La solidaridad, esa virtud ‘cotidiana’ olvidada


Hace un tiempo leí una frase de David Graeber que me hizo pensar. Decía algo así como que la mayor virtud burguesa es el ahorro y la mayor virtud de la clase trabajadora es la solidaridad. Sin embargo —decía también— hoy en día, ‘preocuparse por los demás’ es visto como una lacra.

Y sí, Graeber tenía razón. Me acordé de cómo funcionaba mi pueblo cuando yo era niño. Más allá de ciertas obligaciones solidarias sobre las que ya tratamos en este blog, la vida en los pueblos se sostenía en esas solidaridades cotidianas. Recuerdo, por ejemplo, que mi madre me mandaba a la tienda y allí iban apuntando en una libreta las compras. También el panadero dejaba el pan en casa cada 2-3 días y lo anotaba. Nadie, o casi nadie, solía pagar al contado. Las deudas con el tendero o el panadero se liquidaban una vez al año, generalmente cuando se vendían las patatas, los corderos, el lúpulo o lo que fuese. Y así con todo. No había dinero, no había liquidez, no había cash.

Creo que detrás de ese funcionamiento hay una idea de solidaridad. No es como decía Adam Smith que lo que movían al carnicero o al panadero era su propio interés y no la benevolencia. Pues bien, en este caso diría que lo que movía a Pedro, el panadero de Riofrío, no era la lógica del enriquecimiento a costa de lo que fuese, sino que en su trabajo había una vocación de servicio a la comunidad. Obviamente, ser panadero le permitía obtener un ingreso pero no especulaba con el precio del pan ni te dejaba sin pan porque te retrasases en el pago. En este caso además, Pedro se movía con un Land Rover —un coche mítico, aquel Land Rover— y siempre estaba dispuesto a ‘dar viaje’ a quien lo necesitase. Diría que Pedro, además de panadero, era una buena persona.

En esas sociedades tradicionales, lo usual era vivir endeudado y gracias a ese funcionamiento solidario no faltaba —por ejemplo— el pan en la mesa. Pero la gente no sólo vivía endeudada con el tendero o el panadero, sino que no había problema en pedir prestado a un vecino para poder afrontar gastos extraordinarios. Y aunque también había prestamistas usureros que dejaban el dinero a intereses crecidos, en lo cotidiano se acudía a pedirle al vecino o al pariente. Ni siquiera era necesario firmar nada. Eran deudas que a veces se pagaban en metálico y otras veces se cancelaban por algún producto o servicio. Era algo que se daba con naturalidad.

También era normal que cuando llegaban épocas de mucho trabajo las familias y los vecinos se ayudasen en las trabajos agrícolas. Gracias a esas ‘solidaridades’ las familias podía trillar las mieses, o llevar a cabo trabajos que exigían la concurrencia de mucha gente. ‘Hoy te ayudo yo, mañana me ayudas tú’. Ayudar, se trataba de ayudar. También de preocuparse por los demás, no hacía falta que el vecino o el pariente te avisase de cuando precisaba un apoyo, ya las familias estaban pendientes para ofrecer ayuda.

Bien. Como decía, lo normal era vivir endeudado y eso no era un comportamiento reprobable, salvo que las deudas estuviesen originadas por el juego o el vino. Es decir, no se estigmatizaba a quien pedía dinero ni a quien debía.

Ahora bien, en un momento dado todo eso cambió. La gente empezó a pagar al contado. Quizás porque mucha gente empezó a tener un trabajo asalariado, porque llegaron las pensiones del Estado o por lo que fuese… pero el caso es que empezó a estar mal visto estar endeudado porque además la gente ya no se endeudaba con el vecino sino con el Banco o la Caja de Ahorros. Si necesitabas un tractor y no tenías para pagar al contado, pues lo más ‘cómodo’ era la financiación del Banco y así ya ‘no debías nada a nadie’. La gente empezó a dejar de depender de sus vecinos para pasar a depender del ‘mercado’ y ahí ya empezaron a aparecer otras dinámicas. Se pasó a depender de las entidades de crédito y sus condiciones. El tener dinero pasó de ser un medio a un fin; se trata de juntar dinero en la cartilla… Lo peor de todo es que estar endeudado o pedir dinero a alguien está muy mal visto. El corolario de todo esto es «quien necesite algo que vaya al Banco o a Cáritas, pero a mi que no me pida nada».

En fin… No sólo está mal visto ayudar, sino también pedir ayuda. Nos hemos vuelto muy individualistas y será muy difícil desandar algunos caminos.

Hacía mucho que no aparecía por el blog y hoy me apetecía compartir estas reflexiones. Si te apetece puedes dejar tu comentario.

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Foto de Flo Maderebner en Pexels

Los comunales y el sostenimiento de los más pobres


Hace unas semanas tratábamos sobre las solidaridades vecinales. La entrada de hoy muestra la importancia de las tierras comunales para los más pobres, ya que quienes no disponían de propiedades podían cultivar en los quiñones comunales o mantener un poco ganado en el couto o el monte comunal.

El texto que aquí se reproduce ha sido traducido de Serrano Álvarez, José A.: “Commons and rural poor in preindustrial societies: a case study in Northwest Spain. León, 1850–1950”. Rural History Yearbook / Jahrbuch für Geschichte des ländlichen Raumes 2015, pp. 103-115. Haciendo click en este enlace podéis encontrar el articulo original (en inglés).

i. Los aprovechamientos directos del comunal

El aprovechamiento más importante eran las tierras comunales (quiñones, coutos, debesas y montes), de las que los vecinos de la aldea obtenían directamente productos e ingresos. Al no disponer de datos catastrales, es prácticamente imposible calcular las producciones obtenidas ya que en cada localidad leonesa variaba la superficie de comunales y los rendimientos. Así por ejemplo, en 1850 en una de estas aldeas Ferreras de Cepeda (incluyendo el barrio de Morriondo, hoy pedanía), los vecinos disfrutaban de unas 2.400 hectáreas de tierras comunales[6]; es decir, en torno al 85% del espacio productivo era de propiedad comunal. Mientras que en algunas comarcas había tierras comunales de regadío de buena calidad, lo habitual es que fuesen tierras de monte de aprovechamiento extensivo de bajos rendimientos por hectárea. Hacia 1950, en Ferreras de Cepeda eran cultivadas unas 450 hectáreas[7]; el resto, unas 2.000 hectáreas –a excepción de un couto de unas 30-40 hectáreas reservado para vacas y bueyes y de unas reducidas zonas boscosas acotadas donde los vecinos obtenían maderas y leñas–, era aprovechado de forma extensiva por el ganado ovino. Cada vecino tenía derecho a un lote de tierra comunal de cultivo (quiñones) en el que se solía cultivar centeno en rotaciones bienales (un año se cultivaba y otro se dejaba en barbecho). Cada uno de estos lotes (quiñones), redistribuidos por sorteo cada varios años entre todos los vecinos (familias) de la aldea, tenía un extensión de 4-5 hectáreas obteniéndose en ellos unos 7-8 Qm. de centeno y entre 14-17 Qm. de paja por hectárea[8].

En comarcas del sur de la provincia únicamente los vecinos más antiguos tenían derecho al disfrute de los quiñones de tierra cultivable siendo habitual que no se pudiesen arrendar. No obstante en algunos lugares el vecino adjudicatario podía arrendarlos y obtener así un ingreso. Documentado para otros lugares del NW peninsular[9], era un rudimentario sistema de previsión social orientado a proporcionar un ingreso a los más ancianos de la comunidad, colectivo especialmente vulnerable en el medio rural; como reconocía el párroco de Benavides de Órbigo en una carta al Instituto de Reforma Agraria protestando contra la enajenación de los «quiñones del conde» aforados por el concejo, se trataba de “una especie de pensión de vejez” disfrutada por los ancianos cuando faltaban fuerzas para trabajar[10].

Otro importante aprovechamiento directo del comunal eran los pastos. En 1865 León era una de las provincias española con una mayor cabaña ganadera, si bien se trataba por lo general de pequeñas explotaciones, con una media de 3 cabezas de ganado vacuno y 27 de lanar por propietario[11]. En cada comarca variaba el tipo y número de ganado y el grado de dependencia del comunal, razón por la que de nuevo es imposible cuantificar el ingreso obtenido en las tierras comunales. Las utilidades (trabajo, carne, leche y estiércol) proporcionadas por el ganado eran fundamentales para las economías campesinas; así en el período estudiado una pareja de vacas, alimentadas de mayo a octubre en los prados comunales, ofrecían 180-200 días de trabajo al año, criaban 1 ó 2 terneros, un poco de leche que podía ser transformada en queso o manteca, y estiércol. Una veintena de ovejas, sostenidas todo el año en el monte, proporcionaban unos 10-15 corderos, unos 20 kilogramos de lana, así como abono y pieles. Es decir, por un lado los ganados proporcionaban subproductos que hacían a las economías familiares más autosuficientes; y por otro, la reproducción del entero sistema agrario dependía de los comunales, ya que hasta las primeras décadas del siglo XX el estiércol era el único fertilizante utilizado[12]. A ello se añade que el uso de los pastos comunales era gratuito, y con las «veceras» o sistemas de pastoreo colectivo por turnos se producía un importante ahorro en trabajo; de esta manera, una unidad familiar propietaria de una veintena de ovejas únicamente debía ocuparse del pastoreo unos pocos días al mes, pudiendo participar en estas tareas, muchachos y mujeres.

Otros aprovechamientos directos del comunal incluyen maderas y leñas, cal, cortezas para curtido, resina, frutos secos, yerbas medicinales, bellotas, miel, cera, caza, o pesca. El ingreso obtenido de estos esquilmos era variable; mientras que la apicultura o la venta de leñas y maderas proporcionaban un ingreso adicional a amplios sectores del vecindario de la aldea otras, como por ejemplo la recolección de gamones para cebar los cerdos, eran prácticas de subsistencia para los vecinos sin recursos. Las maderas eran especialmente importantes en las comarcas de montaña; allí, durante el invierno los campesinos elaboraban aperos de labranza que llevaban a vender en otras zonas de la provincia. A pesar que en 1878 con la Ley de Repoblación forestal se prohibieron estos aprovechamientos, los campesinos más necesitados siguieron comerciando con las maderas de los bosques, apreciándose en las primeras décadas del siglo XX un importante tráfico ‘fraudulento’ de maderas con destino a las minas de carbón[13]. De igual modo, en pueblos próximos a centros urbanos la venta de carbón vegetal o leñas era una fuente de ingreso para los más pobres, especialmente en tiempos de crisis; por ejemplo, en Ferreras de Cepeda en la postguerra, durante la noche los campesinos cortaban urces en el monte que eran vendidas en pueblos vecinos: el magro ingreso obtenido por un carro de urces permitía, por ejemplo, comprar un saco de harina para amasar pan.

Cuantificar el ingreso obtenido por la venta de unas fanegas de centeno, unos corderos o unos carros de leña no tiene demasiado sentido. La importancia del ingreso obtenido por la explotación directa del comunal debe ser evaluada más en su contexto temporal y situacional que en términos de su magnitud solo[14]. Es decir, la significación del ingreso no era igual para todas las familias, sino que estaba directamente relacionada con las cargas que ésta soportaba (número de miembros, deudas, etc). Por otra parte, el ingreso obtenido del comunal no es comparable con el salario de un obrero, ni de un peón agrícola, ya que en la segunda mitad del siglo XIX no funcionaba un verdadero mercado de trabajo; a ello se añade que en el NW de España los campesinos combinaban el trabajo asalariado con las actividades agrarias y ganaderas. No obstante, como señala una amplia literatura, la explotación directa del comunal tuvo una serie de impactos positivos para las familias más pobres protegiéndolas contra el riesgo de caer en la pobreza crónica[15] especialmente en tiempos de crisis y de fluctuación de los precios, o frenando la proletarización[16] al atenuar la dependencia de los salarios y del mercado de trabajo.

En cuanto a la protección contra la pobreza crónica, vimos que el comunal permitía a los campesinos con pocos medios disponer de un capital mínimo. Por este motivo, en una coyuntura con precios altos de las subsistencias, o en épocas de escasez los comunales habrían sido una especie de seguro frente a la miseria. El comunal no sólo habría protegido a los campesinos contra las fluctuaciones de los precios (en España, el coste de la vida subió un 65% entre 1909 y 1933[17]) sino que un lote de tierras comunal, dos vacas y una veintena de ovejas proporcionaban independencia del trabajo asalariado. En segundo lugar, la presencia de tierras comunales está relacionada con unas mejores condiciones de vida[18], indicio de que el comunal habría atenuado la proletarización del campesinado. Otra prueba de ello es que, de acuerdo al Censo de campesinos elaborado por el gobierno republicano para preparar la reforma agraria, en 1931 el NW de España era la región con un menor número de jornaleros[19]; en ese mismo Censo se comprueba que en León, el mayor porcentaje de jornaleros estaban en los distritos con una menor superficie de comunales. Incluso, en León aumentó el número de propietarios en periodo estudiado y, como veremos más adelante, este aumento ocurrió a costa de la propiedad comunal.

Dos últimos aspectos a reseñar son el ingreso obtenido por las haciendas locales del arriendo de los bienes comunales y los inmuebles comunales. Así por ejemplo en Lario, al igual que en otras aldeas montañesas, con el ingreso obtenido del alquiler de los puertos pirenaicos, contrataban maestro, médico o guardas de campo[20]; de esta manera, gracias a los comunales, los vecinos podían disfrutar de servicios sin ver aumentada su carga impositiva. También en algunas localidades el concejo poseía propiedades como casas de concejo, molinos, hornos, o fraguas utilizadas gratuitamente por los vecinos, o cantinas o carnicerías donde el rematante del servicio ofrecía provisiones al precio marcado por el concejo.

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[6] Clasificación de los Montes Públicos hecha por el cuerpo de Ingenieros del ramo en cumplimiento de lo prescrito por el Real Decreto de 16 de Febrero de 1859 y Real Orden del mismo mes, y aprobada por Real Orden de 30 de Septiembre siguiente. Madrid 1859.
[7] Distrito Forestal de León, Catálogo de los montes de utilidad pública y relación de los de libre disposición de la provincia de León, León 1964.
[8] Rendimientos consignados en la Cartilla evaluatoria de Quintana del Castillo – Archivo Diputación de León. Archivo Diputación Provincial de León (ADPL) – Legajo 5.809/4. 1943–1946, ‘Amillaramientos del Partido Judicial de Astorga’.
[9] Joaquín Costa, Colectivismo agrario en España, vol. 1: Doctrinas (1898), Madrid 1983.
[10] AIRYDA, Colonias. Carracedo. Legajo 25/3 (2). “Expediente sobre irregularidades en la fundación social del Conde de Luna. Benavides de Órbigo”.
[11] Junta General de Estadística, Censo de la ganadería de España según el recuento efectuado el 24 de septiembre de 1865, Madrid 1868.
[12] Junta Consultiva Agronómica, Materias fertilizantes empleadas en la agricultura. Resumen hecho por la Junta Consultiva Agronómica de las Memorias de 1919, remitidas por los Ingenieros del Servicio Agronómico provincial, Madrid 1921, 179.
[13] José A. Serrano, Campesinos, Estado y mercado. La conflictividad forestal en el Noroeste de España, León (1870–1936), DT-SEHA 14–02, http://ideas.repec.org/p/seh/wpaper/1402.html (15. 6. 2014).
[14] N. S. Jodha, Common property resources and rural poor in dry regions of India, in: Economic and Political Weekly 21 (1986), 1169–1181.
[15] Ibid.; Jane Humphries, Enclosures, common rights, and women. The proletarianisation of families in the late eighteenth and early nineteenth centuries, in: The Journal of Economic History 50 (1990), 17–42; Van Zanden, Paradox, véase nota 3; Jean Philippe Platteau, Traditional systems of social security and hunger insurance. Past achievements and modern changes, en: Ehtisham Ahmad et al. (eds.), Social security in developing countries, Oxford 1991, 112–170.
[16] Jeanette M. Neeson, Commoners. Common right, enclosure and social change in England, 1700–1820, Cam- bridge 1993; Edward P. Thompson, Customs in common. Studies in traditional popular culture, London 1991; Behar, Santa María, véase nota 3; Van Zanden, Paradox, véase nota 3.
[17] Albert Carreras/Xavier Tafunell (eds.), Estadísticas históricas de España. Siglos XIX–XX, Madrid 2005, 1.289.
[18] Francisco J. Beltrán Tapia, Commons and the standard of living debate in Spain, 1860–1930, in: Cliometrica (2014), http://link.springer.com/article/10.1007/s11698–014–0107–9 (30. 7. 2014).
[19] Luis E. Espinoza et al., Estructura social del campo español: el censo de campesinos (1932–1936). Primeros resultados, in: Ricardo Robledo/Santiago López (eds.), ¿Interés privado, bienestar público? Grandes patrimonios y reformas agrarias, Zaragoza 2007, 309–342, aquí 326.
[20] Archivo de la Junta Vecinal de Lario (Burón). Legajo 3. Sign. 11. Actas de concejo (1805-1929)

 

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