Cómplices


La claridad de la luna se cuela sin pudor por el desvencijado ventanuco, iluminando la estancia de paredes pintadas de cal. Paula está acostada con los ojos muy abiertos. Con el embozo de la sábana cubriéndole hasta la barbilla escucha la respiración pausada de la niña en la habitación sin puerta pegada a la suya. Oye los cuartos de las campanadas de la iglesia de Santa María y unos pasos. Sigiloso como una sombra José se mete en la cama buscando su calor. Tiene los pies helados como todas las noches desde que empezó la guerra. Las campanadas dan las doce de la noche.

­–Estoy muerto de frío –susurra José tiritando.
–Esta mañana al coger agua del Caño Tejo me encontré con Cecilia. Había recibido carta de su marido en la que le dice que en Madrid resisten con uñas y dientes y le asegura que la victoria está cerca.
–Ojalá sea eso cierto. Porque no creo que aguante mucho más metido en el pesebre. Esta postura, sentado todo el día con las piernas encogidas, me va a matar. ¿Y de mí habéis hablado algo?
–Lo de siempre, le he dicho que no sé nada y que hasta que esto no se acabe, no me hago muchas ilusiones de volverte a ver.

Hablan en un susurro, procurando que la niña no se despierte.

–A veces pienso –José se sienta en la cama, apoyando la espalda en el cabecero de hierro– que todos saben que me escondo y en cualquier momento vendrán por mí y me sacarán.
–Escucha… Cecilia es de fiar, pero nadie, por muy de fiar que sea, me va a sonsacar una palabra. Además, piensa que todos los del pueblo vieron como los falangistas te sacaban de casa y en un momento de descuido, de camino al furgón, echabas a correr y huías. Ni Luisón, el hijo de Cecilia, que se pasa todo el día en casa cuidando a la niña, tiene la más mínima sospecha.
–¿Luisón?
–Si, ya sé que es un inocente de Dios, pero se da más cuenta de las cosas de lo que creemos. El otro día la faena del campo se alargó más de la cuenta y ya venía yo toda apurada pensando que la niña se habría despertado y estaría llorando o salido de la cuna, cuando al llegar a casa me encontré a Luisón que, como si adivinara mi retraso, había llegado antes de la hora y la mecía. La mente a veces nos juega malas pasadas, así que lo mejor que puedes hacer es quitarte esas ideas raras de la cabeza y no pensar de más.

Las palabras de Paula parecen haber tranquilizado a José que se echa de nuevo en la cama.

–Entonces ¿Crees que es verdad lo que dice Cecilia?
–Lo creo –dice convencida la mujer –eso, y que hoy es un gran día.
–¿Y que aguantaré mientras tanto?
–Claro que sí.

Paula le da un beso en la mejilla y él se lo devuelve en los labios. Luego le quita el camisón y le besa los pechos, grandes y blancos, que la luz de la luna hace que parezcan más grandes y más blancos. La mujer gime.

–Despertaremos a la niña.

–Seré muy silencioso –dice mientras se desnuda y la abraza. Paula se agarra a los barrotes de la cama. Los muelles del somier chirrían con el movimiento.

–Que no, deja, vamos a despertar a la niña.

Los ojos del hombre brillan cuando se encuentran con los de Paula. Entonces se incorpora y se echa en el suelo de cemento, arrastrándola con él. El suelo está frío pero ellos sólo sienten la tibieza de sus cuerpos buscándose, abrazándose, moviéndose rítmicamente a los pies de la cama, resguardados del reflejo de la luna.

 

Paula levanta la tapa del pesebre y le da a José un pedazo de pan que saca del regazo.

–Esta mañana el olor de la leche hervida me ha hecho vomitar. Lo mismo que cuando me quedé en estao de la niña.

–¡No jodas!

–Así que se la he dado a Luisón para que se la tome en casa. Y un poco más para su madre. Lo está pasando muy mal con su marido en el frente.

–¿Y ahora qué vamos a hacer?

La mujer se encoje de hombros mientras con una mano sacude unas matas de alfalfa que están en la tapa del pesebre.

José se pone en pie con intención de salir.

–Ni se te ocurra… Luisón está con la niña en la cocina y podría verte.

Pero José no hace caso y sale. Da grandes zancadas por el aprisco, sorteando las ovejas, presa de gran agitación.

–Me da igual lo que me pase, igual que me maten como a los cinco que se llevaron el día que yo logré escapar. En qué hora. Ellos muertos y yo aquí, escondido como un cobarde.

Paula llora en silencio. Cuando el hombre se da cuenta intenta abrazarla, pero ella se aparta.

–Lo siento, siento haber perdido los nervios, pero no sabes lo que es vivir con este peso que tengo encima, lo que es estar medido todo el día en este puto agujero. Y lo único que tengo eres tú, tú y la niña, y ahora esto… –vuelve a meterse dentro del pesebre y, una vez dentro, se agacha.

Paula se acerca. Lo único que se le ocurre en esos momentos es acariciarle el cabello ensortijado.

 

Mientras arranca las matas secas de garbanzos, el cuerpo inclinado hacia la tierra, Paula tiene la impresión de que la venda que sujeta su tripa se hubiera aflojado. Se lleva la mano al abdomen y comprueba con alivio que está igual de fuerte y tirante que cuando se la enrolló al salir de casa. No quiere ese niño o niña o lo que venga, ojalá no viniera nada, por eso trabaja todo el día como una mula cargando los fardos secos de alfalfa que les da a las ovejas, ordeñándolas, echándose al cadril el cántaro con la leche, saliendo, ahora que hay labor, a trabajar al campo… A ver si con un poco de suerte lo que sea que lleva dentro se malogra. No cree que sea este el mejor momento para nacer con la guerra que no parece terminar nunca, ni está la economía para alimentar una boca más, pero lo que más le preocupa es el escándalo que se va a armar si en el pueblo se enteran de su embarazo. Claro que eso no va a ocurrir porque ocultará su tripa hasta el final y cuando lo que lleva dentro nazca, lo esconderá donde nadie pueda encontrarlo como ha hecho con José. Que ocurrencia la que tuvieron de serrar la base del pesebre y hacerle unas hendiduras a modo de respiradero, aunque esto de ahora es muy distinto… No quiere ni pensar cómo va a acallar los lloros del recién nacido cuando tenga hambre o se despierte de un mal sueño. Por eso también se mantiene ocupada todo el día, para no darle vueltas. Pero por la noche en la cama la imagen de su tripa creciendo sin parar, terca y obstinadamente, se apodera de ella sin poder evitarlo. Y aunque le gustaría despertar a José y contarle sus temores, se queda bien quieta en la cama. José está cada día está más raro y torcido y si le dijera lo que le pasa seguro que le pondría peor. Ni puede desahogarse con nadie, ni siquiera con Cecilia, su mejor amiga, pues le prometió a su marido ser una tumba y lo será, no va a poner en peligro a su familia por una tontuna así. Aunque hay días que cuando Luisón se marcha y la niña se queda dormida, le habla en voz baja del hermanito o hermanita que va a tener, de su padre escondido que tantas noches se acerca a su cuna y se la queda mirando y de sus sueños. También le habla a la niña de sus sueños. A veces se imagina que huyen muy lejos, a otro país y empiezan una nueva vida. Pero el mayor de sus sueños es el final de la guerra, con la gente regresando a casa, sonriente y feliz, y ella, desde un balcón, con José y la niña a su lado, viéndoles llegar, mostrándoles orgullosa su tripa mientras grita a los cuatro vientos: “Es nuestro, es nuestro”.

Hace un alto en el trabajo y se incorpora. Con la mano protegiendo sus ojos del sol mira la tierra sembrada de garbanzos que parece no terminar nunca. Se siente ingrávida, como flotando. De pronto todo le da vueltas. Le parece que se marea.

Cuando recobra el conocimiento se ve rodeada de gente. Sus voces parecen venir de muy lejos, pero poco a poco reconoce a sus compañeros de trabajo. Tomasín, el de la fragua, le toca la frente.

–¿Qué me ha pasado?

–Bebe –dice una voz de mujer.

Le dan a beber agua de un botijo. Está fresca el agua. Se agradece el agua fresca discurriendo por la comisura de su boca. Cuando se levanta ve la venda que sujetaba su tripa caída en la tierra. Parece la piel abandonada de una culebra que acabara de mudar. Y a pesar de su aturdimiento sabe que ha pasado lo que a toda costa quería evitar. Por los rostros asombrados de sus compañeros. Por su tripa evidente.

El capataz, al cabo de un rato, le dice:

–Anda, mujer, recoge lo que es tuyo y ve pa casa.

Entonces coge la venda caída del suelo, la mete en el bolso y echa a andar sin reparar en los surcos de garbanzos que va pisando, segura de tener clavados en sus espaldas los ojos de sus compañeros.

 

–Llega Paula, con la niña y otro –dice don Evaristo desde el púlpito cuando entran el domingo en la iglesia.

Algunos de los asistentes a la misa se giran. Por un momento Paula piensa darse la vuelta y salir. En cambio se queda de pie, en la parte de atrás de la iglesia, aferrada a la mano de la niña. Como una autómata mueve los labios, siguiendo las oraciones, sin emitir sonido alguno.

En la homilía don Evaristo exclama:

–Dios nos libre de esas mujeres que tienen a los maridos huidos y se enredan con otros. Son perniciosas y falaces, pero el peor de sus pecados es que van por la vida como si nada de lo que hacen tuviera que ver con ellas. Tal es su atrevimiento… hasta osan mostrarse en la casa de Dios.

Paula siente un nudo en la garganta. De un momento a otro va a estallar en llanto. Entonces sí, sin soltar la mano de la niña, alcanza la calle.

Mientras regresa a casa muy deprisa, casi corriendo, se cubre la cara con el velo para disimular las lágrimas. No entiende cómo ha sido tan tonta de presentarse en la iglesia sabiendo que Don Evaristo jamás deja títere con cabeza, ni cómo, tras el recibimiento que le ha hecho el cura nada más llegar, ha podido quedarse a escuchar el sermón. Y ahora con la guerra por medio parece que esté más rabioso. La verdad es que nunca le había visto así. O igual es que hasta hoy no se había sentido objeto de sus ataques verbales de una forma tan directa.

Hasta que no le toca el hombro y se gira no se da cuenta que Cecilia lleva un rato detrás de ella:

–Uf, menos mal –le dice sofocada– Por fin te alcanzo.

 

De vez en cuando se oyen los balidos de las ovejas.

–Lo de menos es que piensen que soy una puta.

A pesar de que está oscureciendo a Paula se le notan los párpados hinchados de llorar, primero con Cecilia, con la que no ha podido evitar desahogarse, luego, en casa, a solas.

–Cómo puedes decir eso. Mañana mismo salgo a la calle y les digo a todos que el padre soy yo.

–José, por Dios, no hagas locuras y espera.

–¿Qué Dios? ¿El de ese cura malnacido? ¿De ese Dios me hablas? –José está casi gritando.

Paula tarda en contestar. Luego dice con voz tranquila y segura.

–Espera, te digo. Hazlo por la niña y por mí y por lo que viene en camino.

– ¿Qué voy a esperar? ¿Un milagro?

–No, un milagro no, pero espera te digo. Sólo hasta el sábado.

–¿Qué pasa el sábado?

Paula no contesta. Piensa en las palabras de Cecilia: “Esto lo arreglamos nosotras”, y se da la vuelta, moviéndose por el aprisco, casi a oscuras.

–¿Qué haces?

–Cama con paja, porque aunque no creo que sospechen nada lo mejor es que te quedes de momento a dormir aquí abajo.

 

Hasta la puerta del baile ese sábado la acompaña Cecilia. La despide con unas palabras de ánimo. Paula irrumpe dentro. Lleva el cabello suelto y ondulado como una joven y se ha pintado los labios. A pesar de su embarazo ostensible, está muy guapa. Más guapa que nunca. Su presencia resulta tan sorprendente que durante unos instantes todos la miran y la música de la orquesta local se detiene. Ajena a la reacción que provoca en los demás, mira a un lado y a otro de la pista, buscando a alguien. Su mirada se detiene cuando, en el lado de los hombres, ve a Luisón, vestido con americana a rayas y pantalón oscuro, que también la mira. Entonces la mujer le sonríe abiertamente, le extiende las manos. El chaval, como atraído por un imán, se acerca a la mujer que coge sus manos entre las suyas y se las lleva a la tripa. El chaval está ensimismado acariciando la tripa de Paula en medio de un gran silencio. El tiempo parece detenido. Después, bajo los tímidos acordes de un vals, la orquesta reinicia el baile.

 

Relato de Sol Gómez Arteaga

Publicado en el libro ya agotado “Los cinco de Trasrey y otros relatos”, que editó la actual Fundación Fermín Carnero en el año 2012.

En el blog “Sol a la tinaja también puedes encontrar otras interesantes publicaciones de la autora.

Foto de Marco Antonio Reyes from Pixabay

Rabonas


–Entonces, ¿se dio bien anoche? –pregunta el Rubio, un chaval lampiño, de piel clara y deslucida, sentado a la mesa con Juan.

La pregunta queda suspendida en el ambiente cargado de la taberna, mientras Juan mete la mano en el bolso del pantalón, saca la petaca de tabaco y el librillo, lía un cigarro, lo prende y fuma una profunda calada. Los ojos expectantes de los escasos clientes distribuidos en varias mesas están fijos en él. Sólo Felipe, en una mesa apartada del resto, tiene la cabeza gacha sobre un periódico atrasado.

–Cuatro rabonas –dice al fin guiñando los ojos por el humo.

–¿Cuatro?

–Lo juro por éstas­­ –se besa el pulgar–. Llevaba toda la noche a espera cuando una liebre cruzó al monte. De un disparo la dejé tiesa en el sitio. No me moví pensando que podía estar en celo y al poco aparecieron dos machos que también dejé clavaos. Ya de vuelta por el teso Trasrey vi otra en la cama, que al verse sorprendida salió veloz como un rayo, pero la Canela fue tras ella hasta que la enganchó. Estuvo bordada la Canela, tú, nunca la vi mejor. Anda, Chata, ponnos aquí una jarra de vino.

–Pues eso sí que es suerte, yo hace días que no cazo ni grajos –se lamenta el Rubio.

–Ahora queda esta noche para darles salida.

–Pues anda con ojo –dice el más viejo de los clientes que está sentado en la mesa de al lado ­–he oído que Tín, Patachisquero, ha cogido el fielato [1] y anda como loco detrás de la gente para que paguen el canon. A los que venden en la plaza los lunes los trae asfixiaos.

–Pues si parecía tonto.–Sí, sí, me río yo de los tontos –continua el viejo– y el peso de la báscula siempre a su favor. Claro que también dicen que pa que el Ayuntamiento le diera el puesto se empeñó hasta las cejas y, claro, de algún sitio lo tiene que sacar.

–Pues si piensa que se va a quedar con algo de lo mío va dao –dice Juan–. Además como ese tenga que salir corriendo detrás de la gente…  

Ríen.

–Lo de la pierna –pregunta el Rubio– ¿fue por accidente o de nación?

–De nación –informa el viejo–. La madre ya había salido de cuentas no sé el tiempo y ya la iban abrir en canal cuando el Tín se arrancó a ver mundo. Y tanta prisa le entró a última hora que salió con la pata medio descoyuntada.

En un rincón Felipe permanece en silencio, con la vista fija en el periódico atrasado. El Rubio al darse cuenta de su presencia se lleva el dedo índice a los labios en señal de silencio. Callan. Al cabo de un rato, sin dejar de mirar a Felipe que está de espaldas, dice en alto:

–Hay que ver, Juan, qué ojillos te ponía Margarita el otro día en el baile.  

Felipe, al oír nombrar a Margarita, se yergue en la silla.

El Rubio prosigue, con intención:

–Y lo contenta que se puso cuando la sacaste a bailar el pasodoble.

–Tiene buena hebra, Margarita, –sentencia el viejo– trabajadora como la que más y está de muy buen ver. Mal harías si la dejas escapar.

Los hombres intercambian miradas cuando Felipe, dejando el periódico abierto sobre la mesa, de pronto se levanta, se dirige a la barra y posa una moneda. Sólo Juan parece estar a otra cosa.

–No digo yo que no –dice al fin cuando ya Felipe ha alcanzado la puerta– Pero no sé, no me veo yo todavía para atarme a un noviazgo tan serio. Oye ¿y a ese que le pasa? –pregunta reparando en el portazo que ha dado al salir.

–Qué le va a pasar, que es un triste –afirma el Rubio.

–Y que está loco perdido por la Margarita. Todo el pueblo lo sabe, todos menos tú, parece –añade desde la barra un cliente que hasta entonces no había intervenido.

Juan se queda un momento pensativo, luego se levanta y con las manos metidas en los bolsos del pantalón se acerca a la Chata, pone los brazos en el mostrador y le dice con voz suplicante:

–Venga, mujer, que nos tienes a palo seco­.

La Chata coge una jarra y la coloca sobre el grifo del barril que tiene detrás.

–La última que te sirvo hoy.

–Cuántas veces te he dicho que no digas la última –le reprende Juan mientras lleva la jarra llena de vino a la mesa–. Que da mala espina. Que es la penúltima. Siempre la penúltima.

 

 

Teresa se arrodilla y tantea, una por una, antes de meterlas en el cesto de paja, las cuatro liebres tiesas como palos que están en el suelo de la cocina. Buen botín ha cazado hoy su hermano, el mejor desde hace semanas. Primero irá a los clientes fijos y, si le sobra alguna, se pasará por casa de la maestra, que le tiene dicho que si lleva caza se acuerde de ella. Con lo que le den comprará en el estraperlo aceite y harina y alubias, que ayer echó a remojo el último puñao que le quedaba. Y una pastilla de jabón de olor. De las cuatro la de la derecha es la más grande y la que está más entera, así que la pondrá arriba del todo para don Fernando, que siempre le da un real de propina y lo mismo hace Elvira, su criada, cuando él no está. Un día se encontró al hijo de don Fernando, que también se llama Fernando, en la cocina, con un libro en las manos y por poco se desmaya del susto. Nunca le había visto tan de cerca. El señorito ni la miró, pero ella sí se fijó en él, vaya si lo hizo. Es guapo a rabiar y tiene algo, no sabría explicarlo, que le hace diferente de los demás. Lo que daría ella porque un hombre así la cortejara, claro que de sobra sabe que no está hecha la miel para la boca del asno y que nunca la cortejará alguien tan rico, ni mucho menos se casará con ella, pero igualmente sabe que de ilusiones también se vive y que soñar con el hijo de don Fernando no se lo puede prohibir nadie aunque sea un imposible. Mira la última liebre que ha colocado en el cesto y antes de cubrirlo con un paño de algodón inmaculado piensa que ojalá fuera ella esa liebre para que una vez cocinada y puesta a la mesa el señorito la saboreara en su paladar. Frente al espejo roto que pende de un gancho de la cocina se recoloca el cabello y se pinta los labios de carmín rojo, apretándolos mucho para que el color se esparza. Antes de salir se pone el chal de los domingos, negro y calado, que heredó de su madre. Si alguien la viera por la calle se preguntaría dónde va así de arreglada, pero como es de noche no cree que nadie repare en ella. Ojalá él si lo haga, si, como la vez anterior, está en casa. Si, por un casual, le abre la puerta.  

 

 

En cuanto Felipe le ha chivado que la chica sale esa noche con mercancía, Tín Patachisquero ha corrido a apostarse en la esquina de su casa y, aunque tenga que estarse toda la noche al sereno, la esperará. El miserable de su hermano anda diciendo en la taberna que no tiene cojones pa pillarle, pues ya va a ver ese miserable si tiene o no cojones cuando le requise toda la mercancía y le baje al cuartel de la Guardia Civil y le den bien pal pelo. Qué se habrá creído el furtivo ese. Al Tin le ha costado lo indecible quedarse con los arbitrios municipales. “Si quieres quedarte con el fielato”, le sopló su contacto en el Ayuntamiento, “pon veinte mil una pesetas en el papel”, “Pero eso es una exageración”…, “La competencia ya da veinte mil, a si que, o pones eso, o no hay na que hacer”, y aunque era mucho más de lo que podía dar, anduvo buscando el dinero por todos lados hasta que al final lo consiguió y ahora lo tiene que sacar aunque tenga que escarbar entre las piedras. Los lunes de mercado es donde consigue el grueso de la ganancia pero el resto de los días está el otro mercado, el negro, un filón que está dispuesto a explotar le cueste lo que le cueste. Están muy equivocaos los listillos como Juan si piensan que al Tin se le puede engañar así como así. Andará tras ellos sin descanso hasta que apoquinen con su parte como está mandao. El Tín está ahí pa algo. El Tín es la autoridad.

De pronto ve salir a la chica con una cesta en la mano. La deja dar unos pasos, se pone frente a ella.

–Alto al fielato, muchacha. Alto a la ley.

 

 

Ya sólo quedan tres clientes, pero el ambiente cerrado y sin ventilar de la taberna, está igual de cegado por el humo que hace unas horas. Juan, que desde hace un rato está solo en la mesa, pide un vino. Tiene la voz pastosa.

–No, Juan, que es la hora de cerrar.

Juan saca el reloj de bolsillo y lo mira. Comprueba que todavía faltan cinco minutos para las diez.

–Un vino y ya me voy. Con lo que saque de las rabonas te pago lo de hoy y lo que te debo de lo que llevamos de mes. Y hasta te doy un real de propina. Esta vez te juro que si digo que es el último es el último, por éstas –se besa el pulgar.

La Chata se acerca a la mesa y con la jarra en la mano le sirve un vino en un vaso pequeño. Juan, agradecido, le va a acariciar la mano que sostiene la jarra, pero la mujer hace un gesto brusco y unas gotas caen al suelo.

–Bébetelo y lárgate de una vez, que a los hombres como tú, engatusadores, me los conozco yo a la legua. Y venga, señores, por hoy se acabó lo que se daba, que luego la multa me la ponen a mí.

 

 

Al ver delante de ella a Tín Patachisquero que le hace un gesto con la mano para que se detenga y le dice algo que no llega a comprender, Teresa echa a correr por la calle San Tirso con todas sus fuerzas. Cuando cree que ha avanzado un buen trecho mira para atrás y comprueba que el hombre, pese a su cojera, la sigue a escasa distancia. Tropieza con una piedra y cae al suelo. Intenta levantarse, lo logra, pero al coger la cesta nota una fuerte presión en la espalda. Tín la tiene agarrada por el chal y al desasirse oye un desgarro. No puede pararse a mirar. Sólo puede seguir corriendo como no lo había hecho en su vida. Baja por la cuesta el matadero y al llegar al puente de piedra tira el contenido de la cesta al río. Poco después Tín la da alcance. Está sin resuello.

–Se que las has tirado –dice el hombre cuando por fin consigue hablar.

–Mentira –grita Teresa con rabia.

Se miran de hito en hito. Los ojos de Teresa, llenos de lágrimas, parecen ascuas ardiendo.

–Esta vez te libras, mocosa, pero la próxima te espero. Y no olvides decírselo a tu hermano.

Teresa observa cómo Tín se da la vuelta y con paso renqueante comienza a subir despacio la cuesta. Luego mira el agua del río, que este año amenaza con desbordarse. Se quita el chal roto, lo examina, lo mete en la cesta.

 

Relato de Sol Gómez Arteaga

Publicado en el libro ya agotado «Los cinco de Trasrey y otros relatos», que editó la actual Fundación Fermín Carnero en el año 2012.

En el blog «Sol a la tinaja« también puedes encontrar otras interesantes publicaciones de esta autora.

 

[1] Nota de la autora: Fielato era el nombre popular que recibían las casetas de cobro de los arbitrios y tasas municipales sobre el tráfico de mercancías, aunque su nombre oficial era el de estación sanitaria, ya que aparte de su función recaudatoria servían para ejercer un cierto control sanitario sobre los alimentos que entraban en las ciudades. El término fielato procede del fiel o balanza que se usaba para el pesaje. Mi padre me cuenta que el fielato salía a subasta pública y el Ayuntamiento se lo adjudicaba a quien pusiera en pliego cerrado la cifra más alta. Quien se quedaba con el fielato obtenía su ganancia del impuesto que luego recaudaba a los vendedores ambulantes.

 

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