Siempre ha habido lameculos y Salvador, el cobrador del autobús, era uno de ellos.

Sintiéndose alguien importante, despreciaba a aquellos humildes labriegos que cada día viajaban a León al médico o a hacer cualquier gestión en la capital. Los empujaba para el fondo del autobús como las reses que se llevan a la feria. Siempre con cara de pocos amigos, únicamente ofrecía malas contestaciones y desprecios hacia la gente del campo. No era así cuando subía al coche de línea alguien trajeado, alguna autoridad o Miguelón, el cacique de la comarca. En esas situaciones se desvivía por acomodarlos y no tenía ningún problema en desalojar a cualquier pobre mujer de su asiento para que los más ricos viajasen cómodos.

Cada día, en las cocheras de la capital un poco antes de las seis de la tarde, los paisanos de los pueblos formaban la fila para subirse al coche de línea. Salvador, de pie en la puerta del autobús, iba cobrando el importe de los billetes el cual, como es lógico, dependía de la distancia a recorrer.

Uno de esos martes, uno de aquellos campesinos, acompañado por un muchacho que no aparentaba más de diez o doce años, hizo pacientemente la fila para subir al autobús y cuando llegó a la altura del cobrador le dijo:

– Salvador, déjanos subir al coche de línea. Hoy no traigo dinero, pero ya te pagaré. Me conoces y sabes que al llegar a casa o mañana te pago.

—No puedo. No puedo. Se me cae el pelo si te pillan sin billete —le decía Salvador negando con la cabeza.

—Salvador, tengo el rapaz pequeño conmigo… no es por mí. Es por él. No puede caminar tantos quilómetros hasta casa. Yo puedo volver andando, pero llévalo a él —susurraba Andrés mirando a su hijo.

– No puedo saltarme las normas. Ni puedo hacer la vista gorda – decía elevando el tono de voz para que el resto de pasajeros lo escuchasen y así escarnecer a quien le pedía ese tipo de favores.

Quien lo viese en ese tipo de situaciones podría pensar sin peligro de equivocarse que el cobrador disfrutaba humillando a las personas necesitadas.

Dicen en los pueblos que a cada gocho le llega su San Martino y en el caso de Salvador, no fue la fortuna o el azar quien acudió a darle su merecido. Fue su jefe, el dueño de la empresa de autobuses que poniendo el dinero a buen recaudo mandó a todos los empleados a la calle, sin ningún tipo de indemnización ni reconocimiento.

«Pobre Salvador, se dejó la vida por la empresa y le dieron una patada en el culo», murmuraba la gente, compadeciéndose de un hombre que durante más de treinta años no había faltado un solo día al trabajo.

Aunque le quedaban unos años para jubilarse, Salvador no encontraba trabajo y consumía los días encerrado en casa. Echaba de menos el coche de línea. A los pocos meses de perder el trabajo, empezó a sentirse mal, con fatiga y debilidad generalizada. Después de numerosas pruebas, los médicos ordenaron su internación en el hospital del Monte de San Isidro, situado a las afueras de la ciudad de León.

No le pareció un mal lugar de convalecencia, aunque intuía que nada bueno había detrás de aquel malestar. La primera noche internado apenas pudo dormir. La claridad de la llegada del día lo despertó y se levantó a la espera del desayuno. ¡Qué largos son los días en los hospitales!, pensó. Allá, sobre media mañana, distraído mirando los robles del parque aledaño, no oyó entrar al médico que venía a visitarlo.

—¡Buenos días Salvador! ¿Cómo se encuentra? Soy el doctor Arienza, su médico.

Al oír su nombre, Salvador se giró sorprendido. Por un momento, el antiguo cobrador del coche de línea volvió a sentirse importante. Alguien distinguido lo reconocía. Sonrió y dijo:

—¿Sabe cuantos años trabajé de…?

El doctor lo interrumpió y lo mandó sentarse en la cama. Lo auscultó y revisó los análisis que extrajo de un sobre con el sello de unos laboratorios de la capital. Poniéndole la mano en el hombro le dijo:

—Salvador, descanse ahora. Acá lo vamos a cuidar.

El médico salió de la habitación. Mientras caminaba por el pasillo hacia la recepción, recordó cuando tenía once años y su padre lo llevó al médico a León. Quedaron sin dinero y el miserable del cobrador del coche de línea no les permitió subirse al autobús.

Esas cosas, para bien o para mal, nunca se olvidan.

Gregorio Urz, agosto de 2019

La foto que acompaña la entrada es de Maret Hosemann from Pixabay

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

 

Un comentario en “Cosas que no se olvidan

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