Nos vemos en el infierno


Recuerdo el momento exacto. Estaba en una gasolinera contando un mazo de billetes para llenar el depósito del 4×4 con el que nos desplazábamos por el sur del país. Ahí supe que me había condenado para toda la eternidad. Sé que si Dios existe, estaba en aquella niña.

Imagino que fue la misma sensación del pobre Adán cuando mordió la manzana engatusado por su mujer, aunque acabasen echando la culpa a una pobre culebra que pasaba por allí. Chau. Adiós paraíso. Lo eché todo a perder…

A estas alturas del relato, imagino que el lector está impaciente por saber qué pasó. Bien. Como les decía, estaba contando un montón de billetes en una gasolinera y se me acercó una niña de unos 6 ó 7 años a ofrecerme unas hojas de menta. Como un autómata, negando con la cabeza, dejé claro que no iba a gastarme unos míseros céntimos en la menta que me ofrecía. Ella miró el fajo de billetes, me miró a mi y bajó la cabeza avergonzada. Tal vez sentía vergüenza ajena. Vergüenza de un miserable como yo. Pero no. En esa mirada había dolor. El dolor de ser pobre.

Han pasado varios años y no he podido olvidar esa cara, ni esa mirada. Llegará el día del Juicio Final y no necesitaré que nadie me explique nada. Sabré que la puerta de embarque es la que conduce al fuego. En fin. Espero encontrarme allí con algunos amigos y familiares. Ah! y con la rata que trabajaba de cobrador en Autocares Fernández.

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