles y se sobresaltó. Detrás de cada sombra imaginó una alimaña y parecía que lobos, raposas, tejones, culebras, estaban al acecho esperando a que se durmiese.

Kennedy, el perro, estaba tranquilo. Tumbado al lado de la manta, de vez en cuanto levantaba una oreja y alzaba la cabeza. Olfateaba el aire y volvía a descansar.

Pedro se tumbó en la manta boca arriba al lado del perro. Miró las estrellas. Eran miles y dibujaban las formas más diversas. Aquel abismo lo intrigaba. Parecía como si alguien las hubiese colocado así. De repente el cielo empezó a dar vueltas sobre su cabeza y tuvo la sensación de caer en el vacío. Mareado, cerró los ojos. Empezó a sentir toda una sinfonía. Un grillo acá, un sapo allá… de fondo las hojas de los árboles movidas por el viento. Abrió los ojos de nuevo y contempló de nuevo el cielo. El paso de alguna estrella fugaz aumentaba aún más su fascinación por aquella inmensidad.

Tratando de encontrar una explicación a toda aquella armonía, Pedro se durmió profundamente. Soñó una vida mejor. Una vida sin aquellas escaseces. Cuando despertó allí estaba su padre, liando un cigarro. El paisaje se iba desprendiendo de su ropaje oscuro y a ras de suelo una bruma, una neblina surgida de la hierba se extendía como una manta por el campo.

– Ya está. A media mañana llegará el agua. Hay que tenerlo todo preparado para regar – le dijo Aurelio.

Pasó el verano, y ese mismo otoño Pedro fue a estudiar a un internado de frailes. Muchos años más tarde, ya en la ciudad, en esas calurosas noches de agosto se asomaba a la ventana, encendía un cigarro, miraba al cielo y maldecía aquel bochorno.


Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones. En este enlace puedes encontrar más detalles.

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El trámite


Con dificultad Arsenio se levantó de la cama y se colocó la prótesis en su pierna derecha.

Una vez que tomó el café que había preparado en una ennegrecida cafetera de aluminio, se dirigió al cuarto de baño y con la solemnidad con la que se prepara un novio para el día de la boda se duchó, se afeitó, y se puso una camisa blanca. Antes de ponerse la chaqueta del traje hizo el nudo a la corbata y la ajustó al cuello de la camisa. Estaba impecable.

Agarró su bastón y el sombrero y se dirigió a la parada del coche de línea. Después de más de una hora doscientas catorce curvas y diecisiete paradas en otros tantos pueblos, aquella tartana llegó a León.

Ya en las cocheras, Arsenio renqueando se bajó de aquel autobús destartalado y con toda la ligereza que le permitía su cojera caminó durante tres o cuatro manzanas hasta un edificio con un portón grande custodiado por dos guardias civiles.

Saludó con familiaridad a los uniformados de la entrada y se dirigió al primer piso. Allí agarró un número y se sentó a esperar en un banco de madera.

Detrás de un manoseado mostrador de mármol blanco con vetas grises un joven con corbata atendía las consultas. Se notaba que era nuevo porque de tanto en tanto un señor ya entrado en años se acercaba a darle instrucciones.

La presencia de aquel muchacho incomodó a Arsenio que, inquieto, tintineaba con el bastón en el suelo, creando un ruido molesto para el resto de personas que esperaban en la sala.

Llegó su turno y se dirigió al mostrador.

—Hola, buenos días. ¿Hoy no está Sofía? —preguntó quitándose el sombrero.
—No, no. Está semana pasó destinada a la oficina del Gobernador Civil. Mi nombre es Paco y la sustituiré hasta que se cubra la plaza definitivamente.
—Muy bien. Mire, quería saber si ha salido el visado de mi mujer. Se llama Evangelina dos Santos.
—¿Tiene usted el resguardo de la solicitud?
—No, no lo tengo.
—¿Conoce el número de expediente?
—No, no —balbuceaba Arsenio agitando con nerviosismo los brazos—, ni Sofía ni don Raúl me pidieron nunca resguardos ni el número de la solicitud. Mire bien por favor. Ya hace unos cuantos meses que inicié el trámite, y ya debería haber salido.

Paco, el joven que lo atendía, trataba de explicarle que sin un número de expediente o un resguardo la gestión no daría resultado alguno.

—Mire —le dijo— aquí no me figura ninguna solicitud a nombre de ninguna Evangelina ni de nadie que apellide Dos Santos…
—Dos Santos, es separado. Dooos Saantos… —interrumpía la explicación Arsenio, cada vez más alterado y elevando el tono de voz.
—Mire señor, no grite. Lo siento mucho, no puedo ayudarle. Hágase a un lado, por favor. ¡Siguieeente! —dijo Paco poniendo fin a aquella conversación.

Sintió Arsenio como si alguien hubiese sacado el tapón de un desagüe y él era el agua que se escurría por el agujero. Le faltaba el aire y lo invadió un sudor frío. Tenía dificultades para hablar y notaba que se le entumecía el brazo con el que se apoyaba en el bastón.

Arsenio sintiendo como las fuerzas lo abandonaban se desplomó al suelo.

En torno a él se formó un gran revuelo. Los que allí estaban lo estiraron en el suelo, le aflojaron el nudo de la corbata y con una carpeta le daban aire. Uno de los primeros en salir a socorrerlo fue Raul el director de la oficina, que le daba pequeñas bofetadas en la cara tratando de que volviese en sí.

Todo en vano. Cuando media hora más tarde llegó la ambulancia y el personal sanitario se lo llevó en una camilla, seguía inconsciente aunque respiraba.

Una vez regresó la calma a la oficina y cada uno volvió a su lugar, don Raúl se acercó a Paco y le pidió que lo acompañase a su despacho.

Ya más tranquilo, le explicó:

– Ese señor que se acaban de llevar, se llama Arsenio y lleva meses pasando por esta oficina. Su razón de vivir es venir acá cada viernes, esperar pacientemente su turno y preguntar por un trámite que no existe. Ni siquiera existe su mujer.

Hizo una pausa y mandó a su secretaria a buscar café y agua. Encendió un cigarrillo y siguió con los detalles de la historia:

—Arsenio hace tres años tuvo un accidente en el que murió su familia. Poco a poco va recordando algunas cosas. Un día se presentó aquí, en el Gobierno Civil, preguntando por su mujer y su hijo. Se le metió en la cabeza que habían vuelto a Brasil y que necesitaban un visado para volver a España. No sé… se le metió eso en la mollera como se le podía haber metido otra cosa —decía Raúl señalando con el índice su sien.

—Así que, ya lo sabes, cuando el próximo viernes venga a informarse del trámite, limítate a decirle que no, que todavía no se ha resuelto nada.

—Pero algún día deberá saber la verdad ¿no es mejor decírsela? —preguntaba Paco.

—Sí, sí. Claro que debería saber la verdad. Pero, ¿quiénes somos nosotros? No se mete con nadie ni hace daño a nadie. No sé tu, yo soy un simple funcionario… —se justificaba Raúl.

—Lo que usted mande, don Raúl. Quizás tenga usted razón —dijo Paco asintiendo con la cabeza.

—No sé si tengo razón o no… a veces vivir exige una buena dosis de mentira para poder soportar el dolor.

Cabizbajo, Paco volvió de nuevo a su escritorio.

Arsenio nunca regresó.

 

Gregorio Urz, mayo de 2018

La foto que acompaña la entrada es de Hugo Gamelas on Foter.com / CC BY-ND

A qué huelen los sueños


“…Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos.

Y fue tanta la inmensidad del mar y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura.

Y Cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:

-Ayúdame a mirar”.

Galeano

 

 

 

Llegué al pueblo en el año treinta y dos con mi plaza recién estrenada de maestra y la ilusión de enseñar a los niños a leer y a escribir, a hacer cuentas, pero también a mostrarles que más allá de la planicie de sus tierras había otro mundo, otras formas de vida, otras realidades, otras formas de pensar, y un pasado, claro está, del que todos proveníamos. Fue así como cuarenta chavales, entre niños y niñas, asimilaron eso que se llama saber y que nos hace más libres.

También pensé que debían aprender a organizarse. E hicimos la biblioteca escolar formada por los propios alumnos, y con ayuda de unos cuantos socios protectores y una rifa que se hizo en Navidad, compramos libros tan esenciales como “Las fabulas de la Fontaine”, “Los cuentos de Perrault”, “La Cabaña de Tom”, “La divina comedia”, “La Iliada y la Odisea”, o “El lazarillo de Tormes”. Eran dos editoriales, lo recuerdo muy bien, Calleja y Araluce, las que nos suministraban los textos que sin salir del aula nos permitieron con la imaginación navegar a Ítaca, alcanzar América, descender al infierno de Dante, o transitar por los lupanares de la picaresca española.

Al final de curso representamos en la Casa del Pueblo recién estrenada varios fragmentos de “Luces de Bohemia” de Valle Inclán. El público formado por los chavales de la escuela, pero también por buena parte de la gente del pueblo, aplaudió entusiasmado.

Tal fue el éxito de obra y las felicitaciones recibidas, que se me ocurrió que quizá los mayores quisieran aprender. E iniciamos, pasado el verano, una clase con media docena de hombres y de mujeres a los que con el tiempo se fueron sumando algunos más.

Fue admirable y para mí una de las mayores satisfacciones como docente ver cómo después de dejar las duras tareas del campo, cansados, pero limpios y curiosines, se entregaban diariamente y con puntualidad férrea a un conocimiento que hasta ese momento les había sido vetado.

El día que desplegué una lámina con los músculos del cuerpo humano en su versión masculina y femenina, algunos alumnos se ruborizaron. Les tuve que aclarar que un cuerpo desnudo no es ofensivo sino algo natural como un roble o una piedra. “Por ahí” dijo Pepín señalando con el dedo el vientre femenino “vienen los niños y hay alguna que desde luego no para de hacerlos”, y ahora miraba a Pacita que con veintitrés años tenía tres hijos y esperaba el cuarto. Algunos alumnos varones rieron. Pacita, la cabeza gacha, estaba roja como la grana. Recriminé a los graciosos, les dije que tener un hijo era cosa de dos, y que además había forma de controlar los embarazos no deseados. Me miraban con los ojos como platos cuando les expliqué que en el ciclo de la mujer, de treinta días, era hacía la mitad de éste donde radicaba el mayor riesgo de embarazo, aconsejándoles evitar las relaciones sexuales esos días.

“Pero Don Tirso, el cura, nos dice que los hijos son un regalo de Dios y que hay que recibir a todos los que vengan”, ahora hablaba Luisa, una muchacha apocada y triste. “Bueno, los curas necesitarían recibir de vez en cuando clase de ciencias naturales y ver más de cerca lo que se cuece en las economías domésticas”. Algo de esto le debió de llegar a don Tirso pues desde ese día, él que era generoso en saludos, ni me miraba cuando a veces, por razón del cargo, coincidíamos en actos públicos.

Pero no solo yo les enseñaba. Ellos también a mí, a hacer el pan, a zurcir, a repasar, a hilar, a hacer quesas con el cuajo de la leche de las vacas, aunque ellos decían que estas cosas no eran importantes. Son las letras, señorita, y los números, lo que de verdad tiene ciencia. Qué equivocados estaban al no apreciar esa sabiduría de antiguo, esos conocimientos trasmitidos de generación en generación.

Un día, recuerdo que era sábado, desplegué una lámina del mar, y al verlo Pepín, que era el más extrovertido, exclamó: “¡Azul y con puntillas!”. “No”, aclaré, “es la espuma, el bálago de las olas”.

Surgieron infinidad de preguntas: ¿Cómo es el mar?, ¿A qué sabe?, ¿Cuánto pesa?, ¿Cómo es de largo?, ¿Qué son olas? El mar es inmenso, les dije, y está frío, al menos el del norte, que es el que yo conozco, y suena… ¿os acordáis que el otro día hablamos del sonido del corazón, con su sístole y diástole? Pues así suena, como un corazón que no se para nunca, ni siquiera de noche, cuando todos descansamos.

¿Y a qué huele el mar, señorita? El mar huele a algas, a peces vivos. Sus miradas de desconcierto me hicieron caer en la cuenta de que los únicos pescados que llegaban a esas tierras de interior eran el bacalao y las sardinas arenques.

No pude pegar ojo esa noche pensando en ese olor que no les podía describir ni comparar con nada y se me ocurrió, ya casi de madrugada, solicitar un autobús a la Diputación para ir a verlo. ¡Qué alegría cuando me llegó la carta con el permiso concedido para que mis alumnos pudieran conocer el mar, tocarlo, olerlo, bañarse en él, oírlo, sentirlo!

La mayoría del grupo de mayores trabajaban y no podían dejar de hacerlo, así que al final solo fuimos ocho adultos y una treintena de chavales. Salimos muy temprano y tardamos ocho horas en llegar a la playa de Salinas. Cuando llegamos había niebla cerrada que poco a poco fue abriendo. De una forma natural y como si las olas les susurraran, “venid, acercaos”, los chavales se quitaron los calcetines, los zapatos, los pantalones, los jerseys, y se metieron en el agua con el calzón solo. Las chicas lo hicieron en combinación. Estaba fría y gritaron, corrieron, saltaron, se mojaron entre ellos. Cuando se cansaron de jugar se pusieron a coger quisquillas, lapas y mejillones en las rocas. Y más tarde a observar a los pescadores lanzando sus cañas a lo lejos. Los mayores, en cambio, renuentes y tímidos, se acercaron al mar con cautela no exenta de asombro. Pero a medida que iban tomando contacto con la arena también a los adultos se les iba quitando el pudor y la vergüenza. Ver a esos adultos que jamás habían salido de su pueblo mirar extasiados el mar es algo que no se puede describir con palabras, tampoco olvidar.

Como recuerdo de aquel día rellenamos botellines con el agua de mar y con arena, cogimos algas, también una buena colección de crustáceos. Y durante algún tiempo, semanas, hablamos en clase de la riqueza del mar, de su cultura, de la forma de vida de sus habitantes que ahora eran un poco nuestros, pues los comprendíamos mejor.

Jamás olvidaré, por mucho tiempo que pase, la descripción que hizo del mar Luisa, la muchacha apocada y seria, a la que por primera vez le reían los ojos. Dijo que olía a maravilla, a horizonte, a azul, a verde, a primavera, a brisa, a libertad, a flor, a gaviotas, a abrazo, que el mar olía al olor de los sueños. Y es que Luisa, sin saberlo, estaba haciendo poesía y metáfora.

Lo que vino después fue tan terrible, oscuro y largo que nos hizo llegar a pensar que aquel tiempo pasado no existió, que fue tan solo un espejismo.

Pero no. ¿Ve el botellín, muchacho, encima de la trébede? Es arena de la playa de Salinas. Puede cogerlo y sacarle foto si quiere para su artículo, ese botellín es prueba irrefutable de que lo que le cuento ocurrió, de que lo que le cuento es tan real, muchacho, como los miles de granitos de arena que contiene.

 

 

 

 

Una vida mejor


—Dai-ye, dai-ye. ¡Dai-ye fuerte! ¡joder!. Dale sin duelo —le decía Antonio a su cuñado Ángelín.

En una esquina acorralado, un gato trataba de plantar cara a dos hombres armados uno con una gruesa cayada y el otro con el mango de una escoba.  Encorvado, con todos los pelos del lomo y del rabo erizados, el felino saltaba de un lado a otro tratando de esquivar la lluvia de golpes.

Mal final encontró el pobre animal. Había entrado en el lugar equivocado y, a pesar de la resistencia ofrecida, pocos minutos después reposaba desollado en el fregadero de la cocina.

—Pero ¿viste qué grande? Nunca vi un bicho tan gordo —decía Angelín.

Aquel día Antonio fue a esperar a Carmina a la puerta de la fábrica de conservas en la que trabajaba. De regreso, en el autobús, le contó que Angelín que venía del pueblo a pasar con ellos las navidades, había traído un poco de matanza y una liebre bastante grande. 

“¿Una liebre? ¿De dónde demonios habrá sacado mi hermano una liebre?”, se preguntaba Carmina. Sea como fuere, era una buena noticia. Hacía meses que en aquella casa no entraba un pedazo de carne.

Carmina y Antonio habían dejado el pueblo con el anhelo de una vida mejor pero las cuentas no estaban saliendo como las habían echado. La vida en la ciudad no era cómo se la habían pintado. Antonio no encontraba trabajo y el magro sueldo que Carmina ganaba en la fábrica se evaporaba con el pago del alquiler del piso donde vivían. Las patatas y algo de matanza que traían cada vez que iban al pueblo eran el principal sustento de aquella familia. No pasaban hambre pero la escasez reinaba en aquella casa y también en el barrio donde vivían. 

Carmina, cansada tras una larga jornada laboral, agradeció que Antonio la fuese a buscar al trabajo y la acompañase de vuelta a casa. Sin la compañía de los hijos aprovechaban para hablar de las preocupaciones y problemas que los acuciaban. Como cada día comentaron de la falta de dinero y de la incapacidad para adaptarse a aquella vida donde casi todas las horas del día eran de color plomizo o negro. 

Camino de casa, pasaron por el colegio a buscar a sus hijos. Justo ese día los pequeños, un oasis de vida en aquel desierto de cemento, empezaban las vacaciones de Navidad. Casi llegando al edificio donde vivían, Antonio entró al colmado a buscar una botella de vino para cenar. Carmina siguió de largo con los retoños. Al entrar en el portal, la mujer se paró a leer un aviso que había pegado en la puerta. Miró que no la viese nadie y, frunciendo el ceño, lo arrancó de un manotazo y lo guardó doblado en un bolsillo. 

—Mamá ¿qué pone ese papel? —preguntó Fermín su hijo pequeño, al ver a su madre retirar el papel con rabia. 
—Nada, nada. Buscan una chica para hacer labores de casa —contestó su madre.

Dicen que las fiestas se conocen por las vísperas y aquellas navidades no podían empezar mejor. Los más pequeños, contentos por el inicio del asueto escolar, comieron gustosos la deliciosa ‘liebre con patatas’ que preparó su madre. Se rieron con las historias y cousillinas que su tío Angelín les contó. También Carmina y Antonio reían. Aquella noche las penurias se iban diluyendo en cada ronda de vino y, a medida que descendía el líquido de la botella, en los corazones de aquella pareja crecía la confianza en un futuro mejor. 

Después de una larga velada, los más pequeños cayeron derrotados por el sueño. Sus caras reflejaban la felicidad del momento. Con cuidado Antonio los desvistió y los llevó a la cama. Carmina los miró y sonrió. “Bendita inocencia”, pensó. Volvió a la cocina y empezó a recoger la mesa tirando las sobras de comida a la basura. Abrió el cubo y recordó que aún guardaba el papel que había arrancado de la puerta. Lo desdobló y antes de arrojarlo con los desperdicios, lo leyó de nuevo: “Perdido gato. Se ofrecerá recompensa. Razón: Amalia, 4º 1a

Gregorio Urz

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

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La fuentina


 –¿No oyes los disparos? –preguntaba mi hermano Martín.

Yo contestaba en un susurro que sí, que los oía, aunque hubiera sido mejor hacerme la dormida, porque sabía lo que venía a continuación:

–Otro rojo que han sacado de casa para fusilarlo en la fuentina. Mañana cuando lleve la comida al pastor me encontraré con su fantasma.

La fuentina estaba en un bajo del monte cerca de la casilla de camineros en la que vivíamos. Desde que empezó la guerra se comentaba que por la noche llevaban a la gente para fusilarla y luego enterraban sus cuerpos en una hondonada que había a escasos metros. Yo no sabía si eso era verdad, pero después de las palabras de mi hermano ya no podía pegar ojo o, si lo hacía, tenía pesadillas en las que los esqueletos de los muertos se me aparecían a los pies de la cama, me miraban desde sus cuencas luminosas, me sonreían con sus enormes dentaduras, acercaban sus falanges a mi rostro, intentaban tocarme. Aunque antes de que lo hicieran siempre me despertaba, llorando.

El resto de la noche lo pasaba acurrucada entre las sábanas, sin poderme dormir. A veces me parecía oír ruidos de pisadas en el desván o un chasquido, y la idea de una presencia en la planta superior de la casa, a la que se accedía desde nuestro cuarto por una escalera, me hacía acurrucarme más sobre mí misma.

Mis terrores nocturnos se mitigaban con las primeras luces al oír a mi padre levantarse para ir a trabajar a los caminos, a mi madre llamarnos “Martín, Clara” mientras preparaba la comida que más tarde mi hermano le llevaba al pastor que por entonces nos cuidaba las ovejas, pero no llegaban a desaparecer del todo. Y mientras desayunábamos las sopas de ajo no podía evitar contarles los ruidos que había oído la noche anterior. Mi madre aseguraba que los disparos eran de cazadores furtivos que aprovechaban la oscuridad para burlar al guarda del monte y, los sonidos del desván, los silbidos de una lechuza que por entonces se aposentaba en una rama del nogal que había en la parte de atrás de nuestra casa y se colaba en mitad de la noche por algún agujero de la techumbre.

­–¿Entonces no son rojos? –preguntaba yo aliviada.

–¡Qué dices de rojos, Clara, qué tontuna es esa!

Yo miraba a Martín que desviaba la vista para otro lado, simulando no saber de lo que hablábamos, y solía callarme. Pero un día me atreví a ir más lejos.

–¿Y nosotros de cuál somos?

–Nosotros de nada.

–Y eso que dicen del tío Roque que salió huyendo de Nava porque unos hombres le seguían con pistolas…

–¿Quién te ha dicho eso?

–El otro día al salir de misa.

–Habladurías de la gente que no tiene otra cosa mejor que hacer. Otro gallo cantaría si en vez de tanto chismorrear las beatas se dedicaran a hacer cosas de provecho. A partir del domingo te quedas en casa, y cuando el cura o la maestra te pregunten por qué no fuiste el domingo a la iglesia, les dices que tuviste anginas.

–No, eso no, madre.

Privarme de la posibilidad de ir un domingo al pueblo, a pesar de los seis kilómetros que tenía que recorrer hasta llegar a Nava, era para mí el mayor de los castigos, y es que después de misa siempre me podía comprar un pirulí en casa de la tía Jurela y jugar un rato a la comba o al escondite con mis amigas.

–Pues como te vuelva a oír una tontería más de esas ten por seguro que lo cumplo, y ahora espabílate, si no quieres que le cuente a tu padre que doña Fe se me queja que llegas todos los días tarde a la escuela y que estás cada vez más despistada. Y tú, Martín, arreando a llevar la comida al pastor. Entre uno y otro voy a acabar desquiciada…

Salí de casa a toda prisa con el firme propósito de dejar de preguntar cosas que no eran. Pero por el camino me pareció oír el ruido de unos pasos a mis espaldas y no pude evitar mirar varias veces hacía atrás pensando que me seguían. También pensé en mi tío Roque. Sabía que era ebanista porque en la entrada teníamos un arcón que había hecho con sus propias manos, aunque la verdad es que yo sólo le había visto una vez que nos visitó en la casilla. Me miró con unos ojos azules idénticos a los de mi madre y me sacó una almendra garrapiñada de la oreja que luego me ofreció en la mano. Me cayó muy bien el tío Roque la única vez que le vi.

 

 

Un episodio que ocurrió por entonces acrecentó mi miedo. Fue la visita de los gitanos a la casilla. La visión en la lejanía de su carro de colores, de sus pucheros, bruñidos por el sol, tambaleándose por el camino de tierra, de la media docena de galgos con un palo largo que pendía del cuello, me resultó tan extraordinaria que corrí a esconderme tras las faldas de mi madre.

Al llegar a la casilla se detuvieron. Junto con la pareja gitana venían seis o siete niños de diferentes edades que enseguida se bajaron del carro y se pusieron a hurgarlo todo.

La gitana, que llevaba un pañuelo con lentejuelas colgando de la frente, le mostró a mi madre algunas telas de colores que sacó de un enorme baúl de chapa y cuero. Después de estudiar la mercancía mi madre le compró una colcha brillante de figuras chinescas y varios metros de tela de algodón crudo para confeccionarnos ropa interior y camisones. En pago le dio unas monedas y dos gallinas.

Ya se iban cuando de pronto el patriarca se fijó en mí:

–Si quiere, señora, nos llevemos a esa niña y la vendemos.

–Llevadla si queréis –contestó mi madre en broma.

Aferrada a su cuerpo no pude aguantar la corajina.

–No, madre, no les dejes.

Todos se rieron de mí, incluida mi madre, que no tuvo más remedio que cogerme en brazos y no me volvió a bajar hasta que el carro, con toda su recua, se disipó a lo lejos.

Por la noche me despertaron unos aullidos. Y la visión de un fantasma vestido con la colcha de figuras chinescas que danzaba y agitaba los brazos multiplicando las sombras que proyectaba la luz de la vela, me heló la sangre. Me tenía acorralada en una esquina cuando, alertados por mis gritos, aparecieron mis padres. Levantaron la tela y descubrieron que bajo la colcha se ocultaba mi hermano. Nos dieron una buena tunda a los dos, prometiendo vendernos de verdad a los gitanos si una cosa así se volvía a repetir.

 

 

Después de ese suceso vivía en un estado permanente de tensión que tenía su punto álgido en mitad de la noche cuando en medio del silencio los ruidos procedentes del desván se hacían más patentes. O eso me parecía a mí. Además, los disparos en el monte, por aquellos días, se habían intensificado.

El once de agosto de mil novecientos treinta y seis, vísperas de mi décimo cumpleaños, unos hombres que no había visto en mi vida, pararon su furgoneta delante de la casilla y le preguntaron a mi madre por el tío Roque.

–Sé lo mismo que vosotros —contestó con acritud—, a estas alturas seguro que está criando malvas en cualquier cuneta.

–Bueno, Rosario, no te pongas así –le dijo un hombre bajito y calvo intentando ser cordial–, solo estamos examinando la zona. Al fin y al cabo es a la Guardia Civil a quien corresponde buscar a los huidos. Y dime, ¿no tendrás por ahí alguna pieza de esas que tu marido apresa tan hábilmente con cepos?

Me sorprendió que mi madre entrara en casa y, sin más, les entregara la liebre que al día siguiente, con motivo de mi cumpleaños, pensaba preparar con alubias. Ni que decir tiene que ellos la recibieron gustosos. Me pareció que mi madre respiraba aliviada al verlos partir.

Y esa misma noche vi el fantasma de mi tío Roque. Estaba más demacrado y flaco que el día que le conocí. Pero era él, seguro. Descendió del desván y al sentirse observado me miró con sus ojos azules y brillantes y se llevo el dedo índice a la boca en señal de silencio. Luego siguió bajando las escaleras y salió por la puerta sin hacer apenas ruido. Tardé en reaccionar y cuando lo hice desperté a mi hermano y, con la voz entrecortada y el corazón saliéndoseme del pecho, se lo conté. Me extrañó que me escuchara con tanta atención y que en contra de lo que yo esperaba, él, que siempre alimentaba mis miedos, me dijera que lo había soñado y que me volviera a dormir. No pude. Mi hermano tampoco. Al rato le oí levantarse “¿Dónde vas?’’, “A mear”, dijo, pero luego le oí cuchichear con mis padres en el cuarto de al lado. Se oyeron disparos. Tres, que sonaron muy cerca. Y un gemido ahogado en la habitación pegada a la nuestra que reconocí enseguida. “Calla, hostia”, oí decir a mi padre.

Mi madre nos levantó esa mañana más temprano que de costumbre. Parecía nerviosa y mientras desayunábamos las sopas de ajo, ella, que ese día dijo que no tenía apetito, anunció que se iba con mi hermano al pueblo y que yo tenía que llevarle la comida al pastor.

––¿Y pasar por delante de la fuentina? Ah, no, eso sí que no.

Mi madre me dio un tortazo.

–Vas porque te lo mando yo y no se hable más.

Con los ojos llenos de lágrimas me llevé la mano a la mejilla ardiente mientras veía como ellos alcanzaban la puerta y se marchaban, dejándome sola. Estaba claro que no me quedaba otra alternativa que hacer lo que mi madre me había dicho, pero no estaba dispuesta a pasar por la fuentina. Mientras preparaba el puchero con la sopa, los garbanzos y un trozo de tocino para el pastor, planeé que la mejor forma de bordear la fuente era dando un rodeo por el teso Trasranas.

Inicié el camino a paso ligero porque quería acabar cuanto antes. Además, cuanta más prisa me diera menos tiempo tendría para pensar en todas esas historias de muertos. Pero ya había subido un buen trecho del teso cuando volví a ver la aparición. El fantasma de mi tío Roque asomaba por entre unos zarzales. Eché a correr cuesta abajo con todas mis fuerzas.

–Espera, Clara –oí que decía la voz cada vez más cerca.

Una mano poderosa me agarró por la cintura y caí al suelo. Intenté desasirme pero notaba sobre mi cuerpo un peso enorme y apenas podía moverme. Por un momento pensé que se trataba de una de mis pesadillas y que en unos instantes, como me había ocurrido otras veces, despertaría en mi casa, en mi cama.

–No tengas miedo, soy yo, tu tío Roque.

–Mi tío Roque está muerto, tú eres su fantasma.

–Los fantasmas no existen, Clara.

–¿Cómo que no? La fuentina está llena de ellos.

–Eso es lo que te cuenta tu hermano Martín.

Dejé de forcejear unos instantes y le miré con sorpresa.

–Hace tiempo que me escondo en vuestro desván y sé los sustos que te pega por las noches. Dice todas esas cosas para atemorizarte, pero no son verdad.

–¿Entonces los disparos?

Esos si son de verdad. Estamos en guerra y unos hombres matan a otros. Conmigo ya lo han intentado dos veces, la última anoche. ¿Y sabes? Yo que nunca maté a nadie, ayer le disparé a un hombre. Creo que le di. Por eso me voy lejos, intentaré cruzar la frontera, salir del país. Así que posiblemente está sea la última vez que nos veamos.

Mientras escuchaba a mi tío él tocó mi oreja y sacó un minúsculo y precioso zapato de madera que todavía conservo, con su nombre tallado en la base.

–Es para ti, de recuerdo. Y no lo olvides nunca: los muertos no se aparecen. Es a la gente de este mundo a la que, en todo caso, hay que temer.

Luego desapareció. Yo continúe mi camino, pensando todo el rato en las palabras de mi tío Roque, intentando comprender su significado. Después de dejar el puchero con la comida al pastor inicié, desvanecidos por completo todos mis miedos, el camino de regreso a casa por la fuentina. Al llegar a este tramo del monte, atraída por el susurro incesante del agua, me acerqué a la fuente, me mojé las manos, bebí en ellas. Y mientras notaba el agua fría discurriendo por mi rostro, por mis mejillas, por mi cabello, me acordé del miedo que mi hermano siempre me metía en el cuerpo, de los ruidos las noches pasadas en el desván, del empeño con el que mi madre defendía que era sólo una lechuza, de la visita el día anterior de los hombres de la furgoneta, de los tres disparos, y las piezas de esa extraña historia empezaron a encajar.

Cuando a mediodía llegué a casa, mi madre y mi hermano ya habían vuelto del pueblo. Se habían enterado que habían matado a Federico, un joven Guardia Civil, la noche pasada en el monte. Mi madre estaba disgustada con la noticia, pues dejaba solas a su madre, ya muy mayor y con la cabeza perdida, y a dos hermanas jóvenes, pero me pareció que también estaba mucho más tranquila que cuando nos levantamos.

Mientras comíamos dije:

–Esta mañana ví al tío Roque.

Me miraron expectantes. Continué:

–Está bien y está vivo. Y esta vez tiene intención de marcharse al extranjero, así que igual no le volvemos a ver.

–¿Cómo sabes que era él si sólo le viste una vez? –preguntó Martín.

–Lo sé.

Para probar mi afirmación saqué el zapato del bolso de mi falda y lo puse sobre la mesa. Los dos lo observaron como si de un objeto sobrenatural y fascinante se tratase, pero no dijeron nada. Martín bajo la vista al plato, mi madre y yo, en cambio, nos miramos largamente. Luego, en silencio, seguimos comiendo.

 

Relato de Sol Gómez Arteaga

Publicado en el libro ya agotado “Los cinco de Trasrey y otros relatos”, que editó la actual Fundación Fermín Carnero en el año 2012.

En el blog “Sol a la tinaja también puedes encontrar otras interesantes publicaciones de la autora.

 

 

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