Aquel año estaba viniendo especialmente malo para el tí Luiso. Encargado de cuidar la vecera de ovejas de Ruituerto, pasó el asfixiante día de agosto en el monte y ya al sol puesto, casi de noche, decidió entrar con el ganado en el monte de Valdeferrera, el pueblo vecino. Justo, cuando ya estaba por encaminar el rebaño hacia casa, de entre una mata de robles salieron dos muchachos que estaban ‘velando’ el monte, y cada uno de ellos agarró un cordero y salió corriendo.
Sorprendido in fraganti infringiendo las normas locales, el pastor sabía que para recuperar los borregos tenía que subir el domingo a Valdeferrera y, a la salida de misa, pagar la multa que le impusiese el concejo. El monte era sagrado y en Valdeferrera no se toleraba que gente de los pueblos vecinos metiesen sus ganados en sus montes. No en balde habían ganado numerosos litigios, demandas y pleitos a quienes les reclamaban servidumbres y derechos sobre el monte.
El tí Luiso regresó con la vecera de ganado y ya en casa, abatido, le contó a María su mujer lo que le había pasado.
—Nunca vi un branu tan seco. Está el monte arrasao. L’único sitio onde hay algo d’humedá y el ganao puede apañar alguna yerbina es en Las Fuentes, en la raya con Valdeferrera… Y van y aparecen esos rapazacos… —se lamentaba el hombre queriendo entender la situación.
—Cena, Luiso, cena, que se te van a enfriar las patatas —le dijo María tratando de ofrecerle consuelo.
—Cuando vienen las cosas mal, vienen mal. Lo malo no es la multa, que no queda otra que pagarla, porque los corderos deben ser de Ramón. Hoy habrá pensado que se amecieron con los de otra majada, pero mañana cuando se de cuenta vendrá la estarotana. Lo peor es el escarnio de tener que subir el domingo al concejo de Valdeferrera. La última vez que me prindaron tenías que verlos: me querían comer. “Zampón. Queredes comerlo todo: lo vuestro y lo de los demás” “Menos mal que los rojos perdisteis la guerra que sino… ¡nos coméis el monte, el ganao y todo!” “¡Gochos, que sois unos gochos” “¿No vos dieron bastante aceite de ricino?” Tuve suerte que el tí Andrés intercedió porque sino esos nergúmanos me comen vivo —explicaba con la voz temblorosa.
En esas estaba el tío Luiso, cuando escucharon que alguien llamaba con fuerza a la puerta.
—Seguro que es Ramón que viene a preguntar por los corderos… —dijo el pastor resoplando y rascándose la cabeza.
Un rato antes en Valdeferrera, el pueblo de al lado, la escena era bien diferente. Santiago y su hermano Pedro, después de toda la tarde velando el monte, volvían contentos a casa. El motivo era que cuando ya oscurecía y estaban a punto de regresar, vieron como un pastor del pueblo vecino metía las ovejas en el monte del pueblo. Decidieron que lo mejor era agarrar unos corderos y así tener una prueba sólida de la infracción cometida.
Al llegar a casa, dejaron los corderos en el portal y entraron corriendo a buscar a su padre.
—Padre, padre, prindamos en Las Fuentes al ti Luisín de Ruituerto —explicaba excitado el mayor de los muchachos.
El hombre, cuando escuchó aquello, empezó a vociferar como un loco.
—Pero ¿será posible? ¿Otra vez el ti Luisín? Pero ¿a quién se le ocurre algo así? ¿Cuándo vais a tener conocimiento? —decía el padre gritando— ¿Ya fuistéis a dar parte al presidente de la Junta Vecinal?
—No, todavía no —dijo Pedro el más pequeño— No nos dio tiempo. Justo íbamos a ir a…
—Ni se te ocurra —ordenó Andrés, su padre, interrumpiéndolo.
—Sí, sí. Hay que dar parte, hay que dar parte —porfiaba el rapaz gesticulando y apuntando a su progenitor con el dedo índice.
—Antes te corto el pescuezo con esa macheta que hay ahí colgada… —zanjó el padre— Ahora mismo agarráis el caballo y le volvéis los corderos.
—Pero, padre… estaba con las ovejas en el nuestro monte. Lo justo es denunciarlo. Tendrá que pagar la multa ¿no? Es lo que marca la ley —protestaba el mayor de los hermanos desafiando a su progenitor.
—¡Se acabó la discusión! —dijo el padre agarrando con fuerza a Santiago por el brazo y arrastrándolo en dirección al portal— ¡En esta casa mando yo! ¡Apertrecha el caballo y a devolverle los corderos al tí Luisín! ¡Ahora mismín! Y si no queréis ir en caballo, vais a pie…
—Ya es de noche —protestaba Pedro, el menor de los hermanos.
—Me da igual que sea de noche o de día… Si os encontráis con alguien por el camino, ni una palabra de todo esto, ¿entendido?
A regañadientes, Santiago y su hermano ensillaron el caballo y en unas angarillas pusieron los corderos. Se subieron a la caballería y antes de salir hacia el pueblo vecino su padre les dio una longaniza de chorizo envuelta en papel de estraza para que se la entregaran al ti Luisín.
Aunque a esa hora la oscuridad se había hecho dueña de los caminos, para evitar ser vistos salieron por detrás de las casas en dirección al monte. Allí tomaron uno de los muchos senderos que conducían al pueblo vecino. En la parte de adelante del caballo iba el hermano menor sujetando las riendas y justo detrás su hermano lo rodeaba con los brazos.
—Es que no lo entiendo, no lo entiendo —se quejaba Pedro— nos toca vegilar el monte y mira… prindamos al ti Luiso que no saca las ovejas del nuestro monte y el premio es ir devolverle el ganao prindao. No sé si somos parientes o qué, pero no acabo de entender por qué padre se pone así…
Santiago, en la parte de atrás del caballo escuchaba la diatriba de su hermano asistiendo con la cabeza.
—No, no somos parientes. Creo que el ti Luiso ni la su mujer tienen parientes en Valdeferrera. Salió hace poco de la cárcel. Estuvo allí por rojo —dijo Santiago.
—Pero padre no es de los rojos ¿verdad? —inquirió Pedro preocupado.
—¿Qué dices? Justo antes de la guerra los rojos decían que le iban a quitar todas las vacas para dárselas a los que no tenían ninguna… Creo que padre no es de los rojos, pero tampoco de los otros —explicaba el mayor de los hermanos.
—Pues no lo entiendo, la verdad. No lo entiendo. Teníamos que haber ido a dar parte al Presidente —decía Pedro.
—¿Estás loco? Padre nos hubiese matao…
A partir de ahí, los hermanos empezaron una animada conversación sobre la guerra y de la miseria que tiñó de negro aquellos años. Sin apenas darse cuenta, habían llegado a las primeras casas de Ruituerto. La casa del tío Luiso era fácilmente reconocible ya que era una casa baja de adobe cubierta por un tejado de paja. Apenas quedaban casas así. Derrotados por el ladrillo, el adobe y el tapial se batían en retirada y los viejos tejados de ‘teito’ estaban siendo reemplazados por otros de teja o pizarra.
Santiago golpeó varias veces la puerta de la casa y dio un paso hacia atrás.
—Tí Luiso, tí Luiso, abra —llamaba el muchacho sin demasiada convicción.
No había pasado ni un minuto cuando una mujer menuda abrió la puerta. Llevaba un candil en la mano derecha e iba totalmente vestida de negro con la cabeza cubierta por un pañuelo oscuro.
—¿Quién yía? —preguntó la mujer— ¿Quiénes sodes? ¿Qué queredes?
—Somos de Valdeferrera, del tío Andrés y veníamos a traerle al tí Luiso los corderos que le prindamos hace un rato —respondió Pedro.
— Pasai, pasai a la cocina que vino hace un rato del monte y está cenando algo —les indicó María haciendo un gesto con el brazo para invitarlos a entrar en la casa.
Dejaron los corderos en el portal, y caminando detrás de la mujer, Santiago y su hermano entraron con miedo en la vivienda. La escasa luz del candil les ayudaba a abrirse paso y atravesando una habitación con varios jergones de paja esparcidos por el suelo llegaron a la cocina.
Allí, en medio del antiguo llar pavimentado con grandes losas de piedra, languidecía una pequeña hoguera. Suspendidas de las ennegrecidas vigas y difuminadas por el humo se veían una gruesas pregancias que sostenían una caldereta de metal donde bullían unas descoloridas berzas y otros restos de comida. El débil resplandor de la lumbre dejaba también a la vista un viejo escañil de roble y un taburete de madera, únicos enseres de aquel cuarto.
Enfrente de los chavales, sentando en el escañil, el ti Luiso comía de un cazuelo de barro unas patatas sazonadas con sebo y pimentón. Pedro, con unos ojos abiertos como platos y con la inocencia propia de la edad, escrutaba cada rincón de la habitación y cada gesto del tío Luiso y su mujer. Vio que, en el banco, justo al lado del pastor había una sobada bota de vino, una navaja y un trozo de pan que, a juzgar por el color, debía ser de centeno. Se fijó que debajo de la camiseta de tirantes que llevaba el tí Luisín se ocultaba un hombre extremadamente delgado con una piel blanca como la nieve, lo que contrastaba con la cara y los brazos quemados por el sol y la intemperie.
—Buen porvecho. Mi padre nos manda traerle los corderos… —indicó Santiago tartamudeando, al tiempo que le acercaba el paquete que su padre les había entregado.
Con calma, el hombre quitó el papel que envolvía el embutido, agarró la navaja, partió un trozo de pan y otro de chorizo y les ofreció a los muchachos.
—Pero ¡qué jodidos rapaces! Vosotros sois del tí Andrés ¿verdá? Cagüen el demonio —dijo quitándose la descolorida boina que llevaba puesta— El vuestro padre es una buena persona, ya lo creo que sí…
Ambos muchachos asintieron, más por cortesía que por convencimiento. Después de una pequeña conversación con el pastor, los hermanos salieron a la calle, se subieron a la montura y emprendieron el camino de regreso a casa. Ese día, empezaron a entender que, a veces, las personas y sus circunstancias están por encima de las leyes.
Relato publicado en el libro ‘Tierra de lobos, urces y hambre‘ publicado por Marciano Sonoro en verano de 2021.