Desmontando supersticiones, falacias y mitos (i): la tragedia de los comunales


La ‘tragedia de los comunales’ es una de esas teorías que de forma recurrente aparece en los medios para recordarnos que la propiedad común (generalmente de  aprovechamiento colectivo) no es eficiente ni sostenible y va camino de su extinción por la sobrexplotación. La burra de todos la come el lobo, que diría el refrán tradicional.

Pues, a pesar de lo arraigada que pueda estar esa creencia, hay numerosos estudios que desacreditan esos argumentos. Es más, históricamente hay muy pocas evidencias de dicha tragedia e incluso Elinor Ostrom recibió un Premio Nobel por sus teorías que, claramente, contradicen y niegan la tragedia de los comunales.

El concepto se originó en un ensayo escrito en 1833 por el economista británico William Foster Lloyd, quien utilizaba un ejemplo hipotético sobre los efectos del pastoreo no regulado en los comunales (common lands) de Gran Bretaña e Irlanda. Más o menos el ejemplo es así: si un grupo de ganaderos posee un terreno y uno de ellos para aumentar la ganancia, decide meter a pastar una vaca más, el resto terminaría haciendo lo mismo. En esa dinámica —viene a decir Lloyd— cada ganadero iría introduciendo una vaca, y otra, y otra más, hasta un punto que el pasto se agotaría y el sistema acabaría colapsando.

Obviamente, el ensayo de Lloyd pretendía justificar las ‘enclosures’, esto es la privatización de las tierras comunales. Con la privatización de los comunales los problemas de sobrexplotación desaparecerían ya que el propietario cuidaría de que el recurso no se agote. Ese mismo argumento, con diversas variantes, fue utilizado a lo largo y ancho de Europa durante el siglo XIX: la propiedad comunal era presentada como ineficiente y propensa a ser sobreexplotada; es decir, todo el mundo buscaba lucrarse al máximo sin preocuparse del daño que podía ocasionar.

Aunque en toda época y lugar, la propiedad comunal ha sido denostada, la tragedia de los comunales alcanzó gran popularidad a partir de 1968 a raíz de la publicación en la revista Science de un artículo de Garrett Hardin titulado «La tragedia de los comunales». Hardin vuelve con el ejemplo del prado y las vacas señalando que con la propiedad comunal la racionalidad privada (del beneficio inmediato) se perjudica la racionalidad pública. Hardin sostenía que el mundo estaba plagado de bienes comunales, y como la población no dejaba de crecer, esa lógica de explotación aseguraba el agotamiento de la Tierra y una catástrofe ecológica y económica. Según Hardin la única manera de evitarlo era controlando la natalidad. Lo que no todo el mundo sabe es que detrás de la teoría de Hardin había una clara —y perversa— intencionalidad política que descubrirán si siguen leyendo.

Antes de desvelar qué movía a Hardin a sostener esos planteamientos, indicar que también Ludwig von Mises de la Escuela Austríaca defendía argumentos similares para mostrar los problemas que plantean los derechos de propiedad insuficientemente definidos y/o defendidos. Dice von Mises en este artículo: «Si el terreno no es propiedad de nadie, aunque el formalismo legal pueda calificarlo de propiedad pública, se utiliza sin considerar las desventajas resultantes. Quienes estén en situación de apropiarse de los beneficios (leña y caza en bosques, pescado en áreas acuáticas y depósitos minerales en el subsuelo) no se preocupan por los efectos posteriores de su modo de explotación. Para ellos, la erosión del terreno, el agotamiento de los recursos no renovables y otros problemas de la utilización futura son costes externos que no entran es su cálculo de entradas y salidas. Talan los árboles sin consideración por los brotes o la reforestación. Al cazar y pescar, no retroceden ante métodos que impiden la repoblación de las zonas de caza y pesca«.

Hasta ahí todo más o menos bien, pero tal y como aparece formulada, la tragedia de los comunales se basa en asunciones que son totalmente falsas. Asumen: (i) que las tierras comunales no tienen dueño efectivo; (ii) que todo el mundo puede acceder libremente y sin cortapisas al uso de los recursos comunales; (iii) que lo único que parece mover a los campesinos es el ánimo de lucrarse, sin tener en cuenta otras consideraciones; y (iv) que los campesinos carecen de sentido común y no les importa lo más mínimo destruir los recursos comunes a costa de una pequeña ganancia individual.

Las evidencias históricas muestran que todas estas premisas son falsas, o al menos, inexactas. No me extenderé, ya que en otras entradas del blog hemos visto como, por ejemplo, en la provincia de León las tierras comunales son del concejo de vecinos que las gestionaba y velaba para nadie abusase del recurso común. No eran de acceso libre, ni mucho menos. Por un lado, para acceder a utilizar los comunales había que tener la condición de vecino. Por otro, los aprovechamientos en los comunales solían estar claramente regulados y por ejemplo en relación a los pastos, en las ordenanzas concejiles se establecían las épocas de aprovechamiento, el número de cabezas que cada vecino podía introducir, etc; también los aprovechamientos de maderas y leñas, la caza o los usos agrícolas, estaban regulados. Y obviamente, se establecían castigos para quienes contraviniesen esta normativa. En general, se mostraba un especial cuidado en prevenir la sobreexplotación ya que se pensaba en las generaciones venideras (hay por tanto una voluntad de sostenibilidad). Y obviamente, se evitaba el agotamiento del recurso común ya que en ello les iba la propia supervivencia. Por último, hay que destacar que la lógica de la economía campesina no giraba en torno al riesgo y el beneficio sino que las decisiones se basaban en otros parámetros como las necesidades de consumo o el trabajo exigido para producir. A todo ello se añade que el comportamiento económico de los campesinos estaba modulado —e incluso subordinado a— por los valores morales.

No voy a entrar aquí en temas de eficiencia de la propiedad común frente a la propiedad privada, y remito al lector a los estudios de Robert C. Allen para Inglaterra o Fran Beltrán Tapia para España, los cuales muestran que el comunal podía ser tan eficiente e innovador como la propiedad privada. Lo que sí parece bastante claro es que esta última —a diferencia de lo sostenido por los evangelistas de la ‘mano invisible’— no asegura una mayor sostenibilidad ambiental. Así por ejemplo en España, las privatizaciones de comunales realizadas al amparo de la desamortización de Madoz, y también de Mendizábal, supusieron el descuaje de miles de bosques. Ante los precios altos de la madera y del grano al propietario de la tierra le salía muy a cuenta convertir los árboles en madera, roturar y sembrar cereales.

Aunque los historiadores han venido demostrando que la tragedia de los comunales no era tal, sino una malinterpretación interesada, hubo que esperar al año 2009, para ser tomados en serio por los economistas. Ese año, la Real Academia de las Ciencias de Suecia otorgó el Premio Nobel de Economía a Elinor Ostrom por re-examinar el debate de la tragedia de los comunales ofreciendo argumentos más sutiles y convincentes basados en el estudio de la gestión de los recursos naturales locales en países en desarrollo. Muestra Ostrom que, precisamente, la participación de la comunidad local es una de las claves del éxito para asegurar la sostenibilidad de los recursos comunales. A partir de ese momento la ‘tragedia de los comunales’ ha ido perdiendo predicamento entre los economistas y han aparecido matices: que si sólo se da cuando los derechos están mal definidos o poco claros, que si bla, bla, bla.

Para ir cerrando el tema, y volviendo a Hardin, al igual que sucedía con el liberalismo decimonónico y la Escuela Austríaca, detrás de sus teorías había una clara intencionalidad ‘política’. Su artículo era básicamente un argumento a favor del control de la natalidad. Hardin usó el fantasma de la destrucción ambiental y el conflicto étnico para promover políticas que, sin ningún género de dudas, se pueden considerar fascistas. Hardin defendía que para prevenir el colapso, la sociedad estadounidense debía adoptar valores más radicales, y especialmente en relación a la reproducción, siendo un acérrimo defensor de esterilizaciones masivas. Sostenía que EEUU debía rechazar la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU, argumentando que el gobierno debía adoptar medidas coercitivas para prevenir que las mujeres —especialmente las que no eran de raza blanca— se reprodujesen. De acuerdo con Hardin, algunos grupos étnicos estaban utilizando la natalidad para asegurar su expansión y por tanto el derecho de reproducirse debía ser limitado. Hardin sostenía que los inmigrantes llegaban a EEUU a robar la riqueza y los privilegios que la cultura de origen no podía proporcionarles. Por este motivo, Hardin consideraba que la inmigración era intolerable y también detestaba la ayuda al desarrollo argumentando que permitía que las naciones pobres viviesen por encima de sus posibilidades.

Como pueden ver en este artículo, Hardin fue un convencido racista, eugenicista, nativista e islamófobo. Durante décadas usó su autoridad en la Universidad de California como ecologista respetado para integrar las actitudes nativistas hacia la raza y la inmigración en el movimiento ambientalista estadounidense. Además de que muchos de sus argumentos racistas están basados en teorías pseudocientíficas, trabajó activamente para convencer a la opinión pública de que la inmigración —la no blanca, por supuesto— era un problema ambiental, motivo por el cual debían cerrarse las fronteras y purgar la diversidad étnica de los EEUU tanto como fuese posible. A fin de cuentas, Hardin era lo que hoy llamaríamos un supremacista blanco.

En fin…

Los embalses en España, ejemplo de desposesión campesina


Según la Wikipedia, en España hay más de 500 pueblos sepultados por la construcción de embalses o ‘pantanos’. Hace años que le doy vueltas al tema y cada vez lo tengo más claro. Al igual que las desamortizaciones del siglo XIX, los embalses del siglo XX fueron en muchos casos un fenómeno de desposesión campesina.

Para situarnos quiero empezar con una pregunta que pueden contestar en los comentarios y que nos pueden ayudar a situarnos: ¿quiénes han sido los mayores beneficiados y perjudicados por la construcción de esos embalses? La respuesta es relativamente fácil y estarán de acuerdo conmigo que quienes no sacaron ningún provecho fueron los pueblos y las comarcas donde se construyeron estos embalses. Un buen ejemplo es el pantano de Riaño, donde se condenó a muerte a todo un valle para beneficiar a las empresas eléctricas y a unos pocos agricultores de Tierra de Campos. ¿Cómo es posible que los menos beneficiados por un embalse sean los ‘afectados’? Quizás esto ya nos da pistas de la lógica que hay detrás de estas infraestructuras.

Ya en una entrada de este blog del año 2013, se presentaba el embalse de Riaño como tragedia de los cerramientos. En esa ocasión, como especialista en comunales me preguntaba yo si los vecinos de los pueblos fueron indemnizados por los terrenos comunales que quedaron bajo las aguas; sugería yo que, al igual que en el siglo XIX, había habido un proceso de ‘despojo’ en tanto que los campesinos perdieron mucho más que sus tierras particulares.

Lo cierto es que España hay más de 350 grandes embalses, y aunque  se suele asociar la construcción de éstos al período franquista, casi una tercera parte de estas grandes presas fueron construidas con posterioridad a la muerte del Dictador. Habría que señalar también que la idea de los pantanos, como grandes infraestructuras, es anterior al franquismo. Los planes hidrológicos se remontan a las propuestas de los regeneracionistas, empezaron a despegar en la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) y continuaron con el gobierno de la Segunda República (1931-1939), si bien fue en la dictadura de Francisco Franco (1939-1975) alcanzaron su desarrollo pleno. Estos embalses formaban parte de estos planes hidrológicos que tenían como principal objetivo interconectar las cuencas hidrológicas, regular las cabeceras de las principales ríos españoles para a su vez, optimizar su uso productivo, incluyendo la generación de electricidad. Si bien se solía justificar la construcción de las presas para extender la superficie de regadío, en realidad la mayoría de los pantanos se construyeron para abastecer de agua a los grandes centros urbanos y la electricidad producida lucraba a grandes empresas.

Una vez se planificaba construir una presa, los funcionarios de la Confederación Hidrográfica correspondiente iniciaban el proceso de expropiación forzosa. Los vecinos eran ‘indemnizados’ por sus posesiones y reasentados en otras localidades. Lo que se argumenta en la entrada del blog de hoy es que en estas decisiones nunca fue tenida en cuenta a la población local y en muchísimos casos —en la mayoría, se podría decir— no se respetaron o fueron vulnerados los derechos de los habitantes de las zonas anegadas. Hay un autor llamado Rob Nixon que ha estudiado el tema para otros lugares y que detalla las cinco estrategias generalmente utilizadas para negar los derechos de las personas afectadas.

1. Uso de la violencia. Basta con echar un vistazo a la icónica foto de Mauricio Peña que ilustra esta entrada para ver lo que pasó por ejemplo en Riaño. La diferencia de Riaño con otros embalses construidos en la provincia de León es que la presa de Riaño se cerró en 1987, en plena democracia; durante el franquismo era impensable plantear una resistencia así a la construcción de una presa. ¿Cuántas veces han escuchado aquello de que con Franco no se movía nadie?. Pues eso. Pero no sólo hubo violencia física sino también presiones, amenazas y otro tipo de violencia más sutil. Así por ejemplo, el escritor Julio Llamazares en alguna entrevista / artículo reconoce haber sufrido amenazas por oponerse al embalse de Riaño.

2. Apelación al autosacrificio por “el bien común”. La justificación más usual para construir un embalse es el ‘bien común’ o el interés general. Se le exige a unos pocos habitantes que se sacrifiquen por el bienestar común o el bienestar de un grupo de población mayor; por ejemplo, anegamos unos pueblos pero así una capital de provincia está abastecida de agua.

Ahora bien, aunque el tema tiene muchos matices hay varios aspectos a considerar. Uno de ellos es que el sacrificio siempre se lo piden a los mismos —a los más pobres—; es decir, son los pobres los que hay que sacrificar por los ricos. Como dice Rob Nixon, la relación entre los espacios ‘sacrificados’ por el bien común y los ‘beneficiados’ no es equitativo y obedece a relaciones de poder que históricamente han ubicado a los centros urbanos como referentes de desarrollo, mientras lo rural ha sido relegado a ser un espacio de sacrificio.

Ahora bien, detrás de todo este andamiaje del bien común, etc., lo que hay es un reparto desigual de beneficios. Los afectados por las presas asumen las pérdidas y los regantes y las empresas hidroeléctricas se quedan con los beneficios. Lo del bien común suena a treta a engaño para despojar a la gente de sus tierras, porque sólo hay que ver como las empresas eléctricas cuidan el bien común, aumentando cada día la factura de la luz, vaciando embalses u ocupando montes y terrenos comunales con parques solares y eólicos, in tener la mínima consideración por los impactos ambientales, sociales y económicos que se derivan.

Lo que parece claro es que el criterio del bien común es variable y únicamente se aplica en una dirección; así, se pueden expropiar las tierras de los vecinos de los pueblos para producir electricidad, pero no se puede expropiar empresas eléctricas que están empobreciendo a millones de ciudadanos y pequeños negocios con el precio abusivo de la electricidad.

3. Utilizar eufemismos para referirse a los afectados. Dice Rob Nixon que el Banco Mundial para referirse a las personas desplazadas por estos macro-proyectos utilizada el término «Project-Affected People” o PAPs (Personas Afectadas por el Proyecto). Esa también es una manera de ocultar y negar que estas personas han sido desposeídas de sus tierras, que han sido desplazados de su comunidad, que han perdido sus hogares, que se les ha arrancado una parte de su memoria.

En el caso de España, y las noticias del NO-DO son un buen ejemplo, el discurso oficial habla de la promesa de una ‘nueva vida’ y de un ‘futuro’ para los reasentados en los poblados de colonización. Que le pregunten a los ‘reasentados’ por el pantano del Porma que fueron enviados a un secarral de Palencia y alojados en barracones como si fuesen ganado; o a los vecinos y vecinas de Oliegos ‘reasentados’ en una antigua laguna palúdica en Valladolid. Se utilizan eufemismos como ‘nueva vida’, ‘un futuro’ o ‘reasentados’, pero vistas las condiciones cómo estos procesos se llevaron a cabo quizás sería más adecuado hablar de ‘destierro’, como dice acá Julio Llamazares.

Al fin y al cabo, los eufemismos sirven para ocultar las tragedias de quienes, en realidad, fueron despojados de sus tierras y desterrados lejos de sus hogares.

4. Las personas afectadas son consideradas culturalmente inferiores. No hay mucho que ahondar en esta idea. Frente a la visión desarrollista de los ingenieros, los habitantes de los pueblos han sido vistos como atrasados, incultos, etc., y el conocimiento y la cultura campesina ha sido despreciada. Esa pretendida inferioridad no deja de ser un argumento y una justificación más para despojarlos de sus tierras y sus hogares y la negación de sus derechos como personas.

5. No se les reconocen derechos de propiedad. En el siglo XIX, con el liberalismo se atacó a la propiedad comunal por considerarla ‘imperfecta’. Ya en el siglo XX, con los pantanos también se arrasaron espacios de propiedad comunal. Además yo me pregunto si los vecinos de los pueblos fueron indemnizados por el ‘lucro cesante’ que suponía perder esos espacios. Lo dudo, porque siempre se piensa que esos espacios son públicos, y no, no lo son. Recuerdo que hace años, cuando el gobierno catalán prohibió los espectáculos taurinos, los dueños de la plaza de toros Monumental de Barcelona exigían a la Administración Pública catalana 10 millones de euros por ‘lucro cesante’. Ahora bien, ¿no tendrían también derecho los pueblos que perdieron sus comunales a ese tipo de indemnización?

En fin. Lo que parece bastante claro es que, como les decía al principio de la entrada, lo ocurrido con los pantanos y embalses es un proceso de despojo y desposesión campesina ya que queda bastante claro que no se respetaron —o directamente fueron vulnerados— los derechos de los habitantes de las zonas anegadas.

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Como ya indiqué, la foto que acompaña el texto es de Mauricio Peña

Lectura recomendada: «Las armas de los débiles. Formas cotidianas de resistencia campesina»


La entrada de hoy viene a pagar una deuda que este blog arrastra desde hace mucho tiempo con James C. Scott, sociólogo estadounidense autor de numerosas publicaciones sobre formas de resistencia campesina.

Para los historiadores resulta complicado analizar / explicar las formas de protesta campesina ya que, comparadas otros tipo de protestas, no encajan en los modelos ‘clásicos ‘de movilización institucional, de clase, etc. Ello en parte se explica porque ese análisis se ha hecho desde una óptica industrial y urbana. No es que los campesinos no luchen o no se movilicen, sino que son otras las formas de movilización y las lógicas que subyacen detrás de estas luchas. Por otra parte, a diferencia de la protesta y movilización urbana centrada generalmente en la mejora de las condiciones de vida o de trabajo, lo que suele estar detrás de las protestas campesinas es una defensa de un modo de vida o de un territorio. En un análisis simplista parecen estar diciendo «No, no queremos el ‘progreso’. Queremos seguir viviendo como siempre (del trabajo de la tierra) y donde siempre hemos vivido».  Pero, no. Es todo más complejo. Como ya comentamos en otra entrada, tradicionalmente los campesinos se han movido por otras lógicas, resistiéndose por ejemplo a la mercantilización de las relaciones de producción, impulsada por la lógica liberal.

En todo caso, y respecto a las formas de protesta y resistencia campesina, historiadores como E.P. Thompson pusieron de manifiesto que la costumbre y la tradición jugaban un papel importante, creando el concepto de ‘economía moral’ como elemento  legitimador de ésta. Precisamente, el autor que hoy traemos a colación —James C. Scott— retomó este concepto y en 1976 publicó un libro titulado «La economía moral del campesinado: rebelión y subsistencia en el sudeste asiático» donde explica cómo los campesinos asiáticos se rebelaron contra las economías de mercado introducidas por el colonialismo.

Unos años más tarde, en 1985,  publicó el libro «Las armas de los débiles. Formas cotidianas de resistencia campesina» que daría un giro radical a los estudios sobre la protesta campesina. Sus “armas de los débiles” cambiaron el discurso dominante sobre la accionar del campesinado, creando una nueva narrativa. Scott puso de manifiesto que había ‘multiplicidad’ de formas de protesta y resistencia que estaban siendo ignoradas. En el artículo «Explotación normal, resistencia normal» y que podéis descargar aquí, el propio James C. Scott explica que poner el énfasis en la rebelión campesina era un error. Observa Scott que más importante era entender lo que denomina ‘formas cotidianas de resistencia campesina”; esto es la lucha prosaica pero constante entre el campesinado y aquellos que tratan de aprovecharse de ellos para extraer su trabajo, comida, impuestos, rentas e intereses.

Observa Scott que, estas formas de lucha distan mucho de ser una resistencia abierta y entre las armas utilizadas se incluyen actitud reticente, disimulo, falsa aceptación de las normas, hurto, ignorancia fingida, difamación, incendios provocados, o sabotaje. Por lo general, se trata de acciones individuales que requieren poca o ninguna coordinación ni planificación y que evitan cualquier tipo de confrontación simbólica directa con la autoridad o las normas de la élite. Son ‘resistencias’ cotidianas, pero —como bien dice Scott— son de gran utilidad para defender los intereses de quienes las utilizan, ya que estos ‘insignificantes’ actos de resistencia llevados a cabo por los campesinos pueden terminar por convertir en un completo desastre las políticas soñadas por los aspirantes a ser sus superiores en la capital. Ahora bien, uno de los problemas con estas formas de resistencia es que, dado que el historiador trabaja con registros escritos, resulta complicado identificar esta forma de lucha / resistencia anónima y silenciosa, la cual también es una lucha de clase.

Los estudios de Scott han abierto los ojos a muchos historiadores y han marcado tendencia en la historia rural y se ha pasado de ignorarla a etiquetar cualquier tipo de protesta campesina como ‘armas de los débiles’. Precisamente esta es una de las críticas que se le puede hacer a este enfoque, el cual parece ser válido para el Sudeste asiático, pero no tan adecuado para explicar la protesta / resistencia campesina en otros lugares, como por ejemplo el noroeste de España. Así por ejemplo en este artículo (en inglés) se explica que etiquetar como ‘armas de los pobres’ las infracciones forestales y las resistencias a la intervención del Estado en el monte es, como mínimo inexacto. La evidencia muestra que: (i) en numerosas ocasiones la confrontación entre los vecinos y el Estado era un desafío abierto a las normas y a los funcionarios forestales, no una lucha soterrada (que también se daba); (ii) no queda claro tampoco que los principales infractores fuesen los más pobres; es más, las denuncias forestales reflejan que los pobres acudían a los funcionarios del Estado (Guardia Civil y forestales) a denunciar los abusos de las oligarquías o de la propia administración forestal; y (iii) más que una confrontación entre las ‘clases subordinadas’ y las ‘élites’, en el noroeste de España parece haber habido una alianza interclasista en la defensa del monte ya que, de alguna manera, todos —ya fuesen ricos o pobres— sacaban provecho.

Aún así, las críticas al enfoque de Scott no invalidan sus valiosos aportes sobre la protesta campesina.

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El modelo de agricultura actual se tambalea: una gran hambruna está en camino…


Leo por ahí que, según el índice de precios elaborado periódicamente por la FAO, en marzo de 2021 alimentos básicos como la carne, los aceites vegetales o los cereales subieron un 12,6% respecto al mes anterior y alcanzaron máximos históricos.

Detrás del aumento de precio de los alimentos hay diversos factores coyunturales como la guerra en Ucrania —uno de los principales productores mundiales de cereales o aceite de girasol— o las complicaciones en el transporte internacional debido a la pandemia de Covid. Sin embargo detrás de esta carestía subyacen factores estructurales bastante ‘preocupantes’ como la escasez de combustible (diésel), las malas cosechas (debido a sequías u otros fenómenos meteorológicos ligados al cambio climático), o la escasez de fertilizantes químicos que, además, han triplicado su precio.

Aunque la guerra de Ucrania ha contribuido al incremento del precio de los fertilizantes por la dificultad para acceder al gas ruso, el conflicto bélico pone de relieve una de las fragilidades del sistema alimentario mundial como es la excesiva dependencia de los hidrocarburos y de los inputs industriales.

Vayamos con un poco de historia. Como debe saber el lector, los tres principales factores que participan en la producción agrícola son tierra, trabajo y capital. En la agricultura preindustrial o tradicional, el factor tierra podía ser incluso comunal, el trabajo lo aportaban los miembros de la familia, y los inputs utilizados en la producción generalmente eran obtenidos en la propia explotación. Como fuerza de trabajo eran empleados animales o recursos renovables (p.e., viento o cursos de agua para mover molinos, etc). Para recuperar la fertilidad del suelo eran empleadas rotaciones de cultivos —que, a su vez, evitaban plagas—, períodos de descanso del suelo (barbechos), o utilizaban el estiércol del ganado. En cierta manera, era un sistema orgánico con una gran dependencia de la naturaleza.

Con la industrialización todo esto cambió ya que hombres y bestias fueron sustituidos por tractores, segadoras, ordeñadoras y otra moderna maquinaria movida por motores de combustión o motores eléctricos; por su parte, los fertilizantes químicos sustituyeron al estiércol, las rotaciones o el barbecho. La ‘ganancia’ fue grande, ya que con la maquinaria se multiplicaba la productividad del factor trabajo y se podían poner en cultivo nuevas tierras; y los abonos químicos permitían aumentar la productividad de la tierra, aumentando ostensiblemente la producción agraria.

Con respecto a los abonos químicos, hay que remontarse a principios del siglo XIX y los descubrimientos de Liebig sobre las plantas y el nitrógeno. Conocidos sus efectos en el desarrollo de las plantas, el nitrógeno empezó a ser obtenido de forma masiva de ‘depósitos’ naturales como el guano (deposiciones de pájaros) que durante siglos se había almacenado en islas del Pacífico de Perú y en salitrales del norte de Chile (los famosos Nitratos de Chile). También la potasa era extraída de minas. Ahora bien, el gran salto se produjo en 1909, cuando dos químicos alemanes, Fritz Haber y Carl Bosch, encontraron la manera de utilizar el nitrógeno del aire para hacer amoníaco y producir fertilizantes de forma industrial.

A partir de 1945 en Europa los abonos químicos tuvieron una amplia difusión ya que permitían ‘sustituir’ el factor escaso, la tierra. También en otros lugares, como EEUU o Argentina, donde el factor escaso era el trabajo, y en un primer momento se había optado por la mecanización y la importación de mano de obra, poco a poco fue aumentando el consumo de abonos químicos. Hay quien sostiene que el fuerte crecimiento de la población mundial fue posible gracias a los fertilizantes inorgánicos. Ahora bien, no se ha de olvidar tampoco que asociados al uso de agroquímicos hay importantes problemas de contaminación de suelos y acuíferos, a lo que se añade la dependencia de inputs industriales y de la disponibilidad de hidrocarburos.

Llegados a 2022, el 24 de febrero Rusia invadió Ucrania, y se hizo patente un ‘nuevo’ problema en relación a la fertilizantes: el gas ruso; y es que resulta que el 77% de la producción mundial de amoniaco emplea gas natural como materia prima. Con el amoniaco se fabrican tanto el nitrato de amonio (con una concentración del 34% de nitrógeno) y la urea (46% de nitrógeno). Las dificultades para acceder al gas ruso no sólo han afectado al mercado europeo sino que EEUU ha tenido que abastecer a otros mercados produciéndose un efecto en cascada y haciéndose patente la escasez a nivel mundial. La falta de fertilizantes ha alterado la producción de alimentos pero también de piensos y forrajes para el ganado, con lo cual los efectos se ven cada vez más agravados y se va cayendo en una especie de círculo vicioso difícil de romper.

Como es lógico, el incremento del precio de los alimentos hará que muchas personas no puedan comprarlos por lo que —si miramos lo ocurrido en épocas precedentes— una gran hambruna parece estar en camino. Lo que está ocurriendo en la actualidad recuerda bastante la crisis alimentaria de 2007-08 que condenó a la pobreza y al hambre a más de 80 millones que personas (las cuales se sumaban a los más o menos 830 millones que ya pasaban hambre).

En 2008, la crisis alimentaria tuvo diversas causas, pero un factor que la agravó fue el emplear buena parte de la producción de maíz (y otros cereales) a la producción de biodiesel. No sólo se destinaron alimentos y piensos para fabricar biocombustibles, sino que al estar ligado el precio del maíz al petróleo, al dispararse el precio de éstos las subidas se trasladaron progresivamente a otras materias primas y alimentos: primero la soja y el trigo, después el arroz y más tarde los aceites vegetales. La carestía de los alimentos no sólo agudizó la inseguridad alimentaria sino que provocó desórdenes y disturbios en numerosos países: Egipto, Indonesia, Haití, Tailandia, Pakistán, etc… Más de una treintena de países sufrieron turbulencias políticas desatadas por la crisis alimentaria.

Pareciese pues que vamos por el mismo camino y que vienen curvas en los próximos meses.

Llegados a este punto, cabe hacer una precisión: las hambrunas no están causas por la falta de alimentos, sino por la dificultad de acceder a ellos. Un buen ejemplo de ello es la hambruna de Bengala de 1943 estudiada por el premio Nobel Amartya Sen y en la que murieron entre 1,5 y 3 millones de personas. Dice A. Sen que en 1943 no había escasez global de arroz en Bengala sino que los más pobres no podían comprarlo. Con motivo de la Guerra mundial había aumentado la demanda de alimentos, duplicándose el precio del arroz lo que provocó acaparamiento por parte de los comerciantes ya que era una excelente inversión. A ello se añade que Churchill priorizó las necesidades bélicas de la metrópoli y no le importó que millones de hindúes pobres muriesen de hambre en la colonia. Nada nuevo bajo el sol, ya que justo un siglo antes, en la gran hambruna irlandesa causada por la destrucción de las cosechas de patatas, el Gobierno inglés ignoró las necesidades de los irlandeses pobres y el grano que los colonos ingleses producían en Irlanda era exportado hacia Inglaterra y otros países.

También es falso que hoy en día a nivel global haya escasez de alimentos. Es cierto que el encarecimiento de los productos básicos hace que los más pobres no puedan comprar los alimentos necesarios para su sostenimiento. Pero aquí es donde entra la voluntad política de los gobiernos de priorizar esas necesidades o no. Porque además con la subida del precio de los alimentos suele aparecer la especulación, el acaparamiento, etc., y quienes suelen beneficiarse de esas prácticas son las oligarquías que además ‘cooptan’ los gobiernos de los países en situación de inseguridad alimentaria. Son gobiernos que, por lo demás, acostumbran a favorecer a la agroindustria frente a la agricultura familiar, o que apoyan un modelo de agricultura basado en monocultivos destinados a la exportación en lugar de una agricultura diversificada y la soberanía alimentaria.

Sostener que el hambre está causada por la escasez de alimentos ha sido el argumento lineal y simplista que nos quieren ‘vender’ los partidarios de la agroindustria, y también los ‘evangelistas’ de la revolución verde, la biotecnología y los organismos modificados genéticamente. Repito: lo que está detrás del hambre es la falta de voluntad política de atender las necesidades de los más pobres. Punto. También la especulación e incluso —si se quiere— se podrían añadir otros factores ‘estructurales’ como la injusta y desigual distribución de la tierra en muchos países del Sur.

En todo caso, y retomando el argumento inicial, el modelo de producción agroindustrial parece estar en crisis ya que —al igual que la Revolución Verde— se cimenta en la existencia de energía abundante y barata, y eso ya fue. Esa época ya pasó. También es un error pensar que las soluciones a la falta de fertilizantes pasan por encontrar un sustituto tecnológico, como ocurrió con el proceso Haber-Bosch que, cuando el guano y el nitrato empezaban a escasear, se encontró una alternativa viable para la obtención de nitrógeno

La tierra es finita y los recursos son finitos. Parece que, por un lado, habrá que cambiar el modelo de consumo alimentario y por otro, habrá que volver a enfocar la agricultura de otra manera haciéndola más sostenible y menos dependiente de los fertilizantes químicos y otros inputs industriales. No hay demasiadas opciones y alternativas como la vuelta a la agricultura preindustrial no son viables. No obstante, también hay alguna buena noticia: una es que a día de hoy la agricultura familiar produce el 80% de los alimentos, y la otra buena noticias es que, tal como reconoce Naciones Unidas, la agroecología se ha demostrado como una alternativa que permite incrementar los rendimientos agrícolas, reduce la pobreza rural y contribuye a la adaptación al cambio climático. Quizás sea un buen punto de partida… Lo que viene no será un camino fácil, pero hay lugar para la esperanza.


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Ya disponible en las bibliotecas públicas de la provincia


Mañana es 23 de abril, la festividad de San Jorge, patrón de Escuredo de Cepeda. También de Villanueva de Carrizo y de otros varios pueblos de la provincia de León.

También, desde 1995, el 23 de abril se celebra el Día Internacional del Libro. Dicen —y estoy seguro que desconocían esta curiosidad— que se escogió esta fecha ya que un 23 de abril murieron Miguel de Cervantes, William Shakespeare e Inca Garcilaso de la Vega; o al menos para la UNESCO murieron ese día.

En lugares como Cataluña en la Diada de Sant Jordi —que es como le llaman allá a ese día— se acostumbra a regalar libros y rosas. Aunque es laborable y no festivo, el centro de ciudades como Barcelona se llena de miles de personas que pasean y compran en las miles de paradas de libros y flores. No sólo las librerías y particulares montan sus stands en la calle para que los autores firmen ejemplares, sino que también organizaciones culturales, ONGs, o incluso partidos políticos montan sus tenderetes para ofrecer libros y rosas.

A mi lo de regalar libros me parece una muy buena idea y ya que estamos hago un pequeño paréntesis para recomendarles que regalen el libro “Tierra de lobos, urces y hambre”. Hay más de un centenar de librerías donde se puede comprar; acá tienes algunas:

¿Dónde comprar “Tierra de lobos, urces y hambre”?

Bueno, vuelvo al suco. En Barcelona la jornada viene complementada por conciertos en las calles y variadas actividades en las bibliotecas públicas. Y ya que de bibliotecas estamos hablando, comentarles también que el libro de “Tierra de lobos, urces y hambre” desde hace unas pocas semanas se puede pedir en préstamo en las bibliotecas públicas de León, Ponferrada y San Andrés del Rabanedo y también en las bibliotecas municipales de las siguientes localidades:

Arganza
Astorga
La Bañeza
Bembibre
Benavides de Órbigo
Boñar
Caboalles de Abajo
Cacabelos
Carracedelo
Ciñera de Gordón
Carrizo de la Ribera
Fabero
Llamas de la Ribera
Mansilla de las Mulas
Murias de Paredes
La Pola de Gordón
La Robla
Sabero
Sahagún
San Justo de la Vega
Santa Lucía de Gordón
Santa María del Páramo
Santa Marina del Rey
Toral de los Vados
Toreno
Tremor de Arriba
Trobajo del Cerecedo
Valencia de Don Juan
Valdepolo
Valderas
Villafranca del Bierzo
Vega de Espinareda
Villablino
La Virgen del Camino
Villaquilambre

También cada uno de los 7 bibliobuses que recorren la provincia de León disponen de un ejemplar del libro.

Así que ya saben, ya no hay excusas que valgan para no leer este libro…

 

Unas reflexiones sobre el trabajo y la autoexplotación…


Dice la Biblia que cuando Dios expulsó a Adán del paraiso le dijo «Ganarás el pan con el sudor de tu frente». A partir de ese momento, el pobre hombre tuvo que empezar a doblar el lomo para conseguir todo lo que antes tenía de balde. Tuvo que trabajar, vaya. También esa biblia moderna que es la Wikipedia dice que la palabra ‘trabajo’ proviene de ‘tripalium’ un instrumento de tortura utilizado por los romanos. Con esos antecedentes, cuesta creer a quienes dicen que el trabajo santifica, o que nos da la posibilidad de autorrealizarnos.

Sea como fuere, que el trabajo tiene algo de antinatural lo entendió mi hijo cuando tenía cinco años. Quería que mi mujer fuese a trabajar a la oficina y, una vez realizadas las tareas, regresase temprano a casa. Sin éxito, le explicamos que eso no era posible, que antes de las 5 de la tarde no podría salir. Él le pedía que hiciese el trabajo más rápido y que si no tenía trabajo para hacer, la dejarían irse a casa. Tuvimos que explicarle que había que trabajar 40 horas a la semana y seguía sin entenderlo. «Pero y ¿qué pasa si haces el trabajo en menos horas? ¿Por qué tienes que quedarte en la oficina?», insistía.

Su madre le explicó que a la puerta de la oficina había un reloj que registraba la hora de entrada y salida.

Mi hijo me miró a mi, miró a su madre y moviendo la cabeza de un lado a otro dice:

—¡Vaya tela!

Hasta hace unos dos años, el modelo de trabajo —encerrados en las oficinas, fábricas o espacios de trabajo— era reflejo del sistema fabril implantado en el siglo XIX con la Revolución Industrial para la producción de manufacturas. Anteriormente, durante la llamada Revolución Industriosa, predominaba la modalidad de trabajo conocida como putting-out system. Este tipo de producción normalmente se hacía por encargo; comerciantes urbanos suministraban a las familias / artesanos la materia prima y pagaban por pieza producida. Cuanto más se producía más se ganaba, lo que a su vez permitía mejorar el ingreso de la unidad familiar.

Ahora bien, en esta modalidad de trabajo los artesanos se tomaban su tiempo para hacer sus tareas, tenían sus días de descanso, respetaban las fiestas, etc. Con las fábricas todo esto cambió, porque además de sacar ventaja de las economías de escala y de las nuevas máquinas movidas por el vapor o por otro tipo de energías, permitían ‘disciplinar’ a la mano de obra. Ya no era trabajar en casa al ritmo que a uno le pareciese con pausas para comer, para atender el ganado o la huerta o para dormir la siesta. Con la fábrica, el reloj marcaba la hora de entrada y salida, los descansos eran mínimos o no existían y había que producir una cantidad mínima. Los obreros estaban físicamente ‘encerrados’ en galpones o edificios y había ‘capataces’ vigilando que nadie se distrajese.  Ya sabe el lector qué pasaba si alguien llegaba tarde reiteradamente o no cumplía.

Poco a poco, y gracias a que los obreros se fueron organizando,  las condiciones laborales y los salarios fueron mejorando. Podríamos decir que en los años 70 del siglo pasado, en general, ya se habían alcanzado condiciones más o menos ‘decentes’. A partir de ahí, se ha ido mejorando en temas de salud laboral, prevención de riesgos, permisos de maternidad / paternidad, pero se ha perdido en salarios y derechos laborales.

Hasta hace unos meses, no importaba que en las últimas décadas hubiese habido una revolución tecnológica con los ordenadores, internet, teléfonos móviles, etc., la forma de trabajar básicamente seguía organizada de la misma manera que en el siglo XIX. Había que cumplir horarios en la oficina, hubiese trabajo o no; si no había trabajo, pues a ‘calentar la silla’, pero la presencialidad era obligatoria. Además era obligatorio trabajar de lunes a viernes unas 40 horas, etc.

Pero, con la llegada del coronavirus todo eso cambió. Con la pandemia, la gente se tenía que quedar en casa y se demostró que buena parte del trabajo que se hacía en la oficina se podía hacer desde casa. No sólo se vio que era posible ‘teletrabajar’ sino que —en ocasiones— trabajar desde casa se demostraba más productivo, permitía una mayor conciliación familiar y aumentaba la disponibilidad de tiempo libre (al ahorrarte por ejemplo el tiempo de desplazamiento diario a la oficina).

Aunque no todo es color de rosa con el teletrabajo —las mujeres han salido claramente perdiendo, por ejemplo—, parece que esta modalidad ha venido para quedarse.  Lo que no tengo claro es si salimos ganando o perdiendo con el trato. Con el teletrabajo, salvo que seas funcionario, cada vez queda menos clara la frontera entre trabajo y ocio y, a pesar de la laxitud con los horarios, el trabajo parece invadirlo todo. Y ya no les cuento si uno trabaja como autónomo.

A ello se añade que en los últimos años, con el pensamiento mágico, el mindfulness, el coaching y demás chorradas, caminamos cada vez más hacia la autoexplotación. Dicen que Steve Jobs dijo: «Tu trabajo va a llenar gran parte de tu vida, la única manera de estar realmente satisfecho es hacer lo que creas que es un gran trabajo y la única manera de hacerlo es amar lo que haces«. El problema es que la gente se cree esas tonterías, y esa frase ‘haz lo que amas’ se ha convertido en un mantra. Pero, como señala Miya Tokumitsu, ver el trabajo bajo ese prisma no conduce a la salvación sino a devaluar aún más el trabajo.

Así por ejemplo, al mantenernos enfocados en nosotros mismos y en nuestra felicidad individual, eso de ‘haz lo amas’ nos distrae de las condiciones de trabajo de los demás mientras valida nuestras propias elecciones y nos libera de las obligaciones con todos los que trabajan, les guste su trabajo o no.  De acuerdo con esta forma de pensar, el trabajo no es algo que uno hace por compensación, sino un acto de amor hacia uno mismo, y si no se obtienen beneficios, es porque la pasión y la determinación del trabajador fueron insuficientes. Sin embargo, el verdadero logro de este enfoque es hacer creer al trabajador que su trabajo sirve a uno mismo y no al mercado.

Con este enfoque se devalúan los trabajos que nadie quiere hacer, pero que alguien tiene que hacer. Irónicamente, se refuerza la explotación en los trabajos ‘guays’ o ‘cool’ donde el trabajo fuera de horario, mal pagado o no pagado es la nueva norma: así por ejemplo se exige a los reporteros que hagan el trabajo de sus fotógrafos despedidos, se espera que los publicistas trabajen y tuiteen en los fines de semana. Lo cierto es que —indica el autor—, el 46 por ciento de los/as trabajadores/as revisa el correo electrónico laboral en días de enfermedad.  Por tanto no hay como convencer a los trabajadores de que están haciendo lo que aman, para que no se den cuenta de que están siendo explotados.

Al enmascarar los mismos mecanismos de explotación del trabajo, subraya Tokumitsu, el enfoque de ‘haz lo que amas’ es, de hecho, la herramienta ideológica más perfecta del capitalismo. Deja de lado el trabajo de los demás y nos encubre la naturaleza de nuestro propio trabajo. Oculta el hecho de que si reconociéramos todo nuestro trabajo como trabajo, podríamos establecer límites apropiados para él, exigiendo una compensación justa y horarios humanos que permitan la conciliación familiar y el tiempo libre.

En fin… ¡Vaya tela!

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Foto de Kateryna Babaieva en Pexels

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