Tiempos de trilla


Dos constantes vitales presidieron durante siglos la sedentaria vida de los habitantes de la España «cerealera»: el polvo y la paja. Las antiguas casonas construidas de tapial o adobe, son prueba irrefutable de lo dicho. En ellas se nacía y se moría. Buena parte de su arquitectura estaba reservada para albergar la cosecha de cereal. Imborrable es la imagen del boquerón y los labradores haciéndole engullir paja desde el carro. Reservas para todo un año.

Los que conocimos los estertores de esta modalidad de vida agraria no podemos por menos que recordar con nostalgia aquellos tiempos de sudor, de cansancio, de liturgias mil veces repetidas como un inexorable tributo a los ritmos de la naturaleza. Sí, la trilla era un peaje inexcusable, la contribución de la madre Tierra hecha grano que aseguraba el porvenir de unos pagos abrasados por el verano. Caprichos de Ceres.

Para los adultos era un tiempo de apreturas. La siega y la trilla habían de conciliarse con los riegos nocturnos y aquellos hombres enlutados en pana negra, de chalecos de color azabache venidos a un parduzco desvaído y boinas igualmente descoloridas. Lucían rostros cetrinos, apergaminados por un sol inmisericorde que esculpía surcos sobre una piel resecada por agotadoras jornadas de tediosa rutina y escasez de horizontes.

Para los rapaces era un tiempo de disfrutar a pleno rendimiento. Así que te ibas haciendo mayor las obligaciones restringían el goce, pero si no habías llegado a la adolescencia, en que ya eras declarado útil, aquello era todo un no parar. Las praderas comunales con sus eras hervían de gente laboriosa. Había un continuo tráfago de carros —tarea exclusiva de hombres— que rebosantes de gavillas llegaban sorteando medas y morenas de paja. Todo era bullicio.

Bajo un hiriente sol que derretía la sesera, ni las siestas caniculares conocían el reposo. Las casas se vaciaban. Bajo los aleros sonaba el piar penetrante y sordo de los «pardales». Mujeres bajo sus amplias pamelas, cubiertas las cabezas por blancos pañuelos, dobladas sobre el taburete del trillo, solio de eterno girar, eran estampa común. Generosamente cedían su puesto a la patulea de rapaces que, voluntarios nos brindábamos a guiar machos y bueyes, ocupáramos su lugar.

Manejar una pareja de bueyes era onerosa carga para aquellos chicos hiperactivos exonerados de tareas pesadas. Su paso lento descomponía nuestros anhelos en la doméstica aventura de jugar a ser mayores. Los machos —mulos para los no versados— eran otra cosa. Su trote vertiginoso era pura adrenalina aunque a veces, el conductor neófito de aquel artilugio de madera con dientes podía acabar fuera de la era y entonces la bronca estaba servida.

Había forcas, rastrillos, botijos, polvillo, sudor y picores. Las cosas más sencillas componían la escena. Pero si había algo que fuera pura ambrosía era dejarse caer a popa del trillo cuando la parva era alta. Caer sobre aquel mullido lecho de bálago con espigas era una experiencia que dura de por vida. No había juego equiparable que pudiera desplazar a la trilla. Todo eran singularidades, incluso el juego macabro de embutir moscas en una paja con otra.

Nada había en aquellos pueblos que los unificara más, nada socializaba tanto a aquellas comunidades de gusto arcaico, ni un día de fiesta enlazaba más cuerpos y mentes. Después llegaron los ingenios motorizados que aliviaban las tareas y ya nada volvió a ser igual. En un principio, los otrora obreros, se congregaban para contemplar el ahorro de tiempo y esfuerzo que traían aquellas máquinas pero, con su llegada, desapareció una época y unos usos que permanecían invariables desde la noche de los tiempos. Cosas del progreso.

Urbicum Flumen, octubre de 2020

Por si alguien no lo sabe, la foto que acompaña al texto es de Cristina García Rodero y fue tomada en Escober de Tábara (Zamora)

Labores del pasado: la trilla


«El sol de verano ablanda la cera y endurece el barro»

Estas faenas ya son del pasado, puede que se hagan con motivo de alguna exposición o conmemoración. La mecanización y el progreso acabaron con estas duras tareas y diría que casi con la agricultura en Aliste.

Las traemos aquí gracias a nuestros recuerdos y los de mucha gente. Queremos hacerlo con esa ternura que el paso del tiempo hace fluir, pero no olvidamos que fueron tiempos difíciles, trabajos muy duros, casi de «esclavitud» de pura supervivencia, que merecen quedar plasmados para recordar el pasado y no olvidarlos en el futuro.

Para la trilla se contaba con todos los miembros de la familia, incluidos rapaces y abuelos, no se necesitaba madrugar tanto como para la siega y el acarreo, ya que esta faena necesitaba del calor del sol para romper las cañas del cereal. Como en esta tierra las noches suelen dejar rocío, había que esperar a que el sol lo secase, aproximadamente a media mañana se comenzaba.

Se trillaba primero la cebada (se solía sembrar poca o ninguna), después el centeno, del cual se «sacaban las pajas» que consistía en coger las cañas en manadas por un extremo y con las dos manos agitarlas para que se igualasen cayendo las más cortas. Luego se desgranaban dando con las espigas sobre un trillo con las piedras hacia arriba. Se ataban en haces guardándolas para al año siguiente hacer las ataderas y atar los manojos de trigo así como para chamuscar los cochinos en las matanzas, guarnecer la cúpula del horno que quedaba a la intemperie o hacer artículos de cestería, escriños, esteras, payizos.

Comienza la trilla

«En no saliéndose de la parva, todo es trillarla«.

Una vez está el pan en la era, bien entrada la mañana cuando el sol ya calienta bien, se procede a «arramar» el pan o esparcir los manojos desatados por la parcela en forma de círculo llegando a componer una buena capa. Mientras se preparan los trillos llegan los animales, vacas, burros o mulas de las rastrojeras recién segadas donde han pasado la mañana comiendo.

Antes de engancharlos por parejas al trillo se les dan unas vueltas por la parva recién arramada para que la pisen con sus patas.

Se «uñen» con el yugo, una vez colocados los trillos sobre la miés se le pone el «cambicio» (varal curvo de madera) con la parte más gruesa en «el pión» (hierro saliente) del trillo y la más delgada unida al yugo por la «trasga» sujeto con la «cavija». El trillo que se utiliza para las vacas es más pesado que el de los burros dada la mayor capacidad de arrastre de éstas.

Si era pareja de vacas se les ponían «las melenas» delante de los ojos para que no les molestasen las moscas y el «bozo» de alambre para que no coman de la parva. Si eran mulos o burros se uñían con las «colleras» que eran unas protecciones para el pescuezo de las caballerías, también llevaban bozo pero de material. Sobre la parva solían trillar a la vez una pareja de vacas, que eran más lentas, junto con una de burros o mulas que se les «arreaba» para que fuesen rápidos. En algunas ocasiones se emparejaba vaca con burro, cuando una de las vacas estaba recien parida, con alguna enfermedad o simplemente por la pobreza de la familia que solo disponía de un animal de cada especie, aunque siempre había algún allegado que le prestaba alguno.

Comenzaba la trilla dando giros alrededor, machacando lentamente las cañas y las espigas de la miés. Al cabo de un rato se procedía a dar la «primera vuelta a la parva» que se removían las pajas todavía poco trituradas con las tornaderas u forcas (horcas).

Más adelante se le daba una segunda vuelta cuando ya iba bastante triturada. Los trilladores se iban turnando para descansar y aprovechar a beber el agua fresca del cántaro, poniéndose un rato a la sombra.

Los más pequeños de la familia se sentaban sobre la parte trasera del trillo haciendo surcos con los pies cuando la paja iba más fina.

Así, dando vueltas se llegaba a la hora de la comida, la cual traía la madre caliente de casa metida la cazuela de barro, en una cesta o en el capacho, donde no solía faltar el plato típico del verano alistano… «los fréjules con patatas». Se paraba la actividad, se buscaba una buena sombra bajo un árbol si lo hubiere o a la sombra de la meda o del carro dispuesto para ello. Se aprovechaba también este receso para llevar las vacas «al agua» ( a beber al río o pozas) esta misión solía encomendarse a los más jóvenes de la cuadrilla.

Una vez repuestas las fuerzas, tras un descanso se reiniciaba la faena hasta que la paja iba bastante triturada necesitando nuevas vueltas a la parva, pero esta vez con «la pala» de madera, ya que con la tornadera no se podía revolver.

Cuando estaba suficientemente desmenuzada se procedía a «emparvar». Con la ayuda de los trilladores vecinos se llevaba al centro de la parva la paja y el grano triturados haciendo un gran montón con ayuda de las «biendas» (bieldas) o de un artefacto llamado «cambicia» consistente en una tabla ancha. También se utilizaba «el rastro» para juntar la parva.

Alrededor del «parvón» se volvían a «arramar» nuevas «camadas» de miés y se comenzaba una nueva trilla con la misma rutina.

Cuando se había terminado de trillar todo el pan, el parvón central se colocaba orientado de forma transversal en la dirección del aire a la quie se iba a limpiar, en Riofrío se colocaba hacia el «aire de arriba»que venía de la Sierra de la Culebra o Sierra de Arriba y al contrario, de la Sierra de Abajo, hacia Valer de Aliste. A este parvón alargado se le llamaba «cembón».

Para dar por teminada la trilla, con el «rastro» se rastraba el solar y con los barrederos de piorno o carqueisa se barría, quedando listo para la limpia.

«Qué salada vien, qué salada vai; subida n’el trillu, cuántas vueltas dai»

(Canción de trilla)

 

Copiado del muro de Riofrío de Aliste (reproducido con permiso del autor)

 

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