Cómplices


La claridad de la luna se cuela sin pudor por el desvencijado ventanuco, iluminando la estancia de paredes pintadas de cal. Paula está acostada con los ojos muy abiertos. Con el embozo de la sábana cubriéndole hasta la barbilla escucha la respiración pausada de la niña en la habitación sin puerta pegada a la suya. Oye los cuartos de las campanadas de la iglesia de Santa María y unos pasos. Sigiloso como una sombra José se mete en la cama buscando su calor. Tiene los pies helados como todas las noches desde que empezó la guerra. Las campanadas dan las doce de la noche.

­–Estoy muerto de frío –susurra José tiritando.
–Esta mañana al coger agua del Caño Tejo me encontré con Cecilia. Había recibido carta de su marido en la que le dice que en Madrid resisten con uñas y dientes y le asegura que la victoria está cerca.
–Ojalá sea eso cierto. Porque no creo que aguante mucho más metido en el pesebre. Esta postura, sentado todo el día con las piernas encogidas, me va a matar. ¿Y de mí habéis hablado algo?
–Lo de siempre, le he dicho que no sé nada y que hasta que esto no se acabe, no me hago muchas ilusiones de volverte a ver.

Hablan en un susurro, procurando que la niña no se despierte.

–A veces pienso –José se sienta en la cama, apoyando la espalda en el cabecero de hierro– que todos saben que me escondo y en cualquier momento vendrán por mí y me sacarán.
–Escucha… Cecilia es de fiar, pero nadie, por muy de fiar que sea, me va a sonsacar una palabra. Además, piensa que todos los del pueblo vieron como los falangistas te sacaban de casa y en un momento de descuido, de camino al furgón, echabas a correr y huías. Ni Luisón, el hijo de Cecilia, que se pasa todo el día en casa cuidando a la niña, tiene la más mínima sospecha.
–¿Luisón?
–Si, ya sé que es un inocente de Dios, pero se da más cuenta de las cosas de lo que creemos. El otro día la faena del campo se alargó más de la cuenta y ya venía yo toda apurada pensando que la niña se habría despertado y estaría llorando o salido de la cuna, cuando al llegar a casa me encontré a Luisón que, como si adivinara mi retraso, había llegado antes de la hora y la mecía. La mente a veces nos juega malas pasadas, así que lo mejor que puedes hacer es quitarte esas ideas raras de la cabeza y no pensar de más.

Las palabras de Paula parecen haber tranquilizado a José que se echa de nuevo en la cama.

–Entonces ¿Crees que es verdad lo que dice Cecilia?
–Lo creo –dice convencida la mujer –eso, y que hoy es un gran día.
–¿Y que aguantaré mientras tanto?
–Claro que sí.

Paula le da un beso en la mejilla y él se lo devuelve en los labios. Luego le quita el camisón y le besa los pechos, grandes y blancos, que la luz de la luna hace que parezcan más grandes y más blancos. La mujer gime.

–Despertaremos a la niña.

–Seré muy silencioso –dice mientras se desnuda y la abraza. Paula se agarra a los barrotes de la cama. Los muelles del somier chirrían con el movimiento.

–Que no, deja, vamos a despertar a la niña.

Los ojos del hombre brillan cuando se encuentran con los de Paula. Entonces se incorpora y se echa en el suelo de cemento, arrastrándola con él. El suelo está frío pero ellos sólo sienten la tibieza de sus cuerpos buscándose, abrazándose, moviéndose rítmicamente a los pies de la cama, resguardados del reflejo de la luna.

 

Paula levanta la tapa del pesebre y le da a José un pedazo de pan que saca del regazo.

–Esta mañana el olor de la leche hervida me ha hecho vomitar. Lo mismo que cuando me quedé en estao de la niña.

–¡No jodas!

–Así que se la he dado a Luisón para que se la tome en casa. Y un poco más para su madre. Lo está pasando muy mal con su marido en el frente.

–¿Y ahora qué vamos a hacer?

La mujer se encoje de hombros mientras con una mano sacude unas matas de alfalfa que están en la tapa del pesebre.

José se pone en pie con intención de salir.

–Ni se te ocurra… Luisón está con la niña en la cocina y podría verte.

Pero José no hace caso y sale. Da grandes zancadas por el aprisco, sorteando las ovejas, presa de gran agitación.

–Me da igual lo que me pase, igual que me maten como a los cinco que se llevaron el día que yo logré escapar. En qué hora. Ellos muertos y yo aquí, escondido como un cobarde.

Paula llora en silencio. Cuando el hombre se da cuenta intenta abrazarla, pero ella se aparta.

–Lo siento, siento haber perdido los nervios, pero no sabes lo que es vivir con este peso que tengo encima, lo que es estar medido todo el día en este puto agujero. Y lo único que tengo eres tú, tú y la niña, y ahora esto… –vuelve a meterse dentro del pesebre y, una vez dentro, se agacha.

Paula se acerca. Lo único que se le ocurre en esos momentos es acariciarle el cabello ensortijado.

 

Mientras arranca las matas secas de garbanzos, el cuerpo inclinado hacia la tierra, Paula tiene la impresión de que la venda que sujeta su tripa se hubiera aflojado. Se lleva la mano al abdomen y comprueba con alivio que está igual de fuerte y tirante que cuando se la enrolló al salir de casa. No quiere ese niño o niña o lo que venga, ojalá no viniera nada, por eso trabaja todo el día como una mula cargando los fardos secos de alfalfa que les da a las ovejas, ordeñándolas, echándose al cadril el cántaro con la leche, saliendo, ahora que hay labor, a trabajar al campo… A ver si con un poco de suerte lo que sea que lleva dentro se malogra. No cree que sea este el mejor momento para nacer con la guerra que no parece terminar nunca, ni está la economía para alimentar una boca más, pero lo que más le preocupa es el escándalo que se va a armar si en el pueblo se enteran de su embarazo. Claro que eso no va a ocurrir porque ocultará su tripa hasta el final y cuando lo que lleva dentro nazca, lo esconderá donde nadie pueda encontrarlo como ha hecho con José. Que ocurrencia la que tuvieron de serrar la base del pesebre y hacerle unas hendiduras a modo de respiradero, aunque esto de ahora es muy distinto… No quiere ni pensar cómo va a acallar los lloros del recién nacido cuando tenga hambre o se despierte de un mal sueño. Por eso también se mantiene ocupada todo el día, para no darle vueltas. Pero por la noche en la cama la imagen de su tripa creciendo sin parar, terca y obstinadamente, se apodera de ella sin poder evitarlo. Y aunque le gustaría despertar a José y contarle sus temores, se queda bien quieta en la cama. José está cada día está más raro y torcido y si le dijera lo que le pasa seguro que le pondría peor. Ni puede desahogarse con nadie, ni siquiera con Cecilia, su mejor amiga, pues le prometió a su marido ser una tumba y lo será, no va a poner en peligro a su familia por una tontuna así. Aunque hay días que cuando Luisón se marcha y la niña se queda dormida, le habla en voz baja del hermanito o hermanita que va a tener, de su padre escondido que tantas noches se acerca a su cuna y se la queda mirando y de sus sueños. También le habla a la niña de sus sueños. A veces se imagina que huyen muy lejos, a otro país y empiezan una nueva vida. Pero el mayor de sus sueños es el final de la guerra, con la gente regresando a casa, sonriente y feliz, y ella, desde un balcón, con José y la niña a su lado, viéndoles llegar, mostrándoles orgullosa su tripa mientras grita a los cuatro vientos: “Es nuestro, es nuestro”.

Hace un alto en el trabajo y se incorpora. Con la mano protegiendo sus ojos del sol mira la tierra sembrada de garbanzos que parece no terminar nunca. Se siente ingrávida, como flotando. De pronto todo le da vueltas. Le parece que se marea.

Cuando recobra el conocimiento se ve rodeada de gente. Sus voces parecen venir de muy lejos, pero poco a poco reconoce a sus compañeros de trabajo. Tomasín, el de la fragua, le toca la frente.

–¿Qué me ha pasado?

–Bebe –dice una voz de mujer.

Le dan a beber agua de un botijo. Está fresca el agua. Se agradece el agua fresca discurriendo por la comisura de su boca. Cuando se levanta ve la venda que sujetaba su tripa caída en la tierra. Parece la piel abandonada de una culebra que acabara de mudar. Y a pesar de su aturdimiento sabe que ha pasado lo que a toda costa quería evitar. Por los rostros asombrados de sus compañeros. Por su tripa evidente.

El capataz, al cabo de un rato, le dice:

–Anda, mujer, recoge lo que es tuyo y ve pa casa.

Entonces coge la venda caída del suelo, la mete en el bolso y echa a andar sin reparar en los surcos de garbanzos que va pisando, segura de tener clavados en sus espaldas los ojos de sus compañeros.

 

–Llega Paula, con la niña y otro –dice don Evaristo desde el púlpito cuando entran el domingo en la iglesia.

Algunos de los asistentes a la misa se giran. Por un momento Paula piensa darse la vuelta y salir. En cambio se queda de pie, en la parte de atrás de la iglesia, aferrada a la mano de la niña. Como una autómata mueve los labios, siguiendo las oraciones, sin emitir sonido alguno.

En la homilía don Evaristo exclama:

–Dios nos libre de esas mujeres que tienen a los maridos huidos y se enredan con otros. Son perniciosas y falaces, pero el peor de sus pecados es que van por la vida como si nada de lo que hacen tuviera que ver con ellas. Tal es su atrevimiento… hasta osan mostrarse en la casa de Dios.

Paula siente un nudo en la garganta. De un momento a otro va a estallar en llanto. Entonces sí, sin soltar la mano de la niña, alcanza la calle.

Mientras regresa a casa muy deprisa, casi corriendo, se cubre la cara con el velo para disimular las lágrimas. No entiende cómo ha sido tan tonta de presentarse en la iglesia sabiendo que Don Evaristo jamás deja títere con cabeza, ni cómo, tras el recibimiento que le ha hecho el cura nada más llegar, ha podido quedarse a escuchar el sermón. Y ahora con la guerra por medio parece que esté más rabioso. La verdad es que nunca le había visto así. O igual es que hasta hoy no se había sentido objeto de sus ataques verbales de una forma tan directa.

Hasta que no le toca el hombro y se gira no se da cuenta que Cecilia lleva un rato detrás de ella:

–Uf, menos mal –le dice sofocada– Por fin te alcanzo.

 

De vez en cuando se oyen los balidos de las ovejas.

–Lo de menos es que piensen que soy una puta.

A pesar de que está oscureciendo a Paula se le notan los párpados hinchados de llorar, primero con Cecilia, con la que no ha podido evitar desahogarse, luego, en casa, a solas.

–Cómo puedes decir eso. Mañana mismo salgo a la calle y les digo a todos que el padre soy yo.

–José, por Dios, no hagas locuras y espera.

–¿Qué Dios? ¿El de ese cura malnacido? ¿De ese Dios me hablas? –José está casi gritando.

Paula tarda en contestar. Luego dice con voz tranquila y segura.

–Espera, te digo. Hazlo por la niña y por mí y por lo que viene en camino.

– ¿Qué voy a esperar? ¿Un milagro?

–No, un milagro no, pero espera te digo. Sólo hasta el sábado.

–¿Qué pasa el sábado?

Paula no contesta. Piensa en las palabras de Cecilia: “Esto lo arreglamos nosotras”, y se da la vuelta, moviéndose por el aprisco, casi a oscuras.

–¿Qué haces?

–Cama con paja, porque aunque no creo que sospechen nada lo mejor es que te quedes de momento a dormir aquí abajo.

 

Hasta la puerta del baile ese sábado la acompaña Cecilia. La despide con unas palabras de ánimo. Paula irrumpe dentro. Lleva el cabello suelto y ondulado como una joven y se ha pintado los labios. A pesar de su embarazo ostensible, está muy guapa. Más guapa que nunca. Su presencia resulta tan sorprendente que durante unos instantes todos la miran y la música de la orquesta local se detiene. Ajena a la reacción que provoca en los demás, mira a un lado y a otro de la pista, buscando a alguien. Su mirada se detiene cuando, en el lado de los hombres, ve a Luisón, vestido con americana a rayas y pantalón oscuro, que también la mira. Entonces la mujer le sonríe abiertamente, le extiende las manos. El chaval, como atraído por un imán, se acerca a la mujer que coge sus manos entre las suyas y se las lleva a la tripa. El chaval está ensimismado acariciando la tripa de Paula en medio de un gran silencio. El tiempo parece detenido. Después, bajo los tímidos acordes de un vals, la orquesta reinicia el baile.

 

Relato de Sol Gómez Arteaga

Publicado en el libro ya agotado “Los cinco de Trasrey y otros relatos”, que editó la actual Fundación Fermín Carnero en el año 2012.

En el blog “Sol a la tinaja también puedes encontrar otras interesantes publicaciones de la autora.

Foto de Marco Antonio Reyes from Pixabay

Ángela


Hubo un tiempo en que la caza no era un lujo sino una necesidad. Era la única opción de los pobres de llevar un trozo de carne a la boca. Y aquella perrina, la Mori, era una bendición.

Era infalible siguiendo el rastro de animales. Cazaba perdices, cogolladas, o curros antes de que levantasen el vuelo, y con las nevadas del invierno siempre atrapaba alguna liebre o conejo… Era tal la inteligencia de aquel animal que algunos días al amanecer cuando Toña, su propietaria, abría la puerta de la calle, allí estaba la Mori sentada con una pieza en la boca.

Conocedores los vecinos de aquella habilidad, no le faltaban a la dueña ofertas de compra por el animal. Abilio el pastor le ofreció un cordero. “El mejor de la cuadra, el que tu elijas”, le decía; Marcelo llegó a ofrecerle 20 duros; Julián se la cambiaba por dos ovejas… Pero ni por todo el oro del mundo Toña se hubiese desprendido de ella.

Cada día, antes de ir a dormir, Toña en una lata vieja de hojalata colocaba las sobras de la cena y las compartía con la perra. Disfrutaba acariciándola y jugando con ella. Una y otra vez le pasaba la mano por la cabeza y el lomo, le tiraba con dulzura de las orejas y la abrazaba. La Mori respondía a estas señales de amistad tirándose boca arriba y dejándose acariciar la barriga o saltando y mordiendo las manos de Toña sin llegar a hacerle daño.

Una noche de abril, la Mori no apareció. Preocupada Toña por la inesperada ausencia, salió a recorrer las calles del pueblo:

—Moooori, Mooori —la llamaba sin obtener resultados.

Antes de meterse en la cama, se asomó varias veces a la puerta de casa a ver si la veía. Nada. Ya acostada, el desasosiego no la dejaba dormir. En una de las pesadillas, la Mori era arrastrada por la corriente enfurecida del río sin que ella pudiese rescatarla.

Así amaneció, Toña bajó a la calle esperando encontrar a su fiel compañera. La llamó pero tampoco se presentó la perrina. Angustiada, la muchacha la buscó por las huertas, se asomó a las norias, y a cada vecino con el que se encontraba le preguntaba: “¿Has visto la mi perrina?”. Nadie la había visto. Aquello era un misterio. Toña estaba segura que el animal no había desaparecido voluntariamente. Presentía que algo malo le había pasado. Si estuviese encerrada en alguna cuadra la escucharía ladrar o aullar. Pero, no. La perra no daba señales de vida. Llegó a pensar que alguien con mucha maldad la había envenenado y agonizaba sola en el monte.

No obstante, en los pueblos cualquier sebe, tapia o pared tiene ojos y oídos y días más tarde Toña supo del destino de la Mori.

Resulta que habían sido las confesiones y habían llegado varios curas de la contorna a auxiliar a don Saturio, en la ardua tarea de perdonar los pecados y establecer las correspondientes penitencias. Uno de estos curas, de nombre Tomás y a cargo de la parroquia de Llargañoso, gran aficionado a la caza, oyó hablar de la destreza de aquel animal, lo metió en el maletero de su coche y se lo llevó. Era una época en que curas y caciques se creían dueños de todo bicho viviente.

Durante varios días Toña contrastó aquellas informaciones y efectivamente se confirmó que el cura de Llargañoso, como un vulgar ladronzuelo le había robado a su querida perra. Preguntó a unos y a otros cómo llegar a esa localidad y planificó en detalle el viaje. A pesar de que Llargañoso distaba unos treinta y pico o cuarenta kilómetros de Valdeferrera, la distancia no asustaba a Toña que no se resignaba a perder a su compañera del alma.

Calculó Toña que, saliendo temprano de casa llegaría sobre las dos de tarde a Llargañoso, rescataría a la Mori, emprendería el regreso y, con un poco de suerte, estaría de vuelta en Valdeferrera antes de las once de la noche. Si la cosa se torcía, quedaría a dormir en casa de los parientes que vivían en Escuiral.

La noche antes de partir, Toña durmió poco y mal. Sobre las cinco de la mañana el canto de uno de los gallos de su vecino Higinio la despertó y se levantó. En un fardel de tela colocó un trozo grande de pan, una cebolla y un poco de tocino. Sin esperar a que clarease el día, se puso en marcha en dirección a Astorga.

Durante horas Toña caminó, caminó y caminó sin descanso por caminos de tierra. Únicamente sobre las once de la mañana paró junto a unas matas de roble a comer parte del almuerzo que llevaba en la fardela. A la una del medio día estaba cerca de Astorga, y dejando la ciudad a su izquierda enfiló en dirección a San Félix. Ahí dejaba la comarca y entraba en un país que le era desconocido. Por este motivo, decidió que lo más conveniente era caminar por la carretera. Pasó por Juncoso, Llagartera, Sabugo, Escuiral, Valdellobos y Carrezal hasta que finalmente, después de varias horas más caminando, llegó a Llargañoso. Eran más de la cuatro de la tarde.

Cerciorada de que había llegado a destino, averiguó donde estaba la casa del cura. Era una casona grande situada detrás de la iglesia. Pegada a la vivienda había unas cuadras y, protegida por un muro alto de tapial, una huerta a a la que se accedía por un portón de madera. Barruntó que allí estaba su Mori querida, sospecha que se confirmó cierta al escuchar sus ladridos al otro lado de la tapia. El animal que ya había percibido la presencia de su dueña, aullaba y ladraba nervioso.

Estudiada la situación, el momento de rescatar a la perra era a la hora de la misa cuando el cura estuviese ocupado. La misa era a las cinco de la tarde y Toña, apenas oyó el toque de las campanas y confiada en que no hubiese nadie en la huerta, se dirigió con decisión al portón. De repente, éste se abrió y por allí salió don Tomás, el cura. Toña al verlo se asustó, dio media vuelta y empezó a caminar deprisa calle arriba. El cura que ni reparó en la presencia de la muchacha, sacudiéndose la sotana se alejó apresuradamente en dirección a la iglesia.

Pasado el sobresalto, Toña volvió de nuevo a su cometido. Temblorosa abrió el portón y se asomó a la huerta. Al fondo, en un cobertizo con cubierta de teja al lado de un montón de leña divisó a la Mori atada a un poste de madera. Cuando el animal vio a Toña salió corriendo hacia su dueña. Retenida por la cuerda, brincaba enloquecida de un lado para otro y movía el rabo frenéticamente. Desbordaba alegría.

—“Chisssst, chisssttt. Tranquila, Mori. Ya está. Ya está” —le dijo Toña abrazándola. Le quitó la cuerda y el collar y los lanzó con rabia al montón de la leña.

Ante el temor de verse sorprendida abandonando una propiedad ajena, salió de la huerta con calma y aplomo y empezó a caminar sin prisa hacia la salida del pueblo. Cuando se hubo alejado unos cien metros de las últimas casas, empezó a correr por la carretera. “Vamos, Mori. Vamos” repetía.

Después de diez o quince minutos corriendo, Toña se sentó jadeando en la cuneta. No podía más. Del fardel que llevaba sacó el pan y el tocino que quedaba y se lo dio a la perra. La estrujó contra el pecho con fuerza y no pudo evitar echarse a llorar. La Mori, al verla así, miraba a Toña con la cabeza apoyada en su pecho y la lamía tratando de consolarla.

Después de haber llorado un rato, la muchacha se sintió mejor. Estaba feliz de haber recuperado a su querida compañera. También el animal parecía muy contento con el reencuentro. Reanudaron la marcha por la carretera, caminando con paso ligero. Cuando sentían el ruido de algún coche, apresuradamente se salían del camino y se escondían entre los matorrales.

Poco a poco, y sin que Toña se diese cuenta, el manto negro de la noche fue cubriendo el monte. Los robles, piornos y urces que bordeaban la carretera se convirtieron en amenazantes sombras. Toña, con la perra al lado se sentía segura, pero era sabedora de que por aquellas espesuras merodeaban manadas de cinco y más lobos. Tuvo miedo y aceleró el paso. Con la noche encima, era temerario intentar llegar a casa de los parientes de Escuiral y decidió quedarse en el primer pueblo al que llegase.

Después de caminar una media hora llegó a Valdellobos. Allí buscó un sitio donde dormir. Pensó que el pórtico de la iglesia era el mejor lugar para pernoctar. Al menos estaría protegida de la lluvia y de las alimañas, que no siempre son animales. Contenta de haber recuperado el botín perdido, se sentó con la espalda apoyada en la puerta de la iglesia y colocó en su regazo al animal. A pesar del calor de la perra, sentía frío. Estaba muy cansada, no tenía abrigo y las losas del suelo estaban heladas. Cada pocos minutos se levantaba, caminaba un rato hasta entrar en calor y volvía de nuevo a sentarse.

Sentada, contemplaba el cielo y la luna llena y echaba cuentas de las horas que quedaban para el amanecer. Estimaba que con una luna así, a las seis y media de la mañana o antes podría emprender de nuevo el camino de vuelta a Valdeferrera.

Ensimismada en estos pensamientos, se asustó cuando vio acercarse hacia ella una sombra negra llevando una linterna. La Mori, nerviosa, se colocó en guardia emitiendo un gruñido amenazante.

—Pero hija, ¿qué haces aquí a estas horas? ¿No tienes miedo?

Quien la interrogaba era una vecina del pueblo que vivía enfrente de la iglesia y desde la ventana de la cocina llevaba un buen rato observándola.

Toña le contó de dónde era, quienes eran sus parientes, y le explicó que alguno de ellos vivía en el pueblo vecino. También le detalló que había ido a Llargañoso a recuperar la perra que tanto quería. Y le dijo que no, que no tenía miedo. Que con aquella perra al lado no tenía temor.

—Ven hija, ven a casa. Que si pasas la noche aquí vas a pillar una pulmonía.

Aquellas palabras sonaban sinceras y Toña la acompañó. Al entrar en la cocina de aquella desconocida y notar el calor de la lumbre, Toña agradeció haberse encontrado con un ofrecimiento así. Sin apenas pronunciar palabra, aquella mujer le preparó un par de huevos fritos que le sirvió acompañados con un trozo grande de pan. Una vez cenó, la mujer le dio un cobertor y la acompañó al pajar. Allí, al lado de la cuadra de las vacas, encima de un montón de yerba seca se acurrucó Toña abrazada a la Mori. Enseguida la rindió el sueño.

La noche transcurrió sin sobresaltos. Serían ya casi las ocho de la mañana, cuando los rayos de sol que se colaban por las rendijas de la ventana del pajar despertaron a Toña. Fue a la cocina. Allí estaba aquella buena samaritana quien le sirvió un plato de sopas de ajo. Abrumada y agradecida por tanta hospitalidad, Toña se despidió convidando a Ángela, que es como se llamaba aquella mujer, a pasar en su casa la fiesta de San Juan.

Feliz de tener a la Mori a su lado, y acostumbrada a las largas jornadas de caza en el monte, el camino de vuelta a casa se le hizo corto a Toña. Caminaba con el mismo entusiasmo y ligereza de quien regresa a su hogar después de una larga ausencia.

Quien aquel día vio a Toña podría pensar que tal vez fue el día más feliz de su vida. No. No lo fue. Lo fue aún más el día del bautizo de su hija, a quien llamó Ángela. Ni siquiera le importó que el cura que ofició el sacramento fuese don Tomás. Eso sí, en ningún momento perdió de vista a la Mori.

Gregorio Urz, agosto de 2018

La foto que acompaña la entrada es de Aloïs Moubax from Pexels

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

El señor obispo


Aún no eran las cinco de la mañana y en la cantina de Valdeferrera ya había movimiento.

A luz de una tenue bombilla, Julia la cantinera, iniciaba la preparación del banquete que le había encargado don Saturio, el cura de la localidad.

Primero encendió la cocina de leña, después salió al portal agarró los lechazos que colgaban de una viga y los colocó encima del tajo de madera. Macheta en mano, y con golpes enérgicos, los troceó y puso en una bandeja de barro a la espera de añadirles el adobo.

Mientras seguía con los preparativos y esperaba a su prima Rosina y a su sobrino Juanín cavilaba sobre cómo organizar el convite.

Ese día eran las confirmaciones de unos jóvenes del pueblo y esperaban al obispo. Nadie vivo en Valdeferrera recordaba un visitante tan ilustre, y todo el pueblo estaba movilizado.

Sobre las diez de la mañana un grupo de jóvenes subió al alto a otear la carretera de Vegarriba. Cuando vieron llegar una comitiva de vehículos encabezada por el Citroen de don Saturio empezaron a tirar los cohetes que tenían preparados. Aquella era la señal para tañer las campanas y organizar el recibimiento al prelado.

Al llegar a la plaza de la iglesia, el obispo se bajó de un coche negro grande y, desde lejos, bendijo a la gente que esperaba en la plaza. Acompañado por don Saturio y otros tres o cuatro curas, a juzgar por las sotanas que vestían, entraron en la iglesia.

La celebración del sacramento y la misa transcurrió de acuerdo a lo planificado. Nada falló y todo lo ensayado los días anteriores salió de acuerdo al guión previsto. Don Saturio que, habitualmente, estaba hinchado, ese día lo estaba aún más ya que en esta ocasión se había convertido en guardián del sello episcopal, determinando quien podía besarlo o no, franqueando o permitiendo el acceso al obispo. Y como siempre, más pendiente de los deseos de la jerarquía eclesiástica que de los feligreses.

Don Honorio, el obispo, solícito ofrecía la mano a los muchachos jóvenes para que le besasen el anillo, e igualmente solícito la retiraba cuando quienes trataban de besarle la mano eran las beatas desdentadas o las mujeres mayores. Mientras que a los primeros los acariciaba en el rostro o en la cabeza, a las segundas se limitaba a bendecirlas tomando una cierta distancia. Sin duda alguna el obispo prefería la juventud. Si uno fuese mal pensado, pensaría incluso que al obispo le daba asco que le besasen la mano las mujeres; y más si éstas eran viejas, feas y pobres. Y a decir verdad, en esos años en Valdeferrera la pobreza abundaba.

Acabada la celebración en la iglesia y el besamanos al obispo, el fin de fiesta era la comida en la cantina de Julia. Allí habían dispuesto una mesa grande en la que las fuerzas vivas de la localidad agasajarían al obispo con manjares de la tierra: unas bandejas de embutidos y unos lechazos asados al horno. Presidiendo la mesa estaba don Honorio, quien tenía a su derecha a Arturo, el sargento de la Guardia Civil y a su izquierda a don Enrique el médico. También en la mesa estaban Leopoldo el Alcalde del Ayuntamiento, Aurelio de la Cámara Agraria, Ismael el Secretario Municipal, y varios sacerdotes que acompañaban al obispo. Todos hombres.

Julia la cantinera se movía sin descanso de un lado a otro llevando allá vino, al otro lado pan, bandejas de comida aquí y allí. Juanín su sobrino le ayudaba llevando los platos a las mesas que, en la cocina, servía su prima Rosina, la cocinera del banquete. Más que moverse, Julia bailaba como una peonza: de la cantina a la cocina, de una punta de la mesa a la otra. Ya en los preparativos había sido advertida por el cura de que había que estar pendientes de que no le faltase de nada al obispo.

– “Julia, que sobre de todo. El embutido abundante. Hay que estar muy pendientes del señor obispo. No te olvides: el primero al que hay que servir es al señor obispo… cuando sirvas el café dejas las botellas de orujo y de coñac al lado del señor obispo”- le había repetido insistentemente.

“Señor obispo, señor obispo. Vaya con el señor obispo. Peor que cualquier paisano de los que viene a la cantina. Vaya buey. ¡Qué buena pareja haría uñido a don Santurro”, pensaba Julia. ¡Qué acostumbrado está a que lo sirvan!

La comida transcurrió sin sobresaltos. Don Honorio demostró sobrado aprecio por los productos del lugar, despachando él solito media bandeja de cordero asado. A su juicio todo estaba bien sabroso, opinión que compartían el resto de comensales y que puso especialmente contento a don Saturio.

Conforme avanzaba la comida, el vino empezaba a hacer efecto entre los comensales que al levantarse al baño se tambaleaban ligeramente como los carros por caminos bacheados. Acabada la comida, Julia  y su sobrino distribuyeron unos dulces por la mesa y comenzaron a servir el café, cada uno por una punta. Justo cuando le servía al obispo, Don Enrique el médico que trataba de ocupar de nuevo su silla, se trompicó y golpeó el brazo de la cantinera. La jarra entera de café cayó sobre la impecable sotana del prelado.

– Perdón, perdón-, decía Julia mientras se secaba el café del brazo con el delantal.

De todos los puntos de la mesa se alzaron voces recriminando a la mujer por su torpeza e interesándose por el estado del obispo.

– Pero, pero… Julia, por el amor de Dios, pon atención en lo que haces- gritaba don Saturio.

Escarnecida por las recriminaciones de los comensales, Julia agachó la cabeza y sin decir una palabra limpió la mesa, colocó de nuevo las tazas en su sitio y volvió a la cocina a buscar más café.

Poco a poco el murmullo de criticas y burlas se apagó y todos los comensales volvieron a ocupar su sitio para el café y los dulces. Esta vez, con sumo cuidado, Julia llenó la taza del obispo sin derramar una gota

Don Saturio, el cura, que seguía la maniobra con atención, ya la había advertido con voz grave:

– Cuidado Julia, no la vuelvas a preparar…

– “Bueno, bueno, no pasó nada. Mujer tenía que ser”- dijo el obispo con desprecio y soltando una risotada burlona.

Julia, colorada como el hierro a punto de fundirse, clavando la mirada en los ojos del obispo exclamó:

– ¿Mujer tenía que ser? Pues sí ¡mujer! Cómo la que lo parió a usted… o ¿a usted lo parió una burra?

Con parsimonia Julia se sacó el mandil y caminó hacia la cocina donde Juanín se había refugiado al ver a su tía embestir al obispo. Julia cerró la puerta tras de sí y, resoplando, se sentó al lado de Rosina. Miró a su sobrino y los tres empezaron a reírse a carcajadas.

Hacía años que en aquella cantina no se escuchaban unas risas así.

Gregorio Urz, marzo de 2018

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

 

Don Antonio


Andrés entró en la cocina y, con cara de abatimiento, se dejó caer en el escañil de madera que estaba al lado de la mesa. Tenía la mirada perdida y se pasaba repetidamente la mano por la frente y la cabeza.

Enfrente de él, Inés, pelaba y cortaba unos dientes de ajo para el guiso que hervía en la cocina de leña. Ensimismada en la rutina, la mujer se dio la vuelta a coger el pimentón de la alacena. Al girarse y ver a su marido sudoroso y con la cara desencajada, se asustó.

—Andrés ¿qué pasó por Dios? Parece que viste la güestia —le preguntó.

El hombre sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la frente.

—Vino la guardia civil a buscar a Celestino el de Rosaura. Lo llevan al monte a fusilar, como hicieron la semana pasada con el pastor de Ruituerto. Los matan como a perros. No tienen piedad. Le dijeron a Luiso, el su rapaz mayor si quería ir a buscar la ropa y las botas.

Inés rompió a llorar.
—Ay, Virgen Santa. Pobres hijines. Pobre Rosaura con cinco rapacines que mantener —decía sollozando.
—Tienes que ir a hablar con don Antonio. Quizás él pueda hacer algo —dijo Inés secándose las lágrimas con el mandil.
— Hace años que no me hablo con ese mal bicho. No, no. No voy a hablar con él.
—Andrés no puedes seguir teniendo rencor por algo que ya pasó y está olvidado. Por el amor de Dios, vete a hablar con él. Por lo menos que lo sepa —le suplicaba Inés.

Justo en ese momento entró en la cocina un niño de unos seis o siete años que al ver llorando a su madre se abrazó a ella con fuerza.
—Andrés, vete a hablar con don Antonio. Por lo que más quieras… Vete.

Andrés miró a su mujer e hijo y asintió con la cabeza. Agarró la boina, y salió de la casa con paso decidido. No había caminado cien pasos cuando su hijo llegó corriendo.
—¿Dónde vas tú, mocoso? Vuelve pa’ casina con tu madre.
—No, no. Quiero ir contigo.

Después de un rato porfiando y viendo que no podía convencerlo, Andrés agarró a su hijo de la mano y le explicó:
—Vamos a casa de don Antonio, a hablar con él. Cuando salga le das los buenos días y le besas la mano. ¿Lo entendiste?

Después de pasar por delante la iglesia, y llegados enfrente de una casa de piedra con una entrada en forma de arco, Andrés se quitó la boina y aporreó con fuerza el picaporte.
—Don Antoniooo, don Antonioooo —gritaba Andrés nervioso.

De deetrás de la puerta de madera, embutido en una sotana negra como el alquitrán, apareció un cura delgado y alto. Acto seguido, Diego el hijo de Andrés, tal y como habían convenido le dio los buenos días y le besó la mano. Dos rasgos de su anatomía llamaron la atención del crío: su altura y sus orejas. Era más largo que un varal y sus orejas eran más grandes que las abarcas que él calzaba.

—Home Andrés, ¿qué te trae por aquí? —preguntó el sacerdote con una tonada que delataba su origen gallego.
—Vinieron a buscar a Celestino y lo llevan a fusilar al monte.
—Me cagüen todos los… —masculló el cura entre dientes—. De eso nada, Andrés. De eso nada —decía negando ostensiblemente con la cabeza.
—Están en la cantina. Celestino pidió que la mujer le preparase un cazuelo sopas como última voluntad y aún debe estar almorzando —le explicaba Andrés.
—Vamos, vamos, antes de que salgan —dijo don Antonio dándole una palmada en la espalda a Andrés.

Bien sabía Andrés que don Antonio era una persona ilustrada y se lo iba a poner complicado a los guardias. Además era testarudo como una mula de carga. Ya él lo había vivido en carnes propias.

Don Antonio se colocó la boina, se arremangó ligeramente la sotana y dando grandes zancadas se dirigió a la cantina. Se veía que estaba enfadado. En un santiamén se plantó delante de los guardias y pidió hablar con el uniformado de mayor graduación.

Desde fuera se escuchaba como don Antonio le explicaba al sargento que estaba al mando “Este hombre es un buen vecino. Ha podido cometer errores, pero es un buen creyente. Además, lleva más de diez años de sacristán en la parroquia, ayudándome en la iglesia”.

Cualquier vecino del pueblo que lo hubiese escuchado, habría pensado sin ningún género de dudas que aquel cura se había vuelto loco. Celestino hacía bastante años que no pisaba la iglesia y justo unas semanas antes en un concejo de vecinos, en el mismo pórtico del templo, era de los que proponía convertirlo en una panera comunitaria.

Aún así, las palabras del cura no ablandaron al guardia civil que mandó al reo ponerse en pie y agarrándolo por un brazo lo arrastraba hacia la salida de la cantina.

En ese momento, don Antonio, cruzándose de brazos, se atravesó en medio de la puerta. El sargento, apretando los dientes, puso la mano en la pistola y clavó la mirada en el cura. Don Antonio sosteniéndole la mirada al uniformado dijo:

—A este vecino no se lo lleva nadie sin una orden del juez.

Andrés era mi abuelo y mi padre lo acompañó aquel día a avisar al cura de que se llevaban a Celestino. Cada vez que mi padre contaba esta historia no podía contener las lágrimas. Nadie supo nunca porque un cura como don Antonio, que podía haber sido obispo, fue a caer en una aldea como Valdeferrera. Lo que sí se sabe es que, gracias a sus gestiones, Celestino y otros varios vecinos del pueblo se salvaron de una muerte segura, aunque no de la cárcel, las palizas y el aceite de ricino.

Gregorio Urz, mayo de 2018

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

Rabonas


–Entonces, ¿se dio bien anoche? –pregunta el Rubio, un chaval lampiño, de piel clara y deslucida, sentado a la mesa con Juan.

La pregunta queda suspendida en el ambiente cargado de la taberna, mientras Juan mete la mano en el bolso del pantalón, saca la petaca de tabaco y el librillo, lía un cigarro, lo prende y fuma una profunda calada. Los ojos expectantes de los escasos clientes distribuidos en varias mesas están fijos en él. Sólo Felipe, en una mesa apartada del resto, tiene la cabeza gacha sobre un periódico atrasado.

–Cuatro rabonas –dice al fin guiñando los ojos por el humo.

–¿Cuatro?

–Lo juro por éstas­­ –se besa el pulgar–. Llevaba toda la noche a espera cuando una liebre cruzó al monte. De un disparo la dejé tiesa en el sitio. No me moví pensando que podía estar en celo y al poco aparecieron dos machos que también dejé clavaos. Ya de vuelta por el teso Trasrey vi otra en la cama, que al verse sorprendida salió veloz como un rayo, pero la Canela fue tras ella hasta que la enganchó. Estuvo bordada la Canela, tú, nunca la vi mejor. Anda, Chata, ponnos aquí una jarra de vino.

–Pues eso sí que es suerte, yo hace días que no cazo ni grajos –se lamenta el Rubio.

–Ahora queda esta noche para darles salida.

–Pues anda con ojo –dice el más viejo de los clientes que está sentado en la mesa de al lado ­–he oído que Tín, Patachisquero, ha cogido el fielato [1] y anda como loco detrás de la gente para que paguen el canon. A los que venden en la plaza los lunes los trae asfixiaos.

–Pues si parecía tonto.–Sí, sí, me río yo de los tontos –continua el viejo– y el peso de la báscula siempre a su favor. Claro que también dicen que pa que el Ayuntamiento le diera el puesto se empeñó hasta las cejas y, claro, de algún sitio lo tiene que sacar.

–Pues si piensa que se va a quedar con algo de lo mío va dao –dice Juan–. Además como ese tenga que salir corriendo detrás de la gente…  

Ríen.

–Lo de la pierna –pregunta el Rubio– ¿fue por accidente o de nación?

–De nación –informa el viejo–. La madre ya había salido de cuentas no sé el tiempo y ya la iban abrir en canal cuando el Tín se arrancó a ver mundo. Y tanta prisa le entró a última hora que salió con la pata medio descoyuntada.

En un rincón Felipe permanece en silencio, con la vista fija en el periódico atrasado. El Rubio al darse cuenta de su presencia se lleva el dedo índice a los labios en señal de silencio. Callan. Al cabo de un rato, sin dejar de mirar a Felipe que está de espaldas, dice en alto:

–Hay que ver, Juan, qué ojillos te ponía Margarita el otro día en el baile.  

Felipe, al oír nombrar a Margarita, se yergue en la silla.

El Rubio prosigue, con intención:

–Y lo contenta que se puso cuando la sacaste a bailar el pasodoble.

–Tiene buena hebra, Margarita, –sentencia el viejo– trabajadora como la que más y está de muy buen ver. Mal harías si la dejas escapar.

Los hombres intercambian miradas cuando Felipe, dejando el periódico abierto sobre la mesa, de pronto se levanta, se dirige a la barra y posa una moneda. Sólo Juan parece estar a otra cosa.

–No digo yo que no –dice al fin cuando ya Felipe ha alcanzado la puerta– Pero no sé, no me veo yo todavía para atarme a un noviazgo tan serio. Oye ¿y a ese que le pasa? –pregunta reparando en el portazo que ha dado al salir.

–Qué le va a pasar, que es un triste –afirma el Rubio.

–Y que está loco perdido por la Margarita. Todo el pueblo lo sabe, todos menos tú, parece –añade desde la barra un cliente que hasta entonces no había intervenido.

Juan se queda un momento pensativo, luego se levanta y con las manos metidas en los bolsos del pantalón se acerca a la Chata, pone los brazos en el mostrador y le dice con voz suplicante:

–Venga, mujer, que nos tienes a palo seco­.

La Chata coge una jarra y la coloca sobre el grifo del barril que tiene detrás.

–La última que te sirvo hoy.

–Cuántas veces te he dicho que no digas la última –le reprende Juan mientras lleva la jarra llena de vino a la mesa–. Que da mala espina. Que es la penúltima. Siempre la penúltima.

 

 

Teresa se arrodilla y tantea, una por una, antes de meterlas en el cesto de paja, las cuatro liebres tiesas como palos que están en el suelo de la cocina. Buen botín ha cazado hoy su hermano, el mejor desde hace semanas. Primero irá a los clientes fijos y, si le sobra alguna, se pasará por casa de la maestra, que le tiene dicho que si lleva caza se acuerde de ella. Con lo que le den comprará en el estraperlo aceite y harina y alubias, que ayer echó a remojo el último puñao que le quedaba. Y una pastilla de jabón de olor. De las cuatro la de la derecha es la más grande y la que está más entera, así que la pondrá arriba del todo para don Fernando, que siempre le da un real de propina y lo mismo hace Elvira, su criada, cuando él no está. Un día se encontró al hijo de don Fernando, que también se llama Fernando, en la cocina, con un libro en las manos y por poco se desmaya del susto. Nunca le había visto tan de cerca. El señorito ni la miró, pero ella sí se fijó en él, vaya si lo hizo. Es guapo a rabiar y tiene algo, no sabría explicarlo, que le hace diferente de los demás. Lo que daría ella porque un hombre así la cortejara, claro que de sobra sabe que no está hecha la miel para la boca del asno y que nunca la cortejará alguien tan rico, ni mucho menos se casará con ella, pero igualmente sabe que de ilusiones también se vive y que soñar con el hijo de don Fernando no se lo puede prohibir nadie aunque sea un imposible. Mira la última liebre que ha colocado en el cesto y antes de cubrirlo con un paño de algodón inmaculado piensa que ojalá fuera ella esa liebre para que una vez cocinada y puesta a la mesa el señorito la saboreara en su paladar. Frente al espejo roto que pende de un gancho de la cocina se recoloca el cabello y se pinta los labios de carmín rojo, apretándolos mucho para que el color se esparza. Antes de salir se pone el chal de los domingos, negro y calado, que heredó de su madre. Si alguien la viera por la calle se preguntaría dónde va así de arreglada, pero como es de noche no cree que nadie repare en ella. Ojalá él si lo haga, si, como la vez anterior, está en casa. Si, por un casual, le abre la puerta.  

 

 

En cuanto Felipe le ha chivado que la chica sale esa noche con mercancía, Tín Patachisquero ha corrido a apostarse en la esquina de su casa y, aunque tenga que estarse toda la noche al sereno, la esperará. El miserable de su hermano anda diciendo en la taberna que no tiene cojones pa pillarle, pues ya va a ver ese miserable si tiene o no cojones cuando le requise toda la mercancía y le baje al cuartel de la Guardia Civil y le den bien pal pelo. Qué se habrá creído el furtivo ese. Al Tin le ha costado lo indecible quedarse con los arbitrios municipales. “Si quieres quedarte con el fielato”, le sopló su contacto en el Ayuntamiento, “pon veinte mil una pesetas en el papel”, “Pero eso es una exageración”…, “La competencia ya da veinte mil, a si que, o pones eso, o no hay na que hacer”, y aunque era mucho más de lo que podía dar, anduvo buscando el dinero por todos lados hasta que al final lo consiguió y ahora lo tiene que sacar aunque tenga que escarbar entre las piedras. Los lunes de mercado es donde consigue el grueso de la ganancia pero el resto de los días está el otro mercado, el negro, un filón que está dispuesto a explotar le cueste lo que le cueste. Están muy equivocaos los listillos como Juan si piensan que al Tin se le puede engañar así como así. Andará tras ellos sin descanso hasta que apoquinen con su parte como está mandao. El Tín está ahí pa algo. El Tín es la autoridad.

De pronto ve salir a la chica con una cesta en la mano. La deja dar unos pasos, se pone frente a ella.

–Alto al fielato, muchacha. Alto a la ley.

 

 

Ya sólo quedan tres clientes, pero el ambiente cerrado y sin ventilar de la taberna, está igual de cegado por el humo que hace unas horas. Juan, que desde hace un rato está solo en la mesa, pide un vino. Tiene la voz pastosa.

–No, Juan, que es la hora de cerrar.

Juan saca el reloj de bolsillo y lo mira. Comprueba que todavía faltan cinco minutos para las diez.

–Un vino y ya me voy. Con lo que saque de las rabonas te pago lo de hoy y lo que te debo de lo que llevamos de mes. Y hasta te doy un real de propina. Esta vez te juro que si digo que es el último es el último, por éstas –se besa el pulgar.

La Chata se acerca a la mesa y con la jarra en la mano le sirve un vino en un vaso pequeño. Juan, agradecido, le va a acariciar la mano que sostiene la jarra, pero la mujer hace un gesto brusco y unas gotas caen al suelo.

–Bébetelo y lárgate de una vez, que a los hombres como tú, engatusadores, me los conozco yo a la legua. Y venga, señores, por hoy se acabó lo que se daba, que luego la multa me la ponen a mí.

 

 

Al ver delante de ella a Tín Patachisquero que le hace un gesto con la mano para que se detenga y le dice algo que no llega a comprender, Teresa echa a correr por la calle San Tirso con todas sus fuerzas. Cuando cree que ha avanzado un buen trecho mira para atrás y comprueba que el hombre, pese a su cojera, la sigue a escasa distancia. Tropieza con una piedra y cae al suelo. Intenta levantarse, lo logra, pero al coger la cesta nota una fuerte presión en la espalda. Tín la tiene agarrada por el chal y al desasirse oye un desgarro. No puede pararse a mirar. Sólo puede seguir corriendo como no lo había hecho en su vida. Baja por la cuesta el matadero y al llegar al puente de piedra tira el contenido de la cesta al río. Poco después Tín la da alcance. Está sin resuello.

–Se que las has tirado –dice el hombre cuando por fin consigue hablar.

–Mentira –grita Teresa con rabia.

Se miran de hito en hito. Los ojos de Teresa, llenos de lágrimas, parecen ascuas ardiendo.

–Esta vez te libras, mocosa, pero la próxima te espero. Y no olvides decírselo a tu hermano.

Teresa observa cómo Tín se da la vuelta y con paso renqueante comienza a subir despacio la cuesta. Luego mira el agua del río, que este año amenaza con desbordarse. Se quita el chal roto, lo examina, lo mete en la cesta.

 

Relato de Sol Gómez Arteaga

Publicado en el libro ya agotado «Los cinco de Trasrey y otros relatos», que editó la actual Fundación Fermín Carnero en el año 2012.

En el blog «Sol a la tinaja« también puedes encontrar otras interesantes publicaciones de esta autora.

 

[1] Nota de la autora: Fielato era el nombre popular que recibían las casetas de cobro de los arbitrios y tasas municipales sobre el tráfico de mercancías, aunque su nombre oficial era el de estación sanitaria, ya que aparte de su función recaudatoria servían para ejercer un cierto control sanitario sobre los alimentos que entraban en las ciudades. El término fielato procede del fiel o balanza que se usaba para el pesaje. Mi padre me cuenta que el fielato salía a subasta pública y el Ayuntamiento se lo adjudicaba a quien pusiera en pliego cerrado la cifra más alta. Quien se quedaba con el fielato obtenía su ganancia del impuesto que luego recaudaba a los vendedores ambulantes.

 

Tormenta


—Se nos mete el tiempo en agua y nos coge el pan en la tierra —se lamentaba Anselmo que, cada vez que se avecinaba una tormenta, sentía unos fuertes dolores en su pierna derecha.

Bajo un sol impenitente, Anselmo y Amelia llevaban todo el día segando a hoz en una tierra de centeno. Avanzaban, pero por el ritmo que llevaban tardarían dos o tres días más en dominar aquel mar de espigas.

—Vamos, pa’ casa, Selmu. Vamos, que por mucho que nos afanemos, hoy ya no acabamos. Habrá que venir mañana temprano. Encima, nos va a pillar el torbón… —dijo la mujer con la mirada puesta en el horizonte.

Anselmo, viendo el centeno que aún quedaba en pie, se resistía a abandonar. Se secó el sudor, echó un trago de vino e, ignorando la queja de su mujer, retomó la tarea. No llevaba ni cinco minutos segando cuando dejó caer la hoz y se sentó en el suelo.

De un cuarterón de cuero sacó unas hebras de tabaco y lío un cigarro. Después de varias caladas se volvió hacia Amelia y, con voz quejumbrosa, le propuso acabar la embelga y, una vez llegasen a la rodera, marchar para casa.

Con la cabeza baja y caminando sobre las rodillas, la pareja volvió al tajo. Con el sol a punto de refugiarse tras el Teleno, otros segadores, hombres y mujeres, empezaban a desfilar hacia sus casas. Al pasar por delante de la tierra de Anselmo levantaban y movían el brazo con la hoz en la mano a modo de saludo o de mensaje de ánimo, pero el hombre ya no se veía capaz ni siquiera de llegar al camino. Ensimismado, y casi vencido por la fatiga y el desánimo, no reparó en que unos muchachos al pasar por delante de aquella tierra habían echado la rodilla a tierra con la hoz y cada uno de ellos avanzaba llevando una ancha sucaina de centeno.

Anselmo al oír detrás de sí risas y una animada conversación se dio la vuelta sorprendido al ver como tres rapaces, que ni siquiera acertaba a saber quienes eran, se habían puesto a segar con ellos.
—¡Vamos, vamos, ti Selmu que esto es pan comido! —le dijo a voces uno de aquellos muchachos.

En pocos minutos, los jóvenes habían alcanzado a Anselmo y a Amelia, colocándose delante de ellos. A estaya y rítmicamente cada uno de los segadores apretaba con la mano izquierda un puñado de espigas, y con la hoz en la otra mano las cortaba, amontonándolas después en pequeñas gavillas. No habían llegado Amelia y Anselmo al camino cuando cada uno de aquellos rapaces empezaba una nueva embelga. Un buen rato más tarde, todo el centeno de aquel quiñón descansaba en la tierra engavillado en manojos y amontonado en medio de la tierra.

—Ay Dios mío, Selmu, nun sei cumo ye vamos pagar a estos rapaces. Nun tenemos ni un cachín de pan que ofrecei-yes.

Los muchachos se despidieron y, haciendo bromas entre ellos, se alejaron por el camino que bordeaba aquellas tierras de cereal. Eloísa recogió los enseres metiéndolos en un fardel de tela, Anselmo se acomodó la pesada muleta de madera debajo del brazo y ambos, en silencio, emprendieron el camino de regreso a casa.

En el horizonte, lejanos bramidos y destellos anunciaban la llegada de la lluvia.

Gregorio Urz, enero de 2019

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

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