Pelando lúpulo


Desde los polvorientos desvanes de mi memoria a veces pugnan por salir recuerdos de mi primer trabajo, cuando todavía la edad podía escribirse con el uno en primer lugar y en el segundo no pasaba del dos. Me refiero a la pela del lúpulo, que allá en la década de los sesenta era labor manual, artesanal casi, podría decirse.

Inolvidable fue esa experiencia en los predios de la Campaza, un lugar a orillas del Órbigo que, sin pretenderlo, tenía el melancólico aire de un decadente jardín de inspiración romántica, propiedad que lo fue de la Fundación Sierra Pambley, aquella de la Institución Libre de Enseñanza. Ciertamente las inmediaciones de aquellas fincas de lúpulo tenían algo que las hacía singulares, aunque hace tanto tiempo que quizá la cabeza por su cuenta se ha complacido en mitificar.

Sea como fuere la incorporación al mundo laboral, aunque fuera de forma eventual y de temporada, tenía el encanto de lo nuevo, de una tarea muy peculiar que no deslomaba a nadie y que en aquel paraje, mitad idílico, mitad misterioso por las umbrías cercanas del río y de la presa, confería un halo de rito iniciático que se graban en la retina y en lo profundo de tu mente puedes visualizarlo cuantas veces quieras.

La historia, por seguir un orden cronológico, era pura rutina diaria. Cuando llegabas la partida de peladores, o mejor sería decir de peladoras, porque en esta faena, tal como hoy se preconiza, no sólo había paridad sino mayoría de mujeres, muchas de las cuales iban acompañadas de sus retoños para llenar la misma saca, intentando con ello complementar los ingresos de sus maridos. En la zona entonces el trabajo no era un extraño, como sucede hoy.

Así, como cofrades en procesión íbamos en comandita hacia las fincas decoradas de postes, trepas y alambres, provistos del saco, también llamado saca. Era cosa de ver aquel variopinto grupo de  expedicionarios, todos ataviados con ropa vieja, pañuelos y pamelas las señoras con su ruidosa prole en pos de sí. Llegados al “tajo” el organizador, supervisor y encargado, uno y trino, iba tirando de las trepas hacia abajo, el alambre rompía y toda aquella vegetación trenzada caía estrepitosamente con sus flores livianas mostrándose propicias a la pela.

La labor era continua y permitía la conversación, las risas, el bullicio. La saca iba aumentando con el transcurrir de la mañana y era obligado ir procesando nuevas trepas con lo que la ubicación iba cambiando continuamente. La recomendación era pelar las motas con un trozo de “rabín”, indicación que los de mayor edad, más avezados, no solían tener muy en cuenta. Te desplazabas con tu fardel al hombro que semejaba ser etéreo, pues el peso parecía una magnitud inalterable frente al volumen. A mediodía ibas a casa o te marcabas un bocadillo.

A buena hora se retomaba la faena hasta cerca del oscurecer, era entonces cuando aquella suerte de batallón de trabajo se retiraba y llegaba el ritual del pesaje, de la desilusión, porque creyéndote dueño y señor de una voluminosa valija, escuchabas la voz fuerte del encargado que observando la romana, cantaba: siete kilos, mientras los anotaba en su cartulina. Aquel acto final, arrullado por el inconfundible aroma del secadero de aquella floresta cervecera, nunca estaba exento de murmullo y de alguna que otra reclamación, femenina sobre todo.

La faena estaba acabada y la bicicleta aguardaba a llevarte a casa con las manos raspadas por la aspereza de las hojas. Era final de verano y la calidez de la tarde/noche que te envolvía, también era gratificante. Poca era la ganancia para los más menudos, pero aprendías ya a temprana edad que nada se consigue sin el trabajo. Etéreas y fragantes horas de lúpulo.

Urbicum Flumen, diciembre de 2020

 

Foto de José Veiga Roel, fotógrafo y pintor nacido en Betanzos.

Cuando la nieve era fiel compañera


El mundo en su eterno girar nunca descansa y buena prueba de ello es el cambio climático que solo los necios o negacionistas se atreven a cuestionar. La presencia de especies de latitudes más cálidas como las doradas, las ya comunes tórtolas turcas o la esporádica visita de tiburones de notable tamaño a nuestras costas, son la imagen de algunos embajadores áulicos de estas profundas modificaciones atmosféricas.

Pero otras evidencias de este trastorno telúrico resultan tan paulatinas que su instauración pasa casi desapercibida y es que, los cambios climáticos que ha conocido la Tierra han sido lentos, muy lentos a escala geológica. El actual es tan vertiginoso que se ha instaurado en poco más de medio siglo y, lo niegue Agamenón o su porquero, tiene el sello indiscutible de la especie humana como generador de este desajuste.

Una de las muestras más visibles de estos cambios imperceptibles es la escasez, cuando no la ausencia, de nieve en los meses invernales en zonas llanas de León. No quiere decir que nos veamos privados del majestuoso espectáculo que la naturaleza nos brinda todos los años en esa estación: Toda la cadena montañosa con sus cumbres nevadas. Año de nieves, año de bienes, reza el saber popular. Pero más abajo empieza a escasearnos su presencia.

Las imágenes de parajes nevados tenían un regusto centroeuropeo del que nos vamos despidiendo poco a poco, año tras año. En las zonas de montaña o incluso las que solo tienen relieve montuno, la estampa silenciosa de los pequeños pueblos con sus mortecinas luces, el humo elevándose con timidez por las chimeneas y el escenario de la nieve cubriéndolo todo teñido por el gris del anochecer, parecían encoger el paisaje al tiempo que desbordaban la imaginación de cómo transcurriría la vida en aquellos recónditos hogares.

Aguas abajo, también la nieve tenía connotaciones hoy ya casi olvidadas. Suponían días cortos de castañas, matanzas y embutidos. Remate del ejercicio anual. Bufandas, tabardos madreñas y tertulias mañaneras resguardados por paredes de solana, cual pagana adoración al sol de mediodía. Tiempos de carbón y leña en las cocinas económicas. Hoy ya no arde el carbón de León en nuestros hogares. Quizá ya no queden “hogares”.

El invierno con sus nevadas era motivo, curiosa celebración, de regocijo entre los más pequeños de la casa. Bolas de nieve, “resbaletes” de hielo, el frio de los pies hundidos en una capa de nieve que podía llegar hasta casi la rodilla. Y no era flor de un día, allá en el Órbigo la nieve solía ser convidada que se negaba a abandonarnos antes del mes, sino más. Entonces los tejados se orlaban con pinganillos de hielo que parecían colmillos del lobo que aullaba las noches ventosas. No era tal lobo, pero en las tristes noches de ventisca daba esa sensación.

Salir al campo, cuando la nieve se hacía acompañar de la pertinaz niebla navideña, sugería un mundo decadente y apagado donde hasta los animales silvestres parecían gustar de su recato. No así los pobres pardales que perecían víctimas del hambre que los empujaba y la intención aviesa de unos rapaces, poco concienciados por el medio ambiente de la época, que los atrapábamos con pajareras estratégicamente colocadas en lugares privados del blanco manto de nieve. Hoy, la vida de aquellas pobres criaturas, causa remordimiento y pesar.

Largas noches de fogón. Braseros y camillas, chasquidos de nieve al pisar, calcetines de lana, pies húmedos y reprimendas maternas. Destellos de níveos cristales en mañanas soleadas. Camas calentadas por planchas de hierro o ladrillos refractarios, ardientes al dormir, témpanos al despertar, darían para escribir varios libros, pero, como diría Kipling, esa es otra historia.

 

Urbicum Flumen, octubre de 2020

 

 

Estampas que no volverán


El joven mira hacia adelante porque el futuro le está aguardando. El adulto mira al frente porque considera equilibrados su futuro y su pasado. Los mayores, en cambio, miran hacia atrás porque el pasado ya empieza a ser abrumador y el futuro, siempre incierto, puede acabar siendo más efímero de lo previsto.

Con la mirada retrospectiva de los que ya vamos mayores, se vienen a la memoria recuerdos e imágenes de tiempos pasados que, por extraño que parezca, siempre se nos antojan mejores que los actuales. Tiempos en los que determinadas actividades eran menos perseguidas aunque no por ello toleradas. Y por ese regusto que deja haber escapado al siempre ominoso peso de la ley, se saborean con fruición ciertos pasajes de nuestra historia.

Una de estas elusiones era el “furtiveo” en el río, presas y regueros. ¿Cómo olvidar coger cangrejos en los ladrillos? ¿Cómo olvidar su gesto inexpresivo con sus pinzas constreñidas en su agujero, trasunto de cruzarse de brazos cuando lo inevitable te ha caído encima? Aquel marisco de pobres de interior acabó siendo un manjar de ricos en distinguidas mesas madrileñas. El cangrejo se extinguió, fruto de la codicia humana, allá por 1983. Después se introdujeron los foráneos, los que le habían traído la pandemia de la Afanomicosis, y ya nada volvió a ser igual.

¿Cómo olvidar la pesca con “cerpón” las noches de la semana de San Juan, cuando auténticas oleadas de barbos remontaban río arriba en su freza? Las nocturnas sombras del río frenaban su ímpetu reproductor y se “estacionaban” en batería en los márgenes someros. A la luz de la linterna podía verse la punta blanquecina de su hocico y su mirada fija. Se mostraban impasibles ante la captura de los ejemplares que se hallaban a su lado, traspasados por el artefacto mientras se apagaba la luz.

La carnicería era notable y era un aquelarre nocturno de varios participantes a la vez y copiosas capturas que se cifraban en sacos. Pero así que la luna apuntaba por encima de las copas de los chopos, todo se trastocaba. Aquellas escamosas criaturas parecían retornar de su letargo, como si una fuerza irresistible se despertara en ellos, salían río arriba como posesos. Eran entonces manchas blanquecinas que avanzaban enloquecidas y ya era inútil perseguirlos.

Tampoco eran ajena la pesca con red, también ayudados de las estiradas sombras de la noche. Había incluso pescas comunitarias donde se utilizaban incluso caballerías para pasar el trasmallo al otro lado del río aprovechando las “tablas”. La cosecha era variada, truchas, barbos, bogas, escallos, blanqueales, alguna tenca, que era la fauna piscícola de la zona. En aquel tiempo no había intrusos como los lucios y otras quincallas que autoridades descerebradas han ido introduciendo en nuestros cursos fluviales. Deles Dios mal galardón.

También era técnica relativamente frecuente la pesca en la modalidad llamada “a robo” donde se daban duros tirones con varias escarpias bien plomadas y cañas de bambú con la punta cortada y tanza capaz de soportar enormes tensiones. La técnica consistía en ensartar el pez, que habitualmente solía ser de buen tamaño (los pequeños, difícilmente eran las víctimas).

Y por último la pesca a mano entre “ahocas” o “tueros” lo que requería no poca habilidad que se iba adquiriendo con la práctica de años. Era alucinante acariciar el cuerpo de ejemplares de mediana o gran talla, ocultos bajo tocones muertos semisumergidos, que se dejaban levitar en el agua al tocarse sus escurridizos vientres, momentos antes del lance definitivo que, infinidad de veces se traducía en fracaso. Entre las “ahocas” era como una ensoñación ver las truchas intentar ocultarse entre aquellas plantas que podían acabar siendo para ellas una trampa letal.

También había técnicas muy agresivas como era utilizar explosiones de cohetes de fiesta que causaban una gran mortalidad en sifones de canales de riego cuando, incluso en ellos se juntaban “muelos” de pescado. Y más desconocidos iban siendo las agresivas atrocidades de utilizar productos tan agresivos como polvos de gas, lejía por parte de los furtivos más degenerados, o con extractos de plantas, los más moderados.

Todos estos recuerdos pronto serán historias de contar a nietos incrédulos, pero en tiempos no muy lejanos fueron reales. Tristemente, la impudicia humana visible en los ríos de León tal vez impida que nuestra red hidrográfica recupere la inmensa riqueza que un día tuvo. Contaminación y plásticos van camino de ser los únicos habitantes de nuestros cauces fluviales. ¡Pobre legado el que recibirán las futuras generaciones de ribereños!

 

Urbicum Flumen, julio de 2020

Historias que no fueron pero pudieron ser


Me han hecho llegar uno de esos libros que sólo se suelen leer una vez en la vida. El libro en cuestión es viejo y su título no viene al caso. Las páginas están amarillentas, con esa pátina que los años imprimen al papel y que le confiere un aire solemne. Al hojearlo someramente comprobé que, en su interior, había un par de cuartillas con cuidada caligrafía, propia de tiempos pretéritos. Picada mi curiosidad, no pude por menos que deslizar la vista sobre ellas y comprobé que era una historia que paso a reproducir.

Allá en el Órbigo, donde el agua coge mansedumbre por tramos, en uno de los pozos que el capricho de la naturaleza crea, esculpiendo taludes de arcilla cuando furioso llega crecido por el deshielo y las primeras lluvias primaverales, reside desde ya hace bastantes años Doña Rosaura, la vieja trucha que pausada, deambula de vez en cuando sorteando los torbellinos que generan traicioneros remolinos. Elude los furtivos para lo que no suele alejarse de los tueros que, siempre inquietantes, se descomponen premiosamente en el lecho del río.

Doña Rosaura es viuda de Don Estanislao que pereció siendo aún bastante joven  enmallado en la red que desaprensivos ribereños largaron una noche en la que, a la manera tradicional, hicieron el cerco en una tablada después de haber cruzado el extremo del trasmallo un jinete sobre recio alazán. Era una plácida noche de verano cuando el matrimonio salmónido cenaba un liviano plato de mosquitos a la hora del sereno. Nuestra amiga, siempre suspicaz, pudo escapar a tiempo pero su marido no tuvo tanta suerte.

La pareja se había conocido cuando unos parientes habían bajado de las Omañas, porque hasta ellos había llegado la noticia de que se había construido un puente por el que circulaba un ruidoso artefacto que soltaba humo por una chimenea y que discurría sobre unos railes de hierro, circulando periódicamente y espantando a los habitantes fluviales de los alrededores. Acompañando a sus dos parientes había venido Don Estanislao, un macho de trucha con una planta imponente que cautivó a doña Rosaura desde el primer momento.

Otro galán cortejaba en vano a doña Rosaura. El pobre hacía un gran recorrido porque llegaba desde Villarroquel y una ocasión corrió un grave peligro con una inesperada riada que le hizo tener que resguardarse cerca de una semana. El infeliz, si ya no gozaba de los favores femeninos, pronto fue desplazado por su competidor omañés. Un día, cuando ya Don Estanislao era novio declarado de nuestra protagonista, tuvo una trifulca con el pretendiente del río Luna y doña Rosaura tuvo que mediar en el asunto despidiéndolo educadamente.

El lóbrego llágano próximo a uno de los puertos desde donde arranca una presa de riego, fue el hogar conyugal, y ahora es morada triste de la viuda que añora tiempos pasados. Rara vez alguno de sus hijos viene a visitarla, y es que como los peces que dejan los huevos a merced de las aguas, las relaciones maternofiliales no son muy estrechas. Últimamente un barbo de gran tamaño se deja ver por su pozo, pero al tratarse de otra estirpe, su presencia tampoco es lo que se dice objeto de amistad. Además Doña Rosaura se zampó a varios de sus familiares y aún tiene mala conciencia.

Nuestra protagonista ya achacosa por la edad ha perdido algunos dientes y ya no puede comer cangrejos grandes, come mosquitos y larvas de insectos que la corriente arrastra. En verano come pequeños renacuajos pero las bermejuelas, bogas y cabezones ya se le hacen demasiado rápidos. Igualmente levanta piedras con el hocico para comer gusarapas y rangajos, maraballos les dicen más al norte. Tampoco desdeña los saltamontes que caen al agua.

La cuestión es que además de otros achaques de la edad, empieza a notar que el reuma, fruto de muchos años soportando las frías aguas del deshielo, pasan factura. Lejanos quedan los tiempos en los que se enfrentaba con bravura sin igual a las tumultuosas corrientes o saltaba fuera del agua, cayendo con gran estruendo en cálidos anocheceres veraniegos, causando sorpresa y admiración entre las familias que se acercaban al río a merendar.

Nuestra amiga también sabe lo que es estar al borde de la muerte. Siendo joven tuvo un error funesto y confundió una rata de las que pululan por los márgenes del agua, con una nutria que, mitad en broma, mitad en serio, quiso ponerla en el menú. Su juventud y su rapidez le salvaron de las feroces fauces de aquella fiera. Jamás olvidará las habilidades de aquel bicho bajo el agua. Siendo algo más mayor también escapó a los afilados dientes de un cerpón, con que un émulo de Neptuno, llamado Juan, quiso ensartarla. Unas ramas de aliso lo impidieron.

Cuando llega el verano La señora trucha gusta de refugiarse durante la canícula entre la fresca maraña que ofrecen las ahocas y aunque las pintas que adornaban su librea ya son más mortecinas, se cuida de pasar desapercibida entre las que son más profundas e inquietantes y en las que se queda velada mimetizando el color de su cuerpo con el suelo. Otras veces…

Y aquí se truncaba la narración que ocupaba ambas cuartillas. Sorprendido por la brusca interrupción del relato, aunque no fuera una historia deslumbrante, coloqué el libro boca abajo con las hojas abiertas por ver si entre otras páginas pudiera estar la conclusión de este relato, curioso por conocer el desenlace que le daba su autor. No había más cuartillas pero en su lugar, de entre las últimas hojas, cayó un sobre color sepia, por el que hube de agacharme.

Al recogerlo note que contenía algo en su interior. Bajo la solapa asomó otra cuartilla que en nada se parecía a las anteriores y, como a su amparo, había una foto con la imagen cuarteada y tonalidad mate, Se trataba de una niña vestida de blanco que a duras penas sostenía un ejemplar de trucha de grandes dimensiones con una boca abierta enorme. Sin saber por qué, raudo le di vuelta aquella foto y en la esquina izquierda de su reverso, podía leerse, con la misma caligrafía de las cuartillas, un nombre: María José.

Repasado el retrato volví los ojos sobre la cuartilla que resultó ser una carta remitida por un soldado que había escrito a sus padres desde el frente. Estaba fechada a trece de setiembre del 38 y en ella refería como hallándose en las cercanías de la Sierra de Pandols, a la que había sido desplazado con su batallón de ametralladoras, refería que el día anterior habían sufrido una encarnizada refriega con gran número de bajas por ambas partes.

Líneas más abajo narraba que había caído en combate un compañero suyo del pueblo de Ponjos y que confiaba en que enviaran su cuerpo a casa. Me sorprendió un círculo desvaído sobre aquellas letras escritas con tinta medio lavada, como si algo hubiera humedecido el papel y trasluciese por ambas caras. Cambiaba el ritmo de escritura después, como si se hubiera interrumpido en su línea argumental y hubiera adquirido un tono más introspectivo, más trágico. Sin lugar a dudas la letra era la misma del relato y del reverso de la foto.

Con aquel variopinto material, difícil de articular, mi imaginación viajó por otros derroteros y columbró si aquel humilde narrador habría salido bien parado de la contienda. Quizá habría perecido en ella. Con la fecha y el remite desde Gandesa en Tarragona, no quedaba duda de que había estado en el frente del Ebro. No sé muy bien por qué me asalto una cierta tristeza. ¿Cómo podía llegar a saber cuál fue su desenlace? La única posibilidad sería viajar hasta el pueblo de sus padres y comenzar a indagar entre el vecindario, cosa que me parecía excesiva.

Repase una y otra vez el libro en busca de alguna pista más, algún apunte que aún pudiera dormir entre sus páginas, pero todo fue en vano, allí no había nada más. Pensé que mi curiosidad no se vería saciada hasta que, de forma casi instintiva, mis ojos repararon de nuevo en el reverso de la foto. Sí allí estaba la solución al enigma. Con la misma letra de todo lo demás, en un extremo medio raído de la foto, apenas si alcanzaba a leerse escrito a lápiz: Turcia 1960. Respiré aliviado. Momentos después me sorprendí a mí mismo con una estúpida sonrisa mientras pensaba: ¿Qué sería de doña Rosaura?

Urbicum Flumen

Río Órbigo, la sonrisa de una tierra


La orografía leonesa, con su extensa red fluvial, se dispone con un patrón de distribución que se repite de forma regular por la mayor parte de su territorio. Cadena montañosa al norte de la que nacen numerosos ríos de mayor o menor entidad que prestan a la provincia unas características uniformes aunque todos con su particular idiosincrasia. Y al sur, valles abiertos y amplios por donde se tranquiliza el agitado curso de dichos ríos. Tal parece que un gigantesco rastrillo hubiera rasgado su geografía para dibujar las vegas cultivables, cada una con su río correspondiente.

Este patrón se repite alternando vegas cultivables con algunos enclaves problemáticos en lo que a su avenación se refiere y extensas llanuras o planicies donde el agua se lleva artificialmente o se debería acabar llevando. Dos vertientes hay en el reparto de aguas que León cede a los territorios colindantes. Acabarán una en el Duero, tributo de unos ríos cuya fisonomía varía menos que las costumbres y usos de sus poblaciones ribereñas. Cada una con su “hecho diferencial” respecto a sus vecinas. Viajaran otras mas tortuosas hacia el Miño siempre siguiendo al sol en su ocaso.Y sólo una breve representación cruzará a Asturias, saludando a los salmones para desaparecer en el galernoso Cantábrico.

Con su no menos personalidad, a nosotros nos ha tocado en suertes el Órbigo. Nace este río del matrimonio del Luna y el Omaña, éste orientó su curso hacia Oriente por ver nacer el sol y se desentendió de su gran pariente, el Sil que engendrado junto a él, caminará rumbo a Galicia. Con estos antecedentes familiares empieza su andadura concediendo el apelativo de ribera a los primeros pueblos que se asoman a verlo pasar, delimitada su senda por los altaneros chopos, invasores asiáticos al decir de los expertos en dendrología, que han robado el protagonismo a una sufrida vegetación autóctona que se niega a desaparecer.

Ya desde sus primeros pasos comienza el Órbigo a sufrir las primeras sangrías de su caudal para dar de beber a la vega que lleva su nombre y a la sedienta planicie del Páramo que han hecho del riego algo más que una seña de identidad, una religión. Esta dinámica altruista será la constante vital que arrastrará en todo su recorrido sin que lleguen a concederle merecida tregua .

Con todo, llega ufano y con digno caudal para aportar el soporte vital a unos pueblos que ahora le rinden homenaje apellidándose Órbigo. Repetirá corrientes, pozos y presas que injuriarán impenitentes su jovial galanura. Se las verá con arcillosas “arribas” fruto de su labor de zapa que como un Sísifo, no conoce descanso. Pasará con dignidad bajo algún puente presumido de jacobeo destino y otros sin pretensiones estéticas.

Fluye su curso siempre flanqueado de chopos, compañeros fieles, siempre royendo la orilla más abrupta, visitando otros pueblos y alguna villa, ahora con aguas más oscuras y con la mansedumbre de un viejo reflexivo que confiesa que ha vivido. Aquí ya pronto recibe el tributo del río Tuerto que llega con el Duerna incorporado. Y así, juntos, siguen transitando planicies a las que sacian de su sed insaciable.

Y todo su tesoro de líquido elemento cruzará los ojos de otro puente con guiños históricos de decimonónicos conflictos armados. Y aceptando en su disminuido seno como último agasajo de León al río Jamúz, cruzara con dignidad a Tierras zamoranas para allí aceptar el postrero aporte del río Eria y ya, cual amante despechado, se dirige al encuentro con su hermano mayor, el Esla para con una sola alma entregarse al fatigado río Duero con el que ya, aguas mestas se encajonaran por angosturas, acantilados y represas de los Arribes. Y fluyendo lembranzas de su tierra, las frías aguas acercadas por el Órbigo saludarán a aquel pedazo desgajado de León que un día pasó a formar parte de la entrañable nación portuguesa.

Toda esta hermandad fluvial participará del espíritu de los conocidos viñedos de Oporto donde ya bajo el nombre de Douro serán despedidos como intrépidos y esforzados viajeros por un férreo y altivo puente de connotaciones eiffelianas antes de perderse en las procelosas aguas del Atlántico donde bien podría figurar un lapidario epitafio para cada uno de ellos del estilo: Aquí yace el río Órbigo.

Largo y tortuoso viaje para nuestro nunca bien ponderado río que con su particular fisonomía pone en contacto la blanca nieve de León con el inmenso océano. Y así durante años, durante siglos, durante una eternidad, seguirá pasando indiferente ante los ojos de los curiosos que se acercan a contemplar su majestuosidad sin reparar en que nosotros nos quedamos mientras él continua llevándose la esencia de León consigo.

Por eso ahora dinos ¡rumoroso padre Órbigo! Altivo en el deshielo y encogido en el estío, risueño en tus corrientes y grave en tus tabadas. Tú que hurgaste el tenebroso llágano y moldeaste las aristas de los brillantes cantos que antaño daban tersura a tu duro lecho y hoy cubierto de légamo, muestra de la impudicia y desconsideración de tus ribereños.

¡Dinos tú si un día nos permitirás conocer la magia que se oculta entre tus aguas!

Urbicum Fluminem, marzo de 2018

Photo by Javier Díaz Barrera (javierdiazbarrera.es) on Foter.com / CC BY-NC-ND

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