Mi madre


—Hijo, ¿no es muy delgada?
—¿Delgada?
—No sé, muy menuda, poca cosa para ti.

Supongo que Inés, la chica de apariencia frágil de Dimangos con la que salía hacía unos meses y por la que había aceptado el puesto de químico en la cooperativa de vinos de mi pueblo, era muy poca cosa comparada con mi madre. Pero yo creo que ni Inés ni ninguna otra mujer más fuerte le hubieran parecido bien a ésta, para quien el pequeño mundo a dos que se había construido durante años se desbronaba como tierra reseca entre las manos.

Mi madre, que había quedado viuda muy joven, trabajó toda su vida en las tareas más duras del campo, entresacando o esculando remolacha, arrancando lentejas y garbanzos, trillando, respigando, atropando la vid o cortando la uva. La única vez que le oí lamentarse fue una noche, siendo yo muy pequeño, en la época de vendimia. Acabábamos de cenar y pegada a la lumbre zurcía unos calcetines de lana mientras en la mesa yo hacía los deberes. Entonces me pidió que le acercara un vaso de agua con mucha azúcar para las agujetas. Entre sorbo y sorbo me dijo con media sonrisa, casi excusándose: “Hoy, hijo, tienes sólo la mitad de tu madre aquí, la otra mitad quedó en el campo”.

Llevaba un año saliendo con Inés cuando un día le dije:
—Madre, me caso.

Ella, que en esos momentos tejía un jersey de lana, detuvo el movimiento de sus agujas. Me miró por encima de sus lentes.
—¿Estás seguro?
—Seguro, madre, como no lo he estado en toda mi vida.

Nos miramos fijamente, midiendo fuerzas. Yo, por mi parte, estaba decidido a seguir adelante, con su consentimiento o sin él.
—Con la escuchimizada esa de Dimangos, supongo. Mira que ir a buscar novia a un pueblo más pequeño que el tuyo.
—Madre —la reprendí.

Y mientras volvía a su labor añadió:
—En ajuar te llevas media docena de sabanas que mandé bordar con tus iniciales, dos mantas del Val de San Lorenzo, una docena de mudas, toallas, trescientas mil pesetas…

Enumeraba todas estas cosas que tanto le había costado atesorar sin entusiasmo.

La corté:
—Madre, no es necesario…
—Pamplinas. El dinero lo he ahorrado de lo que me has ido dado desde que empezaste a trabajar y te vendrá bien a la hora de dar una entrada para una vivienda. El traje y los invitados los pago yo, que aunque te criaras sin padre, nunca nos ha faltado de nada.

Era verdad. Mi madre había comprado cuatro vacas de leche y, un poco al tum tum, después del trabajo a jornal en el campo empezó a elaborar y vender unas quesas que le quitaban de las manos y que permitieron no sólo sacarme adelante, sino darme estudios.

—Ahora bien —levantó la vista de la labor y me miró detenidamente—nada de cenas de pedida. Los detalles de la boda los arregláis vosotros y a mí me decís lo que sea.

Hicimos una ceremonia sencilla a la que sólo asistimos los familiares más allegados. Mi madre fue la madrina. Llevaba un traje negro de brocado y un velo de tul en la cabeza, a la manera antigua. Todo el rato estuvo seria. A la salida de la iglesia, mientras los invitados tiraban arroz, se colocó al lado de sus primas, Ángela y Bibi, que ese día estaban muy elegantes. Cuando nos acercamos a darles un beso y Bibi comentó lo guapa y fina que estaba la novia, y lo contenta que podía estar mi madre con mi elección, ella puso mala cara.

Este gesto de severidad tampoco le pasó desapercibido a mi mujer, que en la comida me dijo:
—Tu madre no me quiere, Carlos.
—No te preocupes, Inés, te querrá. Dale tiempo al tiempo.

Miré a mi madre. Con el tenedor separaba el arroz del marisco, sin probar bocado. Pero ni yo estaba seguro de ello.

Tras el viaje de novios que hicimos a los Países Bajos nos instalamos en una casa de alquiler a las afueras del pueblo. Inés se acercó un día a la casa de mi madre, portando un cuenco de arroz con leche. Llamó a la puerta y al no obtener respuesta, insistió. Cuál no sería su sorpresa cuando la oyó echar el cerrojo por dentro. Me lo contó más tarde mientras lloraba y se juraba a sí misma no volver a pisar una casa en la que no era bien recibida.

Yo visitaba a mi madre a diario y todos los martes comía el cocido con ella, un cocido buenísimo que hacía a fuego lento en la lumbre. Me estaba sirviendo la sopa con el cazo cuando le pregunté por qué no había abierto la puerta a Inés. Vi que a mi madre, a quien jamás pillé en un renunció, le tembló el pulso y con voz apenas audible contestó que no la había oído. Una mancha amarilla de caldo y fideos se expandió sobre el mantel.

—¿Hasta cuándo vas a estar así, sin aceptar a Inés? Aunque a ti no te guste es mi mujer y la quiero ¿entiendes?

Entonces dijo que le dolía la cabeza y que se iba a echar un rato.

Dejé de ir por su casa un par de semanas pero al tercer martes volví. Mi madre se puso contenta, no había más que ver cómo le brillaban los ojos. Y me di cuenta que me esperaba porque había echado dos rellenos al cocido, dos alas de gallina, dos trozos de tocino. De la disputa del último día no comentamos nada. Las cosas volvieron a la normalidad pero jamás preguntaba por Inés y si yo le hacía alguna alusión o hablaba de lo que habíamos hecho juntos guardaba silencio. Mi madre había levantado, entre ella y mi mujer, un muro infranqueable que no dejaba que nadie, y mucho menos yo, traspasáramos.

Un día al visitarla la encontré tirada en el suelo de la subida al desván. Había ido a coger una manta y al intentar bajarla se cayó con ella encima. No podía ponerse en pie y se ahogaba. Como pude la arrastré a su cuarto y la senté en una silla. Apenas podía respirar y se quejaba de dolor. Llamé a Inés y le dije que trajera el coche. Vino enseguida. Cuando oyó que queríamos llevarla al hospital se negó en rotundo. “Dejarme morir en mi casa”, repetía. Entre los dos la bajamos a la planta inferior. Mientras la transportábamos Inés, que llevaba todo el día revuelta, ahogó una arcada y se llevó la mano a la tripa. Nos detuvimos un momento, mientras la sujetábamos por los brazos, hasta que Inés se repuso. Como pudimos la metimos al coche. A mi madre la ingresaron en el hospital. De madrugada, mientras volvíamos a casa, Inés me confesó que estaba embarazada de mes y medio. Era una noticia estupenda. A pesar del frío que ya empezaba a hacer, abrí la ventanilla del coche y lancé gritos de alegría. Sólo lo sabíamos los dos y de momento no quería que se difundiera la noticia. “Por lo que pueda pasar”. “¿Qué va a pasar, mujer? No puede pasar nada”, le dije mientras con la mano libre le acariciaba la tripa todavía incipiente. “A tu madre tampoco. Prométemelo”. “De acuerdo, Inés, pero algún día habrá que anunciárselo”. “Algún día”, contestó, acariciándome la mano que acariciaba su regazo.

El médico me explicó que mi madre se había incrustado un par de costillas en el pulmón y que estaba desorientada, algo normal en personas que han pasado varias horas caídas pero que con el tiempo solía remitir.

Estaba sola en una habitación con mucha luz. “Mi niño”, dijo en cuanto me vio asomar por la puerta. Nunca, ni de pequeño, me había llamado así.

Para comprobar hasta qué punto coordinaba le pregunté por el mes en qué estábamos.
—Es abril —contestó muy segura de sí.
—No, madre, estamos a finales de septiembre.
—Ah, sí, es verdad hijo, la temporada de vendimia. La cantidad de cuartas que vendimié yo con Tomasín “el de la fragua”. Y no es que yo lo diga, pero éramos los más rápidos, siempre íbamos a la cabeza del lineo. Todos los jornaleros nos matábamos para ir a vendimiar para don Don Teófilo, que era el amo que mejor nos trataba, había que trabajar pero sin reventarse y hasta nos dejaba llevar unos racimos de uva a casa. La vuelta era lo mejor, subidos al carro, mientras cantábamos “De quién es esa cuadrilla, cuadrilla de tanto rumbo, es la cuadrilla de don Teófilo, que lleva la sal del mundo”. Un año, no se me olvida…

Intenté traerla al presente.

—Madre, ahora la vid se planta por el sistema de espaldera, ya no hay que agacharse para coger los racimos. Además hay máquinas que sin intervención del hombre recogen la uva…
—Pamplinas —me cortó mi madre ásperamente, mientras miraba un punto infinito de la pared inmaculada.

Podía haberle replicado. Pero no lo hice. Veía que mi madre se estaba haciendo mayor. Además estaba en un medio extraño, lejos de su casa, de sus cosas. No. No iba a contradecirla. No iba a sacarla de un mundo que sólo pervivía en su memoria agujereada.

Pero una vez más subestimaba su sabiduría natural. Una sabiduría que, desde luego, no estaba en las horas de estudio frente a los libros, ni en las aulas de la universidad, ni en un laboratorio rodeado de decantadores y pipetas.

Tras un interminable silencio dijo ya sin acritud, sin pizca de resentimiento, como hablando para sí:
—Cuando vuelvas me traes una madeja de perlé y cinco agujas cortas.
—Pero madre.
—Voy a ver si atino a hacer unos patucos. El perlé blanco, por si acaso, aunque yo creo que lo de Inés —era la primera vez que pronunciaba su nombre— fíjate, va a ser niño.

 

Relato de Sol Gómez Arteaga

Publicado en el libro ya agotado “Los cinco de Trasrey y otros relatos”, que editó la actual Fundación Fermín Carnero en el año 2012.

En el blog “Sol a la tinaja también puedes encontrar otras interesantes publicaciones de esta autora

La madre de Suso


De rodillas, Amelia recorrió el quilómetro que separaba la iglesia de Valdeomaña de la ermita de Castro.

Acabó con las rodillas en carne viva, aunque las velas y la oferta hecha al santísimo bien valían la pena. El miércoles de esa misma semana había recibido una carta de su hijo Suso que le decía que regresaba a España. Amelia pedía que su vástago regresase sano y salvo.

La última carta recibida tenía el matasellos de Venezuela, aunque nadie a ciencia cierta sabía dónde estaba Suso. Hacía ya cinco años que había embarcado como marino. Había quien incluso lo daba por muerto; otros, más benévolos, lo situaban en Angola como mercenario, como minero en el Amazonas, o en una plataforma petrolífera en Alaska. Su madre sabía que estaba vivo porque cada tres o cuatro meses recibía una carta contándole que estaba bien. Cierto que aquellas cartas llegaban sin una dirección en el remite y en el matasellos aparecían nombres de países exóticos como Brasil, Angola, Cotê d’Ivoire, o Guyane, por lo que era difícil situarlo en un territorio concreto.

Animada por las buenas noticias de su hijo, cada día sobre las siete de la tarde Amelia iba a esperar el coche de línea. Sentada en una piedra grande que había a la puerta de la casa de su hermana Julia, justo enfrente de la parada del autobús, esperaba pacientemente que se bajasen todos los pasajeros y una vez cerciorada de que su hijo no había llegado, regresaba a casa.

Conforme transcurría el tiempo, la alegría de las primeras semanas de espera fue desplazada por la ansiedad y la impaciencia. Poco a poco aflojaron las tareas en el campo, y una vez arrancadas las patatas y recogidos los animales en las cuadras, con la espera los días a Amelia se le hacían eternos.

Pasó el otoño y su hijo no llegó.

Hecha la matanza, Amelia encontró refugio en la ‘cocina vieja’. Después de comer, bajaba a la casa heredada de sus abuelos, un antiguo llar con suelo de piedra había sido convertido en una cocina de curar los embutidos. Allí, con la solemnidad de una celebración religiosa, cogía unas ramas de urz, las amontonaba y colocaba encima de ellas unos palos menudos de encina o de roble. Agarraba la caja de cerillas y se agachaba al lado del montón de leña que acababa de preparar. Con la misma parsimonia que el cura bendice el cáliz y la hostia de la comunión, Amelia encendía un fósforo y con él una hoja de periódico que acomodaba al lado del montón de leña. La pequeña llama del papel se extendía a las urces convirtiéndose en una hoguera que, como un fogonazo, iluminaba la cara de Amelia y los varales de chorizos y los jamones colgados de las vigas. Acto seguido, Amelia colocaba unos rachones de leña o unos cepos que otros llaman tuérganos y que no son otra cosa que la raíz del brezo. Entonces se sentaba en un taburete y del bolso del mandil sacaba una bolsa de tela con las cartas de Suso y las releía.

Poco a poco las llamas comenzaban a extinguirse y empezaba a salir un humo blanco que bañando toda la estancia protegía la matanza impregnándola con ese aroma tan peculiar. Amelia cerraba los ojos y se imaginaba el reencuentro con su hijo. A veces se quedaba dormida.

Eso sí, un poco antes de las siete de la tarde, acudía puntual a su cita con el coche de línea.

Con diciembre llegó el frío, y el coche de línea seguía transportando viajeros de León y otras localidades a Valdeomaña, pero ninguno de los pasajeros era el esperado Suso.

Llegó Santa Lucía y Amelia, enfadada con el mundo y también con la santa, buscó una excusa para no celebrar la fiesta de la localidad. De hecho, para Amelia era un esfuerzo asistir cada domingo a la misa. Lo veía como una pérdida de tiempo y sentía que la oferta que había hecho al Santísimo en la procesión a la ermita y las velas que colocaba cada domingo no estaban sirviendo de mucho. Aún así, mantenía la fe en San Antonio, y cuando el ánimo bajaba le echaba la oración al santo: “Si buscas milagros, mira: muerte y error desterrados, miseria y demonio huidos, leprosos y enfermos sanos. El mar sosiega su ira…”. La oración siempre salía bien, motivo por el que no perdía la esperanza.

Pasada Santa Lucía, llegó la Navidad y para Amelia fueron unas fechas tristes.

El tiempo iba pasando y Suso seguía sin dar señales de vida. De tanto en tanto el cartero se acercaba a casa de Amelia. Cuando, desde la ventana de la cocina la mujer lo veía llegar dejaba lo que estuviese haciendo y salía corriendo a buscar las cartas. Nada nuevo. Cartas del banco, recibos de la luz o algún aviso del Ayuntamiento. Pero ya iban unos cuantos meses que no aparecía entre la correspondencia un sobre alargado con los bordes azules y rojos y la inscripción ‘Air Mail’. Ya eran meses sin noticias de Suso. Parecía que se lo había tragado la tierra.

Tampoco en estos meses faltaron bulos y habladurías. Era ya por las Candelas, cuando Toño el del bar creyó haberlo visto en el telediario tendido en una hilera de guerrilleros muertos en un enfrentamiento con el ejército. Fue un segundo, pero Toño estaba seguro que aquel muchacho rubio con pelo largo y barba era Suso.

En pocos días el rumor se escampó por el pueblo y una mayoría de vecinos asumía el fatal final de Suso en una remota selva de América Latina. Todos menos Amelia, su madre.

– Di que vieron a Suso en las noticias – le dijo Rosario la vecina.
– Sí, me llegó. El problema es que a Toño le gusta mucho el vino, y ahí lo tiene cerca – contestó Amelia.

Poco a poco, la pena se iba apoderando de ella como el musgo invade las tapias. Como cada invierno, el aire húmedo de Galicia se llevó a varios vecinos y este año le había tocado marchar a Paco, Aurelia, y a Genoveva. El invierno estaba siendo especialmente duro y Amelia iba perdiendo peso, notándose cada vez más debilitada. Aunque sentía que aquella espera la estaba matando, ni un solo día faltó a su cita.

Acudir con aquellas friuras a esperar el coche de línea, la convirtió en protagonista de las habladurías de vecinos e incluso familiares, que empezaron a dudar de su salud mental.

Cecilia, su hermana, trató de disuadirla.
– Amelia hija, con este frío vas a agarrar una pulmonía.
Ella la miró con tristeza y encogiéndose de hombros contestó:
– Lo que se quiere a un hijo no lo sabe nadie.

Con la llegada la primavera, los días se alargan, los rayos del sol cogen fuerza, la savia se renueva y la vida poco a poco regresa al campo tiñéndolo todo de verde. Con estos cambios, también llegó un ánimo renovado al espíritu de Amelia. A ello también contribuía que las tareas del campo y de la casa la mantenían ocupada la mayor parte de las horas del día.

Un jueves de mayo, día de feria en Benavides, eran casi las ocho de la tarde y el coche de línea no llegaba. Amelia impaciente veía cómo se le echaba la hora encima. Se puso de pie y emprendió el camino de regreso a casa. Apenas había caminado unos metros cuando se giró para una última comprobación. Al fondo de la carretera, flanqueado por las primeras casas del pueblo, se veía avanzar el autobús. Sentado al lado del conductor venía alguien con un sombrero de ala ancha.

Desde la distancia, observó cómo el curioso pasajero se bajaba del coche de línea y saludaba efusivamente a la gente que había esperando en la parada. A Amelia le dio un vuelco al corazón. A tres leguas hubiese reconocido aquellos gestos y la manera de moverse.

– ¡Jesús! ¡Jesusín, hijo mío, hijo de mi alma y de mi corazón! – gritaba Amelia corriendo en dirección al autobús.

Finalmente, allí estaba Suso que empezó a correr al encuentro de su madre. Ya juntos, se fundieron en un prolongado abrazo.

La noticia corrió por el pueblo como la pólvora y de todas las casas salía gente a saludar a Suso que con el brazo sobre el hombro de su madre no dejaba que ésta se separase de su lado. Llorando y riendo, Amelia lo miraba con ternura y tampoco se despegaba de él.

Acabados los saludos, caminaron juntos hacia casa. Justo al llegar a la puerta, Suso se giró y preguntó a su madre:
– Madre, ya no me esperaba ¿verdad? Ya había perdido la fe de que volviese ¿no?

Amelia lo miró y sonrió. Metió una mano en el bolso del mandil y acarició la bolsa de tela donde guardaba sus cartas. Con la otra mano lo agarró como cuando era un niño pequeño y juntos entraron en casa.

Gregorio Urz, mayo de 2018

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

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