Labores del pasado: la siega


«Ni por sembrar ralo, ni por segar verde, ningún labrador se pierde» (Refrán alistano).

Doblan los trigos ya secos con el peso de las espigas bien granadas, es el momento propicio para el comienzo de la siega. Esta era la manera tradicional de hacer las duras faenas del verano cuando se sufrían con esfuerzo sin la existencia de la moderna maquinaria que hacen ahora más dulces y llevaderos los trabajos del verano.

Los preparativos

No puede faltar la hoz bien afilada en la piedra rústica o la famosa piedra de afilar «portuguesa» que se compraba en las ferias y romerías de la comarca o del otro lado de la Raya, como la Riberiña, la Luz o la Salud y que se llevaba consigo siempre que se salía a la senara (pequeña finca que se iba a segar; no es palabra alistana).

Atados al mango de la hoz, los «dediles» (fundas de material o cuero), para que no se olvidaran en casa y así evitar cortes en los dedos de la mano que coge «la manada de pan».

Otra protección, esta vez del inmisericorde sol alistano que cae a plomo sobre las cabezas de los segadores, era el sombrero de pajas que sustituye a la boina negra asentada en la «morra» (cabeza) del alistano, que parece que nació con ella; algunos no se la quitaban ni para segar o la sustituían por el típico «muqueru» (pañuelo de cuadros azules usado para sonarse) anudado en cada esquina y puesto a modo de boina o esta sobre el muquero extendido sobre la cabeza. Las mujeres solo con el pañuelo a la cabeza o el sombrero de paja encima.

Un preparativo indispensable que había que hacer la víspera era «el encaño», que consistía en un manojo de pajas de centeno que se sacaban «desbagándolos» sobre las piedras del trillo para que soltasen el grano de las espigas, durante la trilla del año anterior y que se guardaban en el pajar durante todo el año para, el día antes de ir a segar, ponerlo en el río a que se ablandara. La misma mañana que se salía a la siega se sacaba del agua escurriéndolo, envuelto de un saco y terciado sobre el lomo del burro, se llevaba hasta la tierra para hacer las «ataderas» que servían para atar bien prietos los manojos.

En algunos pueblos de Aliste, el encaño era sustituido por las «garañuelas» o «purretas» de centeno que se sembraban a tal efecto con el trigo para, en seco, atarlo.

Como ya decimos, se llevaba el burro aparejado con las alforjas donde de transportaba la comida para todo el día, que iba en recipientes como: la cazuela de barro dentro de una cesta de mimbre y tapada con un «rudillo» (trapo o paño de cocina) ya que no tenían tapa; más adelante las cazuelas eran de porcelana (la recordaréis de color rojo oscuro, con dos asas y tapa), «la fambrera» (fiambrera) roja a juego con la cazuela, o blanca y con un cierre metálico.

Imprescindible para subsistir a «la calor», el cántaro, por supuesto lleno de agua la noche anterior, puesto al sereno para que refresque bien, tapado con tapón de corcho atado con una cuerda al asa para que no se extravíe; también se llevaba un vaso de porcelana blanco para beber (en realidad es una taza con un asa).

El vino en el barril de pajas que lo mantenía fresco o en la calabaza, pocas veces la bota.

También en los preparativos tenemos que destacar el impagable trabajo de la mujer alistana que aparte de salir para la «segada» a la par de los demás, ya había madrugado mucho antes para poner el pote, teniendo la comida lista a la hora de partir…

Copiado del muro de Riofrío de Aliste (reproducido con permiso del autor)

 

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Tormenta


—Se nos mete el tiempo en agua y nos coge el pan en la tierra —se lamentaba Anselmo que, cada vez que se avecinaba una tormenta, sentía unos fuertes dolores en su pierna derecha.

Bajo un sol impenitente, Anselmo y Amelia llevaban todo el día segando a hoz en una tierra de centeno. Avanzaban, pero por el ritmo que llevaban tardarían dos o tres días más en dominar aquel mar de espigas.

—Vamos, pa’ casa, Selmu. Vamos, que por mucho que nos afanemos, hoy ya no acabamos. Habrá que venir mañana temprano. Encima, nos va a pillar el torbón… —dijo la mujer con la mirada puesta en el horizonte.

Anselmo, viendo el centeno que aún quedaba en pie, se resistía a abandonar. Se secó el sudor, echó un trago de vino e, ignorando la queja de su mujer, retomó la tarea. No llevaba ni cinco minutos segando cuando dejó caer la hoz y se sentó en el suelo.

De un cuarterón de cuero sacó unas hebras de tabaco y lío un cigarro. Después de varias caladas se volvió hacia Amelia y, con voz quejumbrosa, le propuso acabar la embelga y, una vez llegasen a la rodera, marchar para casa.

Con la cabeza baja y caminando sobre las rodillas, la pareja volvió al tajo. Con el sol a punto de refugiarse tras el Teleno, otros segadores, hombres y mujeres, empezaban a desfilar hacia sus casas. Al pasar por delante de la tierra de Anselmo levantaban y movían el brazo con la hoz en la mano a modo de saludo o de mensaje de ánimo, pero el hombre ya no se veía capaz ni siquiera de llegar al camino. Ensimismado, y casi vencido por la fatiga y el desánimo, no reparó en que unos muchachos al pasar por delante de aquella tierra habían echado la rodilla a tierra con la hoz y cada uno de ellos avanzaba llevando una ancha sucaina de centeno.

Anselmo al oír detrás de sí risas y una animada conversación se dio la vuelta sorprendido al ver como tres rapaces, que ni siquiera acertaba a saber quienes eran, se habían puesto a segar con ellos.
—¡Vamos, vamos, ti Selmu que esto es pan comido! —le dijo a voces uno de aquellos muchachos.

En pocos minutos, los jóvenes habían alcanzado a Anselmo y a Amelia, colocándose delante de ellos. A estaya y rítmicamente cada uno de los segadores apretaba con la mano izquierda un puñado de espigas, y con la hoz en la otra mano las cortaba, amontonándolas después en pequeñas gavillas. No habían llegado Amelia y Anselmo al camino cuando cada uno de aquellos rapaces empezaba una nueva embelga. Un buen rato más tarde, todo el centeno de aquel quiñón descansaba en la tierra engavillado en manojos y amontonado en medio de la tierra.

—Ay Dios mío, Selmu, nun sei cumo ye vamos pagar a estos rapaces. Nun tenemos ni un cachín de pan que ofrecei-yes.

Los muchachos se despidieron y, haciendo bromas entre ellos, se alejaron por el camino que bordeaba aquellas tierras de cereal. Eloísa recogió los enseres metiéndolos en un fardel de tela, Anselmo se acomodó la pesada muleta de madera debajo del brazo y ambos, en silencio, emprendieron el camino de regreso a casa.

En el horizonte, lejanos bramidos y destellos anunciaban la llegada de la lluvia.

Gregorio Urz, enero de 2019

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

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