Artistas ambulantes de los años sesenta


Con permiso de los titiriteros que, con arte innato, hacían que una cabra bailara o hiciera equilibrios imposibles, en un alarde de sincretismo artístico entre hombre y animal, hoy quiero recordar a unos artistas cuyo nombre debiera estar escrito con letras de oro allá en los pueblos que sirvieron de improvisado escenario para sus increíbles actuaciones.

Tal vez hubo otros muchos artistas que quien suscribe estas líneas no llegó a conocer, pero, aun así, las evoluciones de Renato y de Barbachei son memoria viva de muchos pueblos de León que vieron a la puerta de su casa imborrables prodigios que hoy, en que los medios de comunicación nos atosigan con vulgaridades, serían motivo de admiración y respeto. Admiración por sus habilidades y respeto por su indudable profesionalidad.

Recuerdo la fisonomía caucásica de Barbachei, longilíneo, enjuto, cara alargada y pelo lacio, largo y escaso. Aún me parece verlo descamisado, sudoroso, sin concesiones a la indumentaria, que lo hacía confundirse entre los asistentes a sus números irrepetibles. “Barbachei el hombre foca que sostiene un peso con la boca, echa tres meses debajo’l agua y sale pidiendo un botijo”, rezaba la mitificación de aquel hombre nervudo, honrado jornalero de un espectáculo único.

Sus intervenciones con un arado sobre su mentón daban cuenta de unas habilidades poco comunes. El artilugio podía un arado romano, excusado es decir que era un objeto pesado, asimétrico, inestable, que aquel hombre era capaz de manejar con soltura en una situación que dejaría boquiabiertos a modernos malabaristas. Conjugaba fuerza y equilibrio que sorprendía a propios y extraños. No había escenario, el público se apiñaba a su lado y él ordenaba separarse a los circunstantes en previsión de cualquier percance.

Pero cualquier objeto, sillas, escaleras, sin importar peso, forma o dificultad, podía ser izado a su barbilla desafiando las leyes físicas. Un día llegó a izar a un hombre que superaba los cien kilos de peso, sentado en una silla. Evidentemente la acción no era subida y bajada inmediata, era capaz de caminar y contener aquellos pesos infernales ante el asombro de los asistentes. Era un deleite ver las proezas de aquella leyenda que se desenvolvía a tu lado. La magia acercada al pueblo. Y por si fuera poco, su remuneración era la voluntad.

Pero si mítico acabaría siendo Barbachei, no menos mítico y extraordinario fue Renato quien, con alguna regularidad, visitaba Veguellina de Orbigo y supongo que otros pueblos también. Aquel hombre arriesgaba su vida a unas alturas escalofriantes. El pueblo entero se congregaba a la hora establecida para contemplar las evoluciones de aquel funambulista que, equipado con una pértiga, caminaba impávido sobre un cable que cruzaba toda la plaza hasta llegar al extremo en pendiente, sujeto a la cúspide de la torre en la zona nueva.

Cuando ya todo parecía visto de aquel número circense, sin carpa ni red que pudiera salvarlo de una caída, llegaba algo más difícil todavía. Su siguiente intervención era volver a hacer el mismo recorrido pero en esta ocasión con sus ojos cubiertos por una venda. Ciertamente aquello era impactante y no faltaban gritos de temor elevándose al cielo. Pero aún quedaba el plato fuerte, asistido por un ayudante, de forma inexplicable volvían a hacer el mismo recorrido ambos, sólo que en esta ocasión lo hacían con una moto de la que pendía Renato.

Estas cosas por inverosímiles que puedan parecer, eran el espectáculo para la gente sencilla. Lástima que quizá nunca supimos reconocerles toda su valía. León entonces era otra cosa.

Urbicum Flumen, marzo de 2021

 

Los abuelos


Aún hoy pueden verse colgadas de las paredes de casas inmunes al paso del tiempo, a modo de trofeo, los retratos en blanco y negro, de parejas de antepasados mirando fijamente a quien los mira, parecen desafiar al presente desde el más allá. El hieratismo de su mirada despierta sentimientos encontrados a mitad de camino entre la nostalgia y la inquietud sin que pueda precisarse muy  bien a que se puede atribuir

Esos personajes fueron un día gente corriente, gobernaban su casa, tenían sus afanes y sus cuitas. Vivían de su trabajo, por regla general agroganadero e incluso forestal, según su origen. Solían ser autárquicos y como diría Machado eran buenas gentes que viven, laboran, pasan y sueñan, y en un día como tantos, descansan bajo la tierra. Ellos protagonizaron tiempos pretéritos, tiempos casi siempre difíciles, sin concesiones a la comodidad deseable. Su vida no fue en blanco y negro como sus fotos, sencillamente les tocó vivir una época de otro color.

Los más mayores aún conservamos en nuestra retina el vivo recuerdo de aquellos “viejos” muchas veces prematuros y que eran para hijos y nietos, “los abuelos”. Los más por el destino eran personas rurales. La indumentaria era uniforme, camisa blanca, chaleco y pantalones de pana negra, a veces con remiendos, tocados con boina. Es fácil recordarlos, eméritos de sus tareas por cuestiones de edad o reumáticas, sentados a la puerta, reunidos con otros “viejos” como ellos, con historias del pasado en su conversación porque el futuro ya les era ajeno.

Más adentro el zaguán donde muchas noches durmió el carro de ruedas rechinantes. Alrededor las piezas de la casa y más adentro el patio, herencia romana. Cerca las cuadras de los animales y otras dependencias para los más diversos productos agrarios. Por la casa anda el gato y picotean las gallinas. La mujer, de luto eterno, quien sabe si ya enlutada antes de nacer, ama y señora que huso y puchero se mantiene alejada de la tertulia masculina. Reina en la cocina de carbón o leña donde no falta el cántaro, el escaño, ni la jofaina con su trípode.

A veces llegan los nietos alterando la paz y el orden, entonces aquellos seres en cuyas fotos, sepia por los años, nos parecen seres arcaicos, distantes, resulta que eran criaturas que con otro aspecto eran seres adorables, equiparables a los modernos abuelos que acompañan como ayos a sus nietos, aunque los de hoy más parecen personajes de algún anuncio televisivo. No, aquellos abuelos no gozaban de la misma prestancia, pero el trasfondo sigue siendo invariable.

¿Cómo olvidar aquellas rebanadas de pan que amorosamente partía la abuela para merendar con una onza de chocolate? ¿Cómo olvidar las entradas o salidas en escena del abuelo con su boina, su cacha y su anatomía encorvada, refunfuñón y tierno a la vez? La abuela pausada, con toquilla, pañuelo perenne y rostro igualmente arrugado, contrapunto de su marido, el toque femenino envuelto en la tosquedad de otra época. ¿Cómo olvidar aquellas escudillas o tarteras de sopas que igual servían de desayuno que de cena? Recuerdos y más recuerdos.

A veces el destino, siempre caprichoso, se complacía en dejar viuda a la abuela. Entonces aquella mujer se volcaba con sus nietos, a sabiendas de que no se vería correspondida. Era igual, es como si una sagrada misión presidiera sus actos, un afán de conservación de un legado oculto, a veces bajo algún toque autoritario para no parecer meliflua en exceso, pero fiel guardiana de su infantil linaje, consintiendo impertinencias sin cuento.

Otras veces los avatares de la vida llevaban a  vivir a la abuela a casa de sus hijos y allí, desubicada, recordando su pasado, viendo desdeñados su saber y su experiencia vital, esperaba impertérrita un final que muchas veces no se demoraba en llegar.

Urbicum Flumen, febrero de 2021

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Aquellas tardes de cine


Desde que el cineasta francés Georges Méliès, allá en los albores del siglo XX, incrustó de un cañonazo una nave espacial en el ojo de la luna, la ficción entró a orbitar en una dimensión desconocida hasta el momento. Poco podía hacer suponer que aquella primigenia filmación abriría un torrente de fantasía que se ha mantenido hasta nuestros días.

El desarrollo del cinematógrafo supuso un vuelco en la forma de narrar historias que no conoció fronteras. Era acercar lo más parecido al teatro a lugares tan apartados que era imposible que pudieran servir de escenario para otras actuaciones que no fueran compañías itinerantes de cómicos, malabaristas o titiriteros con cabras equilibristas, tentetiesos animales haciendo filigranas imposibles al son de trompetas estridentes.

Pero el cine era otra cosa. La mera proyección apagando las luces creaba ya un ambiente propicio para dejarse sorprender por las más variopintas historias, fueran reales o fruto de la creatividad más desbordante. Chicos y mayores fueron “víctimas propiciatorias” de la ilusión que hacía viajar a los lugares más insospechado, verse inmerso en las más fabulosas historias o sentirte partícipe de las más insólitas secuencias, sin mencionar aquellas estrellas de los distintos géneros que hacían despertar secretas pasiones. Una válvula de escape sin igual.

Los pueblos que tenían la suerte de contar con una sala de cine marcaban diferencias. Toda la parafernalia cinematográfica tenía vida propia. Por la semana los fotogramas anticipaban la historia que se vería el próximo domingo, eran magia impresa en cartón luciendo sobre bastidores de madera orlando carteles artísticos en los que figuraban reparto y dirección, así como la sinopsis de una de romanos, del oeste, cómica, bélica, romántica, etc.

Llegado el día, conocidas las películas que serían proyectadas, se presentía el hechizo. En los buenos tiempos la Iglesia se complacía en anotar la calificación moral del filme que, cosas del momento, ya había pasado la pertinente censura e incluso recortes llegado el caso. En plena digestión dominical comenzaba el rito mil veces repetido. La reverencia ante la taquilla: General o butaca. Entradas rotas y adentro. El templo de la fantasía abría sus puertas.

El vestíbulo previo a la sala ya tenía su encanto. Paredes con carteles anunciadores de grandes superproducciones americanas lo copaban todo. Retratos de actores y actrices de ensueño colgaban de las paredes como objeto de deseo, haciendo ignorar efluvios emanados de los desinfectantes de tosca fragancia ambiental. La sobriedad del bar con alto mostrador, informaba de que se había sido admitido en un santuario onírico. Allí se  tomaban los “oranjes”, refrescos de difícil catalogación para los bolsillos más desahogados.

Y por fin, a golpe de timbre, comenzaba la liturgia. Llegando a su hora se ocupaba la localidad señalada, que podía ser un simple banco para los chicos siempre ocupando las plazas más económicas. Los tiros atronaban sobre las cabezas. Se apaga la luz y se hace el silencio sólo roto por alguna tos errática. El aperitivo era el Nodo, versión quiero y no puedo de la Deutsche Wochenende, que daba impostado lustre imperial a las estrecheces del momento. En la furtiva oscuridad, parejas de jóvenes encuentran la intimidad que se les negaba fuera.

Pero si llegabas tarde, una imagen más cargada de historia que las que pudieran asomar en la pantalla, acabó por grabarse en el imaginario público. Era el mítico acomodador, mitad asistente, mitad agente de orden, señalaba tu plaza guiándote por pasillos y filas. La gente se levantaba privando de la escena crucial a la fila de atrás que murmuraba en silencio. También aplacaban  gamberros vociferadores que patalean o silban amparados en la sombra, sobre todo, si como era habitual, el celuloide se quemaba suspendiéndose la proyección.

Sesiones infinitas a veces supervisadas incluso ocasionalmente por la guardia civil. Descansos donde los asistentes no osan hablar en voz alta sobrecogidos como salen. Acabada la función, el público se retira conversando sobre lo visto o interesándose por la vida y obra de alguno de los asistentes. Pero contrariamente a lo que pudiera parecer, cuando el galán acababa por despachar al “malo” y besar a la chica, que acababa sucumbiendo a los encantos masculinos, al encenderse las luces, la filmografía todavía despertaría la curiosidad en la gente menuda.

Fuera la película nacional o de Tarzán, los rapaces jugaban a emular los personajes y con palos de infantil reconversión, pegaban tiros y más tiros en juegos inocentes. Y eso por no mencionar los ratos perdidos buscando restos de película en la que en vano se buscaba un pasaje de alguna escena vista un par de días antes. Fragmentos que habían sido desechados ante la imposibilidad de volver a unirlos. El afortunado que encontraba una buena tira de celuloide era tenido por alguien afortunado y se hacía acreedor de todos los respetos.

Aún quedaban rituales a la salida del cine cuando en las frías noches de invierno, el castañero con su minilocomotora de tueste, se apostaba a la salida del cine. Impagables recuerdos filiales de abrigo y bufanda que no descubrían más que los ojos, con castañas recién asadas en los bolsillos que, a modo de calefacción central, te calentaban hasta llegar a casa. Evidentemente cuando te llevaban al cine a ver películas toleradas para todos los públicos.

Inagotables son las evocaciones de una vida de días de cine que se fueron para no volver, los que se desaparecieron con la televisión cuando nos acercó el cine a casa. Pero me temo que me he alargado en exceso, cosas de los largometrajes. Y ahora, disculpadme, pero Greta Garbo, distante, inalcanzable y misteriosa, me está requiriendo desde su retrato imperecedero, envuelta en pieles para un pase de Ana Karenina y comprenderán que no puedo faltar a mi cita con un mito erótico del cine en blanco y negro.

 

Urbicum Flumen, diciembre de 2020

 

 

Pueblos maragatos


Según el antropólogo Julio Caro Baroja, sobrino del excelso escritor Pio Baroja, los maragatos tenían unos orígenes más oscuros que los oscuros orígenes de sus compatriotas vascos, lo que no es poco para los no poco chauvinistas euskaldunes. Muchos ríos de tinta han corrido sobre la Maragatería y sus naturales, así es que no será mucho lo que aquí se pueda aportar pero tampoco será cargosa una opinión más.

Vaya por delante que soy un enamorado de esta comarca, singular como pocas en todo el país y, sin ningún género de dudas, la más singular de todo León. Tan es así que viendo las torres de las iglesias de Salamanca o Extremadura tienen un regusto maragato que se hace extensivo a otros ámbitos. Un buen ejemplo puede ser la torre de Val de San Lorenzo, cuya estética luce en Plasencia e incluso en otras localidades de la Ruta de la Plata más al Sur.

Muchos son los pueblos maragatos que conservan su esencia prístina, como Santiago Millas, Santa Colomba de Somoza, Lucillo, Filiel, Luyego o la vedette de todos ellos, Castrillo de los Polvazares. El elenco no es pequeño y los rasgos diferenciales que los definen, inapelables. Casas sobrias con patio empedrado, ventanas y portales (en arco de medio punto) adornados por orla blanca, son algo irrepetible, como irrepetible era ver sus rebaños tutelados por pastores que tañían rústicos instrumentos, audibles en la lejanía de pagos apartados y yermos.

Notable es el vuelco que el turismo jacobeo ha traído a aquellos recónditos lares que se extienden hasta el alto de Foncebadón, y sin embargo la Maragatería hoy, como ayer, es una zona deprimida, al igual que se van deprimiendo todos los pueblos ubicados en áreas donde el frío pugna por roer los huesos de sus moradores. Sea como fuere, este apartamiento tiene alguna contrapartida que hace de ellos algo sublime. Visitarlos es paladear la esencia del país.

Para mí, un pueblo que tiene algo que no soy capaz a describir con palabras —supongo que Pío Baroja sí lo sería — es Turienzo de los Caballeros. Es esta una localidad que, al parecer, fue fruto de la repoblación por el conde Gatón con gente de la localidad homónima de Turienzo Castañero en el Bierzo. También parece haber sido la capital de la Maragatería o Somoza, antes de que este título se quedara en Astorga.

Levemente apartado del Camino Francés, se accede a Turienzo por un pequeño puente que salva un arroyo donde las aguas del estío se muestran escasas. El ganado pastando a la entrada ya inspira la paz que se respira en un pueblo de unas pocas decenas de habitantes. Más, al entrar en contacto con él, se llega a la conclusión de resulta un enclave rural que no teniendo prácticamente nada resulta, sencillamente, impactante. Es uno de esos lugares que cautivan al viajero y le dejan una huella imperecedera.

La torre del castillo de los Osorio, aquellos cuyo mote heráldico se jactaba de no haber rendido jamás su espada, bien merece una visita, Mudo testigo pétreo de algún lírico recital veraniego. En el centro se encuentra un espaciosísimo enclave salpicado de vetustos nogales que le pone un toque de distinción irrepetible en ningún otro lugar conocido. Un poco más lejos se halla una iglesia con vestigios románicos deteriorados por la tiranía que impone el paso del tiempo. Cuenta con largo acceso rampante a su campanario. Sencillamente soberbio.

Poder civil y religioso en ambos extremos de la localidad y el ágora popular en medio. Toda una metáfora. Por desgracia, la arquitectura tradicional de tejados de “teito” y muros de piedra, languidece y está en buena medida perdida o ha dado paso a extemporáneos materiales modernos. Un signo más de la desolación que embarga a nuestro amado León.   

Urbicum Flumen, enero de 2020

El gato


Pocas imágenes evocan mejor lo que era la vida en los pueblos que la de un gato caminando ajeno al vértigo, sobre una tapia de barro con barda incluida. De la criatura que se dice que tiene siete vidas y siempre cae de pie, puede decirse que fue diseñado para ser rural. Hay congéneres urbanos que pugnan por mantener su caché pero el entorno juega en su contra. A buenas horas se les consienten sus serenatas nocturnas allá por el enamoradizo mes de Enero.

El gato, al decir de los entendidos, es un animal introducido desde Asia para combatir la plaga de roedores que asolaba los burgos de la época, cuando otra pandemia, la de la Peste, diezmaba Europa. Los gérmenes de la peste se transmiten por las pulgas que infestan a los roedores y la precaria medicina de la época prescribió el gato como lucha biológica. No es que aquí no hubiera gatos, aquí vive el gato montés, pero son seres refractarios a la domesticación.

Así pues el gato se quedó a vivir en los pueblos cumpliendo con su función de silencioso cazador, mostrando sus felinas habilidades cuando la ocasión así lo requiere. En cambio el gato urbano, cimarrón casi siempre, es ya un subproducto del animal de compañía que un buen día abandonó el hogar, de forma permanente o transitoria, para dar rienda suelta a sus instintos. Este residente urbano gusta de vagar entre contenedores o acomodarse bajo automóviles.

Pero volvamos a la estampa del gato de pueblo, del genuinamente zalamero que se restregaba contra las sayas de las mujeres que admitían su presencia de buen grado. El gato se asocia con la mujer, mientras que el hombre, con las debidas reservas, se puede decir que se identifica más con el perro. Una imagen que se conserva en la retina es la de la señora que se dirige a servirle el menú a su gato al sitio habitual, mientras éste, la sigue al trote, rabo enhiesto, rozándose con las piernas del ama, seguro de su almuerzo o de al menos un ágape.

Los ronroneos de un gato cuando se les frota la frente o las acrobacias imposibles de un “gatín” nuevo saltando en pos de una pelota de papel, que el instructor sujeta con un cordel, debería ser de obligado conocimiento para todos los escolares. Del mismo modo que los más afamados fisioterapeutas, preparadores e incluso fisiólogos varios, deberían explicar un día la paradoja de cómo estos “okupas” felinos, que pueden permanecer horas y horas acostados, ajenos a todo, pueden mantenerse con semejante nivel de elasticidad y reflejos.

Ojos vivaces, uñas afiladas cual hoces, oídos alerta, colmillos agudos, son dotación letal de un exterminador que juega con sus víctimas antes de darles la extremaunción. Sus proverbiales dotes para sortear obstáculos, le permite atrapar sus presas incluso en lugares inverosímiles repletos de obstáculos, superando así el más difícil todavía. Sus saltos de acróbata, su capacidad para “engarriar” ya se nos hacen extraños en la vida urbana que llevamos.

En los pueblos tampoco se ven tanto sus gloriosas exhibiciones. La arquitectura rural se ha ido modernizando y las viviendas muestran los habitáculos ocupados por las personas, más limpios y diáfanos, un ambiente hostil a la proliferación de ratas y ratones. Estos poco aconsejables compañeros de residencia ocupan ahora piezas como desvanes, sótanos, cámaras de las paredes, etc., donde la labor del gato es menos visible y por tanto, menos agradecida.

Con la progresiva pérdida de la arquitectura tradicional, la despoblación de las áreas rurales y la propia comodidad para alimentar a nuestro minino con piensos de fantasía, han hecho de nuestros gatos unos señoritos que parecen haber renunciado a sus principios. Les queda, eso sí, su carácter independiente y altivo. No en vano se decía que el perro era del dueño y el gato era de la casa porque nunca seguía a su dueño si este cambiaba de residencia. ¡¡Miau!!

 

Urbicum Flumen, diciembre de 2020

Días de radio


En la actualidad sintonizar una emisora de radio no deja de ser un acto intrascendente pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que escuchar un aparato de radio tenía su liturgia, una especie de culto, veneración por los hercios, en suma. En la larga noche de piedra del régimen anterior podía incluso suponer la evasión de una realidad no siempre grata.

Un aparato de radio de los años cincuenta y sesenta era un objeto de arte. Los modernos receptores de radio han desvirtuado el glamour de un mueble de diseño que ocupaba lugar destacado en el santuario de una casa de la época. Abordar las entrañas de una de aquellas reliquias era adentrarse en una cuarta dimensión, lámparas, válvulas y el misterio de como aquel conglomerado de cables y piezas indescriptibles podían traer la voz de alguien hablando a miles de kilómetros. Intrusas voces timbradas que allanaban moradas otrora silenciosas.

En las casas escuchaba el “Parte” (bélico resabio del pasado) a la hora de sentarse a la mesa, pero también había programas que quedarían grabados a fuego en el imaginario de la audiencia: “Ustedes son formidables”, el rancio “Consultorio de Elena Francis”, “Discos solicitados” o interminables seriales de Guillermo Sautier Casaseca, brotando desde aquellos ingenios marca Telefunken, Philips, Marconi, etc. ubicados en lugar preeminente, sin que faltara el toque femenino de puntillitas decorando el altar de aquel mobiliario fónico.

Las emisiones de la época habían de pasar el tamiz de la censura siguiendo severas directrices y consignas. Pero la radio podía suponer un soplo de libertad al sintonizar “subversivas” emisoras de onda corta que, pese a las interferencias que distorsionaban la recepción, eran seguidas por la furtiva audiencia de Radio España Independiente Estación Pirenaica, emitiendo desde Rumanía, Radio Londres o Radio Moscú. Inolvidables veladas clandestinas bajo la tenue luz de velas o bombillas a 125 voltios.

Espacios de otra índole eran las retransmisiones deportivas de míticos locutores como Matías Prats (padre), una hemorragia de verbosidad incoercible, plagada de datos minuciosos y florida ortodoxia lingüística. También era moneda común el rezo de santo rosario o el Ángelus, aún hoy en antena. Los programas vespertinos eran casi una simbiosis con el alma del ama de casa mientras se afanaba en bordar, zurcir calcetines, echar remiendos, o hacer punto bobo.

Con el tiempo llegarían los pequeños transistores a pilas y con ello la independencia de la red eléctrica. Aquello rompió la magia de las ondas y trajo el declive de aquellas obras de ebanistería que lucían panel de frecuencias, entremezclado con extenso listado de ciudades europeas, por donde la ruleta de sintonización se deslizaba veloz buscando un ajuste en el dial para evitar que se “metiera” otra emisora. Mecánica costumbre desplazada por la novedosa incorporación de la frecuencia modulada. Adiós onda media. Hasta siempre onda corta.

La irrupción de la televisión, la radio con imágenes, de la España del desarrollo, disfrutó del mismo culto inicial que le fue dispensado a la radio en su día, llegándose a temer por el futuro de ésta. Incluso la aparición de otra medio visual como el video, motivó canciones con títulos agoreros como Video killed the radio star. Hoy móviles y ordenadores son nuevos y temibles competidores a los que la radio ha sabido adaptarse e incluso reconvertir en beneficio propio.

Aquellos que somos poco duchos en medios audiovisuales, sospechamos que la versatilidad y la inmediatez que tienen la radio, que permite viajar sin que el conductor tenga que apartar la vista para ir oyendo noticias, música, espacios deportivos, etc. así como la diversificación de programas como los nocturnos, que ayudan a bien dormir, deben tener algo que ver.

 

Urbicum Flumen, enero de 2021

Photo by Cayetano on Foter.com / CC BY-SA

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