El grajo y el halcón


Don Anastasio el grajo, circunspecto y luciendo brillante librea de color azabache azulado, ha establecido su nido en el viejo chopo del camino que lleva al río. Lo ha construido muy al gusto de su señora, doña Carmencita, que es una graja muy pulida y remilgada que proviene de distinguida familia, no en vano nació en el pináculo derecho de la catedral de León y, con no poco disgusto de la familia, se ha venido a vivir al pueblo.

En su nido, pulcramente acolchado en su interior, han tenido familia por vez primera. Tres pollastres cabezones, cubiertos de plumón, que con sus grisáceos ojos y su pico abierto no conceden descanso a sus progenitores lanzando estridentes graznidos que salen de unos buches que nunca parecen verse satisfechos. Esto agota a sus padres que por ser novicios en el tema de la crianza, no han conocido el descanso desde la gozosa eclosión.

A don Anastasio le hubiera gustado más anidar, como todos los grajos, en colonias agitadas y bulliciosas que componen una sociedad más o menos bien avenida. Si tal cosa no ha hecho fue por complacer a su esposa que, por venir de alta cuna, no gusta de confundirse con el populacho. Así es que el abnegado esposo ha tenido que empezar a construir su nueva morada, sin planos ni dirección técnica, guiándose únicamente por lo que le dicta el instinto.

Hace un par de días, hasta el chopo de la feliz pareja, ha llegado temblorosa y compungida doña Araceli, la torcaz que también tiene sus cuitas porque está criando a su prole en la copa de un enorme nogal que destaca entre cultivos, hoy medio abandonados. Venía con el corazón en la boca, temerosa de que don Herminio, el azor, o doña Gertrudis, su corpulenta señora, la hubieran divisado en su trajín diario de ir a buscar el sustento y ya se sabe que estos son pájaros con malas pulgas.

La visita no ha sido del agrado de don Anastasio que sabe que doña Carmencita no quiere relaciones con desconocidos y menos de otra condición aviaria. Así pues le ha recriminado con cara de pocos amigos que sin pedir permiso alguno, doña Araceli haya acudido a resguardarse, en previsión de males mayores en el árbol de titularidad grajuna. De poco han valido las disculpas y lamentaciones de la señora torcaz aduciendo que al ver la familia de azores merodeando por la zona, se refugiara espantada. Le ha pedido que se vaya. Y rápido.

No se tome como descortesía el comportamiento un tanto áspero de Don Anastasio, pero por un lado cuenta con la intemperancia de doña Carmencita y por otro los informes poco tranquilizadores que le ha pasado, desde hace una semana, el taimado Don Aníbal, el raposo de la zona que también se esfuerza igualmente en sacar su familia adelante, y para ello recorre diariamente los árboles que sabe con nidos porque siempre puede caer un huevo mal colocado o algún pollo de cualquier estirpe tras una desavenencia entre hermanos.

Don Aníbal va un poco mayor y el reuma empieza a cebarse en su cuerpo. Suerte que ahora, al disminuir los habitantes en algunos pueblos del Órbigo, la desidia por la caza, la disminución del tráfico y persecución de fauna silvestre, le permite hacer su recorrido sin jugarse el tipo como antes. No tiene nada contra su plumífero vecindario e incluso se detiene alguna vez a conversar y dar noticias de cómo van las cosas. Además ahora lleva la vida más calmada. Lejanos le quedan ya aquellos días en que perseguía conejos con entrega y dedicación.

Aquella mañana se detuvo a parlamentar con don Anastasio, indicándole que la familia de los azores estaba incrementando la presión sobre las volátiles vecinas porque sus hijines ya van crecidos y estando a punto de salir, se ponen imposible exigiendo cada día más pitanza. Así es que lo más prudente es estar ojo avizor – nunca mejor dicho – contra las incursiones de Don Herminio y dona Gertrudis. Aún no está claro si la intención de don Aníbal es recta o torcida piensa el buen grajo. Tal vez haya torcidas intenciones en su advertencia.

Contrariado por la noticia, espera la llegada de doña Carmencita que ha traído las piltrafas de un lagarto arrollado por un coche y lo ha repartido entre agrias disputas fraternas a la hora de comer, y se apresura a notificar este particular a su señora. A doña Carmencita que considera una ordinariez y una falta de cortesía arrebatar criaturas ajenas para llevar el sustento a nido propio, ha erizado la pluma y ha lanzado un pedregoso graznido, visiblemente molesta.

Ya por la noche, con la quietud de sus vástagos, ha comentado que hay que estar muy precavidos ante cualquier inesperada y maliciosa visita, que no se paren mientes en rechazar a cualquier intruso, justo ahora que sus grajines están ya próximos a la emancipación y casi no se soportan en el nido. También merodea una lechuza, doña Albertita pero incluso en lo más oscuro de la noche, el ronquido seco de don Anastasio la ha puesto en fuga sin más contemplaciones. ¡No vaya a ser!

Coincidencias de la vida, amanece un domingo plácido y soleado. Apuntando el alba ha habido movimiento de coches de mozalbetes trasnochadores que vienen de sus aventuras nocturnas pero ahora, con la quietud de la mañana, todo está en calma. Ni el viento ni la brisa hacen acto de presencia. Un profundo silencio se deja sentir sobre la verde campiña del valle cuando de repente la amenazadora sombra de doña Gertrudis se cierne sobre el nido del viejo chopo del camino que lleva al río.

Doña Carmencita se encoge en su nido intentando cobijar a sus crecidos hijos que no alcanzan a comprender la gravedad de la situación. Un amenazante vuelo de aproximación le hace comprender que ha sido descubierta y que el peligro es inminente, así pues, horrorizada, lanza desgarradores graznidos que al punto son escuchados por don Anastasio que, en su turno de asueto, ha aprovechado para ir a hacer sus abluciones diarias a una charca despejada de matorrales alrededor libre de cualquier posible asechanza.

El astuto grajo, en plenitud de facultades y agudo de sentidos, vuela raudo hacia su morada mientras eleva una plegaria y maldice el día que le hizo caso a su esposa. De haber vivido en comunidad, estos sobresaltos no le turbarían el ánimo. Sea como fuere acude veloz en defensa de los suyos. Doña Gertrudis se ha lanzado como una exhalación contra el nido de Doña Carmencita que se encoge intentando evitar el desastre. Un palitroque atravesado le ha salvado de unas garras poderosas en primera instancia.

Doña Gertrudis se dispone a redondear su faena y gira veloz como el rayo para ejecutar a su posible víctima cuando el ataque de don Anastasio, que se ha elevado a una altura superior trunca  el asalto. Doña Gertrudis se retuerce con las garras hacia arriba intentando en vano hacer presa en su interceptor que esquiva cualquier tentativa y ataca siempre sobre los flancos desguarnecidos, mientras lanza graznidos como roncos quejidos. Doña Carmencita espoleada por el auxilio de su compañero, se envalentona y ataca a su vez, siempre muy precavida.

El combate se dilucida cuando Doña Carmencita en un alarde de intrepidez lanza un picotazo contra la rabadilla de su asaltante y le arranca un pellizco de plumas, algo indignante que hace retroceder a la señora azor que se retira intentando escapar de la forma más decorosa posible. Dolida en su amor propio abandona ultrajada por un par de individuos muy por debajo de sus capacidades de rapiña. No volverá a intentarlo. Conoce empresas más asequibles.

Pasado el apretón la pareja de grajos comprueban que su prole no ha sufrido ningún daño y la prueba es que rápidamente empieza a demandar su ración diaria. Nada indica que vuelva a repetirse la agresión de la señora azor que se pierde humillada en el horizonte jaleada con el graznar lejano de don Anastasio que, envalentonado, amenaza vociferante que la próxima vez perderá algo más que un puñado de plumas.

Don Anastasio que no está fuerte en historia, sólo alcanza a recordar que quizá esta hembra de azor sea descendiente de aquel azor que, según la leyenda, encandilo a Sancho I y costó la independencia de Castilla, pero él es puramente leonés, quizá con más méritos que osos, rebecos o urogallos y ha demostrado con creces de que madera están hechos algunos hijos de esta tierra.

A lo lejos varios espectadores han presenciado el lance. Doña Araceli sigue temblorosa al lado de su tembloroso y pusilánime marido. Don Aníbal se siente reconfortado y lo demuestra relamiendo su morro peludo. Aún recuerda la pérdida de un hijín suyo que, siendo de muy tierna edad, tuvo la mala fortuna de alejarse en exceso de la zorrera. Don Herminio no le dio una segunda oportunidad y su niño sirvió aquel día de cena.

A lo lejos comienza a sonar la campana de la iglesia y la cigüeña, importunada, extiende sus alas con desdén desde la espadaña de la torre, lanzándose a un vuelo majestuoso ante la admiración de sus cigüeñines que, entusiasmados, contemplan las evoluciones de su progenitora. Proyecta  la zancuda su sombra sobre el nido de la familia de grajos que ya no se sienten intimidados por los visitantes alados sea cual sea su tamaño. Sin embargo muestran su desagrado por la intromisión de su intimidad carraspeando  con irritación.

Mientras, Don Aníbal, espectador privilegiado del combate aéreo, saborea su diferida venganza y pasea su reumatismo pensando que estas anécdotas sólo pueden suceder en el inmortal León. Y sumido en sus pensamientos se pierde por el camino que lleva al río con su trote armonioso aunque renco y su peludo rabo oscilante.

Urbicum Flumen, junio de 2020

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