La solidaridad, esa virtud ‘cotidiana’ olvidada


Hace un tiempo leí una frase de David Graeber que me hizo pensar. Decía algo así como que la mayor virtud burguesa es el ahorro y la mayor virtud de la clase trabajadora es la solidaridad. Sin embargo —decía también— hoy en día, ‘preocuparse por los demás’ es visto como una lacra.

Y sí, Graeber tenía razón. Me acordé de cómo funcionaba mi pueblo cuando yo era niño. Más allá de ciertas obligaciones solidarias sobre las que ya tratamos en este blog, la vida en los pueblos se sostenía en esas solidaridades cotidianas. Recuerdo, por ejemplo, que mi madre me mandaba a la tienda y allí iban apuntando en una libreta las compras. También el panadero dejaba el pan en casa cada 2-3 días y lo anotaba. Nadie, o casi nadie, solía pagar al contado. Las deudas con el tendero o el panadero se liquidaban una vez al año, generalmente cuando se vendían las patatas, los corderos, el lúpulo o lo que fuese. Y así con todo. No había dinero, no había liquidez, no había cash.

Creo que detrás de ese funcionamiento hay una idea de solidaridad. No es como decía Adam Smith que lo que movían al carnicero o al panadero era su propio interés y no la benevolencia. Pues bien, en este caso diría que lo que movía a Pedro, el panadero de Riofrío, no era la lógica del enriquecimiento a costa de lo que fuese, sino que en su trabajo había una vocación de servicio a la comunidad. Obviamente, ser panadero le permitía obtener un ingreso pero no especulaba con el precio del pan ni te dejaba sin pan porque te retrasases en el pago. En este caso además, Pedro se movía con un Land Rover —un coche mítico, aquel Land Rover— y siempre estaba dispuesto a ‘dar viaje’ a quien lo necesitase. Diría que Pedro, además de panadero, era una buena persona.

En esas sociedades tradicionales, lo usual era vivir endeudado y gracias a ese funcionamiento solidario no faltaba —por ejemplo— el pan en la mesa. Pero la gente no sólo vivía endeudada con el tendero o el panadero, sino que no había problema en pedir prestado a un vecino para poder afrontar gastos extraordinarios. Y aunque también había prestamistas usureros que dejaban el dinero a intereses crecidos, en lo cotidiano se acudía a pedirle al vecino o al pariente. Ni siquiera era necesario firmar nada. Eran deudas que a veces se pagaban en metálico y otras veces se cancelaban por algún producto o servicio. Era algo que se daba con naturalidad.

También era normal que cuando llegaban épocas de mucho trabajo las familias y los vecinos se ayudasen en las trabajos agrícolas. Gracias a esas ‘solidaridades’ las familias podía trillar las mieses, o llevar a cabo trabajos que exigían la concurrencia de mucha gente. ‘Hoy te ayudo yo, mañana me ayudas tú’. Ayudar, se trataba de ayudar. También de preocuparse por los demás, no hacía falta que el vecino o el pariente te avisase de cuando precisaba un apoyo, ya las familias estaban pendientes para ofrecer ayuda.

Bien. Como decía, lo normal era vivir endeudado y eso no era un comportamiento reprobable, salvo que las deudas estuviesen originadas por el juego o el vino. Es decir, no se estigmatizaba a quien pedía dinero ni a quien debía.

Ahora bien, en un momento dado todo eso cambió. La gente empezó a pagar al contado. Quizás porque mucha gente empezó a tener un trabajo asalariado, porque llegaron las pensiones del Estado o por lo que fuese… pero el caso es que empezó a estar mal visto estar endeudado porque además la gente ya no se endeudaba con el vecino sino con el Banco o la Caja de Ahorros. Si necesitabas un tractor y no tenías para pagar al contado, pues lo más ‘cómodo’ era la financiación del Banco y así ya ‘no debías nada a nadie’. La gente empezó a dejar de depender de sus vecinos para pasar a depender del ‘mercado’ y ahí ya empezaron a aparecer otras dinámicas. Se pasó a depender de las entidades de crédito y sus condiciones. El tener dinero pasó de ser un medio a un fin; se trata de juntar dinero en la cartilla… Lo peor de todo es que estar endeudado o pedir dinero a alguien está muy mal visto. El corolario de todo esto es «quien necesite algo que vaya al Banco o a Cáritas, pero a mi que no me pida nada».

En fin… No sólo está mal visto ayudar, sino también pedir ayuda. Nos hemos vuelto muy individualistas y será muy difícil desandar algunos caminos.

Hacía mucho que no aparecía por el blog y hoy me apetecía compartir estas reflexiones. Si te apetece puedes dejar tu comentario.

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Foto de Flo Maderebner en Pexels

9 razones para comprar “Tierra de lobos, urces y hambre”


Antes de entrar en detalle, estimado lector del blog, quiero hacerle un test de personalidad de psicología barata como los que publican las revistas de entretenimiento.

Pregunta 1. ¿Esperaba con ilusión y nerviosismo a los Reyes Magos?

Pregunta 2. ¿Acostumbra a hacer regalos a tus seres queridos o a usted mismo?

Pregunta 3. ¿Es de los que deja las cosas para última hora y todavía no compró los regalos de Reyes?

  • Si la respuesta a todas las preguntas es NO, hágaselo mirar. Tiene un problema ¿cómo es posible que no le hiciese ilusión la llegada de los Reyes Magos? Si lo desea, puede desahogarse en los comentarios. Contar, libera. Llorar, también.
  • Si la respuesta a todas las preguntas es SÍ, pues que sepas que eso de dejar las cosas para última hora se llama procrastinación y es algo normal. Son fechas muy estresantes y, a veces, es difícil llegar a todo. De todas maneras, estás de enhorabuena y esto que te voy a contar te interesa.

Pues bien, le guste la Navidad o no, crea en la magia de los Reyes Magos o no, haya contestado sí o no a las preguntas, tengo el regalo perfecto para usted y sus allegados. Se trata del libro “Tierra de lobos, urces y hambre” y continuación le voy a dar 10 razones para que, si no lo ha comprado, salga corriendo a hacerlo, aunque también se puede pedir online.

  1. Bueno. Está mal que lo diga yo, pero el libro está gustando y quizás eso sea indicativo de que es bueno. Es cierto que el libro no ha tenido mucha repercusión en los medios, pero hay mucha, mucha gente que lo ha leído y les ha gustado. Y mucho.
  2. Bonito. Se trata de un libro hecho con cariño, con buen gusto. Sólo hay que ver la foto de la portada. No sé ustedes, pero yo veo un libro con esa foto de portada y ya me quedo fascinado. Además, es un libro agradable al tacto y a la vista.
  3. Barato. Cuesta 15 €, o el equivalente a dos cubatas por Nochevieja. De garrafón, vaya, porque si te vas a un güisqui caro… no hay comparación.
  4. Es el regalo ideal para quedar bien. Nadie se va a molestar porque le regales un libro.
  5. Son historias reales. La mayoría de las historias del libro están inspiradas en hechos reales.
  6. Son historias universales. Mucha de la gente que ha leído el libro comenta que le oyó contar a sus padres o abuelos historias muy similares
  7. No es un libro nostálgico. En el libro hay amor por lo rural pero no es una mirada nostálgica. Punto. Cualquier tiempo pasado no fue mejor. Hubo tiempos pasados de mucha negrura…
  8. Es un libro fácil de leer. Son relatos cortos que se leen en un rato.
  9. Las historias te conmueven. Ahí lo dejo. Llorar hace bien.

Te podría seguir contando más cosas, como que el libro está editado por una pequeña editorial de San Román de la Vega, que el libro es un homenaje a mis padres y abuelos. Pero no quiero enrollarme. Eso sí, ahora que faltan unas horas para el final de año, también es el momento de los agradecimientos.

La lista es larga y entre las personas a incluir en ella están Jesús y Cristina por la confianza depositada y más… Jesús conoce las carreteras de Maragatería como la palma de la mano y conversar con él es algo gratificante. Además, en los tiempos hoscos que corren, se agradece el trato amable.

También los vecinos y vecinas de Ferreras por el caluroso recibimiento para acompañarme en la presentación del libro. Es de justicia, agradecer también a Manuel M. —el Alcalde— por los cuidados preparativos y a Roberto F. por la generosa presentación.

En los primeros lugares de esta lista de agradecimientos debe estar Alberto Flecha por la presentación en Carrizo y por las líneas en el Diario de León. También agradezco a Andrés Álvarez Alcoba, a Alfonso Álvarez, alcalde de Carrizo, y a todas las personas que acudieron a la presentación.

No tengo palabras suficientes para agradecer a Sol Gómez y a Eloy Rubio por las emotivas reseñas publicadas en Astorga Redacción. Unas reseñas así y la presentación de A. Flecha en Carrizo ya pagan haber publicado este libro.

Aquí también debe haber un lugar para Paz Martínez y el Centro Cultural ‘El Casino’ de Santa Colomba de Somoza por el fabuloso recibimiento, para Abel por la cariñosa presentación en Otero de Escarpizo, para las gentes de Priaranza de la Valduerna por el recibimiento y por la amena charla postpresentación… además allí alguien trajo a colación en la presentación a Torga y fue todo un detalle.

Permítanme que no dé nombres —porque seguro que me olvidaría de alguien— pero también quiero agradecer a los/as amigos/as que acompañaron en las presentaciones, que mandaron mensajes cariñosos, que comentaron las virtudes del libro en las redes, que han estado ahí apoyando…

Aunque los estoy dejando para el final, agradezco poder disfrutar de todo esto acompañado por mi familia.

Y por último, agradecer a quienes compraron el libro y a los que leen este blog. Dicho todo esto, únicamente me queda decirles dos cosinas:

Una, recordarles que el libro lo pueden comprar en más de 100 librerías; acá tienen un listado.

Dos, DESEARLES TODO LO MEJOR PARA EL 2022.

En fin…

Cuídense!

Tambos, timbas y tumbos: una historia de emigrantes


Aquel soleado domingo de octubre, Baudilio un muchacho de Luyego, esperaba impaciente la llegada de sus vecinos Andrés y Prudencio. Nervioso, subía y bajaba la escalinata de la basílica de San José de Flores. Preguntó la hora a uno de los viandantes, y viendo que faltaba un rato grande para las siete de la tarde, se asomó a la iglesia.

Ya en el interior del templo, al fondo —justo encima del altar— vio la imagen de una virgen que le recordó a Nuestra Señora de los Remedios. Se arrodilló en uno de los bancos y empezó a rezar: “Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo…”.

Acabada la oración, no pudo evitar emocionarse recordando a su familia y la romería que ese día se celebraba en su pueblo, a miles de kilómetros de allí. Con devoción le pidió a la Virgen que le ayudase a salir de la penosa situación en la que se encontraba. Hacía un año y medio que había llegado a la Argentina, pero las cosas no eran como se las habían pintado. Trabajaba de peón en un tambo, que así llaman a las lecherías. Cada día, Saturio un joven llegado de un pueblo de Sanabria y él, se levantaban a las cuatro de la mañana para ordeñar a las más de cien vacas de aquella explotación. Era un trabajo duro y mal pagado, pero lo peor eran los días de lluvia que acaban de pies a cabeza llenos de moñica. Además era un trabajo que no le gustaba. Baudilio había llegado a Argentina a ganar dinero, mucho dinero. Pensaba regresar rico, comprar tierras, y ponerlas en renta. Se casaría con Emilia e irían a vivir a Astorga cerca de la catedral. Pero nada de eso parecía posible. No tenía un pariente o un conocido que lo colocase en alguno de los exitosos negocios que los maragatos habían puesto en marcha a lo largo y ancho del país. La realidad le había soltado una coz más fuerte que las de las vacas que ordeñaba y sentía que no podía salir del montón de estiércol en el que estaba atollado. Había llegado pobre y seguía pobre. “¡Virgen Santísima, ayúdame!”—rogaba mirando a aquella pintura del frente de la iglesia.

Habiéndose encomendado a la patrona, Baudilio salió de nuevo a la plaza General Puerreydón y a lo lejos vio a Prudencio que estaba liando un cigarro. Prudencio se ocupaba como ‘changarín’ vagando de finca en finca haciendo ‘changas’ o trabajos ocasionales. Al igual que otros peones rurales recorría los pueblos de la provincia de Buenos Aires ofreciéndose en estancias y haciendo cualquier ‘changa’ que fuese menester. Todas las labores se le daban bien y al ser buen mozo no tenía dificultad para ser contratado… que si esquilar las ovejas, que si arar para la siembra, que si la recogida del pan o las patatas.

Cuando ambos hombres se vieron, se dieron un abrazo y empezaron una animada charla mientras caminaban hacia la parada del tranvía que los acercaría a la estación de subterráneos donde habían quedado con Andrés. Los tres habían llegado juntos en el mismo barco, el León XIII para más señas, y habían empezado a trabajar como peones en la misma estancia. Al cabo de pocos meses Prudencio fue despedido ya que coincidiendo con el cobro del salario mensual desaparecía varios días sin dar una explicación convincente al estanciero. Andrés, 6 ó 7 años más viejo que ellos, al medio año de llegar compró un caballo y un carro y se dedicaba al comercio de pieles. Y Baudilio, aunque empezó de peón, fue colocado en el tambo donde hacían falta personas cumplidoras como él para sacar adelante la delicada, aunque ardua, tarea del ordeño diario.

El tranvía paró justo enfrente de la recién inaugurada estación de subte de Caballito. Desde el vehículo vieron a Andrés que —distraídamente— fumaba un cigarro. Una vez se bajaron del coche, ambos corrieron a saludarlo efusivamente. Por una pronunciada escalera bajaron al hall de la estación, compraron el boleto y se dirigieron al andén. “Compañía de Tranvías Anglo Argentina” decían los carteles. Unos minutos más tarde, por uno de aquellos túneles asomó un moderno tranvía eléctrico. Cuando Prudencio se subió al lujoso vagón de madera exclamó:
–¡En este país hay mucha plata! ¡mucha plata!

Unos veinte minutos más tarde bajaron en la estación de Congreso y, guiados por Prudencio, se dirigieron a un bar regentado por Maximino, un cepedano de San Feliz de las Labanderas. Allí los sábados se juntaba una numerosa colonia de paisanos gallegos, asturianos y leoneses para jugar al truco y echar unos vinos.

Apenas habían puesto los pies en el local, Prudencio empezó a moverse nervioso y agarrando del brazo a Baudilio y Andrés les pidió salir de allí. Ya en la calle les explicó que debía dinero a unos calabreses con malas pulgas.

No hizo falta que Prudencio diese detalles sobre esas deudas. De sobra sabían sus paisanos que buena parte del dinero que Prudencio obtenía en las changas lo invertía en ‘los burros’ —carreras de caballos— o en las variadas ‘quinielas’, que era como le decían en aquella época a las loterías clandestinas e ilegales que proliferaban por la ciudad. Soñaba ganar ‘la grande’ y regresar rico a España. De igual manera, con la esperanza de incrementar sus ganancias, una vez cobrado el jornal o cada vez que obtenía un pequeño premio en los juegos de azar, frecuentaba garitos y timbas. Su juego preferido era el ‘siete y media’ aunque, después de varias copas de aguardiente, estas sesiones acababan siempre de la misma manera, con Prudencio sin una perra en el bolsillo o incluso endeudado con otros tahúres y gente de mal vivir.

Guiados por Prudencio callejearon un rato hasta llegar a una casa de planta baja de la calle San José. Prudencio llamó a la puerta y, después de una comprobación por una mirilla dorada, un hombre mulato los hizo entrar. Caminaron por un estrecho pasillo y al fondo a la izquierda se encontraron con un bullicioso salón con una barra y varias mesas de juego. Al lado de la barra, unas muchachas jóvenes conversaban animadamente con los clientes. Baudilio, que nunca había estado un local así miraba todo entre azorado y asustado.
—Pero Pruden, me cagüen redios ¿a ónde nos traes? —exclamó Baudilio.
—¿No es hoy la patrona del pueblo? Pues habrá que celebrarlo… —dijo con una sonrisa burlona —Tomai una copina mientras yo echo una mano a las cartas.

“Esto es un desplumadero” le dijo Andrés al oído a Baudilio. “Ya verás lo que tardan en sacarle todos los cuartos… Tú, estate tranquilo, pero no te separes de mi ¿vale?”.

Prudencio sacó un fajo de pesos del bolsillo y se sentó en una de aquellas mesas de juego. Baudilio y Andrés se acercaron a la barra y pidieron dos vasos y una botella de vino.
—“¿Qué tal va el negocio de las pieles, Andrés?” —preguntó Baudilio.

Andrés le confesó que no le iba nada mal, que había una buena demanda de cueros para zapatos y abrigos. Le contó que recorría los pueblos de la provincia de Buenos Aires comprando pieles de carpincho, ciervo, nutrias, zorrinos, gato montés, yacaré, e incluso víboras, que los campesinos ‘cueriaban’. Esas pieles las vendía en capital a dos o tres peleteros de confianza, obteniendo en cada viaje una buena ganancia. Le explicó curiosidades de aquellos animales del interior de Argentina. Le detallaba que había gatos monteses, como los yaguaretés o los pumas, que podían ser más grandes que los mastines que en León protegían a los rebaños del lobo, o que los zorrinos te meaban para defenderse y que el olor del orín era tan fuerte que te hacía llorar y no se iba de la ropa en semanas.

Apoyados en la barra del bar, ambos jóvenes mantenían una animada conversación, únicamente interrumpida por discusiones por los naipes, algún amago de pelea o por alguna de aquellas chicas que, con un cigarro en la boca, se acercaba a pedirle fuego a Andrés y trataba —sin demasiado éxito— de establecer una conversación con ellos.

Baudilio habló de la vida en el tambo. Angustiado, le contó que no veía la manera de salir de aquella situación. Andrés trató de animarlo, aunque las noticias que tenía que darle no iban a ser de mucha ayuda. Poniéndole la mano en el hombro le dijo:
—Baude quería contarte que me vuelvo para España. Hace días recibí una carta de mi hermana contándome que mi padre no anda bien. No he ahorrado mucho, pero… lo ahorrado me da para comprar algo de ganado y alguna tierrina. Si Dios quiere, pasaré fin de año en Luyego.

El joven al escuchar aquello no pudo disimular su contrariedad. Los ojos se le llenaron de lágrimas y le costaba contener el llanto. Andrés continuó:
—Mira Baude, Argentina es un país muy rico. Aquí se puede hacer dinero. A tí te va a ir bien. No te acobardes… Eres inteligente y trabajador, pero tienes que establecerte por tu cuenta. Porque sino te van a tratar como a todas estas putas que ves aquí. Como a los caballos viejos, que cuando no sirven los mandan al matadero y los reemplazan por otros más jóvenes.

Súbitamente alguien en el medio de la sala sacó una pistola y gritando dijo:
—¡Policía! ¡Qué no se mueva nadie! ¡En aplicación de la Ley 4097 de Represión del Juego este local queda clausurado! ¡Quedan todos detenidos!

Acto seguido, entraron 3 ó 4 personas más que se identificaron como policías y obligaron a toda la clientela del local a depositar en unas bolsas de tela todo el dinero y las cosas de valor que llevasen encima. Una vez despojados de las pertenencias, los obligaron a abandonar el local apresuradamente.

Ya fuera del local los tres jóvenes empezaron a caminar en dirección a Rivadavia. Prudencio, medio anestesiado por la bebida, maldecía su suerte y a la policía.
—Entramos ‘robaos’ de la calle, ¡joder! —renegaba Andrés— Pero ¿no viste que la policía estaba compinchada con los amos del garito? ¿no viste que no se llevaron a nadie detenido? Mañana, o la semana que viene, vendrán otros incautos y los desplumarán igual que a nosotros. Además ¡vete tú a saber si siquiera eran policías!

Prudencio sacó del bolsillo de la chaqueta una botella de licor, le dio un trago y les ofreció a sus compañeros “Es orujo” —señaló.
—Pruden, ¿pero d’onde sacaste esa botella? —preguntó Baudilio sorprendido.
—Naaa, la agarré al salir. Estaba encima de una mesa. Imagino que ya estaba pagada…

Sin plata para el tranvía, decidieron volver caminando al barrio de Flores. Andrés, que había dejado el percherón y el carro en un ‘corralón’ cerca de la avenida Carabobo, necesitaba una pensión para dormir, pero sin dinero lo tenía complicado. Baudilio les ofreció dormir en un galpón en el tambo donde trabajaba. “El capataz es de Prioro, un pueblín de la montaña, y es buen paisano” —dijo.
—Buen paisano, dice… Valientes hijos de puta todos ellos. Todos, todos le besan el culo al estanciero y maltratan a los pobres obreros… —balbuceaba Prudencio empezando a mostrar los efectos del aguardiente.
—Joder, Pruden. ¡Calla un ratín!, anda… —le reclamaba Andrés.

Después de unos diez o doce minutos caminando llegaron a la avenida Rivadavia. Calculaba Baudilio que tendrían unos ocho o nueve quilómetros hasta Flores y que, a paso ligero, como mucho en dos horas y media o tres habrían llegado.
—¡Ladrones! Son todos unos ladrones… Unos chorros. Yo me vuelvo para España. Chau, que dicen aquí. La policía ¡ladrones!, los estancieros ¡ladrones!, los italianos ¡ladrones!, los turcos ¡ladrones!… todos ladrones —gritaba Prudencio.
—Pruden, ¡no des voces, joder! Al final nos va a llevar la Policía —le decía Baudilio tirándole del brazo.
–Baude, tu eres joven y no te enteras… Pero yo te lo explico… ¿De dónde salieron las fortunas que tienen los ricos en este país? Robando a todo Cristo… robándose el país entero. ¿Cómo hizo fortuna la gente de España que llegó antes que nosotros? Robando a otros compatriotas y a otros más pobres que ellos… ¡Ladrones, son todos unos ladrones! Yo —decía Prudencio golpeándose el pecho a la altura del corazón— me vuelvo para España! ¡Chau, Argentina! ¡Chau!
—Nadando vas a volver —dijo Andrés soltando una carcajada.
—No Andrés, no. Un día, me sacaré ‘la grande’… y ¡ahí os quedáis! Yo me vuelvo para el pueblo. Prefiero allá un cazuelo sopas sazonado con sebo que el mejor de los restaurantes acá.

Cada diatriba de Prudencio iba acompañada de un largo trago a la botella de grappa que llevaba en la mano. Ajeno a la conversación de sus compañeros, a ratos se quedaba pensativo para después volver a atacar con saña al país de acogida. Apenas habían caminado una hora cuando empezó a sentirse mal. La cabeza le daba vueltas y sentía que las piernas no lo sujetaban. Se puso de rodillas y empezó a gatear.
—Vaya borracherona —comentó Andrés— Este así no llega a casa.

Mientras Prudencio se revolcaba tirado en el suelo, Andrés y Baudilio, discutían qué hacer con su paisano. Lo pusieron de pie y cada uno de ellos lo sujetó por un brazo. Como una yunta de bueyes tirando de un fatigoso arado, colocaron a Prudencio en el medio de los dos y empezaron a andar. Prudencio, agarrado al hombro de sus paisanos, a veces caminaba tambaleándose y a ratos se dejaba arrastrar. Apenas habían transcurrido diez minutos cuando pidió a Andrés parar. Mareado, se sentó en el suelo cruzando los brazos a la altura del estómago. Con la violencia de un volcán en erupción, empezó a vomitar. Andrés, hábil de reflejos, cuando lo vio balancearse y con arcadas, le sujetó la cabeza para mantenerlo erguido y que no acabase cayendo de bruces en aquel potaje.

Ya con el estómago vaciado pero con las venas inundadas de alcohol, Prudencio totalmente aturdido, les pedía a sus compañeros que lo dejasen allí que necesitaba dormir. Con dificultad se sacó la chaqueta y colocándola de almohada se acurrucó al lado de un quiosco de periódicos. “No puedo caminar. Me siento mal. Dejadme aquí. Mañana nos vemos”, les suplicaba.
—Me cagüen la madre que lo parió… ¿Qué hacemos con este animal, Andrés? —preguntó Baudilio – No podemos dejarlo aquí. Las noches ya son frías. Aquí se arrece… Va a coger una pulmonía.

Andrés se quitó la chaqueta, tapó a Prudencio y se sentó a su lado apoyando su espalda en la pared de aquel tenderete de madera. Baudilio daba vueltas nervioso. Iba y venía. Mascullaba que no llegaría a tiempo al tambo a ordeñar las vacas y que se quedaría sin trabajo. Maldecía a Prudencio y la hora en la que le había hecho caso de salir a tomar un café. ¡Vaya manera de celebrar el día de la patrona del pueblo!

Serían ya las once de la noche y aquello no parecía tener solución. Estaban sin dinero y a varios quilómetros del lugar donde esperaban pasar la noche.

De repente Baudilio ya cansado de dar vueltas dijo: “Vamos, Andrés. Ayúdame a ponerlo de pie”. Una vez Prudencio estaba erguido, Baudilio se agachó un poco y, como una pesada quilma de centeno, se lo echó al hombro y empezó a caminar. “Tranquilo, Pruden” —le dijo.

Cada unas tres o cuatro cuadras, como le dicen por esos pagos a la distancia de cien metros entre calles, Andrés relevaba a Baudilio. Un hora y media más tarde habían llegado a la estancia, unas de la pocas que quedaban a las afueras de Buenos Aires. Con el crecimiento de la ciudad, esos predios los estaban convirtiendo en lujosas residencias o frondosos parques urbanos.

Llegados a la finca, Andrés y Baudilio se dirigieron a uno de los galpones. Allí, encima de un montón de paja, acomodaron a Prudencio y lo taparon con unas mantas viejas que los peones utilizaban los días de mucho frío. Andrés se tumbó a unos metros de él, y Baudilio se fue a los dormitorios de los trabajadores.

Serían un poco más de las cuatro de la mañana cuando apareció Baudilio. “Andrés, Andrés, mejor que salgáis de acá cuanto antes” le decía golpeándole la espalda. El hombre se limpió las legañas de los ojos, se puso las botas y fue a despertar a Prudencio. En ese momento entró en el cobertizo Higinio, el capataz. En una corta explicación, Baudilio le contó quienes eran sus amigos y qué hacían allá. “No hay problema, no hay problema, que se vayan cuando puedan”.

Despertaron a Prudencio que, totalmente desorientado, los acompañó a juntar las vacas para meterlas en el establo. Llegó Saturio y los cuatro se pusieron a ordeñar. En poco más de dos horas habían acabado la faena. Cuando Andrés y Prudencio estaban a punto de irse apareció de nuevo el capataz renegando y mentando a santos y vírgenes. El motivo era que el ‘vasco’ Mendieta, encargado del transporte de la leche, no aparecía por ningún lado. “Me cagüen la madre que los parió a todos. Los lunes son un sindiós con estos borrachos…” —vociferaba el encargado.

Andrés se ofreció a hacer la tarea acompañado por Baudilio. Después de despedirse de Prudencio, aparejaron los caballos y con la carreta llena de lecheras metálicas, enfilaron por la calle Ramón L. Falcón en dirección al centro de la ciudad. Pasaron por el corralón donde Andrés había dejado la montura y el carro, pagaron un día más de estadía, y luego continuaron repartiendo la leche por algunas heladerías, despachos de lácteos y almacenes dedicados a la alimentación. En una de aquellas tiendas en la puerta había un papel que ponía “Se necesita dependiente”. Baudilio pidió un lapicero y anotó la dirección en un papel. Lo dobló con cuidado y lo guardó en uno de los bolsillos del pantalón.

Esa mañana se le pasó volando a Baudilio. A la vuelta dejó a Andrés en Carabobo y regresó contento al tambo. Ignoraba todo lo que el futuro le deparaba a él y a sus amigos. Andrés, en diciembre de ese año, regresó a Luyego, tal y como estaba previsto. Lo que nunca hubiese podido ni siquiera soñar es que el viaje de vuelta lo hizo acompañado de Prudencio. Le había tocado ‘la grande’ en una de aquellas quinielas y pudo comprar un billete de regreso a España. Volvió con los bolsillos vacíos y dejando un reguero de deudas en todos los garitos que frecuentaba, pero regresó. Tampoco en esos momentos Baudilio hubiese podido imaginar que esa misma semana lo iban a contratar como dependiente en un almacén y que unos pocos años más tarde iba a poner en marcha su propio negocio. Estaba en el barrio de Flores y era fácilmente reconocible ya que encima de la enorme vidriera donde se exponían los productos lucía un gran cartel negro con letras doradas en el que se leía: «Almacén de comestibles “La Lealtad Maragata”».

Gregorio Urz, marzo de 2020

¿Te gustó este relato? Pues deberías saber que acaba de publicarse «Tierra de lobos, urces y hambre» un libro con casi una treintena de relatos del autor.

La desconocida historia del Camino Hospitalario de La Cepeda


La seguridad que aportaba el camino y la hospitalidad caritativa que en sus propias casas ofrecían los lugareños, fue la clave para que un sinfín de peregrinos a Compostela eligieran la ruta septentrional cepedana en la Baja Edad Media.

Desde tiempo inmemorial, soportando el paso de los siglos, ha permanecido «casi intacto» un camino de comunicación de gentes y culturas que, acercándose a la línea recta, ha unido la ciudad de León con la tan preciada Comarca del Bierzo.

Su origen, se remonta a 2000 años coincidiendo con una imperiosa fiebre aurífera romana que ha dejado su inconfundible huella a lo largo del camino acompañada de un conjunto de nombres toponímicos que han perdurado como testigos de aquel primigenio trazado. Tenía este su inicio, en la misma salida del puente de San Marcos de León, tomando rumbo a Monte-Jovs por la denominada Vía de Las Janas en el paraje que aún subsiste con el nombre de La Calzada. Una vez pasado el pueblo de Montejos, transcurría en perfecta línea recta por campos de El Rengalengo, adelantándose a cruzar el río Órbego por el Ponte Juliano cuyas pétreas pilastras permanecen sumergidas en el paraje de Puente Vía. Ya a salvo de las indomables aguas del río Órbigo, atravesaba el poblado de Carrezino para continuar en línea recta hacia Vilar de Olas; renombrado fue en este lugar El Requies de La Jadina cuyo generoso manantial daría fuerzas a infinidad de viandantes para continuar rumbo a Riuvo Frígido y al pueblo cuyas ferrerías romanas le dieron el nombre de Ferreiras.

Siguiendo dirección siempre a poniente, una vez pasado Monrriondo y Las Coronas de la Veguellina, avanzaba cruzando castros, quintas y villas (Castro, Quintana, Villamiecca, Coluedros, Cruz y Villa Requexo). Todavía en tierras cepedanas, después de bordear La Griega, se adentraba en la Villa de Gatón por la Vía Jouja (vereda empedrada), la cual seguía hacia Las Brannas y El Morueco para entrar serpenteante y victorioso en El Bierzo por Cerexal de Tormor continuando rumbo hacia Benevívere por el Alto de la Vela.

Ciertamente, los topónimos junto con las tradicionales orales son el alma del pasado, pero mejor son los documentos escritos que, como un espejo, reflejan el mayor auge y esplendor de este primitivo camino desde finales del siglo XII al XVII como: vía de muchos romeros e peregrinos que por servir a Dios van a Santiago de romería.

Los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén fueron los promotores de esta ruta cepedana; por ella, se adentraron en el año 1192 en tierras que por entonces pertenecían al Obispado de Astorga. Con todo y con ello, construyeron su residencia en las inmediaciones del pueblo de Villameca, en el denominado Cueto de San Bartolo, llamado así, por asentarse en él la primitiva iglesia de San Bartolomé, la cual, después de ser pasto de las llamas, fue reedificada junto con el soberbio Monasterio denominado de San Bartolomé de Peña Cueto. Disponía este de cementerio propio, huerta, pozo y fortificación, pero de manera especial, un chocante y misterioso «por entonces» molino de viento que ya desde la lejanía dejaba extasiadas a las gentes y caminantes que se acercaban a contemplar tan imponente como extraño artilugio.

Gozó el Monasterio además de privilegios otorgados por el pontífice Inocencio III y reyes desde Fernando II hasta Alfonso X, así como de celebraciones y una romería de gran renombre, concediendo gracias y perdones a los romeros que pasaran por el lugar el día señalado de San Bartolomé.

Una vez instalados, valiéndose de acuerdos y a veces enfrentamientos y litigios con el Obispo de Astorga Don Lope Andrés, se fueron haciendo con el patronato de una buena parte de iglesias y ermitas que acompañaban este antiguo camino, incluso con poblaciones enteras como era el caso de Riofrío, el cual, debía contribuir a la Orden (cada año y por cada fumazgo) con un carro de leña seca y una gallina viva y sana.

La Orden de San Juan era total defensora de los caminos de peregrinación y su interés por estas tierras no tenía otro objetivo ni finalidad que no fuera practicar la hospitalidad para lo cual había sido fundada. Para ello, pusieron a funcionar esta ruta de peregrinos encargándose de aderezar y reconstruir el camino y sus puentes, promocionando a la vez la construcción de iglesias, ermitas y pequeños hospitales (Villameca y Cerezal) coincidiendo estos, con el cisterciense de Carrizo, con la misma advocación de San Blas y con el mismo poder de perdonanza en favor de los romeros que por sí o por otros pasaran a visitarlos.

Una vez terminada la infraestructura que ofrecía protección y asistencia a los peregrinos, con la sabiduría y experiencia en el tema que los caracterizaba, trataron de implicar a los propios lugareños para que formaran parte activa en tan singular empresa; para ello, fundaron La Cofradía de Santa María Magdalena; su sede principal dotada de mesa de pan y vino estaba en Villameca donde se administraba y recaudaban las rentas de su gran patrimonio, sin embargo era en el pueblo de Castro donde además de tomar decisiones importantes, se admitía a los nuevos cofrades inculcándoles el compromiso de: atender a los peregrinos que pasaran por las puertas de sus moradas.

Como satisfactorio resultado, cabe resaltar, que cualquier peregrino que se adentrara por este camino, tenía asegurado el recibimiento de algún cofrade dispuesto a prestarle ayuda, factor primordial que hizo posible el éxito de esta ruta durante más de cinco siglos, por la cual, según recalca D. Augusto Quintana: pasaban auténticas riadas de peregrinos.

Felizmente continuaron las cosas aún después del día 20 de julio de 1425 en que, reunidos los representantes de la Cofradía en el pueblo de Castro, decidieron traspasar todo el patrimonio a Juan de Oviedo, un noble y acaudalado peregrino, nada menos que el mayordomo del Rey Juan II de Navarra, el cual pasó haciendo este camino y decidió quedarse en estas tierras; en ellas, puso toda su fortuna incluidas sus rentas de 7000 maravedís que le correspondían por el portazgo de Medina del Campo, lo cual, unido a la gran donación cedida por la Cofradía, le sirvió para refundar el complejo con el nombre de Convento y Hospital Franciscano de Cerezal, en el cual, ceñido al hábito franciscano, continuaría la labor caritativa hospitalaria dedicada expresamente a los caminantes y peregrinos.

Fray Juan de Oviedo, fue un gran defensor y benefactor de muchas gentes cepedanas y de esta ruta, ganando pleitos y obteniendo privilegios y beneficios de pontífices y reyes, en favor de los muchos peregrinos que seguían pasando por el nuevo complejo hospitalario de cerezal. Por tal motivo, floreció un movimiento franciscano en diversos pueblos de este camino, el cual, siguió funcionando hasta que una injusta y nefasta desamortización de Mendizábal desvió a los desamparados peregrinos por otros caminos.

De igual forma, los hospitalarios permanecieron en el Cueto de San Bartolo hasta el año 1873, en que, el Papa Pío IX, suprimió todas las jurisdicciones exentas y tuvieron que abandonar La Cepeda; en ella, forjaron una real y ejemplar historia que ahora duerme en la oscuridad y va tocando despertar y sacarla a luz para darla a conocer y que de ningún modo acabe en el oscuro cajón del olvido.

Desempolvando la historia se puede asegurar como lección bien aprendida, que no hubiera sido posible el éxito de esta ruta sin la participación de las buenas gentes cepedanas, pero a la vez, sin la habilidad de aquellos monjes hospitalarios, que con gran estrategia y para que todo funcionara a la perfección, habían puesto representantes en diversos pueblos del camino denominados como donados y donadas de San Juan según reza en fidedignos testamentos de gentes de Ferreras, Castro y Culebros pero de manera especial de Riofrío. El pueblo de Riofrío (Riuvo Frígido), es la llave que en esta ruta hospitalaria abre las puertas de La Cepeda y en él se refleja la documentación más antigua. Así, en el año 1199, dos altos mandatarios de la Orden Hospitalaria: Frater Alfonso Pelagii que había sido preceptor en España y Frater Garsias de Lisa comendador de la Orden en ultramar, donan a un matrimonio una casa en Riofrío con todas sus pertenencias, para que sirviendo a la Orden y cumpliendo con ciertos compromisos hospitalarios, la disfruten todos los días de su paz, pasando de nuevo a la Orden a su fallecimiento.

De igual forma, sigue fluyendo la información, reflejada en descriptivos apeos de propiedades eclesiásticas que dejan claro testimonio del compromiso de hospitalidad caritativa que tenían los colonos y cofrades de Santa María Magdalena; a dicha cofradía pertenecía la primitiva ermita, adosada al primitivo cementerio y asentados a la misma entrada de Riofrío, donde un clérigo, ayudado de un donado de San Juan, se ocupaba de atender las necesidades espirituales de los cofrades y peregrinos, ofreciendo a la vez una misa diaria, en sufragio por las almas de los fallecidos asegurando así su salvación eterna.

Ciertamente, la salvación del alma era algo de suma importancia por entonces pero también lo era la seguridad del cuerpo. Para ello, disponía la Orden del derecho de horca y cuchillo, pudiendo prender, ajusticiar y dar muerte a los malhechores exponiendo sus cabezas en picota para escarnio y escarmiento de otros posibles delincuentes. Esta brutal práctica queda también reflejada a lo largo de esta ruta tanto en Quintana y Palaciosmil como en Requejo y Corús, pueblos que al igual que Riofrío, disponían de justicia propia, compartida por entonces con la Orden de San Juan, según rezaba en una cartela del anejo lugar de Corús, representada con dos espadas cruzadas en alto sobre el estandarte de San Juan y con el nombre latino de Crux que según don Augusto Quintana habría dado nombre al pueblo hospitalario de Corús denominado por entonces como Cruz.

Por tal motivo, sigue el testimonio señalando severas obligaciones del merino, justicia y regimiento de Riofrío de mantener en pie horca y picota, así como la encarecida advertencia hacia los muy buenos cofrades de Santa María Magdalena para que: de ningún modo ni bajo ningún pretexto dieran hospedaje a ciertos suplantadores (farsantes) que, con gran picaresca, atrevimiento y descaro, viven de la caridad ajena ameciéndose (mezclándose) en el Monte del Convento con los muchos romeros e peregrinos que por servir a Dios van a Santiago de romería.

A día de hoy, permanece el testimonio de tan memorable pasado. La iglesia de Riofrío, cargada de símbolos y mensajes hospitalarios, recibe al visitante mostrando la inconfundible cruz emblema hospitalario; acompañada de dos corazones como símbolo de caridad, recuerda que a los hombres y mujeres se les mide por el corazón y su grandeza se observa en la manera de tratar al prójimo. Como esperanzadora recompensa, se presenta como símbolo solar, una roseta de múltiples radios curvos que simulando el perpetuo movimiento del sol representa la tan deseada eternidad.

Presidiendo el retablo del templo y recordando su cofradía, permanece la antigua imagen de Santa María Magdalena en la cual parece haberse detenido el tiempo; con un complejo peinado de trenzas unidas en un broche frontal y engalanada de llamativas vestiduras, muestra el tarro de ungüentos, como gesto de hospitalidad, a todos los visitantes y moradores de este antiguo poblado hospitalario, el cual agradecido, la sigue honrando y venerando cada año dedicándole la titularidad de la iglesia y la calle principal de más de un kilómetro de larga.

Siguiendo ruta por ella, en un corto y agradable paseo, se llega al pueblo de Ferreras. Su iglesia, alberga la imagen de San Juan Bautista; patrono del pueblo y del templo, preside el retablo desde el año 1863 en que, recién salidos de una terrible epidemia, fue trasladado de la primitiva iglesia, erguida vigilante en un altozano, denominado actualmente La Torre y anteriormente Vago de la iglesia. Figuraba esta, con el nombre de San Juan Baptista de Ferreras y Monriondo y los terrenos anejos a dicha iglesia, figuraban como propiedad de San Juan de Malta intitulado como de San Bartolomé del Cueto lo cual deja claro testimonio de que fueron los hospitalarios sus promotores bajo la advocación de su patrono San Juan; festividad a la que estaba incondicionalmente obligado a asistir (por entero, en romería y portando su propio pendón) el vecino pueblo hospitalario de Riofrío.

De gran sencillez, pero con ciertas referencias jacobeas, permanece en el templo la antigua imagen de San Mamed. Con su instructor gesto, parece querer recordar a las gentes su cofradía y santuario, asentado según reza en apeos de la cofradía en el lugar que ocupa la actual iglesia, cruce importante por entonces de caminos: de León a La Galicia y de Astorga a Las Asturias.

Era conocido dicho santo por los cofrades como el amansador de las fieras y lo consideraban como protector de caminantes y peregrinos. Disponía dicha cofradía de muchas propiedades, algunas, donadas por una muy agradecida vecina de Castro: Elvira Cabeza, la cual, autodenominándose como fraila de San Juan, dejaba reflejado en las mandas piadosas de su testamento, el compromiso de hospitalidad caritativa que tenía adquirido con La Cofradía de San Mamed. Aquellas propiedades, se arrendaban todos los años y con el beneficio, se sufragaban la misa y romería con procesión hacia la «ya olvidada» Praderina de San Mamed donde, los cofrades, repartían pan y vino entre todos los viandantes y peregrinos, pobres o menesterosos de cualquiera clase o razón que pasaran por el pueblo.

Todas estas valiosas noticias, davidoso legado de nuestros antepasados, dejan tan claro testimonio de lo que fue este camino que animan a una profunda meditación. Para ello, se hace necesario hacer un descanso y alzar la mirada hacia su faro y guía el Cueto de San Bartolo (El Teso los Flayres). Las ruinas de aquel monasterio descansan entre peñascos y parecen querer cada tarde hospedar al hermano sol, el mismo que en otro tiempo iluminó a hospitalarios y peregrinos y el mismo que al ocultarse se lleva con él las últimas luces de cada día. Afortunadamente, vendrán nuevos amaneceres en que seguirá iluminando este camino, para que nuevas gentes, conociendo bien el pasado, puedan recorrer el presente y planear mejor el futuro alentados como aquellos caminantes de antaño con la oración peregrina de San Mamed que decía así:

¡Oh, glorioso San Mamed!
que estáis en esa zaguía
velando a los peregrinos
en la noche y por el día.
Librainos por el camino
de toda fiera dañina
lograinos feliz destino
al final de nuestra vida.

Fran Martínez Álvarez

* Artículo publicado originalmente en ileon.com . Reproducido con permiso del autor

 

Las Ordenanzas de San Feliz de las Lavanderas: un documento fundamental para conocer la economía del pasado


A mediados del siglo XIX, en 1857, el Secretario de la Diputación Provincial mandó una circular a los distintos pueblos de la provincia para que enviasen una copia de las Ordenanzas con el fin de ‘examinarlas’. Quería saber el Secretario si esta normativa que regía en la vida de los pueblos atentaba contra el “sagrado derecho de propiedad” y el individualismo consagrado por la doctrina política y económica que se estaba imponiendo en ese momento en España: el liberalismo. En su avance el liberalismo chocaba el ordenamiento comunitario y con el modelo de propiedad del Antiguo Régimen donde la propiedad estaba sometida a una serie de servidumbres, colectivización de prácticas agrarias, etc., las cuales solían aparecer recogidas en las Ordenanzas concejiles.

El caso es que esta recopilación de las ordenanzas se conserva en el Archivo de la Diputación Provincial y entre ellas están las de San Feliz de las Lavanderas. Estas ordenanzas son un documento sumamente interesante que, como veremos en los párrafos que siguen, ofrecen datos muy interesantes sobre la vida económica y social de esta localidad leonesa a mediados del siglo XIX.

1. Una nota sobre la fecha de las ordenanzas

Antes de entrar en nuevas consideraciones, conviene detenerse en la fecha en la que las ordenanzas fueron redactadas. De acuerdo al encabezamiento, fueron redactadas hacia 1821 y prestando atención a la redacción nos damos cuenta de que se trata de una ‘recopilación’ ya que como se indica en el primer párrafo del texto, las antiguas ordenanzas se ‘extraviaron’ “en el año que estuvieron los franceses en dicho pueblo”. Se refieren a la Guerra de la Independencia (1808-1814) contra las tropas de Napoleón. Sabemos que en la zona de Astorga hubo numerosas escaramuzas entre el ejército hispano-británico contra las tropas francesas; de hecho, una de las batallas más famosas ocurridas en el Noroeste de España se dio en junio de 1811 en Cogorderos, a unos 20 kilómetros de distancia de San Feliz. Gracias a diversos testimonios fragmentarios, sabemos también que San Feliz llegó a estar ocupado por las tropas francesas y que allí hubo escaramuzas entre el ejercito francés y los Húsares de Galicia que protegían a las tropas españolas en su retirada hacia Astorga.

El caso es que, bien porque los franceses las destruyeron o por algún otro motivo, las Ordenanzas desaparecieron. El que, unos años más tarde, los vecinos decidiesen redactar unas nuevas —o quizás mejor, recopilar las normas más importantes recogidas en las antiguas ordenanzas— ilustra sobre la importancia y la utilidad que esta normativa tenía. Y es que, para aquellos vecinos, las ordenanzas eran fundamentales para la organización de la vida económica.

Ahora bien, es posible que las antiguas ordenanzas fuesen mucho más extensas y detalladas. Precisamente, uno de los aspectos que llaman la atención de estas ordenanzas es que son muy pocos capítulos, redactados de forma un tanto desordenada. Tenga el lector en cuenta que las ordenanzas de Abano tienen casi un centenar de capítulos, o las de Villarmeriel —localidad vecina— también son más extensas. Se intuye, por tanto, que quienes ‘redactaron’ las ordenanzas quisieron recoger lo fundamental, lo más importante y seguramente obviaron muchas otras cosas que consideraron menos importantes

Aún así, las Ordenanzas de San Feliz son muy interesantes para conocer aspectos de la vida económica y política de los siglos pasados, como veremos a continuación.

2. Las ordenanzas y la economía de San Feliz

Dicen los vecinos de San Feliz al reunirse para redactar las Ordenanzas:

“estando el Concejo Junto, en el sitio de costumbre, como lo tenemos de costumbre, para tratar de las cosas del buen gobierno”

Aunque pueda llamar la atención, no es raro que aparezca varias veces la palabra ‘costumbre’. Y es que, en esta época, la ‘costumbre’ tenía fuerza de Ley y por eso se habla de Derecho Consuetudinario —basado en la costumbre— siendo las Ordenanzas donde se fijaba por escrito la ‘costumbre’ y usos del país. También hay que tener en cuenta que la ‘costumbre’ no era algo inamovible, al igual que las ordenanzas las cuales eran modificadas cada cierto tiempo: bien por hallarse rotas las anteriores, bien porque algún artículo fuese inaplicable debido a los cambios que se iban produciendo. Como sucede en San Feliz, eran los vecinos más antiguos los encargados de esta misión de redactar las nuevas ordenanzas:

«El Señor Juez, mandó por ante mí, el Fiel de Fechos, dijo que nombraba y nombró, para ver y rever las Ordenanzas a Ambrosio Aguado, Serbando Pérez, Vicente Rojo, y Fernando García, como mayores en días, todos hombres de buena conducta y forma y vecinos de dicho lugar».

Precisamente y en relación a la costumbre las ordenanzas sirven para conocer el ordenamiento tradicional encargado de ‘regular’ los aprovechamientos colectivos llevados a cabo por los vecinos; en este sentido, las Ordenanzas de San Feliz —tal y como veremos a continuación— son un documento histórico muy valioso para conocer la organización de la economía de San Feliz de las Lavanderas de principios del siglo XIX.

2.1. Las veceras y la importancia de la ganadería

Uno de los muchos aspectos que llaman la atención es que de los 21 capítulos que componen las Ordenanzas, 17 estén dedicados a la ganadería. Ello es indicativo de que la ganadería era fundamental en la organización agraria de la época y dentro de los ganados, los más importantes eran los bueyes, ganado de trabajo y transporte.

Puesto que la ganadería era sostenida la mayor parte del año en los comunales, lo primero que se manda es que todos los días del año —“en todo tiempo cada día”— salga la vecera de bueyes, vacas, jatos, castrones, yeguas (Cap. 4). En las ordenanzas se detalla el orden, el lugar de salida y por donde ha de transitar cada una de ellas: la primera de todas es la bueyes y jatos que salen en Las Eras; después la vecera de vacas —se manda que vaya dos días para la sierra y una para la peña—; después la de yeguas junto a La Ermita; y después la de ganado menudo.

La organización del pastoreo en veceras es de suma importancia por varias razones. Una de ellas porque permite una aprovechamiento integral de los espacios de pasto. Los mejores pastos —el Couto— se reservaban para la vecera de los bueyes, y los jatos, los cuales la víspera de Nuestra Señora de Septiembre venían para los prados (Cap. 16); al día siguiente ya podía entrar el ganado menudo, el cual hasta ese día tenia cañada por detrás de las tierras del Campo y no debía bajar de la Mata de la Bouza abajo, debiendo ir derecho á las peñas de Perdigones (Cap. 15). Cada tipo de ganado aprovechaba una parte de los pastos o del monte. En este sentido, las Ordenanzas establecen fuertes castigos para quien contraviniese esta normativa; así por ejemplo en el Cap. 14 se indica:

“que cualquiera cabeza de ganado mayor que se cogiese de noche en el coto, o entre panes, pague de pena para el concejo, cuatro reales por cada cabeza”

A ello se añade que el uso de los pastos comunales era gratuito, y con las «veceras» o sistemas de pastoreo colectivo por turnos —por vez, de ahí lo de vecera— se producía un importante ahorro en trabajo; de esta manera, una unidad familiar propietaria de un par de bueyes o una veintena de ovejas únicamente debía ocuparse del pastoreo unos pocos días al mes, pudiendo participar en estas tareas, los rapaces mayores de 14 años e incluso las mujeres. Precisamente en las Ordenanzas de San Feliz se detalla la edad mínima de los pastores y las responsabilidades de pastores y ‘amos’ respecto a las reses perdidas, dañadas o muertas por el lobo o alguna otra circunstancia (Caps. 5 al 12).

Por último hay que indicar la ganadería no sólo era importante por los ‘productos’ que de ella se podía obtener: trabajo, carne, leche, lana o cualquier otro esquilmo, sino que ésta era fundamental en el aporte de nutrientes a las fincas de cultivo. El abono de los animales era imprescindible para mantener los rendimientos en las tierras de cultivo anual sembradas de trigo, nabos, patatas u hortalizas.

2.2. La organización en hojas.

El capítulo 15 de las Ordenanzas manda que

el ganado menudo pueda bajar el día 15 de Agosto, el año de aradas del camino de Morriondo abajo, y el año de panes, el día de Nuestra Señora de Septiembre y el mesmo día se echan para la Reguerina y Valcabado, y la Velilla y el mismo día el año que corresponde, si esto no cumplen, paguen de pena por cada res y cada pastor cuatro reales”.

También el cap. 21 reza así:

“Yten mandamos que el ganado debe quitarse de entre panes de la hoja, de la Velilla y las barreras el día primero de Febrero y de Corrillos y la Vallea, el día primero de Marzo, y de la Reguerina y Valdecabado se deben quitar el día primero de Febrero”.

Estos dos artículos hacen referencia a la ‘organización en hojas’ de las tierras y quiñones de secano sometidas a rotaciones o de siembra bianual (cada dos años), y no incluye las huertas cercanas al pueblo. La división en hojas eran fundamental y, en algunos pueblos de la provincia pervivió hasta finales del siglo XX; es posible que incluso hoy en día los quiñones se sigan echando por hojas y que las personas de más edad de San Feliz recuerden las prohibiciones de meter los ganados en la hoja sembrada.

La organización en hojas era fundamental por un tema básico: la recuperación de la fertilidad de las tierras. Hasta la llegada de los abonos químicos —ya bien entrado el siglo XX— para fertilizar los huertos y los cultivos más intensivos —trigo, patatas— se utilizaba el abono de las cuadras. Sin embargo, para que los quiñones y las tierras centenales recuperasen la fertilidad había que dejarlos en ‘barbecho’; es decir, se dejaban descansar un tiempo y mientras tanto eran pastoreados por los ganados. Con ello se lograba un doble propósito, a finales del verano una vez que el monte estaba ‘agostado’ los ganados aprovechaban las espigas y paja que quedaban en los rastrojos una vez levantado el fruto y, más adelante —en el otoño— las yerbas surgidas con las primeras lluvias. Al mismo tiempo, el ganado que pastoreaba las rastrojeras y barbechos con sus deposiciones aportaban materia fertilizante.

Ahora bien, para que el aprovechamiento fuese óptimo, el terreno estaba organizado en hojas y en rotaciones. Como indican las Ordenanzas de San Feliz había un “año de panes” y un “año de aradas”; es decir es un ‘sistema de año y vez’ con un año de siembra y otro de barbecho. En el “año de panes” esa hoja estaba acotada y no podían entrar los ganados desde el primero de febrero o 1º de marzo dependiendo del pago (Cap. 15) hasta que no se levantase la cosecha; es decir, desde hasta que no se segase el pan y se llevase a las eras, los ganados no podían andar ‘entrepanes’ bajo pena de una dura multa. En el caso de San Feliz, las ordenanzas lo dejan bien claro hasta el 15 de agosto o Nuestra Señora de Septiembre —esto es el 8 de septiembre— no se puede meter el ganado menudo en la hoja que ese año estuviese sembrada (Cap. 21).

En algunos casos —para facilitar el aprovechamiento colectivo por los ganados— se acordaban las rotaciones a realizar en la hoja en las tierra que no se sembraba de centeno: un año todas las tierras eran sembradas de trigo, al siguiente de patatas, etc. Generalmente estos acuerdos se realizaban en el concejo de vecinos, aunque lo más importante era la obligación de realizar las rotaciones o las siembras de acuerdo a la organización en hojas.

Un aspecto curioso es que, tal y como aparece redactado el Cap. 21 de las Ordenanzas se se deduce que en San Feliz había tres hojas: la de La Velilla y Las Barreras; la de Corrillos y La Vallea; y la de La Reguerina y Valdecabado. Es posible que ello sea un vestigio del pasado en el que la población era mucho menor y se cultivaba ‘al tercio’, con un año de siembra y dos de descanso (barbecho) y entonces eran necesarias tres hojas.

2.3. El carboneo

En el capítulo 17 de las ordenanzas se prohíbe ‘quemar carbón’ en Valcabao y en Valeo y se impone una severa multa por cada carro de carbón que se queme en estos pagos. Incluir esta prohibición en las Ordenanzas nos da varias ‘pistas’ en relación a la economía del siglo XIX. Por una parte, puesto que el carboneo exigía una gran cantidad de madera, es posible que esta prohibición obedezca a la necesidad de ‘acotar’ partes del monte para que los robledales se fuesen recuperando. Aunque no es este el caso, a veces en las Ordenanzas aparece detallado el número de carros de carbón que cada vecino podía obtener en los montes del pueblo; es posible también que el reparto fuese similar al llamado “quiñón de leña”.

En relación al carboneo cabe destacar que, hasta finales del siglo XIX, una actividad de suma importancia para la economía de los vecinos de San Feliz fue la elaboración y venta de carbón con destino a centros urbanos como Astorga o Benavides de Órbigo. De ello da testimonio el Diccionario de Madoz (1845-1850) en el que se indica respecto de San Feliz:

“sus moradores se dedican, además de la agricultura, á la fabricación de carbón y corte de maderas que venden en el mercado de Astorga”.

Aunque hoy en San Feliz, quizás ya no quede nadie que sepa cómo se elaboraba el carbón, ésta fue una actividad fundamental para muchas familias. Gracias a la venta del carbón vegetal que obtenían ‘gratis’ en el monte podían obtener un pequeño ingreso con el que complementar las economías familiares. Además era compatible con las actividades agrícolas. ‘Quemar carbón’ no era muy complicado pero sí muy exigente en tiempo y trabajo; primero había que cortar las maderas y apilarlas en círculos dejando una chimenea en el centro. Después se cubría con ramas, paja y tierra y se le ‘achismaba’ para que la madera se convirtiese en carbón. Durante días las maderas se iban carbonizando y había que vigilar que no se prendiesen fuego y acabasen ardiendo; también había que vigilar que no se paralizase la carbonización y que ésta fuese uniforme.

A finales del siglo XIX, el carboneo paulatinamente fue desapareciendo sustituido por el carbón mineral que —como es sabido— también abundaba en la provincia de León, incluso en localidades relativamente cercanas como Brañuelas o Torre del Bierzo. También, a su desaparición contribuyeron los forestales que, desde mediados del XIX, supervisaban los montes de la provincia. Prohibieron el carboneo ya que lo consideraban una actividad ‘esquilmante’.

3. El concepto de ‘vecino’ y el ‘concejo de vecinos’

Como vimos unos apartados más atrás, el «concejo de vecinos» era el encargado de tratar de las cosas de “buen gobierno” relativas a los asuntos del pueblo como la redacción de estas Ordenanzas. En este sentido, cabe destacar que todos los vecinos podían participar en la toma de decisiones y, aunque cada uno tuviese sus propios intereses, las decisiones se tomaban por consenso: «juntos a una voz, y cada uno de por sí«, que dicen las Ordenanzas de San Feliz.

El concejo funcionaba como la asamblea de todos los vecinos —en la que además un hombre era un voto— lo cual implicaba anteponer el interés del grupo frente al individuo. En segundo lugar, la actuación del concejo tenía una dimensión moral de primer orden; así por ejemplo lo primero que se manda en las Ordenanzas de San Feliz (Capítulo 1) es asistir a los entierros y acompañar a la familia del muerto:

“que si Dios Nuestro Señor fuese servido de llevar de esta presente vida en este dicho lugar alguna persona que todos los vecinos acudan luego así se echa la campana en alto, a sacar el cuerpo de casa para llevarlo a enterrar”

También en las Ordenanzas se exige respeto hacia los demás y mantener las formas en concejo (Cap. 2b):

“Ytem mandamos que estando en concejo, ninguno hable mal, y si, habla mal pague de pena un rreal, y se porfía pague dos; y se el Regidor lo manda Callar y no obedece, pague lo que el conzejo, le echase”.

Entre los requisitos que había para formar parte del concejo estaban ser mayor de edad y ser vecino del pueblo. Precisamente, el concepto de ‘vecino’ es fundamental, ya que dicha condición comportaba derechos (utilización de los recursos) y obligaciones (participación en el gobierno y los oficios concejiles). Para poder utilizar los recursos del pueblo era necesario ser vecino del pueblo. En San Feliz, como en otros pueblos de la provincia, se accedía por edad (si se era nacido en el pueblo) o por casamiento en el pueblo, si bien se acostumbraba a exigir un pequeño pago, siendo doble en el caso de los forasteros, como se indica en el capítulo 19 de las Ordenanzas:

“Ytem ordenaron que cualquiera persona que entre por vecino, en dicho lugar, el día que entre pague para el concejo de derechos cántara y media de vino y ocho libras de pan siendo hijo de vecino y si es forastero el pan y el vino doble y si esto no cumple pague la pena que le eche el concejo”

4. Otros datos interesantes de las ordenanzas

Más allá de la organización de la vida económica y política, las Ordenanzas son un documento histórico y hay otros aspectos de la realidad de la época que se ven reflejados en ellas como por ejemplo la toponimia, el idioma leonés o la situación de las mujeres.

En relación a la toponimia, en las Ordenanzas aparecen numerosos nombres citados en las Ordenanzas como por ejemplo Las Eras, Junto a la Ermita, Fuente de la Llamera, La Peña, La Peña de la Cruz, Corrillos, La Vallea, Las Barreras, Valeo, la Cruz, Bouzas, Perdigones, Valdetrilla, Las Fuentes de Valeo, Valdecabado, La Velilla o la Reguerina. Como curiosidad, cabe añadir también que en las Ordenanzas el nombre del pueblo aparece escrito como San Feliz de las Labanderas, con ‘b’, y no es descartable que el “apellido” del pueblo provenga del término ‘llábanas’ —piedras grandes lisas y aplanadas— y que originariamente haya sido ‘Llabanderas’.

En cuanto al lenguaje, en las Ordenanzas aparecen palabras en leonés: ‘yiegua’, ‘intierro’ o giros propios del país como por ejemplo ‘no se le hallando’ y también alguna palabra en desuso, como por ejemplo ‘pielgar’ las reses ‘golosas’ (Cap. 11); para quienes lo desconozcan, el término está referido a atarle una pielga —una madera— en la pata a una res para que no se escape o atarle una pata a otra para que no ‘mosque’ o corra.

Por último —y no es un aspecto menor— hay que hacer referencia a las mujeres, pues se observa que aquella época quienes decidían eran los hombres y el goce de algunos ‘derechos’ estaba reservado únicamente a éstos. Los que somos de algún pueblo de La Cepeda sabemos que las vigas que sostenían todas y cada una de las casas era una mujer, pero ello no es óbice para reconocer que las mujeres estaban silenciadas en el ámbito público y tenían menos derechos ‘sociales’ y ‘políticos’ que los hombres, y las Ordenanzas son un buen ejemplo de ello: en aquella época las mujeres no estaban autorizadas a participar en el concejo o a desempeñar cargos públicos.

5. Conclusiones

A mediados del siglo XIX, de acuerdo al Diccionario de Madoz, en San Feliz de las Lavanderas había 64 vecinos, 314 habitantes. Una barbaridad, si tenemos en cuenta que en esa misma época otros pueblos vecinos pertenecientes al mismo ayuntamiento, Sueros de Cepeda, tenían mucha menos población: así por ejemplo Ferreras tenía 18 vecinos, 80 habitantes; Riofrío tenía 30 vecinos y 103 habitantes; Escuredo, 17 vecinos, 62 habitantes; incluso Quintana tenía menor población: 44 vecinos, 268 habitantes. Son varias las claves que explican que San Feliz pudiese sostener una mayor cantidad de habitantes que los pueblos vecinos, y una de ellas fueron las Ordenanzas que acá hemos analizado.

Las Ordenanzas concejiles estaban adaptadas y encajaban en las condiciones locales de cada comarca y en este caso favorecían una organización eficiente de las actividades ganaderas y permitieron una gestión ‘sostenible’ de los recursos colectivos. A pesar de que el liberalismo trató de acabar con este ordenamiento comunitario e imponer un modelo más individualista, no lo logró. Los pueblos buscaron y encontraron la manera de obviar esas limitaciones que les imponía el ordenamiento liberal y —aunque las Ordenanzas fueron perdiendo vigencia— durante muchos años en San Feliz se mantuvo la división en hojas y las servidumbres que ésta imponía, y también se mantuvieron prácticas agrarias colectivas y comunitarias como las veceras, el quiñón de leña o las hacenderas para limpiar regueros, arreglar caminos o cualquier otro trabajo en beneficio de la comunidad. Y también, aunque no hubiese una norma escrita que lo mandase, los vecinos de San Feliz nunca dejaron de faltar a los entierros de sus convecinos y nunca dejaron de ser solidarios entre ellos y con los vecinos de otros pueblos. Y eso es algo que se mantiene hasta el día de hoy.

Texto de José Serrano, publicado en el libro San Feliz de las Lavanderas. Atalaya de La Cepeda. Reproducido con permiso del autor

Tierra de lobos, urces y hambre


Hace un rato acabo de recibir una muy buena noticia. Jesús Palmero y Cristina Pimentel de Marciano Sonoro Ediciones me dicen que a partir de hoy, 16 de agosto, estará en las librerías «Tierra de lobos, urces y hambre».
Este libro es ‘hijo’ de este blog. Un día me dio por escribir un relato y publicarlo aquí. Ese primer relato titulado ‘La noche más larga‘ tuvo bastante buena aceptación lo que me animó a seguir escribiendo. Poco a poco me junté con una treintena de relatos que ahora ven la luz en forma de libro.
De momento comentarles que en los próximos días estaremos presentándolo en diversas localidades de la provincia. Acá el detalle:

Es una edición muy pequeña, con muy pocos ejemplares a la venta. Por tanto, si no andan listos para reservarlo o comprarlo, corren el riesgo de quedarse sin el, aunque imagino que se irá reeditando conforme se agote. Podrán comprarlo en las presentaciones pero también en la página de la editorial y en diversas librerías; en uno de los enlaces que aparece más abajo se irá actualizando la información sobre puntos de venta del libro.

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