Historias que no fueron pero pudieron ser


Me han hecho llegar uno de esos libros que sólo se suelen leer una vez en la vida. El libro en cuestión es viejo y su título no viene al caso. Las páginas están amarillentas, con esa pátina que los años imprimen al papel y que le confiere un aire solemne. Al hojearlo someramente comprobé que, en su interior, había un par de cuartillas con cuidada caligrafía, propia de tiempos pretéritos. Picada mi curiosidad, no pude por menos que deslizar la vista sobre ellas y comprobé que era una historia que paso a reproducir.

Allá en el Órbigo, donde el agua coge mansedumbre por tramos, en uno de los pozos que el capricho de la naturaleza crea, esculpiendo taludes de arcilla cuando furioso llega crecido por el deshielo y las primeras lluvias primaverales, reside desde ya hace bastantes años Doña Rosaura, la vieja trucha que pausada, deambula de vez en cuando sorteando los torbellinos que generan traicioneros remolinos. Elude los furtivos para lo que no suele alejarse de los tueros que, siempre inquietantes, se descomponen premiosamente en el lecho del río.

Doña Rosaura es viuda de Don Estanislao que pereció siendo aún bastante joven  enmallado en la red que desaprensivos ribereños largaron una noche en la que, a la manera tradicional, hicieron el cerco en una tablada después de haber cruzado el extremo del trasmallo un jinete sobre recio alazán. Era una plácida noche de verano cuando el matrimonio salmónido cenaba un liviano plato de mosquitos a la hora del sereno. Nuestra amiga, siempre suspicaz, pudo escapar a tiempo pero su marido no tuvo tanta suerte.

La pareja se había conocido cuando unos parientes habían bajado de las Omañas, porque hasta ellos había llegado la noticia de que se había construido un puente por el que circulaba un ruidoso artefacto que soltaba humo por una chimenea y que discurría sobre unos railes de hierro, circulando periódicamente y espantando a los habitantes fluviales de los alrededores. Acompañando a sus dos parientes había venido Don Estanislao, un macho de trucha con una planta imponente que cautivó a doña Rosaura desde el primer momento.

Otro galán cortejaba en vano a doña Rosaura. El pobre hacía un gran recorrido porque llegaba desde Villarroquel y una ocasión corrió un grave peligro con una inesperada riada que le hizo tener que resguardarse cerca de una semana. El infeliz, si ya no gozaba de los favores femeninos, pronto fue desplazado por su competidor omañés. Un día, cuando ya Don Estanislao era novio declarado de nuestra protagonista, tuvo una trifulca con el pretendiente del río Luna y doña Rosaura tuvo que mediar en el asunto despidiéndolo educadamente.

El lóbrego llágano próximo a uno de los puertos desde donde arranca una presa de riego, fue el hogar conyugal, y ahora es morada triste de la viuda que añora tiempos pasados. Rara vez alguno de sus hijos viene a visitarla, y es que como los peces que dejan los huevos a merced de las aguas, las relaciones maternofiliales no son muy estrechas. Últimamente un barbo de gran tamaño se deja ver por su pozo, pero al tratarse de otra estirpe, su presencia tampoco es lo que se dice objeto de amistad. Además Doña Rosaura se zampó a varios de sus familiares y aún tiene mala conciencia.

Nuestra protagonista ya achacosa por la edad ha perdido algunos dientes y ya no puede comer cangrejos grandes, come mosquitos y larvas de insectos que la corriente arrastra. En verano come pequeños renacuajos pero las bermejuelas, bogas y cabezones ya se le hacen demasiado rápidos. Igualmente levanta piedras con el hocico para comer gusarapas y rangajos, maraballos les dicen más al norte. Tampoco desdeña los saltamontes que caen al agua.

La cuestión es que además de otros achaques de la edad, empieza a notar que el reuma, fruto de muchos años soportando las frías aguas del deshielo, pasan factura. Lejanos quedan los tiempos en los que se enfrentaba con bravura sin igual a las tumultuosas corrientes o saltaba fuera del agua, cayendo con gran estruendo en cálidos anocheceres veraniegos, causando sorpresa y admiración entre las familias que se acercaban al río a merendar.

Nuestra amiga también sabe lo que es estar al borde de la muerte. Siendo joven tuvo un error funesto y confundió una rata de las que pululan por los márgenes del agua, con una nutria que, mitad en broma, mitad en serio, quiso ponerla en el menú. Su juventud y su rapidez le salvaron de las feroces fauces de aquella fiera. Jamás olvidará las habilidades de aquel bicho bajo el agua. Siendo algo más mayor también escapó a los afilados dientes de un cerpón, con que un émulo de Neptuno, llamado Juan, quiso ensartarla. Unas ramas de aliso lo impidieron.

Cuando llega el verano La señora trucha gusta de refugiarse durante la canícula entre la fresca maraña que ofrecen las ahocas y aunque las pintas que adornaban su librea ya son más mortecinas, se cuida de pasar desapercibida entre las que son más profundas e inquietantes y en las que se queda velada mimetizando el color de su cuerpo con el suelo. Otras veces…

Y aquí se truncaba la narración que ocupaba ambas cuartillas. Sorprendido por la brusca interrupción del relato, aunque no fuera una historia deslumbrante, coloqué el libro boca abajo con las hojas abiertas por ver si entre otras páginas pudiera estar la conclusión de este relato, curioso por conocer el desenlace que le daba su autor. No había más cuartillas pero en su lugar, de entre las últimas hojas, cayó un sobre color sepia, por el que hube de agacharme.

Al recogerlo note que contenía algo en su interior. Bajo la solapa asomó otra cuartilla que en nada se parecía a las anteriores y, como a su amparo, había una foto con la imagen cuarteada y tonalidad mate, Se trataba de una niña vestida de blanco que a duras penas sostenía un ejemplar de trucha de grandes dimensiones con una boca abierta enorme. Sin saber por qué, raudo le di vuelta aquella foto y en la esquina izquierda de su reverso, podía leerse, con la misma caligrafía de las cuartillas, un nombre: María José.

Repasado el retrato volví los ojos sobre la cuartilla que resultó ser una carta remitida por un soldado que había escrito a sus padres desde el frente. Estaba fechada a trece de setiembre del 38 y en ella refería como hallándose en las cercanías de la Sierra de Pandols, a la que había sido desplazado con su batallón de ametralladoras, refería que el día anterior habían sufrido una encarnizada refriega con gran número de bajas por ambas partes.

Líneas más abajo narraba que había caído en combate un compañero suyo del pueblo de Ponjos y que confiaba en que enviaran su cuerpo a casa. Me sorprendió un círculo desvaído sobre aquellas letras escritas con tinta medio lavada, como si algo hubiera humedecido el papel y trasluciese por ambas caras. Cambiaba el ritmo de escritura después, como si se hubiera interrumpido en su línea argumental y hubiera adquirido un tono más introspectivo, más trágico. Sin lugar a dudas la letra era la misma del relato y del reverso de la foto.

Con aquel variopinto material, difícil de articular, mi imaginación viajó por otros derroteros y columbró si aquel humilde narrador habría salido bien parado de la contienda. Quizá habría perecido en ella. Con la fecha y el remite desde Gandesa en Tarragona, no quedaba duda de que había estado en el frente del Ebro. No sé muy bien por qué me asalto una cierta tristeza. ¿Cómo podía llegar a saber cuál fue su desenlace? La única posibilidad sería viajar hasta el pueblo de sus padres y comenzar a indagar entre el vecindario, cosa que me parecía excesiva.

Repase una y otra vez el libro en busca de alguna pista más, algún apunte que aún pudiera dormir entre sus páginas, pero todo fue en vano, allí no había nada más. Pensé que mi curiosidad no se vería saciada hasta que, de forma casi instintiva, mis ojos repararon de nuevo en el reverso de la foto. Sí allí estaba la solución al enigma. Con la misma letra de todo lo demás, en un extremo medio raído de la foto, apenas si alcanzaba a leerse escrito a lápiz: Turcia 1960. Respiré aliviado. Momentos después me sorprendí a mí mismo con una estúpida sonrisa mientras pensaba: ¿Qué sería de doña Rosaura?

Urbicum Flumen

Cómplices


La claridad de la luna se cuela sin pudor por el desvencijado ventanuco, iluminando la estancia de paredes pintadas de cal. Paula está acostada con los ojos muy abiertos. Con el embozo de la sábana cubriéndole hasta la barbilla escucha la respiración pausada de la niña en la habitación sin puerta pegada a la suya. Oye los cuartos de las campanadas de la iglesia de Santa María y unos pasos. Sigiloso como una sombra José se mete en la cama buscando su calor. Tiene los pies helados como todas las noches desde que empezó la guerra. Las campanadas dan las doce de la noche.

­–Estoy muerto de frío –susurra José tiritando.
–Esta mañana al coger agua del Caño Tejo me encontré con Cecilia. Había recibido carta de su marido en la que le dice que en Madrid resisten con uñas y dientes y le asegura que la victoria está cerca.
–Ojalá sea eso cierto. Porque no creo que aguante mucho más metido en el pesebre. Esta postura, sentado todo el día con las piernas encogidas, me va a matar. ¿Y de mí habéis hablado algo?
–Lo de siempre, le he dicho que no sé nada y que hasta que esto no se acabe, no me hago muchas ilusiones de volverte a ver.

Hablan en un susurro, procurando que la niña no se despierte.

–A veces pienso –José se sienta en la cama, apoyando la espalda en el cabecero de hierro– que todos saben que me escondo y en cualquier momento vendrán por mí y me sacarán.
–Escucha… Cecilia es de fiar, pero nadie, por muy de fiar que sea, me va a sonsacar una palabra. Además, piensa que todos los del pueblo vieron como los falangistas te sacaban de casa y en un momento de descuido, de camino al furgón, echabas a correr y huías. Ni Luisón, el hijo de Cecilia, que se pasa todo el día en casa cuidando a la niña, tiene la más mínima sospecha.
–¿Luisón?
–Si, ya sé que es un inocente de Dios, pero se da más cuenta de las cosas de lo que creemos. El otro día la faena del campo se alargó más de la cuenta y ya venía yo toda apurada pensando que la niña se habría despertado y estaría llorando o salido de la cuna, cuando al llegar a casa me encontré a Luisón que, como si adivinara mi retraso, había llegado antes de la hora y la mecía. La mente a veces nos juega malas pasadas, así que lo mejor que puedes hacer es quitarte esas ideas raras de la cabeza y no pensar de más.

Las palabras de Paula parecen haber tranquilizado a José que se echa de nuevo en la cama.

–Entonces ¿Crees que es verdad lo que dice Cecilia?
–Lo creo –dice convencida la mujer –eso, y que hoy es un gran día.
–¿Y que aguantaré mientras tanto?
–Claro que sí.

Paula le da un beso en la mejilla y él se lo devuelve en los labios. Luego le quita el camisón y le besa los pechos, grandes y blancos, que la luz de la luna hace que parezcan más grandes y más blancos. La mujer gime.

–Despertaremos a la niña.

–Seré muy silencioso –dice mientras se desnuda y la abraza. Paula se agarra a los barrotes de la cama. Los muelles del somier chirrían con el movimiento.

–Que no, deja, vamos a despertar a la niña.

Los ojos del hombre brillan cuando se encuentran con los de Paula. Entonces se incorpora y se echa en el suelo de cemento, arrastrándola con él. El suelo está frío pero ellos sólo sienten la tibieza de sus cuerpos buscándose, abrazándose, moviéndose rítmicamente a los pies de la cama, resguardados del reflejo de la luna.

 

Paula levanta la tapa del pesebre y le da a José un pedazo de pan que saca del regazo.

–Esta mañana el olor de la leche hervida me ha hecho vomitar. Lo mismo que cuando me quedé en estao de la niña.

–¡No jodas!

–Así que se la he dado a Luisón para que se la tome en casa. Y un poco más para su madre. Lo está pasando muy mal con su marido en el frente.

–¿Y ahora qué vamos a hacer?

La mujer se encoje de hombros mientras con una mano sacude unas matas de alfalfa que están en la tapa del pesebre.

José se pone en pie con intención de salir.

–Ni se te ocurra… Luisón está con la niña en la cocina y podría verte.

Pero José no hace caso y sale. Da grandes zancadas por el aprisco, sorteando las ovejas, presa de gran agitación.

–Me da igual lo que me pase, igual que me maten como a los cinco que se llevaron el día que yo logré escapar. En qué hora. Ellos muertos y yo aquí, escondido como un cobarde.

Paula llora en silencio. Cuando el hombre se da cuenta intenta abrazarla, pero ella se aparta.

–Lo siento, siento haber perdido los nervios, pero no sabes lo que es vivir con este peso que tengo encima, lo que es estar medido todo el día en este puto agujero. Y lo único que tengo eres tú, tú y la niña, y ahora esto… –vuelve a meterse dentro del pesebre y, una vez dentro, se agacha.

Paula se acerca. Lo único que se le ocurre en esos momentos es acariciarle el cabello ensortijado.

 

Mientras arranca las matas secas de garbanzos, el cuerpo inclinado hacia la tierra, Paula tiene la impresión de que la venda que sujeta su tripa se hubiera aflojado. Se lleva la mano al abdomen y comprueba con alivio que está igual de fuerte y tirante que cuando se la enrolló al salir de casa. No quiere ese niño o niña o lo que venga, ojalá no viniera nada, por eso trabaja todo el día como una mula cargando los fardos secos de alfalfa que les da a las ovejas, ordeñándolas, echándose al cadril el cántaro con la leche, saliendo, ahora que hay labor, a trabajar al campo… A ver si con un poco de suerte lo que sea que lleva dentro se malogra. No cree que sea este el mejor momento para nacer con la guerra que no parece terminar nunca, ni está la economía para alimentar una boca más, pero lo que más le preocupa es el escándalo que se va a armar si en el pueblo se enteran de su embarazo. Claro que eso no va a ocurrir porque ocultará su tripa hasta el final y cuando lo que lleva dentro nazca, lo esconderá donde nadie pueda encontrarlo como ha hecho con José. Que ocurrencia la que tuvieron de serrar la base del pesebre y hacerle unas hendiduras a modo de respiradero, aunque esto de ahora es muy distinto… No quiere ni pensar cómo va a acallar los lloros del recién nacido cuando tenga hambre o se despierte de un mal sueño. Por eso también se mantiene ocupada todo el día, para no darle vueltas. Pero por la noche en la cama la imagen de su tripa creciendo sin parar, terca y obstinadamente, se apodera de ella sin poder evitarlo. Y aunque le gustaría despertar a José y contarle sus temores, se queda bien quieta en la cama. José está cada día está más raro y torcido y si le dijera lo que le pasa seguro que le pondría peor. Ni puede desahogarse con nadie, ni siquiera con Cecilia, su mejor amiga, pues le prometió a su marido ser una tumba y lo será, no va a poner en peligro a su familia por una tontuna así. Aunque hay días que cuando Luisón se marcha y la niña se queda dormida, le habla en voz baja del hermanito o hermanita que va a tener, de su padre escondido que tantas noches se acerca a su cuna y se la queda mirando y de sus sueños. También le habla a la niña de sus sueños. A veces se imagina que huyen muy lejos, a otro país y empiezan una nueva vida. Pero el mayor de sus sueños es el final de la guerra, con la gente regresando a casa, sonriente y feliz, y ella, desde un balcón, con José y la niña a su lado, viéndoles llegar, mostrándoles orgullosa su tripa mientras grita a los cuatro vientos: “Es nuestro, es nuestro”.

Hace un alto en el trabajo y se incorpora. Con la mano protegiendo sus ojos del sol mira la tierra sembrada de garbanzos que parece no terminar nunca. Se siente ingrávida, como flotando. De pronto todo le da vueltas. Le parece que se marea.

Cuando recobra el conocimiento se ve rodeada de gente. Sus voces parecen venir de muy lejos, pero poco a poco reconoce a sus compañeros de trabajo. Tomasín, el de la fragua, le toca la frente.

–¿Qué me ha pasado?

–Bebe –dice una voz de mujer.

Le dan a beber agua de un botijo. Está fresca el agua. Se agradece el agua fresca discurriendo por la comisura de su boca. Cuando se levanta ve la venda que sujetaba su tripa caída en la tierra. Parece la piel abandonada de una culebra que acabara de mudar. Y a pesar de su aturdimiento sabe que ha pasado lo que a toda costa quería evitar. Por los rostros asombrados de sus compañeros. Por su tripa evidente.

El capataz, al cabo de un rato, le dice:

–Anda, mujer, recoge lo que es tuyo y ve pa casa.

Entonces coge la venda caída del suelo, la mete en el bolso y echa a andar sin reparar en los surcos de garbanzos que va pisando, segura de tener clavados en sus espaldas los ojos de sus compañeros.

 

–Llega Paula, con la niña y otro –dice don Evaristo desde el púlpito cuando entran el domingo en la iglesia.

Algunos de los asistentes a la misa se giran. Por un momento Paula piensa darse la vuelta y salir. En cambio se queda de pie, en la parte de atrás de la iglesia, aferrada a la mano de la niña. Como una autómata mueve los labios, siguiendo las oraciones, sin emitir sonido alguno.

En la homilía don Evaristo exclama:

–Dios nos libre de esas mujeres que tienen a los maridos huidos y se enredan con otros. Son perniciosas y falaces, pero el peor de sus pecados es que van por la vida como si nada de lo que hacen tuviera que ver con ellas. Tal es su atrevimiento… hasta osan mostrarse en la casa de Dios.

Paula siente un nudo en la garganta. De un momento a otro va a estallar en llanto. Entonces sí, sin soltar la mano de la niña, alcanza la calle.

Mientras regresa a casa muy deprisa, casi corriendo, se cubre la cara con el velo para disimular las lágrimas. No entiende cómo ha sido tan tonta de presentarse en la iglesia sabiendo que Don Evaristo jamás deja títere con cabeza, ni cómo, tras el recibimiento que le ha hecho el cura nada más llegar, ha podido quedarse a escuchar el sermón. Y ahora con la guerra por medio parece que esté más rabioso. La verdad es que nunca le había visto así. O igual es que hasta hoy no se había sentido objeto de sus ataques verbales de una forma tan directa.

Hasta que no le toca el hombro y se gira no se da cuenta que Cecilia lleva un rato detrás de ella:

–Uf, menos mal –le dice sofocada– Por fin te alcanzo.

 

De vez en cuando se oyen los balidos de las ovejas.

–Lo de menos es que piensen que soy una puta.

A pesar de que está oscureciendo a Paula se le notan los párpados hinchados de llorar, primero con Cecilia, con la que no ha podido evitar desahogarse, luego, en casa, a solas.

–Cómo puedes decir eso. Mañana mismo salgo a la calle y les digo a todos que el padre soy yo.

–José, por Dios, no hagas locuras y espera.

–¿Qué Dios? ¿El de ese cura malnacido? ¿De ese Dios me hablas? –José está casi gritando.

Paula tarda en contestar. Luego dice con voz tranquila y segura.

–Espera, te digo. Hazlo por la niña y por mí y por lo que viene en camino.

– ¿Qué voy a esperar? ¿Un milagro?

–No, un milagro no, pero espera te digo. Sólo hasta el sábado.

–¿Qué pasa el sábado?

Paula no contesta. Piensa en las palabras de Cecilia: “Esto lo arreglamos nosotras”, y se da la vuelta, moviéndose por el aprisco, casi a oscuras.

–¿Qué haces?

–Cama con paja, porque aunque no creo que sospechen nada lo mejor es que te quedes de momento a dormir aquí abajo.

 

Hasta la puerta del baile ese sábado la acompaña Cecilia. La despide con unas palabras de ánimo. Paula irrumpe dentro. Lleva el cabello suelto y ondulado como una joven y se ha pintado los labios. A pesar de su embarazo ostensible, está muy guapa. Más guapa que nunca. Su presencia resulta tan sorprendente que durante unos instantes todos la miran y la música de la orquesta local se detiene. Ajena a la reacción que provoca en los demás, mira a un lado y a otro de la pista, buscando a alguien. Su mirada se detiene cuando, en el lado de los hombres, ve a Luisón, vestido con americana a rayas y pantalón oscuro, que también la mira. Entonces la mujer le sonríe abiertamente, le extiende las manos. El chaval, como atraído por un imán, se acerca a la mujer que coge sus manos entre las suyas y se las lleva a la tripa. El chaval está ensimismado acariciando la tripa de Paula en medio de un gran silencio. El tiempo parece detenido. Después, bajo los tímidos acordes de un vals, la orquesta reinicia el baile.

 

Relato de Sol Gómez Arteaga

Publicado en el libro ya agotado “Los cinco de Trasrey y otros relatos”, que editó la actual Fundación Fermín Carnero en el año 2012.

En el blog “Sol a la tinaja también puedes encontrar otras interesantes publicaciones de la autora.

Foto de Marco Antonio Reyes from Pixabay

Don Antonio


Andrés entró en la cocina y, con cara de abatimiento, se dejó caer en el escañil de madera que estaba al lado de la mesa. Tenía la mirada perdida y se pasaba repetidamente la mano por la frente y la cabeza.

Enfrente de él, Inés, pelaba y cortaba unos dientes de ajo para el guiso que hervía en la cocina de leña. Ensimismada en la rutina, la mujer se dio la vuelta a coger el pimentón de la alacena. Al girarse y ver a su marido sudoroso y con la cara desencajada, se asustó.

—Andrés ¿qué pasó por Dios? Parece que viste la güestia —le preguntó.

El hombre sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la frente.

—Vino la guardia civil a buscar a Celestino el de Rosaura. Lo llevan al monte a fusilar, como hicieron la semana pasada con el pastor de Ruituerto. Los matan como a perros. No tienen piedad. Le dijeron a Luiso, el su rapaz mayor si quería ir a buscar la ropa y las botas.

Inés rompió a llorar.
—Ay, Virgen Santa. Pobres hijines. Pobre Rosaura con cinco rapacines que mantener —decía sollozando.
—Tienes que ir a hablar con don Antonio. Quizás él pueda hacer algo —dijo Inés secándose las lágrimas con el mandil.
— Hace años que no me hablo con ese mal bicho. No, no. No voy a hablar con él.
—Andrés no puedes seguir teniendo rencor por algo que ya pasó y está olvidado. Por el amor de Dios, vete a hablar con él. Por lo menos que lo sepa —le suplicaba Inés.

Justo en ese momento entró en la cocina un niño de unos seis o siete años que al ver llorando a su madre se abrazó a ella con fuerza.
—Andrés, vete a hablar con don Antonio. Por lo que más quieras… Vete.

Andrés miró a su mujer e hijo y asintió con la cabeza. Agarró la boina, y salió de la casa con paso decidido. No había caminado cien pasos cuando su hijo llegó corriendo.
—¿Dónde vas tú, mocoso? Vuelve pa’ casina con tu madre.
—No, no. Quiero ir contigo.

Después de un rato porfiando y viendo que no podía convencerlo, Andrés agarró a su hijo de la mano y le explicó:
—Vamos a casa de don Antonio, a hablar con él. Cuando salga le das los buenos días y le besas la mano. ¿Lo entendiste?

Después de pasar por delante la iglesia, y llegados enfrente de una casa de piedra con una entrada en forma de arco, Andrés se quitó la boina y aporreó con fuerza el picaporte.
—Don Antoniooo, don Antonioooo —gritaba Andrés nervioso.

De deetrás de la puerta de madera, embutido en una sotana negra como el alquitrán, apareció un cura delgado y alto. Acto seguido, Diego el hijo de Andrés, tal y como habían convenido le dio los buenos días y le besó la mano. Dos rasgos de su anatomía llamaron la atención del crío: su altura y sus orejas. Era más largo que un varal y sus orejas eran más grandes que las abarcas que él calzaba.

—Home Andrés, ¿qué te trae por aquí? —preguntó el sacerdote con una tonada que delataba su origen gallego.
—Vinieron a buscar a Celestino y lo llevan a fusilar al monte.
—Me cagüen todos los… —masculló el cura entre dientes—. De eso nada, Andrés. De eso nada —decía negando ostensiblemente con la cabeza.
—Están en la cantina. Celestino pidió que la mujer le preparase un cazuelo sopas como última voluntad y aún debe estar almorzando —le explicaba Andrés.
—Vamos, vamos, antes de que salgan —dijo don Antonio dándole una palmada en la espalda a Andrés.

Bien sabía Andrés que don Antonio era una persona ilustrada y se lo iba a poner complicado a los guardias. Además era testarudo como una mula de carga. Ya él lo había vivido en carnes propias.

Don Antonio se colocó la boina, se arremangó ligeramente la sotana y dando grandes zancadas se dirigió a la cantina. Se veía que estaba enfadado. En un santiamén se plantó delante de los guardias y pidió hablar con el uniformado de mayor graduación.

Desde fuera se escuchaba como don Antonio le explicaba al sargento que estaba al mando “Este hombre es un buen vecino. Ha podido cometer errores, pero es un buen creyente. Además, lleva más de diez años de sacristán en la parroquia, ayudándome en la iglesia”.

Cualquier vecino del pueblo que lo hubiese escuchado, habría pensado sin ningún género de dudas que aquel cura se había vuelto loco. Celestino hacía bastante años que no pisaba la iglesia y justo unas semanas antes en un concejo de vecinos, en el mismo pórtico del templo, era de los que proponía convertirlo en una panera comunitaria.

Aún así, las palabras del cura no ablandaron al guardia civil que mandó al reo ponerse en pie y agarrándolo por un brazo lo arrastraba hacia la salida de la cantina.

En ese momento, don Antonio, cruzándose de brazos, se atravesó en medio de la puerta. El sargento, apretando los dientes, puso la mano en la pistola y clavó la mirada en el cura. Don Antonio sosteniéndole la mirada al uniformado dijo:

—A este vecino no se lo lleva nadie sin una orden del juez.

Andrés era mi abuelo y mi padre lo acompañó aquel día a avisar al cura de que se llevaban a Celestino. Cada vez que mi padre contaba esta historia no podía contener las lágrimas. Nadie supo nunca porque un cura como don Antonio, que podía haber sido obispo, fue a caer en una aldea como Valdeferrera. Lo que sí se sabe es que, gracias a sus gestiones, Celestino y otros varios vecinos del pueblo se salvaron de una muerte segura, aunque no de la cárcel, las palizas y el aceite de ricino.

Gregorio Urz, mayo de 2018

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

Un hombre bueno


—Pero chaval ¿tu eres tonto o qué? Corre, joder, ¡corre! —le susurraba al oído el guardia mientras le apuntaba con un arma.

Julio tenía muchas razones para desconfiar. Es más, tenía la certeza que una vez se pusiese en pie y empezase a correr le iban a pegar un tiro por la espalda. Bien sabía que le estaban dando facilidades para escapar y así ajusticiarlo de forma rápida. Era lo que se conocía como Ley de fugas y que la guardia civil y los falangistas empleaban a diario con el resultado de miles de muertos y cunetas sembradas de cadáveres por toda la geografía española.

Un rato antes, estaba en la cuadra de las vacas cuando su primo Aurelio entró corriendo en casa:
—Tía ¿dónde está Julio?
—Yo que sé. Debe andar por ahí… en el monte.
—Tía no se haga la tonta, que acaban de llegar los guardias a la cantina preguntando por él y por Tino, el de Eusebio.
—¡Madre de Dios Nuestro Señor! Debe andar por las cuadras, cebando el ganao.

—¡Virgen Santísima! ¿dónde vamos a parar? Esta locura no tiene fin  —murmuraba la mujer mientras caminaba por el corral con paso raudo en dirección a la cuadra.

—¡Julio, Julio!
—¿Qué pasa madre?
—Está la guardia civil preguntando por tí. Escapa hijo, escapa. A ver si puedes llegar a Valdeomaña a casa de tío Antonio.

Por una escalera de mano, Julio subió al pajar que se encontraba justo encima de la cuadra de las vacas. Amurgatado entre la yerba sintió como llamaban a la puerta del portal y preguntaban por él. Oyó cómo la madre juraba y perjuraba que hacía unos cuantos días que no lo veían. Escuchó como uno de los guardias pedía una forca y se dirigía al carro de paja que había en el corral.

Sabedor que después iría a la cuadra y al pajar a buscarlo, quitó el tablero que cubría el boquerón por el que se metía la yerba. Se asomó a la calle. Estaba oscureciendo y no había nadie a la vista. Agarrándose al marco de la ventana, se descolgó y saltó a la calle. Al caer, sintió un fuerte dolor en el tobillo derecho.

Al erguirse, justo casi detrás de él un guardia civil lo encañonaba con un rifle a la altura de la sien.
—Chsssst. No hagas ruido- le dijo el militar.
—No me mate, no me mate por Dios —le suplicó al hombre que lo amenazaba, poniéndose de rodillas y levantando los brazos.

El guardia acercó su cabeza a la oreja de Julio:
—Chsssst. Como sigas hablando te voy a pegar un tiro aquí mismo. Cierra la boca. Levántate y corre. Corre todo lo que puedas —le dijo agarrándolo por la oreja con fuerza para obligarlo a ponerse de pie.

Y en esa tesitura estaba Julio. Con un guardia civil encañonándolo con un fusil y pidiéndole que corriese. «Pero chaval ¿tu eres tonto o qué? Corre, joder, ¡corre!», le insistía empujándolo con el cañón del arma.

No. No voy a correr, pensó Julio. Se puso de pié y miró al uniformado a los ojos. La piel de la cara ajada por el clima y las arrugas lo situaba en la cincuentena. A pesar de la dureza del rostro, su mirada era apagada y revelaba tanta tristeza como cansancio. Aún así, era una mirada transparente. En esos ojos, pidiéndole que se pusiese a salvo, reconocía Julio a su difunto padre.

No era fácil la huida. La casa daba a las eras que, ya retiradas las mieses, eran un espacio abierto. A unos cien metros estaba el río dónde, si conseguía llegar, tendría la protección de la tupida maleza y las sombras. No obstante, sus opciones eran reducidas. Quedarse y que le pegaran un tiro camino del cuartel o confiar en el guardia y salir corriendo.

Optó por arriesgar. Se dio la vuelta y empezó a correr con todas sus fuerzas.

Diez… veinte… treinta… cuarenta metros… ¡Clac, clac! Julio escuchó como el guardia montaba el cerrojo del máuser. Cincuenta… sesenta metros. Cojeando, Julio corría desesperadamente para llegar al río.

—Altoooo, altooo o disparo!! —escuchó Julio a lo lejos, cuando saltaba entre los matorrales y lo engullía la espesura del río.

Pam, pam, pam, pam, pam. Ya en el río, y aterrizado en un zarzal, Julio oyó los disparos. Estaba casi salvado. Por alguna razón que desconocía, el guardia no había querido dispararle. Aunque notaba el tobillo dolorido e hinchado, renqueante siguió corriendo durante quince o veinte minutos más. Era noche cerrada cuando llegó a los prados de Valdeomaña. Se dejó caer al suelo y rompió a llorar.

De madrugada llegó a casa de su tío Antonio que lo escondió una semana. Pasó a Asturias, y acabada la guerra también pasó por la cárcel. Vivió hasta los ochenta y seis años y muchas veces contó esta historia, esperando tener alguna noticia del guardia con el que se había encontrado esa noche y con quien se sentía en deuda. El año pasado murió, con la pena de no haber podido conocer a quien él consideraba un hombre bueno.

 
Gregorio Urz, diciembre de 2017

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que aparece a continuación.

 

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