La madre de Suso


De rodillas, Amelia recorrió el quilómetro que separaba la iglesia de Valdeomaña de la ermita de Castro.

Acabó con las rodillas en carne viva, aunque las velas y la oferta hecha al santísimo bien valían la pena. El miércoles de esa misma semana había recibido una carta de su hijo Suso que le decía que regresaba a España. Amelia pedía que su vástago regresase sano y salvo.

La última carta recibida tenía el matasellos de Venezuela, aunque nadie a ciencia cierta sabía dónde estaba Suso. Hacía ya cinco años que había embarcado como marino. Había quien incluso lo daba por muerto; otros, más benévolos, lo situaban en Angola como mercenario, como minero en el Amazonas, o en una plataforma petrolífera en Alaska. Su madre sabía que estaba vivo porque cada tres o cuatro meses recibía una carta contándole que estaba bien. Cierto que aquellas cartas llegaban sin una dirección en el remite y en el matasellos aparecían nombres de países exóticos como Brasil, Angola, Cotê d’Ivoire, o Guyane, por lo que era difícil situarlo en un territorio concreto.

Animada por las buenas noticias de su hijo, cada día sobre las siete de la tarde Amelia iba a esperar el coche de línea. Sentada en una piedra grande que había a la puerta de la casa de su hermana Julia, justo enfrente de la parada del autobús, esperaba pacientemente que se bajasen todos los pasajeros y una vez cerciorada de que su hijo no había llegado, regresaba a casa.

Conforme transcurría el tiempo, la alegría de las primeras semanas de espera fue desplazada por la ansiedad y la impaciencia. Poco a poco aflojaron las tareas en el campo, y una vez arrancadas las patatas y recogidos los animales en las cuadras, con la espera los días a Amelia se le hacían eternos.

Pasó el otoño y su hijo no llegó.

Hecha la matanza, Amelia encontró refugio en la ‘cocina vieja’. Después de comer, bajaba a la casa heredada de sus abuelos, un antiguo llar con suelo de piedra había sido convertido en una cocina de curar los embutidos. Allí, con la solemnidad de una celebración religiosa, cogía unas ramas de urz, las amontonaba y colocaba encima de ellas unos palos menudos de encina o de roble. Agarraba la caja de cerillas y se agachaba al lado del montón de leña que acababa de preparar. Con la misma parsimonia que el cura bendice el cáliz y la hostia de la comunión, Amelia encendía un fósforo y con él una hoja de periódico que acomodaba al lado del montón de leña. La pequeña llama del papel se extendía a las urces convirtiéndose en una hoguera que, como un fogonazo, iluminaba la cara de Amelia y los varales de chorizos y los jamones colgados de las vigas. Acto seguido, Amelia colocaba unos rachones de leña o unos cepos que otros llaman tuérganos y que no son otra cosa que la raíz del brezo. Entonces se sentaba en un taburete y del bolso del mandil sacaba una bolsa de tela con las cartas de Suso y las releía.

Poco a poco las llamas comenzaban a extinguirse y empezaba a salir un humo blanco que bañando toda la estancia protegía la matanza impregnándola con ese aroma tan peculiar. Amelia cerraba los ojos y se imaginaba el reencuentro con su hijo. A veces se quedaba dormida.

Eso sí, un poco antes de las siete de la tarde, acudía puntual a su cita con el coche de línea.

Con diciembre llegó el frío, y el coche de línea seguía transportando viajeros de León y otras localidades a Valdeomaña, pero ninguno de los pasajeros era el esperado Suso.

Llegó Santa Lucía y Amelia, enfadada con el mundo y también con la santa, buscó una excusa para no celebrar la fiesta de la localidad. De hecho, para Amelia era un esfuerzo asistir cada domingo a la misa. Lo veía como una pérdida de tiempo y sentía que la oferta que había hecho al Santísimo en la procesión a la ermita y las velas que colocaba cada domingo no estaban sirviendo de mucho. Aún así, mantenía la fe en San Antonio, y cuando el ánimo bajaba le echaba la oración al santo: “Si buscas milagros, mira: muerte y error desterrados, miseria y demonio huidos, leprosos y enfermos sanos. El mar sosiega su ira…”. La oración siempre salía bien, motivo por el que no perdía la esperanza.

Pasada Santa Lucía, llegó la Navidad y para Amelia fueron unas fechas tristes.

El tiempo iba pasando y Suso seguía sin dar señales de vida. De tanto en tanto el cartero se acercaba a casa de Amelia. Cuando, desde la ventana de la cocina la mujer lo veía llegar dejaba lo que estuviese haciendo y salía corriendo a buscar las cartas. Nada nuevo. Cartas del banco, recibos de la luz o algún aviso del Ayuntamiento. Pero ya iban unos cuantos meses que no aparecía entre la correspondencia un sobre alargado con los bordes azules y rojos y la inscripción ‘Air Mail’. Ya eran meses sin noticias de Suso. Parecía que se lo había tragado la tierra.

Tampoco en estos meses faltaron bulos y habladurías. Era ya por las Candelas, cuando Toño el del bar creyó haberlo visto en el telediario tendido en una hilera de guerrilleros muertos en un enfrentamiento con el ejército. Fue un segundo, pero Toño estaba seguro que aquel muchacho rubio con pelo largo y barba era Suso.

En pocos días el rumor se escampó por el pueblo y una mayoría de vecinos asumía el fatal final de Suso en una remota selva de América Latina. Todos menos Amelia, su madre.

– Di que vieron a Suso en las noticias – le dijo Rosario la vecina.
– Sí, me llegó. El problema es que a Toño le gusta mucho el vino, y ahí lo tiene cerca – contestó Amelia.

Poco a poco, la pena se iba apoderando de ella como el musgo invade las tapias. Como cada invierno, el aire húmedo de Galicia se llevó a varios vecinos y este año le había tocado marchar a Paco, Aurelia, y a Genoveva. El invierno estaba siendo especialmente duro y Amelia iba perdiendo peso, notándose cada vez más debilitada. Aunque sentía que aquella espera la estaba matando, ni un solo día faltó a su cita.

Acudir con aquellas friuras a esperar el coche de línea, la convirtió en protagonista de las habladurías de vecinos e incluso familiares, que empezaron a dudar de su salud mental.

Cecilia, su hermana, trató de disuadirla.
– Amelia hija, con este frío vas a agarrar una pulmonía.
Ella la miró con tristeza y encogiéndose de hombros contestó:
– Lo que se quiere a un hijo no lo sabe nadie.

Con la llegada la primavera, los días se alargan, los rayos del sol cogen fuerza, la savia se renueva y la vida poco a poco regresa al campo tiñéndolo todo de verde. Con estos cambios, también llegó un ánimo renovado al espíritu de Amelia. A ello también contribuía que las tareas del campo y de la casa la mantenían ocupada la mayor parte de las horas del día.

Un jueves de mayo, día de feria en Benavides, eran casi las ocho de la tarde y el coche de línea no llegaba. Amelia impaciente veía cómo se le echaba la hora encima. Se puso de pie y emprendió el camino de regreso a casa. Apenas había caminado unos metros cuando se giró para una última comprobación. Al fondo de la carretera, flanqueado por las primeras casas del pueblo, se veía avanzar el autobús. Sentado al lado del conductor venía alguien con un sombrero de ala ancha.

Desde la distancia, observó cómo el curioso pasajero se bajaba del coche de línea y saludaba efusivamente a la gente que había esperando en la parada. A Amelia le dio un vuelco al corazón. A tres leguas hubiese reconocido aquellos gestos y la manera de moverse.

– ¡Jesús! ¡Jesusín, hijo mío, hijo de mi alma y de mi corazón! – gritaba Amelia corriendo en dirección al autobús.

Finalmente, allí estaba Suso que empezó a correr al encuentro de su madre. Ya juntos, se fundieron en un prolongado abrazo.

La noticia corrió por el pueblo como la pólvora y de todas las casas salía gente a saludar a Suso que con el brazo sobre el hombro de su madre no dejaba que ésta se separase de su lado. Llorando y riendo, Amelia lo miraba con ternura y tampoco se despegaba de él.

Acabados los saludos, caminaron juntos hacia casa. Justo al llegar a la puerta, Suso se giró y preguntó a su madre:
– Madre, ya no me esperaba ¿verdad? Ya había perdido la fe de que volviese ¿no?

Amelia lo miró y sonrió. Metió una mano en el bolso del mandil y acarició la bolsa de tela donde guardaba sus cartas. Con la otra mano lo agarró como cuando era un niño pequeño y juntos entraron en casa.

Gregorio Urz, mayo de 2018

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

Un hombre bueno


—Pero chaval ¿tu eres tonto o qué? Corre, joder, ¡corre! —le susurraba al oído el guardia mientras le apuntaba con un arma.

Julio tenía muchas razones para desconfiar. Es más, tenía la certeza que una vez se pusiese en pie y empezase a correr le iban a pegar un tiro por la espalda. Bien sabía que le estaban dando facilidades para escapar y así ajusticiarlo de forma rápida. Era lo que se conocía como Ley de fugas y que la guardia civil y los falangistas empleaban a diario con el resultado de miles de muertos y cunetas sembradas de cadáveres por toda la geografía española.

Un rato antes, estaba en la cuadra de las vacas cuando su primo Aurelio entró corriendo en casa:
—Tía ¿dónde está Julio?
—Yo que sé. Debe andar por ahí… en el monte.
—Tía no se haga la tonta, que acaban de llegar los guardias a la cantina preguntando por él y por Tino, el de Eusebio.
—¡Madre de Dios Nuestro Señor! Debe andar por las cuadras, cebando el ganao.

—¡Virgen Santísima! ¿dónde vamos a parar? Esta locura no tiene fin  —murmuraba la mujer mientras caminaba por el corral con paso raudo en dirección a la cuadra.

—¡Julio, Julio!
—¿Qué pasa madre?
—Está la guardia civil preguntando por tí. Escapa hijo, escapa. A ver si puedes llegar a Valdeomaña a casa de tío Antonio.

Por una escalera de mano, Julio subió al pajar que se encontraba justo encima de la cuadra de las vacas. Amurgatado entre la yerba sintió como llamaban a la puerta del portal y preguntaban por él. Oyó cómo la madre juraba y perjuraba que hacía unos cuantos días que no lo veían. Escuchó como uno de los guardias pedía una forca y se dirigía al carro de paja que había en el corral.

Sabedor que después iría a la cuadra y al pajar a buscarlo, quitó el tablero que cubría el boquerón por el que se metía la yerba. Se asomó a la calle. Estaba oscureciendo y no había nadie a la vista. Agarrándose al marco de la ventana, se descolgó y saltó a la calle. Al caer, sintió un fuerte dolor en el tobillo derecho.

Al erguirse, justo casi detrás de él un guardia civil lo encañonaba con un rifle a la altura de la sien.
—Chsssst. No hagas ruido- le dijo el militar.
—No me mate, no me mate por Dios —le suplicó al hombre que lo amenazaba, poniéndose de rodillas y levantando los brazos.

El guardia acercó su cabeza a la oreja de Julio:
—Chsssst. Como sigas hablando te voy a pegar un tiro aquí mismo. Cierra la boca. Levántate y corre. Corre todo lo que puedas —le dijo agarrándolo por la oreja con fuerza para obligarlo a ponerse de pie.

Y en esa tesitura estaba Julio. Con un guardia civil encañonándolo con un fusil y pidiéndole que corriese. «Pero chaval ¿tu eres tonto o qué? Corre, joder, ¡corre!», le insistía empujándolo con el cañón del arma.

No. No voy a correr, pensó Julio. Se puso de pié y miró al uniformado a los ojos. La piel de la cara ajada por el clima y las arrugas lo situaba en la cincuentena. A pesar de la dureza del rostro, su mirada era apagada y revelaba tanta tristeza como cansancio. Aún así, era una mirada transparente. En esos ojos, pidiéndole que se pusiese a salvo, reconocía Julio a su difunto padre.

No era fácil la huida. La casa daba a las eras que, ya retiradas las mieses, eran un espacio abierto. A unos cien metros estaba el río dónde, si conseguía llegar, tendría la protección de la tupida maleza y las sombras. No obstante, sus opciones eran reducidas. Quedarse y que le pegaran un tiro camino del cuartel o confiar en el guardia y salir corriendo.

Optó por arriesgar. Se dio la vuelta y empezó a correr con todas sus fuerzas.

Diez… veinte… treinta… cuarenta metros… ¡Clac, clac! Julio escuchó como el guardia montaba el cerrojo del máuser. Cincuenta… sesenta metros. Cojeando, Julio corría desesperadamente para llegar al río.

—Altoooo, altooo o disparo!! —escuchó Julio a lo lejos, cuando saltaba entre los matorrales y lo engullía la espesura del río.

Pam, pam, pam, pam, pam. Ya en el río, y aterrizado en un zarzal, Julio oyó los disparos. Estaba casi salvado. Por alguna razón que desconocía, el guardia no había querido dispararle. Aunque notaba el tobillo dolorido e hinchado, renqueante siguió corriendo durante quince o veinte minutos más. Era noche cerrada cuando llegó a los prados de Valdeomaña. Se dejó caer al suelo y rompió a llorar.

De madrugada llegó a casa de su tío Antonio que lo escondió una semana. Pasó a Asturias, y acabada la guerra también pasó por la cárcel. Vivió hasta los ochenta y seis años y muchas veces contó esta historia, esperando tener alguna noticia del guardia con el que se había encontrado esa noche y con quien se sentía en deuda. El año pasado murió, con la pena de no haber podido conocer a quien él consideraba un hombre bueno.

 
Gregorio Urz, diciembre de 2017

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que aparece a continuación.

 

Las vacas


– Son cosas de Europa y no hay vuelta atrás – decía Miguel mientras apuraba una copa de orujo.
– Esto no es Europa. A mí quien me examinó las vacas fue el veterinario de la Junta. Un grandísimo hijo de puta… ¿qué le molestarían las mis vacas, si estaban sanas como castañas? – dijo Anselmo.
– Pero si te lo cubre la subvención… – decía Tomás.
– La ‘subención’ que se la metan por el culo. Yo lo que quiero es que no me quiten las vacas. A mi lo que me jode -razonaba Anselmo-, es que te dicen que esas vacas están tuberculosas pero van al matadero y después la carne es para consumo de la gente. Alguien se debe estar lucrando con eso.
– Eso sí que no hay quien lo entienda. Si sale mala, sale mala. Que la lleven al crematorio… – asentía Jacinto
– Ansiosos, que sois unos ansiosos. Así que os jubiláis, os entran las ganas de trabajar. Os quedan cuatro días para moriros. ¿Qué pensáis que lo vais a llevar todo para el otro lado? – interrumpió Lorenzo sentado al lado de la estufa y aparentemente ajeno a la conversación.

Anselmo al oír eso se agachó, descalzó la madreña y con el brazo en alto, madreña en mano, salió disparado hacia Lorenzo gritando: «Me cagüen la puta madre que te parió. ¡Faltoso! Pero, ¿a quién le molestan las mis vacas? ¿A quien hago daño yo con tener dos vacas en casa?»

En las últimas semanas ese era el pan nuestro de cada día. A la hora del orujo en el bar la conversación giraba sobre las vacas y la campaña de saneamiento ganadero puesta en marcha por la Junta de Castilla y León siguiendo una directiva europea. Aquella campaña había caldeado mucho los ánimos de los paisanos de Valdeomaña. No era para menos. Más de la mitad de las vacas del pueblo habían salido con tuberculosis o brucelosis y, aunque aquello olía a chamusquina, no había vuelta atrás: las vacas marcadas tenían que ir al matadero.

A Anselmo que tenía dos vacas, la Gallarda y la Bonita, le habían salido malas las dos. Si desde la pérdida de su mujer estaba con el ánimo bajo, aquello acabó de hundirlo del todo. Aquellas reses eran su familia y con ellas pasaba los días. Viudo y sin hijos vivos, su único motivo de vivir eran las dos vacas que tenía en la cuadra.

Sabedor de que en quince días vendrían a buscarlas, la pena lo ahogaba y los días y noches se le hacían eternos. De esos días, la mitad los pasó en la cama aquejado de debilidad y la otra mitad haciendo trámites. Fue a León al catastro y puso todas sus propiedades a nombre de la hermana, pasó por el notario en Astorga y redactó un testamento. Bajó a Benavides y pasó por la Caja de Ahorros. Allí, le ordenó al director ingresar un millón de pesetas en la cuenta de cada sobrino y que el remanente de la cuenta lo pusiese en un sobre. También pasó por la armería y pidió al empleado unos cartuchos de escopeta del grosor suficiente como para matar a un lobo o a un animal grande.

Para calmar la ansiedad iba tachando días en el calendario de la cocina hasta que, finalmente, le tocó marcar la fecha señalada. Ese día se levantó con dolor de huesos y siguiendo la rutina de cada día pasó por la cuadra y llenó los pesebres de las vacas de yerba seca y después se dirigió al bar ‘al orujo’. Era día de mercado en Benavides y en la cantina únicamente estaba Ulpiano el tabernero que le preguntó:

– ¿Qué tal Anselmo? ¿Cómo andas? Vienen hoy por las vacas tuyas, ¿no?

– Ummm -dijo Anselmo encogiéndose de hombros- Vienen por ellas. Otra cosa muy diferente es que puedan llevarlas. Ya veremos…

De dos tragos tomó dos copas de aguardiente y antes de pagar le pidió al cantinero que cogiese una botella de refresco y la llenase con tres ‘copinas’ de orujo.

Ya de vuelta en casa, preparó unas sopas de ajo mientras escuchaba la radio. Las probó pero fue incapaz de comer nada. Tenía el estómago cerrado. Fue a la habitación, sacó del armario el único traje que tenía y lo colocó cuidadosamente encima de la cama. Justo al lado dejó el sobre que le habían entregado en el banco en el que había escrito el nombre de su hermana. Se dirigió a la despensa y agarró la escopeta que hacía años que no utilizaba. La desarmó la limpió bien e introdujo un cartucho en cada cañón.

Bajó al corral, y se dirigió de nuevo la cuadra. Agarró un cepillo que colgaba de una de las vigas y lo pasó cariñosamente por el lomo de la Gallarda y la Bonita.

Después de un buen rato afalagando los animales, cogió el taburete de ordeñar las vacas y se dirigió al portal. Con una llave grande de hierro cerró el portón que daba a la calle y atrancó la entrada con un tablero del carro y unos maderos. Justo enfrente de la puerta, en el medio del portal, colocó el taburete, la escopeta y la botella de orujo. Se sentó y del bolsillo de la camisa sacó una petaca de cuero con tabaco picado, agarró unas hebras y con calma lió un cigarro. Le venían a la cabeza recuerdos de todas las vacas que habían pasado por aquellas cuadras: la Gallarda, la Bardina, la Rubia, la Corza, la Gabacha…

Ensimismado en esos pensamientos fue interrumpido por varios golpes en el portón.

– ¡Anselmo, Anselmo! Están aquí los de la Junta de Castilla y León preguntando por tí-, se escuchaba al otro lado de la puerta.

– ¿Los de la Junta? ¡Qué se vayan a tomar pol culo esas sanguijuelas! Ya los veré en el infierno-, musitó entre dientes Anselmo. Justo en ese momento una bandada de grajos sobrevoló el corral graznando y alborotando, tal vez presagiando alguna mala noticia.

Gregorio Urz, enero de 2018

La foto que acompaña esta entrada es de Miquel Fabré on Foter.com / CC BY-NC-ND

La noche más larga


—Santiaguín, fiyo, espierta… Santiago, por el amor de Dios, despierta…
—¿Qué ocurre padre? Es noche cerrada – protestó el muchacho intentando abrir los ojos llenos de legañas.
—Levántate hijo mío. Vete a casa de tía Alejandra y dile que venga corriendo que madre empeoró. Pídele también a tío Eliseo el caballo para ir a buscar el médico a Vegas.

Santiago, un muchacho menudo que no aparentaba los catorce años que acababa de cumplir, se levantó de un salto. A su lado, en un jergón de paja, dormían otros dos muchachos que no tenían ni diez años. Salió de la habitación a tientas, procurando no despertarlos. Al fondo de un pasillo de madera iluminado por una luz tenue que escapaba por una puerta entreabierta, un candil dibujaba un cuadro dramático. En un camastro una mujer respiraba con dificultad y a su lado una muchacha delgada con los ojos llenos de lágrimas sostenía una palangana con esputos y sangre.

—Tíooo, tíooo Liseu, ¡abra la puerta!
—¿Qué pasóu fiyu? ¿Qué horas son estas pa venir chamando d’esa manera?.
—Tío, deben ser las cuatro de la mañana. Mi madre se muere, y dice mi padre a ver si nos deja el caballo para ir a buscar al médico.
—Alejandraaaa, llevántate, que la mi hermana empioróu.

La escarcha crujía bajo el paso regular y firme del caballo y el cobertor con el que se cubría se iba tapizando con diminutas gotas blancas. El aire frío de la montaña, ese aire que le hería el rostro estaba a punto de llevarse a su mujer. Con siete hijos pequeños su mujer no tenía otra que ir al lavadero. Pobres pero limpios. Pobres y huérfanos, a partir de ahora. Tal vez el médico pudiese hacer algo. Tal vez no, ya que no, no era una pulmonía. La cosa pintaba bastante peor. Bien sabía que se trataba de tisis. Desde la siega de la hierba, Lucía tenía una tos fea y se había ido debilitando. Aún así, necesitaba llegar a Vegas lo antes posible para avisar al médico.

Los pensamientos se agolpaban en su cabeza como las abejas en primavera acuden a los enjambres. Padre, quería casarme con Lucía. ¿Pensástelo bien, fiyu miu?. Fíxate que nun tienes capital nengunu y quiciás nun te quieran. Padre, tengo brazos pa’ trabajar. Usted sabe que llevamos unos meses de novios y tiene que acompañarme a pedirla… Buenos días Ezequiel ¿da permiso pa’ entrar? Alantre. Pasaí, pasái a la cocina. ¿Qué vos trae por eiquí? Mira… Mateo quería casase con Lucía. Bueno, bueno, quisióu… Se yía voluntá d’ellos, el miu permiso tiénenlu.

Ensimismado por los recuerdos, el paso cadencioso del caballo y el cansancio hacían que la modorra se fuese apoderando de Mateo. Una extraña calma parecía invadirlo todo. De repente, el lejano aullido de un lobo convocando a la manada sobresaltó a jinete y montura. Como un rayo en una noche oscura, se iluminó todo un paisaje de miedos instintivos y atávicos. El caballo movió las orejas y relinchó nervioso y un escalofrío recorrió la espalda de Mateo que para conjurar el miedo empezó a rezar en voz alta un padrenuestro.

Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre… Se lo dije. Se lo dije. Lucía, no vayas hoy al lavadero. Se lo repetí. No vayas hoy al lavadero. No vayas, por Dios, avienta nieve… ¡Dios santo! ¡Qué desgraciado que soy! ¿Por qué la dejé ir al lavadero con la helada que había caído y por qué no le dije nada?…venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad… Mateo, cuida de Juanín. Baja al mercado este jueves y en casa del gallego cómprale unas botas nuevas. No mires el dinero, anda descalzo el pobrín… Quizás esas fuesen las últimas palabras que Mateo escuchó de Lucía.  …así en el cielo como en la tierra… ¡Arre, caballo! ¡Vamos, bonito, vamos!

Toda la vida con Lucía desfilaba por la cabeza de Mateo. Recordaba la mujer delicada que fue. Se fijó en ella por primera vez en las fiestas del Cristo de Monterredondo del año anterior a la guerra. Para Mateo, cuarenta largos meses había durado el noviazgo, como la guerra. Recordaba los cientos de cartas que imaginó en la trinchera y nunca le escribió. Recordó el lazo rojo que le compró en Oviedo y que nunca le mandó. Querida Lucía, espero que a la llegada de la presente te encuentres bien de salud. Por aquí no hay grandes novedades. Cada día te tengo presente, desde que amanece hasta que se pone el sol. Eres la mujer más guapa que conocí… Para Lucía el noviazgo comenzó el año que acabó la guerra. Mateo había vuelto del frente asturiano, y ya no era el muchacho lampiño de tres años atrás. Ahora era lo que se decía un buen mozo y tenía la energía de quien puede con todo y nada se le pone por delante. En la fiesta de San Juan la había sacado a bailar y allí empezaron a conversar. Después vino San Pedro, el Carmen, San Lorenzo, la Asunción… Para las Candelas ya eran novios. Después vinieron los ‘aproclamos’ y la boda. Y llegó un primer hijo, y un segundo, y un tercero… y un cuarto. Y así hasta siete. El último de ellos cumplirá tres años en la primavera.

Quizás tenía que haber buscado al médico hace días, cuando se le agravó la tos. Esto pasa, Mateo, esta tos acaba pasando, le decía Lucía. ¿Por qué le hizo caso?

Dice Tirso que dijeron en la radio que salió un medicamento que cura la tisis, pero seguro que los pobres nunca llegaremos a probarlo. ¡Qué desgracia más grande ser pobre! Dicen que los pobres no vivimos la muerte de la misma manera que el resto de la gente. Dicen que tenemos muchos hijos y que estamos acostumbrados a ver cómo se nos mueren y que no sentimos el dolor de la misma manera. Dicen que estamos acostumbrados a la muerte… ¿Qué sabrán ellos? ¿Qué voy a hacer con siete rapacines, con siete boquinas que alimentar? Dios mío, ¡qué dolor! Me va a partir el pecho en dos.

¿Qué voy hacer con siete hijines? ¿pero qué voy a hacer yo solo? ¡Virgen santa! Padre nuestro que estás en cielo, santificado sea tu nombre… Un sollozo entrecortado interrumpió el rezo. La luz de la luna reflejada en la escarcha mostraba toda la crudeza del invierno leonés. Aun así, urces, robles desprovistos de hojas y yerbas chamuscadas por la helada probaban que había vida en medio de tanta aspereza.

—Ale, caballín, ale. Ale, valiente, vamos. Que detrás de esa cuestina está el pueblo.  Vamos, valiente, vaaamos, que ya llegamos. Un repechín más y llegamos, intentaba animarse.

Al fondo, detrás de la ladera, el sol comenzaba a desperezarse. Serían casi las ocho de la mañana, y el ladrido lejano de un perro avisaba de la cercanía de Vegas, el pueblo del médico.

—Don Rosendo, Don Rosendo, gritó Mateo golpeando con fuerza el picaporte de un portón grande de madera.

Un criado del médico envuelto en una manta le abrió la puerta del portal y lo invitó a sentarse en un escañil al lado de una estufa de leña que aún conservaba brasas de la noche anterior. Al aparecer el médico, Mateo con un movimiento rápido se quitó la boina y retorciéndola nerviosamente con las dos manos, explicó con un hilo de voz: Buenos días Don Rosendo. Perdone que lo moleste a estas horas. Vengo de Valdeferrera, mi mujer se muere. A ver si usted puede hacer algo.

—Ulpiano, ensilla el caballo lo antes que puedas. Pero primero lleve a este hombre a la cocina que se caliente un poco y coma algo. Con este frío le va a dar una pulmonía, ¿no ve cómo está tiritando?

Cierto. Mateo tiritaba, pero no era frío. Era miedo. Ahora que llegaba el día, para él comenzaba la noche más larga.

 

Gregorio Urz – León, enero de 2017

La foto que acompaña la entrada es de perez rayego on Foter.com / CC BY-NC-SA

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