Tormenta


—Se nos mete el tiempo en agua y nos coge el pan en la tierra —se lamentaba Anselmo que, cada vez que se avecinaba una tormenta, sentía unos fuertes dolores en su pierna derecha.

Bajo un sol impenitente, Anselmo y Amelia llevaban todo el día segando a hoz en una tierra de centeno. Avanzaban, pero por el ritmo que llevaban tardarían dos o tres días más en dominar aquel mar de espigas.

—Vamos, pa’ casa, Selmu. Vamos, que por mucho que nos afanemos, hoy ya no acabamos. Habrá que venir mañana temprano. Encima, nos va a pillar el torbón… —dijo la mujer con la mirada puesta en el horizonte.

Anselmo, viendo el centeno que aún quedaba en pie, se resistía a abandonar. Se secó el sudor, echó un trago de vino e, ignorando la queja de su mujer, retomó la tarea. No llevaba ni cinco minutos segando cuando dejó caer la hoz y se sentó en el suelo.

De un cuarterón de cuero sacó unas hebras de tabaco y lío un cigarro. Después de varias caladas se volvió hacia Amelia y, con voz quejumbrosa, le propuso acabar la embelga y, una vez llegasen a la rodera, marchar para casa.

Con la cabeza baja y caminando sobre las rodillas, la pareja volvió al tajo. Con el sol a punto de refugiarse tras el Teleno, otros segadores, hombres y mujeres, empezaban a desfilar hacia sus casas. Al pasar por delante de la tierra de Anselmo levantaban y movían el brazo con la hoz en la mano a modo de saludo o de mensaje de ánimo, pero el hombre ya no se veía capaz ni siquiera de llegar al camino. Ensimismado, y casi vencido por la fatiga y el desánimo, no reparó en que unos muchachos al pasar por delante de aquella tierra habían echado la rodilla a tierra con la hoz y cada uno de ellos avanzaba llevando una ancha sucaina de centeno.

Anselmo al oír detrás de sí risas y una animada conversación se dio la vuelta sorprendido al ver como tres rapaces, que ni siquiera acertaba a saber quienes eran, se habían puesto a segar con ellos.
—¡Vamos, vamos, ti Selmu que esto es pan comido! —le dijo a voces uno de aquellos muchachos.

En pocos minutos, los jóvenes habían alcanzado a Anselmo y a Amelia, colocándose delante de ellos. A estaya y rítmicamente cada uno de los segadores apretaba con la mano izquierda un puñado de espigas, y con la hoz en la otra mano las cortaba, amontonándolas después en pequeñas gavillas. No habían llegado Amelia y Anselmo al camino cuando cada uno de aquellos rapaces empezaba una nueva embelga. Un buen rato más tarde, todo el centeno de aquel quiñón descansaba en la tierra engavillado en manojos y amontonado en medio de la tierra.

—Ay Dios mío, Selmu, nun sei cumo ye vamos pagar a estos rapaces. Nun tenemos ni un cachín de pan que ofrecei-yes.

Los muchachos se despidieron y, haciendo bromas entre ellos, se alejaron por el camino que bordeaba aquellas tierras de cereal. Eloísa recogió los enseres metiéndolos en un fardel de tela, Anselmo se acomodó la pesada muleta de madera debajo del brazo y ambos, en silencio, emprendieron el camino de regreso a casa.

En el horizonte, lejanos bramidos y destellos anunciaban la llegada de la lluvia.

Gregorio Urz, enero de 2019

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

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