Si ya el funcionamiento de la política muestra alarmantes síntomas de notables carencias, más preocupante aún es la mediocridad que se ha adueñado del escenario político del país. Oportunistas, pelotas, arribistas, trepas, aplaudidores lisonjeros, desertores de otras formaciones, apuñaladores profesionales y otra variada fauna, han caído sobre la cosa pública como la langosta cae sobre la mies. La mediocridad campa por sus respetos, emborronando el más noble cometido de la acción política y ensuciando el buen nombre de aquellos que acceden a la misma con voluntad de servicio.
A los jugosos puestos de pequeño y mediano relieve acceden personajillos de medio pelo, a veces escasamente instruídos y muchas veces sin preparación alguna para el cargo que han de desempeñar. En puestos de mayor nivel, tampoco es infrecuente hallar advenedizos sin oficio reconocido alguno, u otros cuyo mayor mérito es no tener mérito alguno como no sea el de ser actuar al dictado de lo que se les encargue, y presionar con palabras hueras a todo aquel que pueda discrepar de su doctrina. Escasas prendas de abnegación, ciertamente.
Los puestos de relumbrón están felizmente reservados para abogados en cuyas manos se encomienda el timón de la nave nacional, quizá por esa vana creencia de que un jurista tiene mayor sentido de la justicia. Nada hay que objetar a los conocimientos legales pero el sentido de la justicia es algo innato en el hombre. También asisten complacidos a este sarao los economistas, buenos futurólogos del pasado a juzgar por las advertencias y prevenciones con que nos avisaron cuando de la llegada de la crisis que aún nos aqueja.
Con estos mimbres, el cesto resultante presenta algunas características como estas:
Displicentes gobernantes que acabaron sus estudios para subir a un coche oficial del que no se apearán hasta el final de sus días en activo y que difícilmente llegarán a escuchar nunca el clamor de las demandas populares, ni consideran prioritario que hayan de resolver los problemas de sus compatriotas, meros figurantes sin rostro y sin nombre. Con solventar su propia papeleta y la de sus mentores ya han cumplido.
Los más, entienden que los caudales públicos no pertenecen a nadie, por lo que no hay reparo alguno en disponer de los mismos en beneficio propio o de su formación, ni se sienten concernidos en la noble empresa de procurar una vida mejor para sus conciudadanos. A pesar de su puesto no les incumbe el bien público, son políticos de perfil bajo. No han venido a servir sino a servirse.
Casi todos son capaces de sostener una idea y la contraria, hasta el extremo de enojarse con todo aquel que cuestione sus postulados. ¿Y qué decir de su vehemencia apuntalando tesis insostenibles, llegando a explicar la cuadratura del círculo si fuere preciso, con inefable argumentario y sin sentir por ello el más mínimo rubor? Por si esto fuera poco, voluntarios hay capaces de enfrentar a la ciudadanía entre sí, creando problemas donde no los había y haciendo bueno aquello de que siempre tienen a mano un problema para cada solución.
Con este desalentador escenario las personas mejor preparadas y honradas, se duelen de ver ensuciada la librea de su decencia por la proximidad de tan desaconsejables compañeros de viaje, y se retraen de la actividad política o renuncian directamente a su práctica, con grave perjuicio de todos.
Y por último, el fácil y descarado acceso desde los cargos públicos a las ubérrimas ubres del Estado, o pasar a ser recompensados cuando su actividad pública ha tocado a su fin, con puestos de relieve en algún consejo de administración de empresas que recompensan generosas los favores recibidos con anterioridad. Puertas giratorias dicen los malpensados.
Así es que, ¡queridos amigos!, rindámonos a la evidencia, la mediocridad se ha establecido entre nosotros, nos mantiene sitiados y lo que es peor, no parece que tenga la más mínima intención de abandonarnos. ¿O acaso queda alguien que quiera erradicarla?
Urbicum Fluminem, marzo de 2019