Con permiso de los titiriteros que, con arte innato, hacían que una cabra bailara o hiciera equilibrios imposibles, en un alarde de sincretismo artístico entre hombre y animal, hoy quiero recordar a unos artistas cuyo nombre debiera estar escrito con letras de oro allá en los pueblos que sirvieron de improvisado escenario para sus increíbles actuaciones.
Tal vez hubo otros muchos artistas que quien suscribe estas líneas no llegó a conocer, pero, aun así, las evoluciones de Renato y de Barbachei son memoria viva de muchos pueblos de León que vieron a la puerta de su casa imborrables prodigios que hoy, en que los medios de comunicación nos atosigan con vulgaridades, serían motivo de admiración y respeto. Admiración por sus habilidades y respeto por su indudable profesionalidad.
Recuerdo la fisonomía caucásica de Barbachei, longilíneo, enjuto, cara alargada y pelo lacio, largo y escaso. Aún me parece verlo descamisado, sudoroso, sin concesiones a la indumentaria, que lo hacía confundirse entre los asistentes a sus números irrepetibles. “Barbachei el hombre foca que sostiene un peso con la boca, echa tres meses debajo’l agua y sale pidiendo un botijo”, rezaba la mitificación de aquel hombre nervudo, honrado jornalero de un espectáculo único.
Sus intervenciones con un arado sobre su mentón daban cuenta de unas habilidades poco comunes. El artilugio podía un arado romano, excusado es decir que era un objeto pesado, asimétrico, inestable, que aquel hombre era capaz de manejar con soltura en una situación que dejaría boquiabiertos a modernos malabaristas. Conjugaba fuerza y equilibrio que sorprendía a propios y extraños. No había escenario, el público se apiñaba a su lado y él ordenaba separarse a los circunstantes en previsión de cualquier percance.
Pero cualquier objeto, sillas, escaleras, sin importar peso, forma o dificultad, podía ser izado a su barbilla desafiando las leyes físicas. Un día llegó a izar a un hombre que superaba los cien kilos de peso, sentado en una silla. Evidentemente la acción no era subida y bajada inmediata, era capaz de caminar y contener aquellos pesos infernales ante el asombro de los asistentes. Era un deleite ver las proezas de aquella leyenda que se desenvolvía a tu lado. La magia acercada al pueblo. Y por si fuera poco, su remuneración era la voluntad.
Pero si mítico acabaría siendo Barbachei, no menos mítico y extraordinario fue Renato quien, con alguna regularidad, visitaba Veguellina de Orbigo y supongo que otros pueblos también. Aquel hombre arriesgaba su vida a unas alturas escalofriantes. El pueblo entero se congregaba a la hora establecida para contemplar las evoluciones de aquel funambulista que, equipado con una pértiga, caminaba impávido sobre un cable que cruzaba toda la plaza hasta llegar al extremo en pendiente, sujeto a la cúspide de la torre en la zona nueva.
Cuando ya todo parecía visto de aquel número circense, sin carpa ni red que pudiera salvarlo de una caída, llegaba algo más difícil todavía. Su siguiente intervención era volver a hacer el mismo recorrido pero en esta ocasión con sus ojos cubiertos por una venda. Ciertamente aquello era impactante y no faltaban gritos de temor elevándose al cielo. Pero aún quedaba el plato fuerte, asistido por un ayudante, de forma inexplicable volvían a hacer el mismo recorrido ambos, sólo que en esta ocasión lo hacían con una moto de la que pendía Renato.
Estas cosas por inverosímiles que puedan parecer, eran el espectáculo para la gente sencilla. Lástima que quizá nunca supimos reconocerles toda su valía. León entonces era otra cosa.
Urbicum Flumen, marzo de 2021