LNT te recomienda: El amanecer de todo: una nueva historia de la humanidad


Hay quien entiende que la Historia ‘progresa’ de forma lineal, de forma teleológica; es decir —y para quienes no conozcan el término— la Historia tendería hacia un fin determinado con anterioridad y todo ocurriría con algún propósito o intención.

Bien. La mayoría de historiadores sabemos que no es así. Ya la propia idea de progreso es discutible/cuestionable y en torno a estas cuestiones gira la recomendación de hoy.

El libro que hoy les recomiendo pone patas arriba muchas de las ideas que existen sobre el origen de la civilización y que sostienen que el aumento del bienestar lleva necesariamente aparejado un incremento de la desigualdad. La obra en cuestión es ‘El amanecer de todo: una nueva historia de la humanidad‘ de D. Graeber y D. Wengrow que acaba de ser publicada en castellano.

Lo que vienen a mostrar (y demostrar) el antropólogo David Graeber y el arqueólogo David Wengrow es que mucho de lo que pensamos sobre el origen de la civilización y el surgimiento de los Estados está basado en mitos, en supuestos inventados que no se sostienen de acuerdo a las evidencias arqueológicas y antropológicas.

Los mitos son lo que son y es importante la narrativa que hay detrás, pero lo peligroso es extrapolarlos e interpretar la realidad a partir de ellos. En este sentido, Graeber y Wengrow hacen un extraordinario trabajo para revisar y derribar muchas de estas asunciones basadas en planteamientos teleológicos y aceptadas acríticamente.

Uno de los mitos —propagado ampliamente en publicaciones de carácter divulgativo de pseudo-historiadores o autores de bestsellers como Yuval Noah Harari o Jared Diamond— es la ‘hipótesis’ de que conforme las sociedades empiezan a ser más grandes, complejas y ricas se incrementaría la desigualdad social. De acuerdo a este mito, las sociedades recolectoras serían más igualitarias y democráticas, y el surgimiento de las primeras ciudades llevaría aparejado el surgimiento de los Estados, las burocracias, la división del trabajo y la aparición de las clases sociales. De todo ello, se podría inferir, por tanto, que el incremento de las desigualdad sería una consecuencia ineludible del progreso.

Muestran Graeber y Wengrow que ese mito se remonta al siglo XVIII y al pensamiento de la Ilustración, y estaría muy ligado al concepto del ‘buen salvaje’ de Rousseau, idea que más adelante fue apropiada por el liberalismo e incluso por el marxismo. Sin embargo, basándose en evidencias arqueológicas Graeber y Wengrow demuestran por ejemplo en que en Çatal Huyuk en Anatolia —una de las primeras ciudades o protociudades que estuvo habitada entre el 7.500 y el 6.400 antes de Cristo y en su apogeo pudo albergar entre 3.500 y 8.500 habitantes— no hay signos claros de estratificación social como palacios o templos.

Por otro lado, estos autores documentan con numerosos ejemplos que las sociedades ‘prehistóricas’ no siempre eran igualitarias y democráticas, existiendo indicios de que no era lo más común vivir aislados unos de otros en pequeñas comunidades. La diversidad de situaciones era la regla y uno no puede poner una única etiqueta a formas de organización social muy hetereogéneas y diversas. No obstante, Graeber y Wengrow se preguntan cómo es que hemos normalizado la violencia y la dominación como ‘única’ trayectoria posible de desarrollo, cuando lo que muestra la evidencia científica es que también la cooperación y la solidaridad estaban presentes en esas sociedades ‘primitivas’. En este sentido, lo que destacan los autores es que uno de los rasgos de nuestra naturaleza humana es la capacidad de negociar entre alternativas. Precisamente ese es uno de los principales aportes del libro, demostrar que nuestros ancestros eran seres creativos, capaces de organizarse socialmente de forma consciente. Nosotros también lo somos y no hay una trayectoria definida a priori. Nuestro futuro no está escrito y hay margen para la acción, para construir sociedades diferentes. Tenemos las capacidades para ello.

En relación a ello, y ya para ir cerrando esta recomendación, Graeber y Wengrow prestan una especial atención al mito de que los llamados ‘pueblos primitivos’ eran más estúpidos y nobles que las sociedades actuales. Basándose en los testimonios de los franceses sobre nativos americanos del pueblo Wendat concluyen que los llamados pueblos primitivos eran más «animales políticos» de lo que somos ahora, comprometidos en el quehacer diario de organizar sus comunidades en lugar de quejarse en twitter y otras redes sociales como hacemos ahora.

Para un historiador el ensayo ‘El amanecer de todo: una nueva historia de la humanidad‘ es muy estimulante ya que los autores ‘no dejan títere con cabeza’ y cuestionan numerosas teorías comúnmente aceptadas. Y lo documentan exhaustivamente, lo cual para los profanos —no historiadores— podría resultar una de los inconvenientes: en su afán de rigurosidad ofrecen ‘demasiada’ información lo que lo aleja de su voluntad divulgadora y a veces la lectura del libro se hace un pelín pesada. Pero, sin lugar a dudas es una lectura que vale mucho la pena.

Desmontando supersticiones, falacias y mitos (i): la tragedia de los comunales


La ‘tragedia de los comunales’ es una de esas teorías que de forma recurrente aparece en los medios para recordarnos que la propiedad común (generalmente de  aprovechamiento colectivo) no es eficiente ni sostenible y va camino de su extinción por la sobrexplotación. La burra de todos la come el lobo, que diría el refrán tradicional.

Pues, a pesar de lo arraigada que pueda estar esa creencia, hay numerosos estudios que desacreditan esos argumentos. Es más, históricamente hay muy pocas evidencias de dicha tragedia e incluso Elinor Ostrom recibió un Premio Nobel por sus teorías que, claramente, contradicen y niegan la tragedia de los comunales.

El concepto se originó en un ensayo escrito en 1833 por el economista británico William Foster Lloyd, quien utilizaba un ejemplo hipotético sobre los efectos del pastoreo no regulado en los comunales (common lands) de Gran Bretaña e Irlanda. Más o menos el ejemplo es así: si un grupo de ganaderos posee un terreno y uno de ellos para aumentar la ganancia, decide meter a pastar una vaca más, el resto terminaría haciendo lo mismo. En esa dinámica —viene a decir Lloyd— cada ganadero iría introduciendo una vaca, y otra, y otra más, hasta un punto que el pasto se agotaría y el sistema acabaría colapsando.

Obviamente, el ensayo de Lloyd pretendía justificar las ‘enclosures’, esto es la privatización de las tierras comunales. Con la privatización de los comunales los problemas de sobrexplotación desaparecerían ya que el propietario cuidaría de que el recurso no se agote. Ese mismo argumento, con diversas variantes, fue utilizado a lo largo y ancho de Europa durante el siglo XIX: la propiedad comunal era presentada como ineficiente y propensa a ser sobreexplotada; es decir, todo el mundo buscaba lucrarse al máximo sin preocuparse del daño que podía ocasionar.

Aunque en toda época y lugar, la propiedad comunal ha sido denostada, la tragedia de los comunales alcanzó gran popularidad a partir de 1968 a raíz de la publicación en la revista Science de un artículo de Garrett Hardin titulado «La tragedia de los comunales». Hardin vuelve con el ejemplo del prado y las vacas señalando que con la propiedad comunal la racionalidad privada (del beneficio inmediato) se perjudica la racionalidad pública. Hardin sostenía que el mundo estaba plagado de bienes comunales, y como la población no dejaba de crecer, esa lógica de explotación aseguraba el agotamiento de la Tierra y una catástrofe ecológica y económica. Según Hardin la única manera de evitarlo era controlando la natalidad. Lo que no todo el mundo sabe es que detrás de la teoría de Hardin había una clara —y perversa— intencionalidad política que descubrirán si siguen leyendo.

Antes de desvelar qué movía a Hardin a sostener esos planteamientos, indicar que también Ludwig von Mises de la Escuela Austríaca defendía argumentos similares para mostrar los problemas que plantean los derechos de propiedad insuficientemente definidos y/o defendidos. Dice von Mises en este artículo: «Si el terreno no es propiedad de nadie, aunque el formalismo legal pueda calificarlo de propiedad pública, se utiliza sin considerar las desventajas resultantes. Quienes estén en situación de apropiarse de los beneficios (leña y caza en bosques, pescado en áreas acuáticas y depósitos minerales en el subsuelo) no se preocupan por los efectos posteriores de su modo de explotación. Para ellos, la erosión del terreno, el agotamiento de los recursos no renovables y otros problemas de la utilización futura son costes externos que no entran es su cálculo de entradas y salidas. Talan los árboles sin consideración por los brotes o la reforestación. Al cazar y pescar, no retroceden ante métodos que impiden la repoblación de las zonas de caza y pesca«.

Hasta ahí todo más o menos bien, pero tal y como aparece formulada, la tragedia de los comunales se basa en asunciones que son totalmente falsas. Asumen: (i) que las tierras comunales no tienen dueño efectivo; (ii) que todo el mundo puede acceder libremente y sin cortapisas al uso de los recursos comunales; (iii) que lo único que parece mover a los campesinos es el ánimo de lucrarse, sin tener en cuenta otras consideraciones; y (iv) que los campesinos carecen de sentido común y no les importa lo más mínimo destruir los recursos comunes a costa de una pequeña ganancia individual.

Las evidencias históricas muestran que todas estas premisas son falsas, o al menos, inexactas. No me extenderé, ya que en otras entradas del blog hemos visto como, por ejemplo, en la provincia de León las tierras comunales son del concejo de vecinos que las gestionaba y velaba para nadie abusase del recurso común. No eran de acceso libre, ni mucho menos. Por un lado, para acceder a utilizar los comunales había que tener la condición de vecino. Por otro, los aprovechamientos en los comunales solían estar claramente regulados y por ejemplo en relación a los pastos, en las ordenanzas concejiles se establecían las épocas de aprovechamiento, el número de cabezas que cada vecino podía introducir, etc; también los aprovechamientos de maderas y leñas, la caza o los usos agrícolas, estaban regulados. Y obviamente, se establecían castigos para quienes contraviniesen esta normativa. En general, se mostraba un especial cuidado en prevenir la sobreexplotación ya que se pensaba en las generaciones venideras (hay por tanto una voluntad de sostenibilidad). Y obviamente, se evitaba el agotamiento del recurso común ya que en ello les iba la propia supervivencia. Por último, hay que destacar que la lógica de la economía campesina no giraba en torno al riesgo y el beneficio sino que las decisiones se basaban en otros parámetros como las necesidades de consumo o el trabajo exigido para producir. A todo ello se añade que el comportamiento económico de los campesinos estaba modulado —e incluso subordinado a— por los valores morales.

No voy a entrar aquí en temas de eficiencia de la propiedad común frente a la propiedad privada, y remito al lector a los estudios de Robert C. Allen para Inglaterra o Fran Beltrán Tapia para España, los cuales muestran que el comunal podía ser tan eficiente e innovador como la propiedad privada. Lo que sí parece bastante claro es que esta última —a diferencia de lo sostenido por los evangelistas de la ‘mano invisible’— no asegura una mayor sostenibilidad ambiental. Así por ejemplo en España, las privatizaciones de comunales realizadas al amparo de la desamortización de Madoz, y también de Mendizábal, supusieron el descuaje de miles de bosques. Ante los precios altos de la madera y del grano al propietario de la tierra le salía muy a cuenta convertir los árboles en madera, roturar y sembrar cereales.

Aunque los historiadores han venido demostrando que la tragedia de los comunales no era tal, sino una malinterpretación interesada, hubo que esperar al año 2009, para ser tomados en serio por los economistas. Ese año, la Real Academia de las Ciencias de Suecia otorgó el Premio Nobel de Economía a Elinor Ostrom por re-examinar el debate de la tragedia de los comunales ofreciendo argumentos más sutiles y convincentes basados en el estudio de la gestión de los recursos naturales locales en países en desarrollo. Muestra Ostrom que, precisamente, la participación de la comunidad local es una de las claves del éxito para asegurar la sostenibilidad de los recursos comunales. A partir de ese momento la ‘tragedia de los comunales’ ha ido perdiendo predicamento entre los economistas y han aparecido matices: que si sólo se da cuando los derechos están mal definidos o poco claros, que si bla, bla, bla.

Para ir cerrando el tema, y volviendo a Hardin, al igual que sucedía con el liberalismo decimonónico y la Escuela Austríaca, detrás de sus teorías había una clara intencionalidad ‘política’. Su artículo era básicamente un argumento a favor del control de la natalidad. Hardin usó el fantasma de la destrucción ambiental y el conflicto étnico para promover políticas que, sin ningún género de dudas, se pueden considerar fascistas. Hardin defendía que para prevenir el colapso, la sociedad estadounidense debía adoptar valores más radicales, y especialmente en relación a la reproducción, siendo un acérrimo defensor de esterilizaciones masivas. Sostenía que EEUU debía rechazar la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU, argumentando que el gobierno debía adoptar medidas coercitivas para prevenir que las mujeres —especialmente las que no eran de raza blanca— se reprodujesen. De acuerdo con Hardin, algunos grupos étnicos estaban utilizando la natalidad para asegurar su expansión y por tanto el derecho de reproducirse debía ser limitado. Hardin sostenía que los inmigrantes llegaban a EEUU a robar la riqueza y los privilegios que la cultura de origen no podía proporcionarles. Por este motivo, Hardin consideraba que la inmigración era intolerable y también detestaba la ayuda al desarrollo argumentando que permitía que las naciones pobres viviesen por encima de sus posibilidades.

Como pueden ver en este artículo, Hardin fue un convencido racista, eugenicista, nativista e islamófobo. Durante décadas usó su autoridad en la Universidad de California como ecologista respetado para integrar las actitudes nativistas hacia la raza y la inmigración en el movimiento ambientalista estadounidense. Además de que muchos de sus argumentos racistas están basados en teorías pseudocientíficas, trabajó activamente para convencer a la opinión pública de que la inmigración —la no blanca, por supuesto— era un problema ambiental, motivo por el cual debían cerrarse las fronteras y purgar la diversidad étnica de los EEUU tanto como fuese posible. A fin de cuentas, Hardin era lo que hoy llamaríamos un supremacista blanco.

En fin…

Los embalses en España, ejemplo de desposesión campesina


Según la Wikipedia, en España hay más de 500 pueblos sepultados por la construcción de embalses o ‘pantanos’. Hace años que le doy vueltas al tema y cada vez lo tengo más claro. Al igual que las desamortizaciones del siglo XIX, los embalses del siglo XX fueron en muchos casos un fenómeno de desposesión campesina.

Para situarnos quiero empezar con una pregunta que pueden contestar en los comentarios y que nos pueden ayudar a situarnos: ¿quiénes han sido los mayores beneficiados y perjudicados por la construcción de esos embalses? La respuesta es relativamente fácil y estarán de acuerdo conmigo que quienes no sacaron ningún provecho fueron los pueblos y las comarcas donde se construyeron estos embalses. Un buen ejemplo es el pantano de Riaño, donde se condenó a muerte a todo un valle para beneficiar a las empresas eléctricas y a unos pocos agricultores de Tierra de Campos. ¿Cómo es posible que los menos beneficiados por un embalse sean los ‘afectados’? Quizás esto ya nos da pistas de la lógica que hay detrás de estas infraestructuras.

Ya en una entrada de este blog del año 2013, se presentaba el embalse de Riaño como tragedia de los cerramientos. En esa ocasión, como especialista en comunales me preguntaba yo si los vecinos de los pueblos fueron indemnizados por los terrenos comunales que quedaron bajo las aguas; sugería yo que, al igual que en el siglo XIX, había habido un proceso de ‘despojo’ en tanto que los campesinos perdieron mucho más que sus tierras particulares.

Lo cierto es que España hay más de 350 grandes embalses, y aunque  se suele asociar la construcción de éstos al período franquista, casi una tercera parte de estas grandes presas fueron construidas con posterioridad a la muerte del Dictador. Habría que señalar también que la idea de los pantanos, como grandes infraestructuras, es anterior al franquismo. Los planes hidrológicos se remontan a las propuestas de los regeneracionistas, empezaron a despegar en la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) y continuaron con el gobierno de la Segunda República (1931-1939), si bien fue en la dictadura de Francisco Franco (1939-1975) alcanzaron su desarrollo pleno. Estos embalses formaban parte de estos planes hidrológicos que tenían como principal objetivo interconectar las cuencas hidrológicas, regular las cabeceras de las principales ríos españoles para a su vez, optimizar su uso productivo, incluyendo la generación de electricidad. Si bien se solía justificar la construcción de las presas para extender la superficie de regadío, en realidad la mayoría de los pantanos se construyeron para abastecer de agua a los grandes centros urbanos y la electricidad producida lucraba a grandes empresas.

Una vez se planificaba construir una presa, los funcionarios de la Confederación Hidrográfica correspondiente iniciaban el proceso de expropiación forzosa. Los vecinos eran ‘indemnizados’ por sus posesiones y reasentados en otras localidades. Lo que se argumenta en la entrada del blog de hoy es que en estas decisiones nunca fue tenida en cuenta a la población local y en muchísimos casos —en la mayoría, se podría decir— no se respetaron o fueron vulnerados los derechos de los habitantes de las zonas anegadas. Hay un autor llamado Rob Nixon que ha estudiado el tema para otros lugares y que detalla las cinco estrategias generalmente utilizadas para negar los derechos de las personas afectadas.

1. Uso de la violencia. Basta con echar un vistazo a la icónica foto de Mauricio Peña que ilustra esta entrada para ver lo que pasó por ejemplo en Riaño. La diferencia de Riaño con otros embalses construidos en la provincia de León es que la presa de Riaño se cerró en 1987, en plena democracia; durante el franquismo era impensable plantear una resistencia así a la construcción de una presa. ¿Cuántas veces han escuchado aquello de que con Franco no se movía nadie?. Pues eso. Pero no sólo hubo violencia física sino también presiones, amenazas y otro tipo de violencia más sutil. Así por ejemplo, el escritor Julio Llamazares en alguna entrevista / artículo reconoce haber sufrido amenazas por oponerse al embalse de Riaño.

2. Apelación al autosacrificio por “el bien común”. La justificación más usual para construir un embalse es el ‘bien común’ o el interés general. Se le exige a unos pocos habitantes que se sacrifiquen por el bienestar común o el bienestar de un grupo de población mayor; por ejemplo, anegamos unos pueblos pero así una capital de provincia está abastecida de agua.

Ahora bien, aunque el tema tiene muchos matices hay varios aspectos a considerar. Uno de ellos es que el sacrificio siempre se lo piden a los mismos —a los más pobres—; es decir, son los pobres los que hay que sacrificar por los ricos. Como dice Rob Nixon, la relación entre los espacios ‘sacrificados’ por el bien común y los ‘beneficiados’ no es equitativo y obedece a relaciones de poder que históricamente han ubicado a los centros urbanos como referentes de desarrollo, mientras lo rural ha sido relegado a ser un espacio de sacrificio.

Ahora bien, detrás de todo este andamiaje del bien común, etc., lo que hay es un reparto desigual de beneficios. Los afectados por las presas asumen las pérdidas y los regantes y las empresas hidroeléctricas se quedan con los beneficios. Lo del bien común suena a treta a engaño para despojar a la gente de sus tierras, porque sólo hay que ver como las empresas eléctricas cuidan el bien común, aumentando cada día la factura de la luz, vaciando embalses u ocupando montes y terrenos comunales con parques solares y eólicos, in tener la mínima consideración por los impactos ambientales, sociales y económicos que se derivan.

Lo que parece claro es que el criterio del bien común es variable y únicamente se aplica en una dirección; así, se pueden expropiar las tierras de los vecinos de los pueblos para producir electricidad, pero no se puede expropiar empresas eléctricas que están empobreciendo a millones de ciudadanos y pequeños negocios con el precio abusivo de la electricidad.

3. Utilizar eufemismos para referirse a los afectados. Dice Rob Nixon que el Banco Mundial para referirse a las personas desplazadas por estos macro-proyectos utilizada el término «Project-Affected People” o PAPs (Personas Afectadas por el Proyecto). Esa también es una manera de ocultar y negar que estas personas han sido desposeídas de sus tierras, que han sido desplazados de su comunidad, que han perdido sus hogares, que se les ha arrancado una parte de su memoria.

En el caso de España, y las noticias del NO-DO son un buen ejemplo, el discurso oficial habla de la promesa de una ‘nueva vida’ y de un ‘futuro’ para los reasentados en los poblados de colonización. Que le pregunten a los ‘reasentados’ por el pantano del Porma que fueron enviados a un secarral de Palencia y alojados en barracones como si fuesen ganado; o a los vecinos y vecinas de Oliegos ‘reasentados’ en una antigua laguna palúdica en Valladolid. Se utilizan eufemismos como ‘nueva vida’, ‘un futuro’ o ‘reasentados’, pero vistas las condiciones cómo estos procesos se llevaron a cabo quizás sería más adecuado hablar de ‘destierro’, como dice acá Julio Llamazares.

Al fin y al cabo, los eufemismos sirven para ocultar las tragedias de quienes, en realidad, fueron despojados de sus tierras y desterrados lejos de sus hogares.

4. Las personas afectadas son consideradas culturalmente inferiores. No hay mucho que ahondar en esta idea. Frente a la visión desarrollista de los ingenieros, los habitantes de los pueblos han sido vistos como atrasados, incultos, etc., y el conocimiento y la cultura campesina ha sido despreciada. Esa pretendida inferioridad no deja de ser un argumento y una justificación más para despojarlos de sus tierras y sus hogares y la negación de sus derechos como personas.

5. No se les reconocen derechos de propiedad. En el siglo XIX, con el liberalismo se atacó a la propiedad comunal por considerarla ‘imperfecta’. Ya en el siglo XX, con los pantanos también se arrasaron espacios de propiedad comunal. Además yo me pregunto si los vecinos de los pueblos fueron indemnizados por el ‘lucro cesante’ que suponía perder esos espacios. Lo dudo, porque siempre se piensa que esos espacios son públicos, y no, no lo son. Recuerdo que hace años, cuando el gobierno catalán prohibió los espectáculos taurinos, los dueños de la plaza de toros Monumental de Barcelona exigían a la Administración Pública catalana 10 millones de euros por ‘lucro cesante’. Ahora bien, ¿no tendrían también derecho los pueblos que perdieron sus comunales a ese tipo de indemnización?

En fin. Lo que parece bastante claro es que, como les decía al principio de la entrada, lo ocurrido con los pantanos y embalses es un proceso de despojo y desposesión campesina ya que queda bastante claro que no se respetaron —o directamente fueron vulnerados— los derechos de los habitantes de las zonas anegadas.

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Como ya indiqué, la foto que acompaña el texto es de Mauricio Peña

Lectura recomendada: «Las armas de los débiles. Formas cotidianas de resistencia campesina»


La entrada de hoy viene a pagar una deuda que este blog arrastra desde hace mucho tiempo con James C. Scott, sociólogo estadounidense autor de numerosas publicaciones sobre formas de resistencia campesina.

Para los historiadores resulta complicado analizar / explicar las formas de protesta campesina ya que, comparadas otros tipo de protestas, no encajan en los modelos ‘clásicos ‘de movilización institucional, de clase, etc. Ello en parte se explica porque ese análisis se ha hecho desde una óptica industrial y urbana. No es que los campesinos no luchen o no se movilicen, sino que son otras las formas de movilización y las lógicas que subyacen detrás de estas luchas. Por otra parte, a diferencia de la protesta y movilización urbana centrada generalmente en la mejora de las condiciones de vida o de trabajo, lo que suele estar detrás de las protestas campesinas es una defensa de un modo de vida o de un territorio. En un análisis simplista parecen estar diciendo «No, no queremos el ‘progreso’. Queremos seguir viviendo como siempre (del trabajo de la tierra) y donde siempre hemos vivido».  Pero, no. Es todo más complejo. Como ya comentamos en otra entrada, tradicionalmente los campesinos se han movido por otras lógicas, resistiéndose por ejemplo a la mercantilización de las relaciones de producción, impulsada por la lógica liberal.

En todo caso, y respecto a las formas de protesta y resistencia campesina, historiadores como E.P. Thompson pusieron de manifiesto que la costumbre y la tradición jugaban un papel importante, creando el concepto de ‘economía moral’ como elemento  legitimador de ésta. Precisamente, el autor que hoy traemos a colación —James C. Scott— retomó este concepto y en 1976 publicó un libro titulado «La economía moral del campesinado: rebelión y subsistencia en el sudeste asiático» donde explica cómo los campesinos asiáticos se rebelaron contra las economías de mercado introducidas por el colonialismo.

Unos años más tarde, en 1985,  publicó el libro «Las armas de los débiles. Formas cotidianas de resistencia campesina» que daría un giro radical a los estudios sobre la protesta campesina. Sus “armas de los débiles” cambiaron el discurso dominante sobre la accionar del campesinado, creando una nueva narrativa. Scott puso de manifiesto que había ‘multiplicidad’ de formas de protesta y resistencia que estaban siendo ignoradas. En el artículo «Explotación normal, resistencia normal» y que podéis descargar aquí, el propio James C. Scott explica que poner el énfasis en la rebelión campesina era un error. Observa Scott que más importante era entender lo que denomina ‘formas cotidianas de resistencia campesina”; esto es la lucha prosaica pero constante entre el campesinado y aquellos que tratan de aprovecharse de ellos para extraer su trabajo, comida, impuestos, rentas e intereses.

Observa Scott que, estas formas de lucha distan mucho de ser una resistencia abierta y entre las armas utilizadas se incluyen actitud reticente, disimulo, falsa aceptación de las normas, hurto, ignorancia fingida, difamación, incendios provocados, o sabotaje. Por lo general, se trata de acciones individuales que requieren poca o ninguna coordinación ni planificación y que evitan cualquier tipo de confrontación simbólica directa con la autoridad o las normas de la élite. Son ‘resistencias’ cotidianas, pero —como bien dice Scott— son de gran utilidad para defender los intereses de quienes las utilizan, ya que estos ‘insignificantes’ actos de resistencia llevados a cabo por los campesinos pueden terminar por convertir en un completo desastre las políticas soñadas por los aspirantes a ser sus superiores en la capital. Ahora bien, uno de los problemas con estas formas de resistencia es que, dado que el historiador trabaja con registros escritos, resulta complicado identificar esta forma de lucha / resistencia anónima y silenciosa, la cual también es una lucha de clase.

Los estudios de Scott han abierto los ojos a muchos historiadores y han marcado tendencia en la historia rural y se ha pasado de ignorarla a etiquetar cualquier tipo de protesta campesina como ‘armas de los débiles’. Precisamente esta es una de las críticas que se le puede hacer a este enfoque, el cual parece ser válido para el Sudeste asiático, pero no tan adecuado para explicar la protesta / resistencia campesina en otros lugares, como por ejemplo el noroeste de España. Así por ejemplo en este artículo (en inglés) se explica que etiquetar como ‘armas de los pobres’ las infracciones forestales y las resistencias a la intervención del Estado en el monte es, como mínimo inexacto. La evidencia muestra que: (i) en numerosas ocasiones la confrontación entre los vecinos y el Estado era un desafío abierto a las normas y a los funcionarios forestales, no una lucha soterrada (que también se daba); (ii) no queda claro tampoco que los principales infractores fuesen los más pobres; es más, las denuncias forestales reflejan que los pobres acudían a los funcionarios del Estado (Guardia Civil y forestales) a denunciar los abusos de las oligarquías o de la propia administración forestal; y (iii) más que una confrontación entre las ‘clases subordinadas’ y las ‘élites’, en el noroeste de España parece haber habido una alianza interclasista en la defensa del monte ya que, de alguna manera, todos —ya fuesen ricos o pobres— sacaban provecho.

Aún así, las críticas al enfoque de Scott no invalidan sus valiosos aportes sobre la protesta campesina.

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La desconocida historia del Camino Hospitalario de La Cepeda


La seguridad que aportaba el camino y la hospitalidad caritativa que en sus propias casas ofrecían los lugareños, fue la clave para que un sinfín de peregrinos a Compostela eligieran la ruta septentrional cepedana en la Baja Edad Media.

Desde tiempo inmemorial, soportando el paso de los siglos, ha permanecido «casi intacto» un camino de comunicación de gentes y culturas que, acercándose a la línea recta, ha unido la ciudad de León con la tan preciada Comarca del Bierzo.

Su origen, se remonta a 2000 años coincidiendo con una imperiosa fiebre aurífera romana que ha dejado su inconfundible huella a lo largo del camino acompañada de un conjunto de nombres toponímicos que han perdurado como testigos de aquel primigenio trazado. Tenía este su inicio, en la misma salida del puente de San Marcos de León, tomando rumbo a Monte-Jovs por la denominada Vía de Las Janas en el paraje que aún subsiste con el nombre de La Calzada. Una vez pasado el pueblo de Montejos, transcurría en perfecta línea recta por campos de El Rengalengo, adelantándose a cruzar el río Órbego por el Ponte Juliano cuyas pétreas pilastras permanecen sumergidas en el paraje de Puente Vía. Ya a salvo de las indomables aguas del río Órbigo, atravesaba el poblado de Carrezino para continuar en línea recta hacia Vilar de Olas; renombrado fue en este lugar El Requies de La Jadina cuyo generoso manantial daría fuerzas a infinidad de viandantes para continuar rumbo a Riuvo Frígido y al pueblo cuyas ferrerías romanas le dieron el nombre de Ferreiras.

Siguiendo dirección siempre a poniente, una vez pasado Monrriondo y Las Coronas de la Veguellina, avanzaba cruzando castros, quintas y villas (Castro, Quintana, Villamiecca, Coluedros, Cruz y Villa Requexo). Todavía en tierras cepedanas, después de bordear La Griega, se adentraba en la Villa de Gatón por la Vía Jouja (vereda empedrada), la cual seguía hacia Las Brannas y El Morueco para entrar serpenteante y victorioso en El Bierzo por Cerexal de Tormor continuando rumbo hacia Benevívere por el Alto de la Vela.

Ciertamente, los topónimos junto con las tradicionales orales son el alma del pasado, pero mejor son los documentos escritos que, como un espejo, reflejan el mayor auge y esplendor de este primitivo camino desde finales del siglo XII al XVII como: vía de muchos romeros e peregrinos que por servir a Dios van a Santiago de romería.

Los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén fueron los promotores de esta ruta cepedana; por ella, se adentraron en el año 1192 en tierras que por entonces pertenecían al Obispado de Astorga. Con todo y con ello, construyeron su residencia en las inmediaciones del pueblo de Villameca, en el denominado Cueto de San Bartolo, llamado así, por asentarse en él la primitiva iglesia de San Bartolomé, la cual, después de ser pasto de las llamas, fue reedificada junto con el soberbio Monasterio denominado de San Bartolomé de Peña Cueto. Disponía este de cementerio propio, huerta, pozo y fortificación, pero de manera especial, un chocante y misterioso «por entonces» molino de viento que ya desde la lejanía dejaba extasiadas a las gentes y caminantes que se acercaban a contemplar tan imponente como extraño artilugio.

Gozó el Monasterio además de privilegios otorgados por el pontífice Inocencio III y reyes desde Fernando II hasta Alfonso X, así como de celebraciones y una romería de gran renombre, concediendo gracias y perdones a los romeros que pasaran por el lugar el día señalado de San Bartolomé.

Una vez instalados, valiéndose de acuerdos y a veces enfrentamientos y litigios con el Obispo de Astorga Don Lope Andrés, se fueron haciendo con el patronato de una buena parte de iglesias y ermitas que acompañaban este antiguo camino, incluso con poblaciones enteras como era el caso de Riofrío, el cual, debía contribuir a la Orden (cada año y por cada fumazgo) con un carro de leña seca y una gallina viva y sana.

La Orden de San Juan era total defensora de los caminos de peregrinación y su interés por estas tierras no tenía otro objetivo ni finalidad que no fuera practicar la hospitalidad para lo cual había sido fundada. Para ello, pusieron a funcionar esta ruta de peregrinos encargándose de aderezar y reconstruir el camino y sus puentes, promocionando a la vez la construcción de iglesias, ermitas y pequeños hospitales (Villameca y Cerezal) coincidiendo estos, con el cisterciense de Carrizo, con la misma advocación de San Blas y con el mismo poder de perdonanza en favor de los romeros que por sí o por otros pasaran a visitarlos.

Una vez terminada la infraestructura que ofrecía protección y asistencia a los peregrinos, con la sabiduría y experiencia en el tema que los caracterizaba, trataron de implicar a los propios lugareños para que formaran parte activa en tan singular empresa; para ello, fundaron La Cofradía de Santa María Magdalena; su sede principal dotada de mesa de pan y vino estaba en Villameca donde se administraba y recaudaban las rentas de su gran patrimonio, sin embargo era en el pueblo de Castro donde además de tomar decisiones importantes, se admitía a los nuevos cofrades inculcándoles el compromiso de: atender a los peregrinos que pasaran por las puertas de sus moradas.

Como satisfactorio resultado, cabe resaltar, que cualquier peregrino que se adentrara por este camino, tenía asegurado el recibimiento de algún cofrade dispuesto a prestarle ayuda, factor primordial que hizo posible el éxito de esta ruta durante más de cinco siglos, por la cual, según recalca D. Augusto Quintana: pasaban auténticas riadas de peregrinos.

Felizmente continuaron las cosas aún después del día 20 de julio de 1425 en que, reunidos los representantes de la Cofradía en el pueblo de Castro, decidieron traspasar todo el patrimonio a Juan de Oviedo, un noble y acaudalado peregrino, nada menos que el mayordomo del Rey Juan II de Navarra, el cual pasó haciendo este camino y decidió quedarse en estas tierras; en ellas, puso toda su fortuna incluidas sus rentas de 7000 maravedís que le correspondían por el portazgo de Medina del Campo, lo cual, unido a la gran donación cedida por la Cofradía, le sirvió para refundar el complejo con el nombre de Convento y Hospital Franciscano de Cerezal, en el cual, ceñido al hábito franciscano, continuaría la labor caritativa hospitalaria dedicada expresamente a los caminantes y peregrinos.

Fray Juan de Oviedo, fue un gran defensor y benefactor de muchas gentes cepedanas y de esta ruta, ganando pleitos y obteniendo privilegios y beneficios de pontífices y reyes, en favor de los muchos peregrinos que seguían pasando por el nuevo complejo hospitalario de cerezal. Por tal motivo, floreció un movimiento franciscano en diversos pueblos de este camino, el cual, siguió funcionando hasta que una injusta y nefasta desamortización de Mendizábal desvió a los desamparados peregrinos por otros caminos.

De igual forma, los hospitalarios permanecieron en el Cueto de San Bartolo hasta el año 1873, en que, el Papa Pío IX, suprimió todas las jurisdicciones exentas y tuvieron que abandonar La Cepeda; en ella, forjaron una real y ejemplar historia que ahora duerme en la oscuridad y va tocando despertar y sacarla a luz para darla a conocer y que de ningún modo acabe en el oscuro cajón del olvido.

Desempolvando la historia se puede asegurar como lección bien aprendida, que no hubiera sido posible el éxito de esta ruta sin la participación de las buenas gentes cepedanas, pero a la vez, sin la habilidad de aquellos monjes hospitalarios, que con gran estrategia y para que todo funcionara a la perfección, habían puesto representantes en diversos pueblos del camino denominados como donados y donadas de San Juan según reza en fidedignos testamentos de gentes de Ferreras, Castro y Culebros pero de manera especial de Riofrío. El pueblo de Riofrío (Riuvo Frígido), es la llave que en esta ruta hospitalaria abre las puertas de La Cepeda y en él se refleja la documentación más antigua. Así, en el año 1199, dos altos mandatarios de la Orden Hospitalaria: Frater Alfonso Pelagii que había sido preceptor en España y Frater Garsias de Lisa comendador de la Orden en ultramar, donan a un matrimonio una casa en Riofrío con todas sus pertenencias, para que sirviendo a la Orden y cumpliendo con ciertos compromisos hospitalarios, la disfruten todos los días de su paz, pasando de nuevo a la Orden a su fallecimiento.

De igual forma, sigue fluyendo la información, reflejada en descriptivos apeos de propiedades eclesiásticas que dejan claro testimonio del compromiso de hospitalidad caritativa que tenían los colonos y cofrades de Santa María Magdalena; a dicha cofradía pertenecía la primitiva ermita, adosada al primitivo cementerio y asentados a la misma entrada de Riofrío, donde un clérigo, ayudado de un donado de San Juan, se ocupaba de atender las necesidades espirituales de los cofrades y peregrinos, ofreciendo a la vez una misa diaria, en sufragio por las almas de los fallecidos asegurando así su salvación eterna.

Ciertamente, la salvación del alma era algo de suma importancia por entonces pero también lo era la seguridad del cuerpo. Para ello, disponía la Orden del derecho de horca y cuchillo, pudiendo prender, ajusticiar y dar muerte a los malhechores exponiendo sus cabezas en picota para escarnio y escarmiento de otros posibles delincuentes. Esta brutal práctica queda también reflejada a lo largo de esta ruta tanto en Quintana y Palaciosmil como en Requejo y Corús, pueblos que al igual que Riofrío, disponían de justicia propia, compartida por entonces con la Orden de San Juan, según rezaba en una cartela del anejo lugar de Corús, representada con dos espadas cruzadas en alto sobre el estandarte de San Juan y con el nombre latino de Crux que según don Augusto Quintana habría dado nombre al pueblo hospitalario de Corús denominado por entonces como Cruz.

Por tal motivo, sigue el testimonio señalando severas obligaciones del merino, justicia y regimiento de Riofrío de mantener en pie horca y picota, así como la encarecida advertencia hacia los muy buenos cofrades de Santa María Magdalena para que: de ningún modo ni bajo ningún pretexto dieran hospedaje a ciertos suplantadores (farsantes) que, con gran picaresca, atrevimiento y descaro, viven de la caridad ajena ameciéndose (mezclándose) en el Monte del Convento con los muchos romeros e peregrinos que por servir a Dios van a Santiago de romería.

A día de hoy, permanece el testimonio de tan memorable pasado. La iglesia de Riofrío, cargada de símbolos y mensajes hospitalarios, recibe al visitante mostrando la inconfundible cruz emblema hospitalario; acompañada de dos corazones como símbolo de caridad, recuerda que a los hombres y mujeres se les mide por el corazón y su grandeza se observa en la manera de tratar al prójimo. Como esperanzadora recompensa, se presenta como símbolo solar, una roseta de múltiples radios curvos que simulando el perpetuo movimiento del sol representa la tan deseada eternidad.

Presidiendo el retablo del templo y recordando su cofradía, permanece la antigua imagen de Santa María Magdalena en la cual parece haberse detenido el tiempo; con un complejo peinado de trenzas unidas en un broche frontal y engalanada de llamativas vestiduras, muestra el tarro de ungüentos, como gesto de hospitalidad, a todos los visitantes y moradores de este antiguo poblado hospitalario, el cual agradecido, la sigue honrando y venerando cada año dedicándole la titularidad de la iglesia y la calle principal de más de un kilómetro de larga.

Siguiendo ruta por ella, en un corto y agradable paseo, se llega al pueblo de Ferreras. Su iglesia, alberga la imagen de San Juan Bautista; patrono del pueblo y del templo, preside el retablo desde el año 1863 en que, recién salidos de una terrible epidemia, fue trasladado de la primitiva iglesia, erguida vigilante en un altozano, denominado actualmente La Torre y anteriormente Vago de la iglesia. Figuraba esta, con el nombre de San Juan Baptista de Ferreras y Monriondo y los terrenos anejos a dicha iglesia, figuraban como propiedad de San Juan de Malta intitulado como de San Bartolomé del Cueto lo cual deja claro testimonio de que fueron los hospitalarios sus promotores bajo la advocación de su patrono San Juan; festividad a la que estaba incondicionalmente obligado a asistir (por entero, en romería y portando su propio pendón) el vecino pueblo hospitalario de Riofrío.

De gran sencillez, pero con ciertas referencias jacobeas, permanece en el templo la antigua imagen de San Mamed. Con su instructor gesto, parece querer recordar a las gentes su cofradía y santuario, asentado según reza en apeos de la cofradía en el lugar que ocupa la actual iglesia, cruce importante por entonces de caminos: de León a La Galicia y de Astorga a Las Asturias.

Era conocido dicho santo por los cofrades como el amansador de las fieras y lo consideraban como protector de caminantes y peregrinos. Disponía dicha cofradía de muchas propiedades, algunas, donadas por una muy agradecida vecina de Castro: Elvira Cabeza, la cual, autodenominándose como fraila de San Juan, dejaba reflejado en las mandas piadosas de su testamento, el compromiso de hospitalidad caritativa que tenía adquirido con La Cofradía de San Mamed. Aquellas propiedades, se arrendaban todos los años y con el beneficio, se sufragaban la misa y romería con procesión hacia la «ya olvidada» Praderina de San Mamed donde, los cofrades, repartían pan y vino entre todos los viandantes y peregrinos, pobres o menesterosos de cualquiera clase o razón que pasaran por el pueblo.

Todas estas valiosas noticias, davidoso legado de nuestros antepasados, dejan tan claro testimonio de lo que fue este camino que animan a una profunda meditación. Para ello, se hace necesario hacer un descanso y alzar la mirada hacia su faro y guía el Cueto de San Bartolo (El Teso los Flayres). Las ruinas de aquel monasterio descansan entre peñascos y parecen querer cada tarde hospedar al hermano sol, el mismo que en otro tiempo iluminó a hospitalarios y peregrinos y el mismo que al ocultarse se lleva con él las últimas luces de cada día. Afortunadamente, vendrán nuevos amaneceres en que seguirá iluminando este camino, para que nuevas gentes, conociendo bien el pasado, puedan recorrer el presente y planear mejor el futuro alentados como aquellos caminantes de antaño con la oración peregrina de San Mamed que decía así:

¡Oh, glorioso San Mamed!
que estáis en esa zaguía
velando a los peregrinos
en la noche y por el día.
Librainos por el camino
de toda fiera dañina
lograinos feliz destino
al final de nuestra vida.

Fran Martínez Álvarez

* Artículo publicado originalmente en ileon.com . Reproducido con permiso del autor

 

Las Ordenanzas de San Feliz de las Lavanderas: un documento fundamental para conocer la economía del pasado


A mediados del siglo XIX, en 1857, el Secretario de la Diputación Provincial mandó una circular a los distintos pueblos de la provincia para que enviasen una copia de las Ordenanzas con el fin de ‘examinarlas’. Quería saber el Secretario si esta normativa que regía en la vida de los pueblos atentaba contra el “sagrado derecho de propiedad” y el individualismo consagrado por la doctrina política y económica que se estaba imponiendo en ese momento en España: el liberalismo. En su avance el liberalismo chocaba el ordenamiento comunitario y con el modelo de propiedad del Antiguo Régimen donde la propiedad estaba sometida a una serie de servidumbres, colectivización de prácticas agrarias, etc., las cuales solían aparecer recogidas en las Ordenanzas concejiles.

El caso es que esta recopilación de las ordenanzas se conserva en el Archivo de la Diputación Provincial y entre ellas están las de San Feliz de las Lavanderas. Estas ordenanzas son un documento sumamente interesante que, como veremos en los párrafos que siguen, ofrecen datos muy interesantes sobre la vida económica y social de esta localidad leonesa a mediados del siglo XIX.

1. Una nota sobre la fecha de las ordenanzas

Antes de entrar en nuevas consideraciones, conviene detenerse en la fecha en la que las ordenanzas fueron redactadas. De acuerdo al encabezamiento, fueron redactadas hacia 1821 y prestando atención a la redacción nos damos cuenta de que se trata de una ‘recopilación’ ya que como se indica en el primer párrafo del texto, las antiguas ordenanzas se ‘extraviaron’ “en el año que estuvieron los franceses en dicho pueblo”. Se refieren a la Guerra de la Independencia (1808-1814) contra las tropas de Napoleón. Sabemos que en la zona de Astorga hubo numerosas escaramuzas entre el ejército hispano-británico contra las tropas francesas; de hecho, una de las batallas más famosas ocurridas en el Noroeste de España se dio en junio de 1811 en Cogorderos, a unos 20 kilómetros de distancia de San Feliz. Gracias a diversos testimonios fragmentarios, sabemos también que San Feliz llegó a estar ocupado por las tropas francesas y que allí hubo escaramuzas entre el ejercito francés y los Húsares de Galicia que protegían a las tropas españolas en su retirada hacia Astorga.

El caso es que, bien porque los franceses las destruyeron o por algún otro motivo, las Ordenanzas desaparecieron. El que, unos años más tarde, los vecinos decidiesen redactar unas nuevas —o quizás mejor, recopilar las normas más importantes recogidas en las antiguas ordenanzas— ilustra sobre la importancia y la utilidad que esta normativa tenía. Y es que, para aquellos vecinos, las ordenanzas eran fundamentales para la organización de la vida económica.

Ahora bien, es posible que las antiguas ordenanzas fuesen mucho más extensas y detalladas. Precisamente, uno de los aspectos que llaman la atención de estas ordenanzas es que son muy pocos capítulos, redactados de forma un tanto desordenada. Tenga el lector en cuenta que las ordenanzas de Abano tienen casi un centenar de capítulos, o las de Villarmeriel —localidad vecina— también son más extensas. Se intuye, por tanto, que quienes ‘redactaron’ las ordenanzas quisieron recoger lo fundamental, lo más importante y seguramente obviaron muchas otras cosas que consideraron menos importantes

Aún así, las Ordenanzas de San Feliz son muy interesantes para conocer aspectos de la vida económica y política de los siglos pasados, como veremos a continuación.

2. Las ordenanzas y la economía de San Feliz

Dicen los vecinos de San Feliz al reunirse para redactar las Ordenanzas:

“estando el Concejo Junto, en el sitio de costumbre, como lo tenemos de costumbre, para tratar de las cosas del buen gobierno”

Aunque pueda llamar la atención, no es raro que aparezca varias veces la palabra ‘costumbre’. Y es que, en esta época, la ‘costumbre’ tenía fuerza de Ley y por eso se habla de Derecho Consuetudinario —basado en la costumbre— siendo las Ordenanzas donde se fijaba por escrito la ‘costumbre’ y usos del país. También hay que tener en cuenta que la ‘costumbre’ no era algo inamovible, al igual que las ordenanzas las cuales eran modificadas cada cierto tiempo: bien por hallarse rotas las anteriores, bien porque algún artículo fuese inaplicable debido a los cambios que se iban produciendo. Como sucede en San Feliz, eran los vecinos más antiguos los encargados de esta misión de redactar las nuevas ordenanzas:

«El Señor Juez, mandó por ante mí, el Fiel de Fechos, dijo que nombraba y nombró, para ver y rever las Ordenanzas a Ambrosio Aguado, Serbando Pérez, Vicente Rojo, y Fernando García, como mayores en días, todos hombres de buena conducta y forma y vecinos de dicho lugar».

Precisamente y en relación a la costumbre las ordenanzas sirven para conocer el ordenamiento tradicional encargado de ‘regular’ los aprovechamientos colectivos llevados a cabo por los vecinos; en este sentido, las Ordenanzas de San Feliz —tal y como veremos a continuación— son un documento histórico muy valioso para conocer la organización de la economía de San Feliz de las Lavanderas de principios del siglo XIX.

2.1. Las veceras y la importancia de la ganadería

Uno de los muchos aspectos que llaman la atención es que de los 21 capítulos que componen las Ordenanzas, 17 estén dedicados a la ganadería. Ello es indicativo de que la ganadería era fundamental en la organización agraria de la época y dentro de los ganados, los más importantes eran los bueyes, ganado de trabajo y transporte.

Puesto que la ganadería era sostenida la mayor parte del año en los comunales, lo primero que se manda es que todos los días del año —“en todo tiempo cada día”— salga la vecera de bueyes, vacas, jatos, castrones, yeguas (Cap. 4). En las ordenanzas se detalla el orden, el lugar de salida y por donde ha de transitar cada una de ellas: la primera de todas es la bueyes y jatos que salen en Las Eras; después la vecera de vacas —se manda que vaya dos días para la sierra y una para la peña—; después la de yeguas junto a La Ermita; y después la de ganado menudo.

La organización del pastoreo en veceras es de suma importancia por varias razones. Una de ellas porque permite una aprovechamiento integral de los espacios de pasto. Los mejores pastos —el Couto— se reservaban para la vecera de los bueyes, y los jatos, los cuales la víspera de Nuestra Señora de Septiembre venían para los prados (Cap. 16); al día siguiente ya podía entrar el ganado menudo, el cual hasta ese día tenia cañada por detrás de las tierras del Campo y no debía bajar de la Mata de la Bouza abajo, debiendo ir derecho á las peñas de Perdigones (Cap. 15). Cada tipo de ganado aprovechaba una parte de los pastos o del monte. En este sentido, las Ordenanzas establecen fuertes castigos para quien contraviniese esta normativa; así por ejemplo en el Cap. 14 se indica:

“que cualquiera cabeza de ganado mayor que se cogiese de noche en el coto, o entre panes, pague de pena para el concejo, cuatro reales por cada cabeza”

A ello se añade que el uso de los pastos comunales era gratuito, y con las «veceras» o sistemas de pastoreo colectivo por turnos —por vez, de ahí lo de vecera— se producía un importante ahorro en trabajo; de esta manera, una unidad familiar propietaria de un par de bueyes o una veintena de ovejas únicamente debía ocuparse del pastoreo unos pocos días al mes, pudiendo participar en estas tareas, los rapaces mayores de 14 años e incluso las mujeres. Precisamente en las Ordenanzas de San Feliz se detalla la edad mínima de los pastores y las responsabilidades de pastores y ‘amos’ respecto a las reses perdidas, dañadas o muertas por el lobo o alguna otra circunstancia (Caps. 5 al 12).

Por último hay que indicar la ganadería no sólo era importante por los ‘productos’ que de ella se podía obtener: trabajo, carne, leche, lana o cualquier otro esquilmo, sino que ésta era fundamental en el aporte de nutrientes a las fincas de cultivo. El abono de los animales era imprescindible para mantener los rendimientos en las tierras de cultivo anual sembradas de trigo, nabos, patatas u hortalizas.

2.2. La organización en hojas.

El capítulo 15 de las Ordenanzas manda que

el ganado menudo pueda bajar el día 15 de Agosto, el año de aradas del camino de Morriondo abajo, y el año de panes, el día de Nuestra Señora de Septiembre y el mesmo día se echan para la Reguerina y Valcabado, y la Velilla y el mismo día el año que corresponde, si esto no cumplen, paguen de pena por cada res y cada pastor cuatro reales”.

También el cap. 21 reza así:

“Yten mandamos que el ganado debe quitarse de entre panes de la hoja, de la Velilla y las barreras el día primero de Febrero y de Corrillos y la Vallea, el día primero de Marzo, y de la Reguerina y Valdecabado se deben quitar el día primero de Febrero”.

Estos dos artículos hacen referencia a la ‘organización en hojas’ de las tierras y quiñones de secano sometidas a rotaciones o de siembra bianual (cada dos años), y no incluye las huertas cercanas al pueblo. La división en hojas eran fundamental y, en algunos pueblos de la provincia pervivió hasta finales del siglo XX; es posible que incluso hoy en día los quiñones se sigan echando por hojas y que las personas de más edad de San Feliz recuerden las prohibiciones de meter los ganados en la hoja sembrada.

La organización en hojas era fundamental por un tema básico: la recuperación de la fertilidad de las tierras. Hasta la llegada de los abonos químicos —ya bien entrado el siglo XX— para fertilizar los huertos y los cultivos más intensivos —trigo, patatas— se utilizaba el abono de las cuadras. Sin embargo, para que los quiñones y las tierras centenales recuperasen la fertilidad había que dejarlos en ‘barbecho’; es decir, se dejaban descansar un tiempo y mientras tanto eran pastoreados por los ganados. Con ello se lograba un doble propósito, a finales del verano una vez que el monte estaba ‘agostado’ los ganados aprovechaban las espigas y paja que quedaban en los rastrojos una vez levantado el fruto y, más adelante —en el otoño— las yerbas surgidas con las primeras lluvias. Al mismo tiempo, el ganado que pastoreaba las rastrojeras y barbechos con sus deposiciones aportaban materia fertilizante.

Ahora bien, para que el aprovechamiento fuese óptimo, el terreno estaba organizado en hojas y en rotaciones. Como indican las Ordenanzas de San Feliz había un “año de panes” y un “año de aradas”; es decir es un ‘sistema de año y vez’ con un año de siembra y otro de barbecho. En el “año de panes” esa hoja estaba acotada y no podían entrar los ganados desde el primero de febrero o 1º de marzo dependiendo del pago (Cap. 15) hasta que no se levantase la cosecha; es decir, desde hasta que no se segase el pan y se llevase a las eras, los ganados no podían andar ‘entrepanes’ bajo pena de una dura multa. En el caso de San Feliz, las ordenanzas lo dejan bien claro hasta el 15 de agosto o Nuestra Señora de Septiembre —esto es el 8 de septiembre— no se puede meter el ganado menudo en la hoja que ese año estuviese sembrada (Cap. 21).

En algunos casos —para facilitar el aprovechamiento colectivo por los ganados— se acordaban las rotaciones a realizar en la hoja en las tierra que no se sembraba de centeno: un año todas las tierras eran sembradas de trigo, al siguiente de patatas, etc. Generalmente estos acuerdos se realizaban en el concejo de vecinos, aunque lo más importante era la obligación de realizar las rotaciones o las siembras de acuerdo a la organización en hojas.

Un aspecto curioso es que, tal y como aparece redactado el Cap. 21 de las Ordenanzas se se deduce que en San Feliz había tres hojas: la de La Velilla y Las Barreras; la de Corrillos y La Vallea; y la de La Reguerina y Valdecabado. Es posible que ello sea un vestigio del pasado en el que la población era mucho menor y se cultivaba ‘al tercio’, con un año de siembra y dos de descanso (barbecho) y entonces eran necesarias tres hojas.

2.3. El carboneo

En el capítulo 17 de las ordenanzas se prohíbe ‘quemar carbón’ en Valcabao y en Valeo y se impone una severa multa por cada carro de carbón que se queme en estos pagos. Incluir esta prohibición en las Ordenanzas nos da varias ‘pistas’ en relación a la economía del siglo XIX. Por una parte, puesto que el carboneo exigía una gran cantidad de madera, es posible que esta prohibición obedezca a la necesidad de ‘acotar’ partes del monte para que los robledales se fuesen recuperando. Aunque no es este el caso, a veces en las Ordenanzas aparece detallado el número de carros de carbón que cada vecino podía obtener en los montes del pueblo; es posible también que el reparto fuese similar al llamado “quiñón de leña”.

En relación al carboneo cabe destacar que, hasta finales del siglo XIX, una actividad de suma importancia para la economía de los vecinos de San Feliz fue la elaboración y venta de carbón con destino a centros urbanos como Astorga o Benavides de Órbigo. De ello da testimonio el Diccionario de Madoz (1845-1850) en el que se indica respecto de San Feliz:

“sus moradores se dedican, además de la agricultura, á la fabricación de carbón y corte de maderas que venden en el mercado de Astorga”.

Aunque hoy en San Feliz, quizás ya no quede nadie que sepa cómo se elaboraba el carbón, ésta fue una actividad fundamental para muchas familias. Gracias a la venta del carbón vegetal que obtenían ‘gratis’ en el monte podían obtener un pequeño ingreso con el que complementar las economías familiares. Además era compatible con las actividades agrícolas. ‘Quemar carbón’ no era muy complicado pero sí muy exigente en tiempo y trabajo; primero había que cortar las maderas y apilarlas en círculos dejando una chimenea en el centro. Después se cubría con ramas, paja y tierra y se le ‘achismaba’ para que la madera se convirtiese en carbón. Durante días las maderas se iban carbonizando y había que vigilar que no se prendiesen fuego y acabasen ardiendo; también había que vigilar que no se paralizase la carbonización y que ésta fuese uniforme.

A finales del siglo XIX, el carboneo paulatinamente fue desapareciendo sustituido por el carbón mineral que —como es sabido— también abundaba en la provincia de León, incluso en localidades relativamente cercanas como Brañuelas o Torre del Bierzo. También, a su desaparición contribuyeron los forestales que, desde mediados del XIX, supervisaban los montes de la provincia. Prohibieron el carboneo ya que lo consideraban una actividad ‘esquilmante’.

3. El concepto de ‘vecino’ y el ‘concejo de vecinos’

Como vimos unos apartados más atrás, el «concejo de vecinos» era el encargado de tratar de las cosas de “buen gobierno” relativas a los asuntos del pueblo como la redacción de estas Ordenanzas. En este sentido, cabe destacar que todos los vecinos podían participar en la toma de decisiones y, aunque cada uno tuviese sus propios intereses, las decisiones se tomaban por consenso: «juntos a una voz, y cada uno de por sí«, que dicen las Ordenanzas de San Feliz.

El concejo funcionaba como la asamblea de todos los vecinos —en la que además un hombre era un voto— lo cual implicaba anteponer el interés del grupo frente al individuo. En segundo lugar, la actuación del concejo tenía una dimensión moral de primer orden; así por ejemplo lo primero que se manda en las Ordenanzas de San Feliz (Capítulo 1) es asistir a los entierros y acompañar a la familia del muerto:

“que si Dios Nuestro Señor fuese servido de llevar de esta presente vida en este dicho lugar alguna persona que todos los vecinos acudan luego así se echa la campana en alto, a sacar el cuerpo de casa para llevarlo a enterrar”

También en las Ordenanzas se exige respeto hacia los demás y mantener las formas en concejo (Cap. 2b):

“Ytem mandamos que estando en concejo, ninguno hable mal, y si, habla mal pague de pena un rreal, y se porfía pague dos; y se el Regidor lo manda Callar y no obedece, pague lo que el conzejo, le echase”.

Entre los requisitos que había para formar parte del concejo estaban ser mayor de edad y ser vecino del pueblo. Precisamente, el concepto de ‘vecino’ es fundamental, ya que dicha condición comportaba derechos (utilización de los recursos) y obligaciones (participación en el gobierno y los oficios concejiles). Para poder utilizar los recursos del pueblo era necesario ser vecino del pueblo. En San Feliz, como en otros pueblos de la provincia, se accedía por edad (si se era nacido en el pueblo) o por casamiento en el pueblo, si bien se acostumbraba a exigir un pequeño pago, siendo doble en el caso de los forasteros, como se indica en el capítulo 19 de las Ordenanzas:

“Ytem ordenaron que cualquiera persona que entre por vecino, en dicho lugar, el día que entre pague para el concejo de derechos cántara y media de vino y ocho libras de pan siendo hijo de vecino y si es forastero el pan y el vino doble y si esto no cumple pague la pena que le eche el concejo”

4. Otros datos interesantes de las ordenanzas

Más allá de la organización de la vida económica y política, las Ordenanzas son un documento histórico y hay otros aspectos de la realidad de la época que se ven reflejados en ellas como por ejemplo la toponimia, el idioma leonés o la situación de las mujeres.

En relación a la toponimia, en las Ordenanzas aparecen numerosos nombres citados en las Ordenanzas como por ejemplo Las Eras, Junto a la Ermita, Fuente de la Llamera, La Peña, La Peña de la Cruz, Corrillos, La Vallea, Las Barreras, Valeo, la Cruz, Bouzas, Perdigones, Valdetrilla, Las Fuentes de Valeo, Valdecabado, La Velilla o la Reguerina. Como curiosidad, cabe añadir también que en las Ordenanzas el nombre del pueblo aparece escrito como San Feliz de las Labanderas, con ‘b’, y no es descartable que el “apellido” del pueblo provenga del término ‘llábanas’ —piedras grandes lisas y aplanadas— y que originariamente haya sido ‘Llabanderas’.

En cuanto al lenguaje, en las Ordenanzas aparecen palabras en leonés: ‘yiegua’, ‘intierro’ o giros propios del país como por ejemplo ‘no se le hallando’ y también alguna palabra en desuso, como por ejemplo ‘pielgar’ las reses ‘golosas’ (Cap. 11); para quienes lo desconozcan, el término está referido a atarle una pielga —una madera— en la pata a una res para que no se escape o atarle una pata a otra para que no ‘mosque’ o corra.

Por último —y no es un aspecto menor— hay que hacer referencia a las mujeres, pues se observa que aquella época quienes decidían eran los hombres y el goce de algunos ‘derechos’ estaba reservado únicamente a éstos. Los que somos de algún pueblo de La Cepeda sabemos que las vigas que sostenían todas y cada una de las casas era una mujer, pero ello no es óbice para reconocer que las mujeres estaban silenciadas en el ámbito público y tenían menos derechos ‘sociales’ y ‘políticos’ que los hombres, y las Ordenanzas son un buen ejemplo de ello: en aquella época las mujeres no estaban autorizadas a participar en el concejo o a desempeñar cargos públicos.

5. Conclusiones

A mediados del siglo XIX, de acuerdo al Diccionario de Madoz, en San Feliz de las Lavanderas había 64 vecinos, 314 habitantes. Una barbaridad, si tenemos en cuenta que en esa misma época otros pueblos vecinos pertenecientes al mismo ayuntamiento, Sueros de Cepeda, tenían mucha menos población: así por ejemplo Ferreras tenía 18 vecinos, 80 habitantes; Riofrío tenía 30 vecinos y 103 habitantes; Escuredo, 17 vecinos, 62 habitantes; incluso Quintana tenía menor población: 44 vecinos, 268 habitantes. Son varias las claves que explican que San Feliz pudiese sostener una mayor cantidad de habitantes que los pueblos vecinos, y una de ellas fueron las Ordenanzas que acá hemos analizado.

Las Ordenanzas concejiles estaban adaptadas y encajaban en las condiciones locales de cada comarca y en este caso favorecían una organización eficiente de las actividades ganaderas y permitieron una gestión ‘sostenible’ de los recursos colectivos. A pesar de que el liberalismo trató de acabar con este ordenamiento comunitario e imponer un modelo más individualista, no lo logró. Los pueblos buscaron y encontraron la manera de obviar esas limitaciones que les imponía el ordenamiento liberal y —aunque las Ordenanzas fueron perdiendo vigencia— durante muchos años en San Feliz se mantuvo la división en hojas y las servidumbres que ésta imponía, y también se mantuvieron prácticas agrarias colectivas y comunitarias como las veceras, el quiñón de leña o las hacenderas para limpiar regueros, arreglar caminos o cualquier otro trabajo en beneficio de la comunidad. Y también, aunque no hubiese una norma escrita que lo mandase, los vecinos de San Feliz nunca dejaron de faltar a los entierros de sus convecinos y nunca dejaron de ser solidarios entre ellos y con los vecinos de otros pueblos. Y eso es algo que se mantiene hasta el día de hoy.

Texto de José Serrano, publicado en el libro San Feliz de las Lavanderas. Atalaya de La Cepeda. Reproducido con permiso del autor

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