Una mujer brava


No, no fue por blasfemar, como decía la gente, el motivo por el que la Guardia Civil multó a Alejandra. Como el más soez de los carreteros, aquella mujer blasfemaba y mucho, pero la multa de veinticinco pesetas no fue por echar juramentos. Tal vez pudo ahorrársela, pero el modo insolente como contestó a los uniformados agravó la situación.

Cuando los guardias le dieron el alto en el camino de San Félix, Alejandra volvía del Souto guiando una pareja de vacas que tiraba de un carro lleno de patatas.

—¿Dónde está su marido? —le preguntó uno de aquellos guardias señalando a los rapaces que, sentados en lo alto del montón de patatas, jugaban a encontrar figuras.
—No tengo marido ni lo quiero —contestó la mujer.
—Ah, ¿es viuda? —dijo el otro guardia.
—No. Soy soltera —respondió Alejandra.

Mirando a los rapacines, con un gesto burlón el guardia mas viejo dijo:

— Veo que le gusta el baile…
—Es la mía vida. Otros viven amargaos —dijo la mujer con cara de desprecio.

El diálogo se fue agriando y se adivinaba que aquello no iba a acabar bien. Antes de dar por zanjada la conversación, los guardias revisaron el carro. Viendo que no llevaba la chapa que acreditaba haber abonado la tasa de rodaje que pagaban carros y bicicletas al Ayuntamiento decidieron multarla. Por lo general, los guardias hacían la vista gorda ante este tipo de infracciones pero en este caso el comentario de Alejandra acabó por echarlo todo a perder:
—Yo me divierto bailando, pero a otros gustai-yes divertirse multando a muyerinas pobres…

Los guardias, una vez le tomaron los datos, enfilaron en dirección a San Félix.

Apenas se habían alejado unos metros, Alejandra agarró la ijada y llamó al ganado: “Vamos vaquinas, vamos. Me cagüen…” y a continuación enumeró toda una retahíla de vírgenes, santos y dioses. Prácticamente ningún morador de la corte celestial quedó sin mentar.

Relato publicado en el libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que puedes comprar en un centenar de librerías de toda España. También está disponible en todas las bibliotecas públicas de la provincia de León, incluyendo el bibliobús.

La foto que acompaña el texto fue hecha en Val de San Lorenzo en noviembre de 1952 por Alan Lomax y pertenece a la Alan Lomax Collection del American Folkie Center de la Association for the Cultural Equity. Si pinchan en este enlace, encontrarán otras interesantes fotos de este autor.

 

LNT te recomienda: El amanecer de todo: una nueva historia de la humanidad


Hay quien entiende que la Historia ‘progresa’ de forma lineal, de forma teleológica; es decir —y para quienes no conozcan el término— la Historia tendería hacia un fin determinado con anterioridad y todo ocurriría con algún propósito o intención.

Bien. La mayoría de historiadores sabemos que no es así. Ya la propia idea de progreso es discutible/cuestionable y en torno a estas cuestiones gira la recomendación de hoy.

El libro que hoy les recomiendo pone patas arriba muchas de las ideas que existen sobre el origen de la civilización y que sostienen que el aumento del bienestar lleva necesariamente aparejado un incremento de la desigualdad. La obra en cuestión es ‘El amanecer de todo: una nueva historia de la humanidad‘ de D. Graeber y D. Wengrow que acaba de ser publicada en castellano.

Lo que vienen a mostrar (y demostrar) el antropólogo David Graeber y el arqueólogo David Wengrow es que mucho de lo que pensamos sobre el origen de la civilización y el surgimiento de los Estados está basado en mitos, en supuestos inventados que no se sostienen de acuerdo a las evidencias arqueológicas y antropológicas.

Los mitos son lo que son y es importante la narrativa que hay detrás, pero lo peligroso es extrapolarlos e interpretar la realidad a partir de ellos. En este sentido, Graeber y Wengrow hacen un extraordinario trabajo para revisar y derribar muchas de estas asunciones basadas en planteamientos teleológicos y aceptadas acríticamente.

Uno de los mitos —propagado ampliamente en publicaciones de carácter divulgativo de pseudo-historiadores o autores de bestsellers como Yuval Noah Harari o Jared Diamond— es la ‘hipótesis’ de que conforme las sociedades empiezan a ser más grandes, complejas y ricas se incrementaría la desigualdad social. De acuerdo a este mito, las sociedades recolectoras serían más igualitarias y democráticas, y el surgimiento de las primeras ciudades llevaría aparejado el surgimiento de los Estados, las burocracias, la división del trabajo y la aparición de las clases sociales. De todo ello, se podría inferir, por tanto, que el incremento de las desigualdad sería una consecuencia ineludible del progreso.

Muestran Graeber y Wengrow que ese mito se remonta al siglo XVIII y al pensamiento de la Ilustración, y estaría muy ligado al concepto del ‘buen salvaje’ de Rousseau, idea que más adelante fue apropiada por el liberalismo e incluso por el marxismo. Sin embargo, basándose en evidencias arqueológicas Graeber y Wengrow demuestran por ejemplo en que en Çatal Huyuk en Anatolia —una de las primeras ciudades o protociudades que estuvo habitada entre el 7.500 y el 6.400 antes de Cristo y en su apogeo pudo albergar entre 3.500 y 8.500 habitantes— no hay signos claros de estratificación social como palacios o templos.

Por otro lado, estos autores documentan con numerosos ejemplos que las sociedades ‘prehistóricas’ no siempre eran igualitarias y democráticas, existiendo indicios de que no era lo más común vivir aislados unos de otros en pequeñas comunidades. La diversidad de situaciones era la regla y uno no puede poner una única etiqueta a formas de organización social muy hetereogéneas y diversas. No obstante, Graeber y Wengrow se preguntan cómo es que hemos normalizado la violencia y la dominación como ‘única’ trayectoria posible de desarrollo, cuando lo que muestra la evidencia científica es que también la cooperación y la solidaridad estaban presentes en esas sociedades ‘primitivas’. En este sentido, lo que destacan los autores es que uno de los rasgos de nuestra naturaleza humana es la capacidad de negociar entre alternativas. Precisamente ese es uno de los principales aportes del libro, demostrar que nuestros ancestros eran seres creativos, capaces de organizarse socialmente de forma consciente. Nosotros también lo somos y no hay una trayectoria definida a priori. Nuestro futuro no está escrito y hay margen para la acción, para construir sociedades diferentes. Tenemos las capacidades para ello.

En relación a ello, y ya para ir cerrando esta recomendación, Graeber y Wengrow prestan una especial atención al mito de que los llamados ‘pueblos primitivos’ eran más estúpidos y nobles que las sociedades actuales. Basándose en los testimonios de los franceses sobre nativos americanos del pueblo Wendat concluyen que los llamados pueblos primitivos eran más «animales políticos» de lo que somos ahora, comprometidos en el quehacer diario de organizar sus comunidades en lugar de quejarse en twitter y otras redes sociales como hacemos ahora.

Para un historiador el ensayo ‘El amanecer de todo: una nueva historia de la humanidad‘ es muy estimulante ya que los autores ‘no dejan títere con cabeza’ y cuestionan numerosas teorías comúnmente aceptadas. Y lo documentan exhaustivamente, lo cual para los profanos —no historiadores— podría resultar una de los inconvenientes: en su afán de rigurosidad ofrecen ‘demasiada’ información lo que lo aleja de su voluntad divulgadora y a veces la lectura del libro se hace un pelín pesada. Pero, sin lugar a dudas es una lectura que vale mucho la pena.

LNT te recomienda: Trazos de sombra


Como muchos de los lectores de este blog saben, vivo en Barcelona, en el centro de la ciudad. Hasta cierto punto es ‘pintoresco’ vivir en el centro de una ciudad como la capital catalana. Por el paisaje y también por el ‘paisanaje’. Pues sí, hay unos cuantos vecinos del barrio que son ‘peculiares’ porque, dicho de forma clara y directa, viven en la calle. Son los llamados ‘sin techo’.

Uno de estos vecinos es David. David es francés y se pasa las horas del día sentado en una silla de ruedas a la entrada de la iglesia de Sant Jaume. Diría que David es uno de los vecinos más entrañables del barrio. Con una cerveza siempre al lado de su silla, saluda a todo el mundo y facilita información cumplida de todo lo que sucede en la calle Ferran. Lo curioso es que hasta hace 3 o 4 años yo ni siquiera sabía que se llamaba David. Cuando mis hijos empezaron a ir a colegio me enteré que los amables dependientes del colmado se llaman Joaquín y Marisol, que la dependienta de la panadería se llama Adela, y que David se llama David.

Y es que sí, también las personas ‘sin techo’ tienen nombre y apellidos y tienen una historia. Imagino que, como a mí, a algunos lectores les gustaría saber cómo David ‘acabó’ viviendo en la calle. Y es que a uno le gustaría entender qué pasa por la cabeza de esas personas.

Precisamente, en la recomendación de hoy hay respuestas a alguna de esas preguntas. Se trata del libro ‘Trazos de sombra’ de Sol Gómez Arteaga. A través de cuarenta relatos la autora traza ‘una personal cartografía literaria en torno a los desórdenes de la mente humana’. Son historias que desnudan las complejidades que hay detrás de personas como David que, desde hace unos cuantos años, tomó la decisión de vivir en la calle. Y la mirada de Sol es privilegiada ya que se nutre de su experiencia profesional como Trabajadora Social en el ámbito de la salud mental.

Los que conocen este blog ya saben que mis reseñas son muy básicas; en este sentido, y quien busque algo más completo puede consultar la hermosa y exhaustiva reseña realizada por Margarita Álvarez.

Sí que me gustaría, no obstante, esbozar algunas ideas sobre el libro recomendado. En primer lugar, debo confesar que me costó empezar a leerlo. Quizás por la temática, pero me resultaba desasosegante sumergirme en estos relatos y durante semanas el libro estuvo durmiendo en la estantería. Sin embargo, es un libro que se lee de un tirón y conforme vas avanzando, las historias te atrapan. Además está escrito con un lenguaje muy cuidado.

En lo que se refiere a la temática y cómo ésta es abordada, ahí aparece una de las primeras virtudes del libro: convertir la fealdad en hermosura. En vez de optar por la sordidez, Sol Gómez escoge el lirismo, escoge la belleza. Todas las historias tienen algo de inquietante, pero también tienen algo de bello. Sol Gómez tiene una sensibilidad fuera de lo común, y así lo transmite con unas cuantas historias que emocionan.

Hay que subrayar también que son historias que no te dejan indiferente, si bien la autora no juzga en ningún caso a los protagonistas. Es más, se ofrece una visión humanista, en la que los personajes son tratados con una gran dignidad y respeto. Es al lector al que en todo caso le correspondería juzgar, y para que éste tenga elementos de juicio, se muestra el trasfondo social que hay detrás de cada una de las historias, lo cual constituye otra de las virtudes de esta obra. Creo que este libro permite entender mejor y comprender las dificultades de personas —como mi vecino David— a las que la sociedad ofrece el castigo y la reclusión como única solución a sus problemas de salud (mental), los cuales además se ven además agravados por la soledad, el desarraigo, la incomprensión o la pobreza. O, quizás, al revés…

En fin.

Lean, lean…

Viva l’Italia


Hoy es día de confesiones. No, no me refiero a ese día justo antes de Semana Santa cuando llegaban al pueblo un grupo de curas a confesar a los parroquianos. No. Hoy quiero confesarles algunas cosas. La primera de ellas es que para mí Italia es —con diferencia— el país más fascinante de Europa, y quizás del mundo.

Debo confesar también que mi ‘amor’ y admiración hacia Italia es incondicional, y con eso ya lo digo todo.

Bueno, el caso es que el próximo 25 de septiembre hay elecciones en Italia. Dicen las encuestas que ganará ‘Fratelli d’Italia’ y, justo estos días, pensando en todo ello, me ha venido a la cabeza de forma recurrente una historia que viví en Bolonia en mi época de estudiante. Lo haré corto, porque tampoco me acuerdo demasiado de los detalles.

Resulta que un día a la tarde, a la salida de la Facultad y —como acostumbraba a hacer— me dirigí por Vía Zamboni hacia la residencia de estudiantes donde me alojaba. A la altura de la plaza Giuseppe Verdi, justo enfrente del Teatro Municipal de Bolonia un grupo de estudiantes se manifestaba. Quizás contra alguna ley, o quizás contra algún acto que se realizaba en el Teatro. El grupo que convocaba era el Collettivo Universitario Autonomo (CUA), conocidos popularmente como ‘gli autonomi’, los autónomos.

No recuerdo muchos detalles de aquella movilización porque, en realidad, cada día había ‘movidas’ de ‘gli autonomi’ por algún u otro motivo. Creo recordar también que en una esquina de la plaza varios furgones de los antidisturbios vigilaban distantes el desarrollo de los acontecimientos.

Justo cuando acababa de cruzar por delante de la plaza siento a alguien gritar y me giro a ver qué pasaba. Un tipo trajeado, rodeado por media docena de tipos musculados y grandes como armarios, increpaba y desafiaba a los estudiantes señalando ostensiblemente con el índice hacia ellos. De todas las imprecaciones e insultos, únicamente recuerdo una frase: «Quando saremo al potere, vi faremo un culo cosí». Acompañaba la frase con un gesto. Moviendo las manos de arriba a abajo formaba un círculo con los pulgares y los dedos corazón. Creo que no hace falta saber lenguaje de signos para saber a qué se refería aquel energúmeno.

El tipo que gritaba —y que más tarde les contaré quien era— se mantenía a una cierta distancia de los estudiantes protegido por los ‘gorilas’ que lo acompañaban y por la presencia de los carabineros. De pronto, los estudiantes empezaron a rodearlo. Ya saben, lo típico. «Tu? Qui sei? Sei un pezzo di merda!!!» En un momento dado, alguien lanzó un puñetazo y se formó la de ‘Dios es Cristo’. Al tipo y a los que fungían de guardaespaldas le llovían golpes por todos los lados. Enseguida la policía llegó con las porras y escudos y ‘dispersó’ a los ‘autónomos’ que seguían intercambiando insultos con aquel hombre y sus matones.

Justo a mi lado, un barrendero contemplaba la escena sin inmutarse. Una vez apaciguados los ánimos, el empleado público volvió a sus quehaceres cantando: «Viva l’Italia, l’Italia che non muore… La, la, la, la, lá…».

Volví a la residencia y allí pregunté a mis amigos de quién era aquella canción que tarareaba el barrendero. Precisamente, Gino originario de Foggia, era fanático de Francesco de Gregori, el autor de la canción. Y acá llega otra de las confesiones de hoy. Reconozco que soy devoto de la música italiana —Renato Carosone, Gino Paoli, Nicola di Bari, Adriano Celentano, Rita Pavone, MIna, Gabriella Ferri, Vasco Rossi, Lucio Dalla, Giovanna Marini e Toto Cotugno…— pero ya les confieso que para mí el grande entre los grandes es Francesco de Gregori. Busquen en Spotify y compruébenlo por ustedes mismos.

Respecto al tipo protagonista de los incidentes de la plaza Verdi, al día siguiente en los periódicos locales me enteré que se trataba de Ignazio La Russa, un político del partido fascista Movimiento Social Italiano (MSI) que en aquel momento estaba haciendo campaña para el Ayuntamiento de Bolonia o algo así. O, provocando por provocar, vaya usted a saber…

Acá debo confesar otro secreto más y es que —por razones que no acierto a comprender— tengo una memoria extraordinaria para retener nombres y personas. En este caso, sin quererlo ni teniendo mayor interés por mi parte, he ido ‘siguiendo’ a este personaje, ya que por ejemplo fue ministro de Defensa en uno de los gobiernos de Berlusconi. Es de esto que lo ves aparecer en el telediario y piensas: «Anda, mira el hijo de remil este, como ha ido prosperando…». También vi por ahí que en 2012 fue uno de los fundadores del partido fascista ‘Fratelli d’Italia’ junto con Giorgia Meloni, quizás la futura presidenta del gobierno italiano. Vaya, vaya…

En fin.

Como dice la última frase de la canción que tarareaba el barrendero: «Viva l’Italia, viva l’Italia che resiste»

Desmontando supersticiones, falacias y mitos (i): la tragedia de los comunales


La ‘tragedia de los comunales’ es una de esas teorías que de forma recurrente aparece en los medios para recordarnos que la propiedad común (generalmente de  aprovechamiento colectivo) no es eficiente ni sostenible y va camino de su extinción por la sobrexplotación. La burra de todos la come el lobo, que diría el refrán tradicional.

Pues, a pesar de lo arraigada que pueda estar esa creencia, hay numerosos estudios que desacreditan esos argumentos. Es más, históricamente hay muy pocas evidencias de dicha tragedia e incluso Elinor Ostrom recibió un Premio Nobel por sus teorías que, claramente, contradicen y niegan la tragedia de los comunales.

El concepto se originó en un ensayo escrito en 1833 por el economista británico William Foster Lloyd, quien utilizaba un ejemplo hipotético sobre los efectos del pastoreo no regulado en los comunales (common lands) de Gran Bretaña e Irlanda. Más o menos el ejemplo es así: si un grupo de ganaderos posee un terreno y uno de ellos para aumentar la ganancia, decide meter a pastar una vaca más, el resto terminaría haciendo lo mismo. En esa dinámica —viene a decir Lloyd— cada ganadero iría introduciendo una vaca, y otra, y otra más, hasta un punto que el pasto se agotaría y el sistema acabaría colapsando.

Obviamente, el ensayo de Lloyd pretendía justificar las ‘enclosures’, esto es la privatización de las tierras comunales. Con la privatización de los comunales los problemas de sobrexplotación desaparecerían ya que el propietario cuidaría de que el recurso no se agote. Ese mismo argumento, con diversas variantes, fue utilizado a lo largo y ancho de Europa durante el siglo XIX: la propiedad comunal era presentada como ineficiente y propensa a ser sobreexplotada; es decir, todo el mundo buscaba lucrarse al máximo sin preocuparse del daño que podía ocasionar.

Aunque en toda época y lugar, la propiedad comunal ha sido denostada, la tragedia de los comunales alcanzó gran popularidad a partir de 1968 a raíz de la publicación en la revista Science de un artículo de Garrett Hardin titulado «La tragedia de los comunales». Hardin vuelve con el ejemplo del prado y las vacas señalando que con la propiedad comunal la racionalidad privada (del beneficio inmediato) se perjudica la racionalidad pública. Hardin sostenía que el mundo estaba plagado de bienes comunales, y como la población no dejaba de crecer, esa lógica de explotación aseguraba el agotamiento de la Tierra y una catástrofe ecológica y económica. Según Hardin la única manera de evitarlo era controlando la natalidad. Lo que no todo el mundo sabe es que detrás de la teoría de Hardin había una clara —y perversa— intencionalidad política que descubrirán si siguen leyendo.

Antes de desvelar qué movía a Hardin a sostener esos planteamientos, indicar que también Ludwig von Mises de la Escuela Austríaca defendía argumentos similares para mostrar los problemas que plantean los derechos de propiedad insuficientemente definidos y/o defendidos. Dice von Mises en este artículo: «Si el terreno no es propiedad de nadie, aunque el formalismo legal pueda calificarlo de propiedad pública, se utiliza sin considerar las desventajas resultantes. Quienes estén en situación de apropiarse de los beneficios (leña y caza en bosques, pescado en áreas acuáticas y depósitos minerales en el subsuelo) no se preocupan por los efectos posteriores de su modo de explotación. Para ellos, la erosión del terreno, el agotamiento de los recursos no renovables y otros problemas de la utilización futura son costes externos que no entran es su cálculo de entradas y salidas. Talan los árboles sin consideración por los brotes o la reforestación. Al cazar y pescar, no retroceden ante métodos que impiden la repoblación de las zonas de caza y pesca«.

Hasta ahí todo más o menos bien, pero tal y como aparece formulada, la tragedia de los comunales se basa en asunciones que son totalmente falsas. Asumen: (i) que las tierras comunales no tienen dueño efectivo; (ii) que todo el mundo puede acceder libremente y sin cortapisas al uso de los recursos comunales; (iii) que lo único que parece mover a los campesinos es el ánimo de lucrarse, sin tener en cuenta otras consideraciones; y (iv) que los campesinos carecen de sentido común y no les importa lo más mínimo destruir los recursos comunes a costa de una pequeña ganancia individual.

Las evidencias históricas muestran que todas estas premisas son falsas, o al menos, inexactas. No me extenderé, ya que en otras entradas del blog hemos visto como, por ejemplo, en la provincia de León las tierras comunales son del concejo de vecinos que las gestionaba y velaba para nadie abusase del recurso común. No eran de acceso libre, ni mucho menos. Por un lado, para acceder a utilizar los comunales había que tener la condición de vecino. Por otro, los aprovechamientos en los comunales solían estar claramente regulados y por ejemplo en relación a los pastos, en las ordenanzas concejiles se establecían las épocas de aprovechamiento, el número de cabezas que cada vecino podía introducir, etc; también los aprovechamientos de maderas y leñas, la caza o los usos agrícolas, estaban regulados. Y obviamente, se establecían castigos para quienes contraviniesen esta normativa. En general, se mostraba un especial cuidado en prevenir la sobreexplotación ya que se pensaba en las generaciones venideras (hay por tanto una voluntad de sostenibilidad). Y obviamente, se evitaba el agotamiento del recurso común ya que en ello les iba la propia supervivencia. Por último, hay que destacar que la lógica de la economía campesina no giraba en torno al riesgo y el beneficio sino que las decisiones se basaban en otros parámetros como las necesidades de consumo o el trabajo exigido para producir. A todo ello se añade que el comportamiento económico de los campesinos estaba modulado —e incluso subordinado a— por los valores morales.

No voy a entrar aquí en temas de eficiencia de la propiedad común frente a la propiedad privada, y remito al lector a los estudios de Robert C. Allen para Inglaterra o Fran Beltrán Tapia para España, los cuales muestran que el comunal podía ser tan eficiente e innovador como la propiedad privada. Lo que sí parece bastante claro es que esta última —a diferencia de lo sostenido por los evangelistas de la ‘mano invisible’— no asegura una mayor sostenibilidad ambiental. Así por ejemplo en España, las privatizaciones de comunales realizadas al amparo de la desamortización de Madoz, y también de Mendizábal, supusieron el descuaje de miles de bosques. Ante los precios altos de la madera y del grano al propietario de la tierra le salía muy a cuenta convertir los árboles en madera, roturar y sembrar cereales.

Aunque los historiadores han venido demostrando que la tragedia de los comunales no era tal, sino una malinterpretación interesada, hubo que esperar al año 2009, para ser tomados en serio por los economistas. Ese año, la Real Academia de las Ciencias de Suecia otorgó el Premio Nobel de Economía a Elinor Ostrom por re-examinar el debate de la tragedia de los comunales ofreciendo argumentos más sutiles y convincentes basados en el estudio de la gestión de los recursos naturales locales en países en desarrollo. Muestra Ostrom que, precisamente, la participación de la comunidad local es una de las claves del éxito para asegurar la sostenibilidad de los recursos comunales. A partir de ese momento la ‘tragedia de los comunales’ ha ido perdiendo predicamento entre los economistas y han aparecido matices: que si sólo se da cuando los derechos están mal definidos o poco claros, que si bla, bla, bla.

Para ir cerrando el tema, y volviendo a Hardin, al igual que sucedía con el liberalismo decimonónico y la Escuela Austríaca, detrás de sus teorías había una clara intencionalidad ‘política’. Su artículo era básicamente un argumento a favor del control de la natalidad. Hardin usó el fantasma de la destrucción ambiental y el conflicto étnico para promover políticas que, sin ningún género de dudas, se pueden considerar fascistas. Hardin defendía que para prevenir el colapso, la sociedad estadounidense debía adoptar valores más radicales, y especialmente en relación a la reproducción, siendo un acérrimo defensor de esterilizaciones masivas. Sostenía que EEUU debía rechazar la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU, argumentando que el gobierno debía adoptar medidas coercitivas para prevenir que las mujeres —especialmente las que no eran de raza blanca— se reprodujesen. De acuerdo con Hardin, algunos grupos étnicos estaban utilizando la natalidad para asegurar su expansión y por tanto el derecho de reproducirse debía ser limitado. Hardin sostenía que los inmigrantes llegaban a EEUU a robar la riqueza y los privilegios que la cultura de origen no podía proporcionarles. Por este motivo, Hardin consideraba que la inmigración era intolerable y también detestaba la ayuda al desarrollo argumentando que permitía que las naciones pobres viviesen por encima de sus posibilidades.

Como pueden ver en este artículo, Hardin fue un convencido racista, eugenicista, nativista e islamófobo. Durante décadas usó su autoridad en la Universidad de California como ecologista respetado para integrar las actitudes nativistas hacia la raza y la inmigración en el movimiento ambientalista estadounidense. Además de que muchos de sus argumentos racistas están basados en teorías pseudocientíficas, trabajó activamente para convencer a la opinión pública de que la inmigración —la no blanca, por supuesto— era un problema ambiental, motivo por el cual debían cerrarse las fronteras y purgar la diversidad étnica de los EEUU tanto como fuese posible. A fin de cuentas, Hardin era lo que hoy llamaríamos un supremacista blanco.

En fin…

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