Desmontando supersticiones, falacias y mitos (i): la tragedia de los comunales


La ‘tragedia de los comunales’ es una de esas teorías que de forma recurrente aparece en los medios para recordarnos que la propiedad común (generalmente de  aprovechamiento colectivo) no es eficiente ni sostenible y va camino de su extinción por la sobrexplotación. La burra de todos la come el lobo, que diría el refrán tradicional.

Pues, a pesar de lo arraigada que pueda estar esa creencia, hay numerosos estudios que desacreditan esos argumentos. Es más, históricamente hay muy pocas evidencias de dicha tragedia e incluso Elinor Ostrom recibió un Premio Nobel por sus teorías que, claramente, contradicen y niegan la tragedia de los comunales.

El concepto se originó en un ensayo escrito en 1833 por el economista británico William Foster Lloyd, quien utilizaba un ejemplo hipotético sobre los efectos del pastoreo no regulado en los comunales (common lands) de Gran Bretaña e Irlanda. Más o menos el ejemplo es así: si un grupo de ganaderos posee un terreno y uno de ellos para aumentar la ganancia, decide meter a pastar una vaca más, el resto terminaría haciendo lo mismo. En esa dinámica —viene a decir Lloyd— cada ganadero iría introduciendo una vaca, y otra, y otra más, hasta un punto que el pasto se agotaría y el sistema acabaría colapsando.

Obviamente, el ensayo de Lloyd pretendía justificar las ‘enclosures’, esto es la privatización de las tierras comunales. Con la privatización de los comunales los problemas de sobrexplotación desaparecerían ya que el propietario cuidaría de que el recurso no se agote. Ese mismo argumento, con diversas variantes, fue utilizado a lo largo y ancho de Europa durante el siglo XIX: la propiedad comunal era presentada como ineficiente y propensa a ser sobreexplotada; es decir, todo el mundo buscaba lucrarse al máximo sin preocuparse del daño que podía ocasionar.

Aunque en toda época y lugar, la propiedad comunal ha sido denostada, la tragedia de los comunales alcanzó gran popularidad a partir de 1968 a raíz de la publicación en la revista Science de un artículo de Garrett Hardin titulado «La tragedia de los comunales». Hardin vuelve con el ejemplo del prado y las vacas señalando que con la propiedad comunal la racionalidad privada (del beneficio inmediato) se perjudica la racionalidad pública. Hardin sostenía que el mundo estaba plagado de bienes comunales, y como la población no dejaba de crecer, esa lógica de explotación aseguraba el agotamiento de la Tierra y una catástrofe ecológica y económica. Según Hardin la única manera de evitarlo era controlando la natalidad. Lo que no todo el mundo sabe es que detrás de la teoría de Hardin había una clara —y perversa— intencionalidad política que descubrirán si siguen leyendo.

Antes de desvelar qué movía a Hardin a sostener esos planteamientos, indicar que también Ludwig von Mises de la Escuela Austríaca defendía argumentos similares para mostrar los problemas que plantean los derechos de propiedad insuficientemente definidos y/o defendidos. Dice von Mises en este artículo: «Si el terreno no es propiedad de nadie, aunque el formalismo legal pueda calificarlo de propiedad pública, se utiliza sin considerar las desventajas resultantes. Quienes estén en situación de apropiarse de los beneficios (leña y caza en bosques, pescado en áreas acuáticas y depósitos minerales en el subsuelo) no se preocupan por los efectos posteriores de su modo de explotación. Para ellos, la erosión del terreno, el agotamiento de los recursos no renovables y otros problemas de la utilización futura son costes externos que no entran es su cálculo de entradas y salidas. Talan los árboles sin consideración por los brotes o la reforestación. Al cazar y pescar, no retroceden ante métodos que impiden la repoblación de las zonas de caza y pesca«.

Hasta ahí todo más o menos bien, pero tal y como aparece formulada, la tragedia de los comunales se basa en asunciones que son totalmente falsas. Asumen: (i) que las tierras comunales no tienen dueño efectivo; (ii) que todo el mundo puede acceder libremente y sin cortapisas al uso de los recursos comunales; (iii) que lo único que parece mover a los campesinos es el ánimo de lucrarse, sin tener en cuenta otras consideraciones; y (iv) que los campesinos carecen de sentido común y no les importa lo más mínimo destruir los recursos comunes a costa de una pequeña ganancia individual.

Las evidencias históricas muestran que todas estas premisas son falsas, o al menos, inexactas. No me extenderé, ya que en otras entradas del blog hemos visto como, por ejemplo, en la provincia de León las tierras comunales son del concejo de vecinos que las gestionaba y velaba para nadie abusase del recurso común. No eran de acceso libre, ni mucho menos. Por un lado, para acceder a utilizar los comunales había que tener la condición de vecino. Por otro, los aprovechamientos en los comunales solían estar claramente regulados y por ejemplo en relación a los pastos, en las ordenanzas concejiles se establecían las épocas de aprovechamiento, el número de cabezas que cada vecino podía introducir, etc; también los aprovechamientos de maderas y leñas, la caza o los usos agrícolas, estaban regulados. Y obviamente, se establecían castigos para quienes contraviniesen esta normativa. En general, se mostraba un especial cuidado en prevenir la sobreexplotación ya que se pensaba en las generaciones venideras (hay por tanto una voluntad de sostenibilidad). Y obviamente, se evitaba el agotamiento del recurso común ya que en ello les iba la propia supervivencia. Por último, hay que destacar que la lógica de la economía campesina no giraba en torno al riesgo y el beneficio sino que las decisiones se basaban en otros parámetros como las necesidades de consumo o el trabajo exigido para producir. A todo ello se añade que el comportamiento económico de los campesinos estaba modulado —e incluso subordinado a— por los valores morales.

No voy a entrar aquí en temas de eficiencia de la propiedad común frente a la propiedad privada, y remito al lector a los estudios de Robert C. Allen para Inglaterra o Fran Beltrán Tapia para España, los cuales muestran que el comunal podía ser tan eficiente e innovador como la propiedad privada. Lo que sí parece bastante claro es que esta última —a diferencia de lo sostenido por los evangelistas de la ‘mano invisible’— no asegura una mayor sostenibilidad ambiental. Así por ejemplo en España, las privatizaciones de comunales realizadas al amparo de la desamortización de Madoz, y también de Mendizábal, supusieron el descuaje de miles de bosques. Ante los precios altos de la madera y del grano al propietario de la tierra le salía muy a cuenta convertir los árboles en madera, roturar y sembrar cereales.

Aunque los historiadores han venido demostrando que la tragedia de los comunales no era tal, sino una malinterpretación interesada, hubo que esperar al año 2009, para ser tomados en serio por los economistas. Ese año, la Real Academia de las Ciencias de Suecia otorgó el Premio Nobel de Economía a Elinor Ostrom por re-examinar el debate de la tragedia de los comunales ofreciendo argumentos más sutiles y convincentes basados en el estudio de la gestión de los recursos naturales locales en países en desarrollo. Muestra Ostrom que, precisamente, la participación de la comunidad local es una de las claves del éxito para asegurar la sostenibilidad de los recursos comunales. A partir de ese momento la ‘tragedia de los comunales’ ha ido perdiendo predicamento entre los economistas y han aparecido matices: que si sólo se da cuando los derechos están mal definidos o poco claros, que si bla, bla, bla.

Para ir cerrando el tema, y volviendo a Hardin, al igual que sucedía con el liberalismo decimonónico y la Escuela Austríaca, detrás de sus teorías había una clara intencionalidad ‘política’. Su artículo era básicamente un argumento a favor del control de la natalidad. Hardin usó el fantasma de la destrucción ambiental y el conflicto étnico para promover políticas que, sin ningún género de dudas, se pueden considerar fascistas. Hardin defendía que para prevenir el colapso, la sociedad estadounidense debía adoptar valores más radicales, y especialmente en relación a la reproducción, siendo un acérrimo defensor de esterilizaciones masivas. Sostenía que EEUU debía rechazar la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU, argumentando que el gobierno debía adoptar medidas coercitivas para prevenir que las mujeres —especialmente las que no eran de raza blanca— se reprodujesen. De acuerdo con Hardin, algunos grupos étnicos estaban utilizando la natalidad para asegurar su expansión y por tanto el derecho de reproducirse debía ser limitado. Hardin sostenía que los inmigrantes llegaban a EEUU a robar la riqueza y los privilegios que la cultura de origen no podía proporcionarles. Por este motivo, Hardin consideraba que la inmigración era intolerable y también detestaba la ayuda al desarrollo argumentando que permitía que las naciones pobres viviesen por encima de sus posibilidades.

Como pueden ver en este artículo, Hardin fue un convencido racista, eugenicista, nativista e islamófobo. Durante décadas usó su autoridad en la Universidad de California como ecologista respetado para integrar las actitudes nativistas hacia la raza y la inmigración en el movimiento ambientalista estadounidense. Además de que muchos de sus argumentos racistas están basados en teorías pseudocientíficas, trabajó activamente para convencer a la opinión pública de que la inmigración —la no blanca, por supuesto— era un problema ambiental, motivo por el cual debían cerrarse las fronteras y purgar la diversidad étnica de los EEUU tanto como fuese posible. A fin de cuentas, Hardin era lo que hoy llamaríamos un supremacista blanco.

En fin…

Los embalses en España, ejemplo de desposesión campesina


Según la Wikipedia, en España hay más de 500 pueblos sepultados por la construcción de embalses o ‘pantanos’. Hace años que le doy vueltas al tema y cada vez lo tengo más claro. Al igual que las desamortizaciones del siglo XIX, los embalses del siglo XX fueron en muchos casos un fenómeno de desposesión campesina.

Para situarnos quiero empezar con una pregunta que pueden contestar en los comentarios y que nos pueden ayudar a situarnos: ¿quiénes han sido los mayores beneficiados y perjudicados por la construcción de esos embalses? La respuesta es relativamente fácil y estarán de acuerdo conmigo que quienes no sacaron ningún provecho fueron los pueblos y las comarcas donde se construyeron estos embalses. Un buen ejemplo es el pantano de Riaño, donde se condenó a muerte a todo un valle para beneficiar a las empresas eléctricas y a unos pocos agricultores de Tierra de Campos. ¿Cómo es posible que los menos beneficiados por un embalse sean los ‘afectados’? Quizás esto ya nos da pistas de la lógica que hay detrás de estas infraestructuras.

Ya en una entrada de este blog del año 2013, se presentaba el embalse de Riaño como tragedia de los cerramientos. En esa ocasión, como especialista en comunales me preguntaba yo si los vecinos de los pueblos fueron indemnizados por los terrenos comunales que quedaron bajo las aguas; sugería yo que, al igual que en el siglo XIX, había habido un proceso de ‘despojo’ en tanto que los campesinos perdieron mucho más que sus tierras particulares.

Lo cierto es que España hay más de 350 grandes embalses, y aunque  se suele asociar la construcción de éstos al período franquista, casi una tercera parte de estas grandes presas fueron construidas con posterioridad a la muerte del Dictador. Habría que señalar también que la idea de los pantanos, como grandes infraestructuras, es anterior al franquismo. Los planes hidrológicos se remontan a las propuestas de los regeneracionistas, empezaron a despegar en la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) y continuaron con el gobierno de la Segunda República (1931-1939), si bien fue en la dictadura de Francisco Franco (1939-1975) alcanzaron su desarrollo pleno. Estos embalses formaban parte de estos planes hidrológicos que tenían como principal objetivo interconectar las cuencas hidrológicas, regular las cabeceras de las principales ríos españoles para a su vez, optimizar su uso productivo, incluyendo la generación de electricidad. Si bien se solía justificar la construcción de las presas para extender la superficie de regadío, en realidad la mayoría de los pantanos se construyeron para abastecer de agua a los grandes centros urbanos y la electricidad producida lucraba a grandes empresas.

Una vez se planificaba construir una presa, los funcionarios de la Confederación Hidrográfica correspondiente iniciaban el proceso de expropiación forzosa. Los vecinos eran ‘indemnizados’ por sus posesiones y reasentados en otras localidades. Lo que se argumenta en la entrada del blog de hoy es que en estas decisiones nunca fue tenida en cuenta a la población local y en muchísimos casos —en la mayoría, se podría decir— no se respetaron o fueron vulnerados los derechos de los habitantes de las zonas anegadas. Hay un autor llamado Rob Nixon que ha estudiado el tema para otros lugares y que detalla las cinco estrategias generalmente utilizadas para negar los derechos de las personas afectadas.

1. Uso de la violencia. Basta con echar un vistazo a la icónica foto de Mauricio Peña que ilustra esta entrada para ver lo que pasó por ejemplo en Riaño. La diferencia de Riaño con otros embalses construidos en la provincia de León es que la presa de Riaño se cerró en 1987, en plena democracia; durante el franquismo era impensable plantear una resistencia así a la construcción de una presa. ¿Cuántas veces han escuchado aquello de que con Franco no se movía nadie?. Pues eso. Pero no sólo hubo violencia física sino también presiones, amenazas y otro tipo de violencia más sutil. Así por ejemplo, el escritor Julio Llamazares en alguna entrevista / artículo reconoce haber sufrido amenazas por oponerse al embalse de Riaño.

2. Apelación al autosacrificio por “el bien común”. La justificación más usual para construir un embalse es el ‘bien común’ o el interés general. Se le exige a unos pocos habitantes que se sacrifiquen por el bienestar común o el bienestar de un grupo de población mayor; por ejemplo, anegamos unos pueblos pero así una capital de provincia está abastecida de agua.

Ahora bien, aunque el tema tiene muchos matices hay varios aspectos a considerar. Uno de ellos es que el sacrificio siempre se lo piden a los mismos —a los más pobres—; es decir, son los pobres los que hay que sacrificar por los ricos. Como dice Rob Nixon, la relación entre los espacios ‘sacrificados’ por el bien común y los ‘beneficiados’ no es equitativo y obedece a relaciones de poder que históricamente han ubicado a los centros urbanos como referentes de desarrollo, mientras lo rural ha sido relegado a ser un espacio de sacrificio.

Ahora bien, detrás de todo este andamiaje del bien común, etc., lo que hay es un reparto desigual de beneficios. Los afectados por las presas asumen las pérdidas y los regantes y las empresas hidroeléctricas se quedan con los beneficios. Lo del bien común suena a treta a engaño para despojar a la gente de sus tierras, porque sólo hay que ver como las empresas eléctricas cuidan el bien común, aumentando cada día la factura de la luz, vaciando embalses u ocupando montes y terrenos comunales con parques solares y eólicos, in tener la mínima consideración por los impactos ambientales, sociales y económicos que se derivan.

Lo que parece claro es que el criterio del bien común es variable y únicamente se aplica en una dirección; así, se pueden expropiar las tierras de los vecinos de los pueblos para producir electricidad, pero no se puede expropiar empresas eléctricas que están empobreciendo a millones de ciudadanos y pequeños negocios con el precio abusivo de la electricidad.

3. Utilizar eufemismos para referirse a los afectados. Dice Rob Nixon que el Banco Mundial para referirse a las personas desplazadas por estos macro-proyectos utilizada el término «Project-Affected People” o PAPs (Personas Afectadas por el Proyecto). Esa también es una manera de ocultar y negar que estas personas han sido desposeídas de sus tierras, que han sido desplazados de su comunidad, que han perdido sus hogares, que se les ha arrancado una parte de su memoria.

En el caso de España, y las noticias del NO-DO son un buen ejemplo, el discurso oficial habla de la promesa de una ‘nueva vida’ y de un ‘futuro’ para los reasentados en los poblados de colonización. Que le pregunten a los ‘reasentados’ por el pantano del Porma que fueron enviados a un secarral de Palencia y alojados en barracones como si fuesen ganado; o a los vecinos y vecinas de Oliegos ‘reasentados’ en una antigua laguna palúdica en Valladolid. Se utilizan eufemismos como ‘nueva vida’, ‘un futuro’ o ‘reasentados’, pero vistas las condiciones cómo estos procesos se llevaron a cabo quizás sería más adecuado hablar de ‘destierro’, como dice acá Julio Llamazares.

Al fin y al cabo, los eufemismos sirven para ocultar las tragedias de quienes, en realidad, fueron despojados de sus tierras y desterrados lejos de sus hogares.

4. Las personas afectadas son consideradas culturalmente inferiores. No hay mucho que ahondar en esta idea. Frente a la visión desarrollista de los ingenieros, los habitantes de los pueblos han sido vistos como atrasados, incultos, etc., y el conocimiento y la cultura campesina ha sido despreciada. Esa pretendida inferioridad no deja de ser un argumento y una justificación más para despojarlos de sus tierras y sus hogares y la negación de sus derechos como personas.

5. No se les reconocen derechos de propiedad. En el siglo XIX, con el liberalismo se atacó a la propiedad comunal por considerarla ‘imperfecta’. Ya en el siglo XX, con los pantanos también se arrasaron espacios de propiedad comunal. Además yo me pregunto si los vecinos de los pueblos fueron indemnizados por el ‘lucro cesante’ que suponía perder esos espacios. Lo dudo, porque siempre se piensa que esos espacios son públicos, y no, no lo son. Recuerdo que hace años, cuando el gobierno catalán prohibió los espectáculos taurinos, los dueños de la plaza de toros Monumental de Barcelona exigían a la Administración Pública catalana 10 millones de euros por ‘lucro cesante’. Ahora bien, ¿no tendrían también derecho los pueblos que perdieron sus comunales a ese tipo de indemnización?

En fin. Lo que parece bastante claro es que, como les decía al principio de la entrada, lo ocurrido con los pantanos y embalses es un proceso de despojo y desposesión campesina ya que queda bastante claro que no se respetaron —o directamente fueron vulnerados— los derechos de los habitantes de las zonas anegadas.

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Como ya indiqué, la foto que acompaña el texto es de Mauricio Peña

Unas reflexiones sobre el trabajo y la autoexplotación…


Dice la Biblia que cuando Dios expulsó a Adán del paraiso le dijo «Ganarás el pan con el sudor de tu frente». A partir de ese momento, el pobre hombre tuvo que empezar a doblar el lomo para conseguir todo lo que antes tenía de balde. Tuvo que trabajar, vaya. También esa biblia moderna que es la Wikipedia dice que la palabra ‘trabajo’ proviene de ‘tripalium’ un instrumento de tortura utilizado por los romanos. Con esos antecedentes, cuesta creer a quienes dicen que el trabajo santifica, o que nos da la posibilidad de autorrealizarnos.

Sea como fuere, que el trabajo tiene algo de antinatural lo entendió mi hijo cuando tenía cinco años. Quería que mi mujer fuese a trabajar a la oficina y, una vez realizadas las tareas, regresase temprano a casa. Sin éxito, le explicamos que eso no era posible, que antes de las 5 de la tarde no podría salir. Él le pedía que hiciese el trabajo más rápido y que si no tenía trabajo para hacer, la dejarían irse a casa. Tuvimos que explicarle que había que trabajar 40 horas a la semana y seguía sin entenderlo. «Pero y ¿qué pasa si haces el trabajo en menos horas? ¿Por qué tienes que quedarte en la oficina?», insistía.

Su madre le explicó que a la puerta de la oficina había un reloj que registraba la hora de entrada y salida.

Mi hijo me miró a mi, miró a su madre y moviendo la cabeza de un lado a otro dice:

—¡Vaya tela!

Hasta hace unos dos años, el modelo de trabajo —encerrados en las oficinas, fábricas o espacios de trabajo— era reflejo del sistema fabril implantado en el siglo XIX con la Revolución Industrial para la producción de manufacturas. Anteriormente, durante la llamada Revolución Industriosa, predominaba la modalidad de trabajo conocida como putting-out system. Este tipo de producción normalmente se hacía por encargo; comerciantes urbanos suministraban a las familias / artesanos la materia prima y pagaban por pieza producida. Cuanto más se producía más se ganaba, lo que a su vez permitía mejorar el ingreso de la unidad familiar.

Ahora bien, en esta modalidad de trabajo los artesanos se tomaban su tiempo para hacer sus tareas, tenían sus días de descanso, respetaban las fiestas, etc. Con las fábricas todo esto cambió, porque además de sacar ventaja de las economías de escala y de las nuevas máquinas movidas por el vapor o por otro tipo de energías, permitían ‘disciplinar’ a la mano de obra. Ya no era trabajar en casa al ritmo que a uno le pareciese con pausas para comer, para atender el ganado o la huerta o para dormir la siesta. Con la fábrica, el reloj marcaba la hora de entrada y salida, los descansos eran mínimos o no existían y había que producir una cantidad mínima. Los obreros estaban físicamente ‘encerrados’ en galpones o edificios y había ‘capataces’ vigilando que nadie se distrajese.  Ya sabe el lector qué pasaba si alguien llegaba tarde reiteradamente o no cumplía.

Poco a poco, y gracias a que los obreros se fueron organizando,  las condiciones laborales y los salarios fueron mejorando. Podríamos decir que en los años 70 del siglo pasado, en general, ya se habían alcanzado condiciones más o menos ‘decentes’. A partir de ahí, se ha ido mejorando en temas de salud laboral, prevención de riesgos, permisos de maternidad / paternidad, pero se ha perdido en salarios y derechos laborales.

Hasta hace unos meses, no importaba que en las últimas décadas hubiese habido una revolución tecnológica con los ordenadores, internet, teléfonos móviles, etc., la forma de trabajar básicamente seguía organizada de la misma manera que en el siglo XIX. Había que cumplir horarios en la oficina, hubiese trabajo o no; si no había trabajo, pues a ‘calentar la silla’, pero la presencialidad era obligatoria. Además era obligatorio trabajar de lunes a viernes unas 40 horas, etc.

Pero, con la llegada del coronavirus todo eso cambió. Con la pandemia, la gente se tenía que quedar en casa y se demostró que buena parte del trabajo que se hacía en la oficina se podía hacer desde casa. No sólo se vio que era posible ‘teletrabajar’ sino que —en ocasiones— trabajar desde casa se demostraba más productivo, permitía una mayor conciliación familiar y aumentaba la disponibilidad de tiempo libre (al ahorrarte por ejemplo el tiempo de desplazamiento diario a la oficina).

Aunque no todo es color de rosa con el teletrabajo —las mujeres han salido claramente perdiendo, por ejemplo—, parece que esta modalidad ha venido para quedarse.  Lo que no tengo claro es si salimos ganando o perdiendo con el trato. Con el teletrabajo, salvo que seas funcionario, cada vez queda menos clara la frontera entre trabajo y ocio y, a pesar de la laxitud con los horarios, el trabajo parece invadirlo todo. Y ya no les cuento si uno trabaja como autónomo.

A ello se añade que en los últimos años, con el pensamiento mágico, el mindfulness, el coaching y demás chorradas, caminamos cada vez más hacia la autoexplotación. Dicen que Steve Jobs dijo: «Tu trabajo va a llenar gran parte de tu vida, la única manera de estar realmente satisfecho es hacer lo que creas que es un gran trabajo y la única manera de hacerlo es amar lo que haces«. El problema es que la gente se cree esas tonterías, y esa frase ‘haz lo que amas’ se ha convertido en un mantra. Pero, como señala Miya Tokumitsu, ver el trabajo bajo ese prisma no conduce a la salvación sino a devaluar aún más el trabajo.

Así por ejemplo, al mantenernos enfocados en nosotros mismos y en nuestra felicidad individual, eso de ‘haz lo amas’ nos distrae de las condiciones de trabajo de los demás mientras valida nuestras propias elecciones y nos libera de las obligaciones con todos los que trabajan, les guste su trabajo o no.  De acuerdo con esta forma de pensar, el trabajo no es algo que uno hace por compensación, sino un acto de amor hacia uno mismo, y si no se obtienen beneficios, es porque la pasión y la determinación del trabajador fueron insuficientes. Sin embargo, el verdadero logro de este enfoque es hacer creer al trabajador que su trabajo sirve a uno mismo y no al mercado.

Con este enfoque se devalúan los trabajos que nadie quiere hacer, pero que alguien tiene que hacer. Irónicamente, se refuerza la explotación en los trabajos ‘guays’ o ‘cool’ donde el trabajo fuera de horario, mal pagado o no pagado es la nueva norma: así por ejemplo se exige a los reporteros que hagan el trabajo de sus fotógrafos despedidos, se espera que los publicistas trabajen y tuiteen en los fines de semana. Lo cierto es que —indica el autor—, el 46 por ciento de los/as trabajadores/as revisa el correo electrónico laboral en días de enfermedad.  Por tanto no hay como convencer a los trabajadores de que están haciendo lo que aman, para que no se den cuenta de que están siendo explotados.

Al enmascarar los mismos mecanismos de explotación del trabajo, subraya Tokumitsu, el enfoque de ‘haz lo que amas’ es, de hecho, la herramienta ideológica más perfecta del capitalismo. Deja de lado el trabajo de los demás y nos encubre la naturaleza de nuestro propio trabajo. Oculta el hecho de que si reconociéramos todo nuestro trabajo como trabajo, podríamos establecer límites apropiados para él, exigiendo una compensación justa y horarios humanos que permitan la conciliación familiar y el tiempo libre.

En fin… ¡Vaya tela!

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Foto de Kateryna Babaieva en Pexels

El petróleo se agota: ¿es el colapso inevitable?


Hace muchos años viajaba de Barcelona a León con uno de mis tíos. Viajábamos en un R-5 y cuando estábamos por Soria (ignoro por qué mi tío elegía esos caminos) una luz en el tablero nos avisó que nos quedábamos sin gasolina. Por alguna razón, mi tío decidió ignorarla y al final nos quedamos allí tirados.

La anécdota sirve para hacer una analogía con lo que está pasando en la actualidad: ya son muchos los avisos que anuncian que algo pasa con el petróleo. La mala noticia es que —según una mayoría de científicos— ya se alcanzó el ‘peak oil’ o pico máximo de producción, con lo cual el petróleo disponible no hará sino disminuir con el tiempo. Cosa normal por otro lado, ya que es un recurso finito y a este ritmo de consumo algún día, más tarde o más pronto, se acabará agotando.

Otra ‘mala noticia’ es que la disponibilidad de energía abundante y relativamente barata —como el petróleo— fue uno de los factores, sino el principal, que propició el espectacular crecimiento económico del último siglo y medio. Es decir, la economía actual se cimenta en los hidrocarburos. ¿Qué pasaría pues si nos estuviésemos quedando sin petróleo y más teniendo en cuenta que en algunos sectores no es fácil —o ni siquiera posible— sustituir el petróleo por otras fuentes de energía? ¿Nos quedaremos tiramos?

Precisamente, sobre qué sucederá en el futuro hay posturas opuestas; mientras que hay quienes señalan que si se siguen ignorando los avisos habrá un colapso generalizado, otros piensan que la tecnología permitirá afrontar a la escasez y encontrar salidas a las problemáticas que de ella se derivan.

Bien, como no tenemos una bola mágica que anticipe lo que pasará en los próximos años, podemos recurrir a la Historia que —como ‘ventana al futuro’— nos puede mostrar cómo se lidió con la escasez de petróleo en otras fechas. Quizás nos dé ideas para anticipar lo que puede venir.

Un buen ejemplo histórico es la crisis del petróleo de 1973. Ese año, como represalia a Israel por la guerra del Yom Kippur, la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) decidió reducir las extracciones de crudo. Como consecuencia de ello se triplicó el precio del barril de crudo, que pasó de 3 dólares a 10-12 dólares. Por su parte, el encarecimiento del petróleo arrastró al alza todos los precios de la energía, dado que el modelo energético en su conjunto estaba basado directa o indirectamente en derivados del petróleo. Los precios de la electricidad y otras formas de energía se cuadruplicaron entre 1970 y 1985. El peso real del gasto energético aumentó entre un 30 y un 40% y el IPC se triplicó en los países occidentales.

A corto plazo al ser la demanda de energía es muy inelástica, su encarecimiento repentino provocó cuatro efectos inmediatos:

(i) indujo un aumento de los precios de todo tipo de productos, dado que a través del consumo energético el petróleo intervenía como input importante en la producción y distribución de muchos otros productos;

(ii) aumentó la factura energética de las empresas y las familias, en detrimento de otros bienes de consumo o inversión;

(iii) se aceleraron las tendencias al estancamiento debido al menor ritmo de incremento de la productividad, y la caída de beneficios y expectativas empresariales;

(iv) se generó un flujo de renta hacia los países exportadores de crudo, mientras se deterioraba la relación real de intercambio de los países importadores de petróleo.

También a medio y largo plazo la crisis del petróleo de 1973 tuvo un quinto efecto, que tendía a apaciguar a los otros cuatro: el alto precio de la energía indujo un uso más eficiente de ésta mediante la reducción de las considerables pérdidas de transformación y transporte, la búsqueda de fuentes de energía alternativas y el cambio estructural hacia actividades menos intensivas en petróleo. En definitiva, a medio y largo plazo se produjo una reducción de la intensidad energética de la economía.

Al igual que 1973, la subida actual de precios de la energía parece tener consecuencias muy similares, entre ellas inflación y estancamiento económico. Crisis económica, vaya. Sin embargo están apareciendo otros efectos en cascada que no se dieron en los años 70 del siglo pasado, o no tuvieron un impacto tan acusado: así por ejemplo la producción agrícola y ganadera se está viendo seriamente comprometida por el encarecimiento (y escasez) de diésel. El problema es que hemos pasado de 3.900 millones de personas en 1973 a unos 8.000 millones en la actualidad. A ello se añade el encarecimiento del precio de los fertilizantes químicos —alguno de ellos obtenidos del petróleo—o el transporte por barco y carretera, lo que a su vez dificulta la producción de alimentos… Todo se complica aún más en una economía globalizada como la nuestra donde la mayoría de los alimentos que consumimos son producidos a miles de kilométros y dependen del transporte. Ah! y ahí está también el cambio climático y el aumento de los fenómenos extremos como sequías o inundaciones que también afectarán la producción alimentaria.

Pero la escasez de petróleo no sólo perjudicará la producción agrícola, sino que también la producción industrial, más allá del encarecimiento de la energía y el transporte, se verá afectada de maneras muy diversas. Así por ejemplo, la menor disponibilidad de crudo afecta a la producción de azufre —y de ácido sulfúrico— necesario para la extracción del cobre, imprescindible a su vez para las energías renovables o los motores eléctricos. Y así otros muchos procesos. Lo preocupante es que del petróleo se obtienen plásticos, fertilizantes, detergentes, caucho sintético, gas butano, o disolventes. Las reacciones en cadena que se derivan del déficit de estos productos puede llegar a tener efectos terribles. Es lógico que viendo estos ‘efectos encadenados’ haya muchísima gente que sostenga que vamos directos al colapso.

No cabe duda de que habrá escasez y desabastecimiento a nivel mundial. Los productos básicos verán disparados su precio y en muchos países esto será la mecha que prenderá protestas y revueltas contra los gobiernos de turno. Habrá tambien radicalización política, golpes de Estado e incluso guerras. Pero, es poco probable que lleguemos a ver un escenario post-apocalíptico tipo película de Mad Max; tampoco será un ‘colapso’ de la sociedad actual similar a los que describe Jared Diamond en su libro «El colapso: por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen». En realidad, pocas sociedades han colapsado y menos en un corto período de tiempo.

Lo que está claro es que vendrán tiempos muy complicados y habrá que volver la vista al pasado, cuando la escasez era la norma. Sabemos que en las sociedades tradicionales, ante el crecimiento poblacional —y la consiguiente escasez de recursos— funcionaban tanto los ‘frenos’ malthusianos (caída de la natalidad, retraso de la edad del matrimonio, aumento del celibato, emigración, etc) como las ‘soluciones’ boserupianas. Es decir, se ponía freno a al aumento de la población y/o se buscaban soluciones tecnológicas que permitiesen incrementar la producción / productividad.

Sin embargo en el caso del petróleo, no parece que haya soluciones tecnológicas viables y escalables a corto plazo. Que si el hidrógeno, que si la fusión nuclear, que si parques eólicos y solares… De nuevo, la historia ofrece enseñanzas interesantes, y así por ejemplo sabemos que aunque se disponga del conocimiento científico no siempre es fácil su aplicación práctica, ya que siempre aparecen ‘cuellos de botella’ que son complicados de superar. ¿Recuerdan el grafeno y la cantidad de titulares que aparecían sobre este material en las noticias? Hace unos años parecía que este novísimo material iba a revolucionar todos los sectores industriales, sin embargo a día de hoy sus aplicaciones prácticas siguen siendo limitadas.

A ello se añade que la difusión y adopción de nuevas tecnologías llevan su tiempo, y un buen ejemplo podría ser lo ocurrido con el automóvil. El primer motor de gasolina de 4 tiempos de la historia, base de todos los motores posteriores de combustión interna, fue creado por Nikolaus August Otto en 1867. Diecinueve años más tarde, en 1886, Karl Benz comenzó a a utilizar motores de gasolina en sus primeros prototipos de automóviles. Ahora bien, ¿cuándo se convirtió el automóvil en un medio de transporte más o menos asequible para todo el mundo? Pues, como saben, en España hubo que esperar a los años 60 del siglo XX. Con el hidrógeno parece que vamos por el mismo camino. Ya hace unos cuantos años que se dispone de la tecnología, pero… siempre hay un ‘pero’ que lo complica todo: que si la eficiencia, que si la obtención y almacenamiento del hidrógeno…

En fin… no parece haber soluciones fáciles. Quizás habrá que ‘aprender’ a gestionar la escasez y de nuevo aparecen numerosos ejemplos de cómo históricamente las sociedades tradicionales fueron capaces de hacerlo. Lo que parece claro es que hay que empezar a cambiar los patrones de consumo. Es necesaria otra lógica económica y, en relación a ello, es sumamente interesante lo planteado por los partidarios del ‘decrecimiento’. Uno de los impulsores de estas teorías es el economista Serge Latouche quien en el “Pequeño tratado del decrecimiento sereno” (Editorial Icaria) un libro cortito y de fácil lectura, propone 8 criterios básicos para empezar a transformar la sociedad: reevaluar, reconceptualizar, reestructurar, redistribuir, relocalizar, reducir, reutilizar y reciclar.

Ahí lo dejo. Cada uno saque sus propias conclusiones sobre si el colapso es inevitable o no. Pueden dejar sus comentarios al respecto.


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Foto de Spencer Selover en Pexels

La solidaridad, esa virtud ‘cotidiana’ olvidada


Hace un tiempo leí una frase de David Graeber que me hizo pensar. Decía algo así como que la mayor virtud burguesa es el ahorro y la mayor virtud de la clase trabajadora es la solidaridad. Sin embargo —decía también— hoy en día, ‘preocuparse por los demás’ es visto como una lacra.

Y sí, Graeber tenía razón. Me acordé de cómo funcionaba mi pueblo cuando yo era niño. Más allá de ciertas obligaciones solidarias sobre las que ya tratamos en este blog, la vida en los pueblos se sostenía en esas solidaridades cotidianas. Recuerdo, por ejemplo, que mi madre me mandaba a la tienda y allí iban apuntando en una libreta las compras. También el panadero dejaba el pan en casa cada 2-3 días y lo anotaba. Nadie, o casi nadie, solía pagar al contado. Las deudas con el tendero o el panadero se liquidaban una vez al año, generalmente cuando se vendían las patatas, los corderos, el lúpulo o lo que fuese. Y así con todo. No había dinero, no había liquidez, no había cash.

Creo que detrás de ese funcionamiento hay una idea de solidaridad. No es como decía Adam Smith que lo que movían al carnicero o al panadero era su propio interés y no la benevolencia. Pues bien, en este caso diría que lo que movía a Pedro, el panadero de Riofrío, no era la lógica del enriquecimiento a costa de lo que fuese, sino que en su trabajo había una vocación de servicio a la comunidad. Obviamente, ser panadero le permitía obtener un ingreso pero no especulaba con el precio del pan ni te dejaba sin pan porque te retrasases en el pago. En este caso además, Pedro se movía con un Land Rover —un coche mítico, aquel Land Rover— y siempre estaba dispuesto a ‘dar viaje’ a quien lo necesitase. Diría que Pedro, además de panadero, era una buena persona.

En esas sociedades tradicionales, lo usual era vivir endeudado y gracias a ese funcionamiento solidario no faltaba —por ejemplo— el pan en la mesa. Pero la gente no sólo vivía endeudada con el tendero o el panadero, sino que no había problema en pedir prestado a un vecino para poder afrontar gastos extraordinarios. Y aunque también había prestamistas usureros que dejaban el dinero a intereses crecidos, en lo cotidiano se acudía a pedirle al vecino o al pariente. Ni siquiera era necesario firmar nada. Eran deudas que a veces se pagaban en metálico y otras veces se cancelaban por algún producto o servicio. Era algo que se daba con naturalidad.

También era normal que cuando llegaban épocas de mucho trabajo las familias y los vecinos se ayudasen en las trabajos agrícolas. Gracias a esas ‘solidaridades’ las familias podía trillar las mieses, o llevar a cabo trabajos que exigían la concurrencia de mucha gente. ‘Hoy te ayudo yo, mañana me ayudas tú’. Ayudar, se trataba de ayudar. También de preocuparse por los demás, no hacía falta que el vecino o el pariente te avisase de cuando precisaba un apoyo, ya las familias estaban pendientes para ofrecer ayuda.

Bien. Como decía, lo normal era vivir endeudado y eso no era un comportamiento reprobable, salvo que las deudas estuviesen originadas por el juego o el vino. Es decir, no se estigmatizaba a quien pedía dinero ni a quien debía.

Ahora bien, en un momento dado todo eso cambió. La gente empezó a pagar al contado. Quizás porque mucha gente empezó a tener un trabajo asalariado, porque llegaron las pensiones del Estado o por lo que fuese… pero el caso es que empezó a estar mal visto estar endeudado porque además la gente ya no se endeudaba con el vecino sino con el Banco o la Caja de Ahorros. Si necesitabas un tractor y no tenías para pagar al contado, pues lo más ‘cómodo’ era la financiación del Banco y así ya ‘no debías nada a nadie’. La gente empezó a dejar de depender de sus vecinos para pasar a depender del ‘mercado’ y ahí ya empezaron a aparecer otras dinámicas. Se pasó a depender de las entidades de crédito y sus condiciones. El tener dinero pasó de ser un medio a un fin; se trata de juntar dinero en la cartilla… Lo peor de todo es que estar endeudado o pedir dinero a alguien está muy mal visto. El corolario de todo esto es «quien necesite algo que vaya al Banco o a Cáritas, pero a mi que no me pida nada».

En fin… No sólo está mal visto ayudar, sino también pedir ayuda. Nos hemos vuelto muy individualistas y será muy difícil desandar algunos caminos.

Hacía mucho que no aparecía por el blog y hoy me apetecía compartir estas reflexiones. Si te apetece puedes dejar tu comentario.

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Foto de Flo Maderebner en Pexels

Saber de números


Cuando hace días nos explicaban cómo funcionaba la nueva tarificación del recibo eléctrico me acordé que cuando yo tenía unos 6 años había días que no quería ir a la escuela. Mi madre trataba de convencerme de la importancia de aprender.
—¿Quién nos echa las cuentas cuando papá venda un jato? —me preguntaba mi madre.

Yo retrucaba diciendo que se lo podíamos pedir al vecino o a cualquiera de mis tíos. Tratándose de los tiempos que eran, ya el lector puede imaginar cómo solían acabar estas tempranas inquietudes libertarias.  Con una galleta. O dos, dependiendo del humor del día.

Y es que mi madre —a diferencia de muchos padres de esos ‘modernos’ que mandan a sus hijos a la escuela a divertirse— tenía las cosas claras: nos mandaba a la escuela a aprender.  Para ella, entre otras cosas, era fundamental que nosotros supiésemos de números, y que nadie nos pudiese engañar. En este caso, saber de números era saber de ‘economía’ en el sentido clásico y etimológico del término: esto es, ‘la dirección o administración de un hogar’.

Me acordaba de todo eso porque cada día cada día, intentan engañarnos con los números, y lo del recibo de la luz es un buen ejemplo. Hoy saber de números ya no es calcular cuanto va a valer el jato sino que implica saber interpretar las estadísticas y a continuación explicaré algunas trampas.

Si yo les dijese que yo y otros 4 amigos tomamos 5 helados podrían pensar que cada uno tomó uno. Pues no, aunque la estadística diga que por término medio a cada uno le correspondería un helado, la realidad suele ser más compleja: alguien pudo comer tres y otros ninguno. Cuando de ‘medias’ se trata hay que mirar a los extremos y a la mediana, el valor más frecuente; en este caso, dos personas quedaron sin helado y una persona se comió tres. Y me he extendido con el ejemplo porque otro tanto ocurre cuando se habla de ‘salario medio’, ingreso medio, vivienda en propiedad, etc. Los números son tramposos, y más que medias aritméticas hay que mirar la distribución de los que más tienen y los que menos…

Otra trampa es utilizar números absolutos, los cuales —a veces— sirven de muy poco. Así por ejemplo Portugal lleva unos 17.000 muertos por Covid-19, muy por debajo de los 80.000 de España, pero si comparamos los muertos por millón las cifras son muy similares:  en ambos países han muerto unas 1.700 personas por cada millón de habitantes. Quizás lo del coronavirus no sea el mejor ejemplo porque la pandemia no va sólo de números aunque esto del Covid-19 ha venido a mostrar cómo se pueden manipular las cifras y la estadísticas ocultando datos u ofreciéndolos ‘en diferido’, etc.

Con la lectura de los porcentajes también se pueden hacer muchas trampas. Si una academia o un hospital les dicen: «Acá somos los mejores y tenemos una tasa de éxito altísima: es de un 22%». Dependiendo con qué se compare tal vez es una tasa muy alta, pero en realidad lo que les están diciendo es que 8 de cada 10 personas fracasan en las oposiciones, el tratamiento, o lo que sea. También en el caso de aumentos porcentuales hay que ver los valores de partida; no es lo mismo un 100% de aumento cuando el valor de partida es 2 que cuando son 2.000.000 millones. Ojo, pues, a cuando les presentan porcentajes de algo…

Una trampa más difícil de detectar es presentar dos variables relacionadas estableciendo a la una como causa de la otra; es decir, es decir «la correlación no implica causalidad». En este artículo de la revista Jot Down lo explican bastante bien y no vale la pena entrar en detalles. Un ejemplo de lo dicho es que —a pesar de lo que algunos les quieran vender— NO hay relación causal entre inmigración y delincuencia. Aquí es más complicado detectar el fraude porque se presentan como evidencias lo que son opiniones y relaciones causales que no son tales.

Es tiempo de bulos, fakes news y manipulaciones y hay que tener mucho cuidado para que no lo estafen a uno, ni económica ni intelectualmente. Hay que desconfiar siempre: conviene mirar las cifras con cautela y darles la vuelta como un calcetín. Lo primero es pensar qué es lo que nos quiere ‘vender’ o cómo nos quieren estafar…

En fin.

Volviendo al recibo de la electricidad y no aburrirlos con consejos, no hace falta ser un lince ni un experto en números para saber que a finales de este mes nos van a dar un buen palo.

Foto: Daniele Mezzadri

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