Me han hecho llegar uno de esos libros que sólo se suelen leer una vez en la vida. El libro en cuestión es viejo y su título no viene al caso. Las páginas están amarillentas, con esa pátina que los años imprimen al papel y que le confiere un aire solemne. Al hojearlo someramente comprobé que, en su interior, había un par de cuartillas con cuidada caligrafía, propia de tiempos pretéritos. Picada mi curiosidad, no pude por menos que deslizar la vista sobre ellas y comprobé que era una historia que paso a reproducir.
Allá en el Órbigo, donde el agua coge mansedumbre por tramos, en uno de los pozos que el capricho de la naturaleza crea, esculpiendo taludes de arcilla cuando furioso llega crecido por el deshielo y las primeras lluvias primaverales, reside desde ya hace bastantes años Doña Rosaura, la vieja trucha que pausada, deambula de vez en cuando sorteando los torbellinos que generan traicioneros remolinos. Elude los furtivos para lo que no suele alejarse de los tueros que, siempre inquietantes, se descomponen premiosamente en el lecho del río.
Doña Rosaura es viuda de Don Estanislao que pereció siendo aún bastante joven enmallado en la red que desaprensivos ribereños largaron una noche en la que, a la manera tradicional, hicieron el cerco en una tablada después de haber cruzado el extremo del trasmallo un jinete sobre recio alazán. Era una plácida noche de verano cuando el matrimonio salmónido cenaba un liviano plato de mosquitos a la hora del sereno. Nuestra amiga, siempre suspicaz, pudo escapar a tiempo pero su marido no tuvo tanta suerte.
La pareja se había conocido cuando unos parientes habían bajado de las Omañas, porque hasta ellos había llegado la noticia de que se había construido un puente por el que circulaba un ruidoso artefacto que soltaba humo por una chimenea y que discurría sobre unos railes de hierro, circulando periódicamente y espantando a los habitantes fluviales de los alrededores. Acompañando a sus dos parientes había venido Don Estanislao, un macho de trucha con una planta imponente que cautivó a doña Rosaura desde el primer momento.
Otro galán cortejaba en vano a doña Rosaura. El pobre hacía un gran recorrido porque llegaba desde Villarroquel y una ocasión corrió un grave peligro con una inesperada riada que le hizo tener que resguardarse cerca de una semana. El infeliz, si ya no gozaba de los favores femeninos, pronto fue desplazado por su competidor omañés. Un día, cuando ya Don Estanislao era novio declarado de nuestra protagonista, tuvo una trifulca con el pretendiente del río Luna y doña Rosaura tuvo que mediar en el asunto despidiéndolo educadamente.
El lóbrego llágano próximo a uno de los puertos desde donde arranca una presa de riego, fue el hogar conyugal, y ahora es morada triste de la viuda que añora tiempos pasados. Rara vez alguno de sus hijos viene a visitarla, y es que como los peces que dejan los huevos a merced de las aguas, las relaciones maternofiliales no son muy estrechas. Últimamente un barbo de gran tamaño se deja ver por su pozo, pero al tratarse de otra estirpe, su presencia tampoco es lo que se dice objeto de amistad. Además Doña Rosaura se zampó a varios de sus familiares y aún tiene mala conciencia.
Nuestra protagonista ya achacosa por la edad ha perdido algunos dientes y ya no puede comer cangrejos grandes, come mosquitos y larvas de insectos que la corriente arrastra. En verano come pequeños renacuajos pero las bermejuelas, bogas y cabezones ya se le hacen demasiado rápidos. Igualmente levanta piedras con el hocico para comer gusarapas y rangajos, maraballos les dicen más al norte. Tampoco desdeña los saltamontes que caen al agua.
La cuestión es que además de otros achaques de la edad, empieza a notar que el reuma, fruto de muchos años soportando las frías aguas del deshielo, pasan factura. Lejanos quedan los tiempos en los que se enfrentaba con bravura sin igual a las tumultuosas corrientes o saltaba fuera del agua, cayendo con gran estruendo en cálidos anocheceres veraniegos, causando sorpresa y admiración entre las familias que se acercaban al río a merendar.
Nuestra amiga también sabe lo que es estar al borde de la muerte. Siendo joven tuvo un error funesto y confundió una rata de las que pululan por los márgenes del agua, con una nutria que, mitad en broma, mitad en serio, quiso ponerla en el menú. Su juventud y su rapidez le salvaron de las feroces fauces de aquella fiera. Jamás olvidará las habilidades de aquel bicho bajo el agua. Siendo algo más mayor también escapó a los afilados dientes de un cerpón, con que un émulo de Neptuno, llamado Juan, quiso ensartarla. Unas ramas de aliso lo impidieron.
Cuando llega el verano La señora trucha gusta de refugiarse durante la canícula entre la fresca maraña que ofrecen las ahocas y aunque las pintas que adornaban su librea ya son más mortecinas, se cuida de pasar desapercibida entre las que son más profundas e inquietantes y en las que se queda velada mimetizando el color de su cuerpo con el suelo. Otras veces…
Y aquí se truncaba la narración que ocupaba ambas cuartillas. Sorprendido por la brusca interrupción del relato, aunque no fuera una historia deslumbrante, coloqué el libro boca abajo con las hojas abiertas por ver si entre otras páginas pudiera estar la conclusión de este relato, curioso por conocer el desenlace que le daba su autor. No había más cuartillas pero en su lugar, de entre las últimas hojas, cayó un sobre color sepia, por el que hube de agacharme.
Al recogerlo note que contenía algo en su interior. Bajo la solapa asomó otra cuartilla que en nada se parecía a las anteriores y, como a su amparo, había una foto con la imagen cuarteada y tonalidad mate, Se trataba de una niña vestida de blanco que a duras penas sostenía un ejemplar de trucha de grandes dimensiones con una boca abierta enorme. Sin saber por qué, raudo le di vuelta aquella foto y en la esquina izquierda de su reverso, podía leerse, con la misma caligrafía de las cuartillas, un nombre: María José.
Repasado el retrato volví los ojos sobre la cuartilla que resultó ser una carta remitida por un soldado que había escrito a sus padres desde el frente. Estaba fechada a trece de setiembre del 38 y en ella refería como hallándose en las cercanías de la Sierra de Pandols, a la que había sido desplazado con su batallón de ametralladoras, refería que el día anterior habían sufrido una encarnizada refriega con gran número de bajas por ambas partes.
Líneas más abajo narraba que había caído en combate un compañero suyo del pueblo de Ponjos y que confiaba en que enviaran su cuerpo a casa. Me sorprendió un círculo desvaído sobre aquellas letras escritas con tinta medio lavada, como si algo hubiera humedecido el papel y trasluciese por ambas caras. Cambiaba el ritmo de escritura después, como si se hubiera interrumpido en su línea argumental y hubiera adquirido un tono más introspectivo, más trágico. Sin lugar a dudas la letra era la misma del relato y del reverso de la foto.
Con aquel variopinto material, difícil de articular, mi imaginación viajó por otros derroteros y columbró si aquel humilde narrador habría salido bien parado de la contienda. Quizá habría perecido en ella. Con la fecha y el remite desde Gandesa en Tarragona, no quedaba duda de que había estado en el frente del Ebro. No sé muy bien por qué me asalto una cierta tristeza. ¿Cómo podía llegar a saber cuál fue su desenlace? La única posibilidad sería viajar hasta el pueblo de sus padres y comenzar a indagar entre el vecindario, cosa que me parecía excesiva.
Repase una y otra vez el libro en busca de alguna pista más, algún apunte que aún pudiera dormir entre sus páginas, pero todo fue en vano, allí no había nada más. Pensé que mi curiosidad no se vería saciada hasta que, de forma casi instintiva, mis ojos repararon de nuevo en el reverso de la foto. Sí allí estaba la solución al enigma. Con la misma letra de todo lo demás, en un extremo medio raído de la foto, apenas si alcanzaba a leerse escrito a lápiz: Turcia 1960. Respiré aliviado. Momentos después me sorprendí a mí mismo con una estúpida sonrisa mientras pensaba: ¿Qué sería de doña Rosaura?
Urbicum Flumen
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