Tambos, timbas y tumbos: una historia de emigrantes


Aquel soleado domingo de octubre, Baudilio un muchacho de Luyego, esperaba impaciente la llegada de sus vecinos Andrés y Prudencio. Nervioso, subía y bajaba la escalinata de la basílica de San José de Flores. Preguntó la hora a uno de los viandantes, y viendo que faltaba un rato grande para las siete de la tarde, se asomó a la iglesia.

Ya en el interior del templo, al fondo —justo encima del altar— vio la imagen de una virgen que le recordó a Nuestra Señora de los Remedios. Se arrodilló en uno de los bancos y empezó a rezar: “Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo…”.

Acabada la oración, no pudo evitar emocionarse recordando a su familia y la romería que ese día se celebraba en su pueblo, a miles de kilómetros de allí. Con devoción le pidió a la Virgen que le ayudase a salir de la penosa situación en la que se encontraba. Hacía un año y medio que había llegado a la Argentina, pero las cosas no eran como se las habían pintado. Trabajaba de peón en un tambo, que así llaman a las lecherías. Cada día, Saturio un joven llegado de un pueblo de Sanabria y él, se levantaban a las cuatro de la mañana para ordeñar a las más de cien vacas de aquella explotación. Era un trabajo duro y mal pagado, pero lo peor eran los días de lluvia que acaban de pies a cabeza llenos de moñica. Además era un trabajo que no le gustaba. Baudilio había llegado a Argentina a ganar dinero, mucho dinero. Pensaba regresar rico, comprar tierras, y ponerlas en renta. Se casaría con Emilia e irían a vivir a Astorga cerca de la catedral. Pero nada de eso parecía posible. No tenía un pariente o un conocido que lo colocase en alguno de los exitosos negocios que los maragatos habían puesto en marcha a lo largo y ancho del país. La realidad le había soltado una coz más fuerte que las de las vacas que ordeñaba y sentía que no podía salir del montón de estiércol en el que estaba atollado. Había llegado pobre y seguía pobre. “¡Virgen Santísima, ayúdame!”—rogaba mirando a aquella pintura del frente de la iglesia.

Habiéndose encomendado a la patrona, Baudilio salió de nuevo a la plaza General Puerreydón y a lo lejos vio a Prudencio que estaba liando un cigarro. Prudencio se ocupaba como ‘changarín’ vagando de finca en finca haciendo ‘changas’ o trabajos ocasionales. Al igual que otros peones rurales recorría los pueblos de la provincia de Buenos Aires ofreciéndose en estancias y haciendo cualquier ‘changa’ que fuese menester. Todas las labores se le daban bien y al ser buen mozo no tenía dificultad para ser contratado… que si esquilar las ovejas, que si arar para la siembra, que si la recogida del pan o las patatas.

Cuando ambos hombres se vieron, se dieron un abrazo y empezaron una animada charla mientras caminaban hacia la parada del tranvía que los acercaría a la estación de subterráneos donde habían quedado con Andrés. Los tres habían llegado juntos en el mismo barco, el León XIII para más señas, y habían empezado a trabajar como peones en la misma estancia. Al cabo de pocos meses Prudencio fue despedido ya que coincidiendo con el cobro del salario mensual desaparecía varios días sin dar una explicación convincente al estanciero. Andrés, 6 ó 7 años más viejo que ellos, al medio año de llegar compró un caballo y un carro y se dedicaba al comercio de pieles. Y Baudilio, aunque empezó de peón, fue colocado en el tambo donde hacían falta personas cumplidoras como él para sacar adelante la delicada, aunque ardua, tarea del ordeño diario.

El tranvía paró justo enfrente de la recién inaugurada estación de subte de Caballito. Desde el vehículo vieron a Andrés que —distraídamente— fumaba un cigarro. Una vez se bajaron del coche, ambos corrieron a saludarlo efusivamente. Por una pronunciada escalera bajaron al hall de la estación, compraron el boleto y se dirigieron al andén. “Compañía de Tranvías Anglo Argentina” decían los carteles. Unos minutos más tarde, por uno de aquellos túneles asomó un moderno tranvía eléctrico. Cuando Prudencio se subió al lujoso vagón de madera exclamó:
–¡En este país hay mucha plata! ¡mucha plata!

Unos veinte minutos más tarde bajaron en la estación de Congreso y, guiados por Prudencio, se dirigieron a un bar regentado por Maximino, un cepedano de San Feliz de las Labanderas. Allí los sábados se juntaba una numerosa colonia de paisanos gallegos, asturianos y leoneses para jugar al truco y echar unos vinos.

Apenas habían puesto los pies en el local, Prudencio empezó a moverse nervioso y agarrando del brazo a Baudilio y Andrés les pidió salir de allí. Ya en la calle les explicó que debía dinero a unos calabreses con malas pulgas.

No hizo falta que Prudencio diese detalles sobre esas deudas. De sobra sabían sus paisanos que buena parte del dinero que Prudencio obtenía en las changas lo invertía en ‘los burros’ —carreras de caballos— o en las variadas ‘quinielas’, que era como le decían en aquella época a las loterías clandestinas e ilegales que proliferaban por la ciudad. Soñaba ganar ‘la grande’ y regresar rico a España. De igual manera, con la esperanza de incrementar sus ganancias, una vez cobrado el jornal o cada vez que obtenía un pequeño premio en los juegos de azar, frecuentaba garitos y timbas. Su juego preferido era el ‘siete y media’ aunque, después de varias copas de aguardiente, estas sesiones acababan siempre de la misma manera, con Prudencio sin una perra en el bolsillo o incluso endeudado con otros tahúres y gente de mal vivir.

Guiados por Prudencio callejearon un rato hasta llegar a una casa de planta baja de la calle San José. Prudencio llamó a la puerta y, después de una comprobación por una mirilla dorada, un hombre mulato los hizo entrar. Caminaron por un estrecho pasillo y al fondo a la izquierda se encontraron con un bullicioso salón con una barra y varias mesas de juego. Al lado de la barra, unas muchachas jóvenes conversaban animadamente con los clientes. Baudilio, que nunca había estado un local así miraba todo entre azorado y asustado.
—Pero Pruden, me cagüen redios ¿a ónde nos traes? —exclamó Baudilio.
—¿No es hoy la patrona del pueblo? Pues habrá que celebrarlo… —dijo con una sonrisa burlona —Tomai una copina mientras yo echo una mano a las cartas.

“Esto es un desplumadero” le dijo Andrés al oído a Baudilio. “Ya verás lo que tardan en sacarle todos los cuartos… Tú, estate tranquilo, pero no te separes de mi ¿vale?”.

Prudencio sacó un fajo de pesos del bolsillo y se sentó en una de aquellas mesas de juego. Baudilio y Andrés se acercaron a la barra y pidieron dos vasos y una botella de vino.
—“¿Qué tal va el negocio de las pieles, Andrés?” —preguntó Baudilio.

Andrés le confesó que no le iba nada mal, que había una buena demanda de cueros para zapatos y abrigos. Le contó que recorría los pueblos de la provincia de Buenos Aires comprando pieles de carpincho, ciervo, nutrias, zorrinos, gato montés, yacaré, e incluso víboras, que los campesinos ‘cueriaban’. Esas pieles las vendía en capital a dos o tres peleteros de confianza, obteniendo en cada viaje una buena ganancia. Le explicó curiosidades de aquellos animales del interior de Argentina. Le detallaba que había gatos monteses, como los yaguaretés o los pumas, que podían ser más grandes que los mastines que en León protegían a los rebaños del lobo, o que los zorrinos te meaban para defenderse y que el olor del orín era tan fuerte que te hacía llorar y no se iba de la ropa en semanas.

Apoyados en la barra del bar, ambos jóvenes mantenían una animada conversación, únicamente interrumpida por discusiones por los naipes, algún amago de pelea o por alguna de aquellas chicas que, con un cigarro en la boca, se acercaba a pedirle fuego a Andrés y trataba —sin demasiado éxito— de establecer una conversación con ellos.

Baudilio habló de la vida en el tambo. Angustiado, le contó que no veía la manera de salir de aquella situación. Andrés trató de animarlo, aunque las noticias que tenía que darle no iban a ser de mucha ayuda. Poniéndole la mano en el hombro le dijo:
—Baude quería contarte que me vuelvo para España. Hace días recibí una carta de mi hermana contándome que mi padre no anda bien. No he ahorrado mucho, pero… lo ahorrado me da para comprar algo de ganado y alguna tierrina. Si Dios quiere, pasaré fin de año en Luyego.

El joven al escuchar aquello no pudo disimular su contrariedad. Los ojos se le llenaron de lágrimas y le costaba contener el llanto. Andrés continuó:
—Mira Baude, Argentina es un país muy rico. Aquí se puede hacer dinero. A tí te va a ir bien. No te acobardes… Eres inteligente y trabajador, pero tienes que establecerte por tu cuenta. Porque sino te van a tratar como a todas estas putas que ves aquí. Como a los caballos viejos, que cuando no sirven los mandan al matadero y los reemplazan por otros más jóvenes.

Súbitamente alguien en el medio de la sala sacó una pistola y gritando dijo:
—¡Policía! ¡Qué no se mueva nadie! ¡En aplicación de la Ley 4097 de Represión del Juego este local queda clausurado! ¡Quedan todos detenidos!

Acto seguido, entraron 3 ó 4 personas más que se identificaron como policías y obligaron a toda la clientela del local a depositar en unas bolsas de tela todo el dinero y las cosas de valor que llevasen encima. Una vez despojados de las pertenencias, los obligaron a abandonar el local apresuradamente.

Ya fuera del local los tres jóvenes empezaron a caminar en dirección a Rivadavia. Prudencio, medio anestesiado por la bebida, maldecía su suerte y a la policía.
—Entramos ‘robaos’ de la calle, ¡joder! —renegaba Andrés— Pero ¿no viste que la policía estaba compinchada con los amos del garito? ¿no viste que no se llevaron a nadie detenido? Mañana, o la semana que viene, vendrán otros incautos y los desplumarán igual que a nosotros. Además ¡vete tú a saber si siquiera eran policías!

Prudencio sacó del bolsillo de la chaqueta una botella de licor, le dio un trago y les ofreció a sus compañeros “Es orujo” —señaló.
—Pruden, ¿pero d’onde sacaste esa botella? —preguntó Baudilio sorprendido.
—Naaa, la agarré al salir. Estaba encima de una mesa. Imagino que ya estaba pagada…

Sin plata para el tranvía, decidieron volver caminando al barrio de Flores. Andrés, que había dejado el percherón y el carro en un ‘corralón’ cerca de la avenida Carabobo, necesitaba una pensión para dormir, pero sin dinero lo tenía complicado. Baudilio les ofreció dormir en un galpón en el tambo donde trabajaba. “El capataz es de Prioro, un pueblín de la montaña, y es buen paisano” —dijo.
—Buen paisano, dice… Valientes hijos de puta todos ellos. Todos, todos le besan el culo al estanciero y maltratan a los pobres obreros… —balbuceaba Prudencio empezando a mostrar los efectos del aguardiente.
—Joder, Pruden. ¡Calla un ratín!, anda… —le reclamaba Andrés.

Después de unos diez o doce minutos caminando llegaron a la avenida Rivadavia. Calculaba Baudilio que tendrían unos ocho o nueve quilómetros hasta Flores y que, a paso ligero, como mucho en dos horas y media o tres habrían llegado.
—¡Ladrones! Son todos unos ladrones… Unos chorros. Yo me vuelvo para España. Chau, que dicen aquí. La policía ¡ladrones!, los estancieros ¡ladrones!, los italianos ¡ladrones!, los turcos ¡ladrones!… todos ladrones —gritaba Prudencio.
—Pruden, ¡no des voces, joder! Al final nos va a llevar la Policía —le decía Baudilio tirándole del brazo.
–Baude, tu eres joven y no te enteras… Pero yo te lo explico… ¿De dónde salieron las fortunas que tienen los ricos en este país? Robando a todo Cristo… robándose el país entero. ¿Cómo hizo fortuna la gente de España que llegó antes que nosotros? Robando a otros compatriotas y a otros más pobres que ellos… ¡Ladrones, son todos unos ladrones! Yo —decía Prudencio golpeándose el pecho a la altura del corazón— me vuelvo para España! ¡Chau, Argentina! ¡Chau!
—Nadando vas a volver —dijo Andrés soltando una carcajada.
—No Andrés, no. Un día, me sacaré ‘la grande’… y ¡ahí os quedáis! Yo me vuelvo para el pueblo. Prefiero allá un cazuelo sopas sazonado con sebo que el mejor de los restaurantes acá.

Cada diatriba de Prudencio iba acompañada de un largo trago a la botella de grappa que llevaba en la mano. Ajeno a la conversación de sus compañeros, a ratos se quedaba pensativo para después volver a atacar con saña al país de acogida. Apenas habían caminado una hora cuando empezó a sentirse mal. La cabeza le daba vueltas y sentía que las piernas no lo sujetaban. Se puso de rodillas y empezó a gatear.
—Vaya borracherona —comentó Andrés— Este así no llega a casa.

Mientras Prudencio se revolcaba tirado en el suelo, Andrés y Baudilio, discutían qué hacer con su paisano. Lo pusieron de pie y cada uno de ellos lo sujetó por un brazo. Como una yunta de bueyes tirando de un fatigoso arado, colocaron a Prudencio en el medio de los dos y empezaron a andar. Prudencio, agarrado al hombro de sus paisanos, a veces caminaba tambaleándose y a ratos se dejaba arrastrar. Apenas habían transcurrido diez minutos cuando pidió a Andrés parar. Mareado, se sentó en el suelo cruzando los brazos a la altura del estómago. Con la violencia de un volcán en erupción, empezó a vomitar. Andrés, hábil de reflejos, cuando lo vio balancearse y con arcadas, le sujetó la cabeza para mantenerlo erguido y que no acabase cayendo de bruces en aquel potaje.

Ya con el estómago vaciado pero con las venas inundadas de alcohol, Prudencio totalmente aturdido, les pedía a sus compañeros que lo dejasen allí que necesitaba dormir. Con dificultad se sacó la chaqueta y colocándola de almohada se acurrucó al lado de un quiosco de periódicos. “No puedo caminar. Me siento mal. Dejadme aquí. Mañana nos vemos”, les suplicaba.
—Me cagüen la madre que lo parió… ¿Qué hacemos con este animal, Andrés? —preguntó Baudilio – No podemos dejarlo aquí. Las noches ya son frías. Aquí se arrece… Va a coger una pulmonía.

Andrés se quitó la chaqueta, tapó a Prudencio y se sentó a su lado apoyando su espalda en la pared de aquel tenderete de madera. Baudilio daba vueltas nervioso. Iba y venía. Mascullaba que no llegaría a tiempo al tambo a ordeñar las vacas y que se quedaría sin trabajo. Maldecía a Prudencio y la hora en la que le había hecho caso de salir a tomar un café. ¡Vaya manera de celebrar el día de la patrona del pueblo!

Serían ya las once de la noche y aquello no parecía tener solución. Estaban sin dinero y a varios quilómetros del lugar donde esperaban pasar la noche.

De repente Baudilio ya cansado de dar vueltas dijo: “Vamos, Andrés. Ayúdame a ponerlo de pie”. Una vez Prudencio estaba erguido, Baudilio se agachó un poco y, como una pesada quilma de centeno, se lo echó al hombro y empezó a caminar. “Tranquilo, Pruden” —le dijo.

Cada unas tres o cuatro cuadras, como le dicen por esos pagos a la distancia de cien metros entre calles, Andrés relevaba a Baudilio. Un hora y media más tarde habían llegado a la estancia, unas de la pocas que quedaban a las afueras de Buenos Aires. Con el crecimiento de la ciudad, esos predios los estaban convirtiendo en lujosas residencias o frondosos parques urbanos.

Llegados a la finca, Andrés y Baudilio se dirigieron a uno de los galpones. Allí, encima de un montón de paja, acomodaron a Prudencio y lo taparon con unas mantas viejas que los peones utilizaban los días de mucho frío. Andrés se tumbó a unos metros de él, y Baudilio se fue a los dormitorios de los trabajadores.

Serían un poco más de las cuatro de la mañana cuando apareció Baudilio. “Andrés, Andrés, mejor que salgáis de acá cuanto antes” le decía golpeándole la espalda. El hombre se limpió las legañas de los ojos, se puso las botas y fue a despertar a Prudencio. En ese momento entró en el cobertizo Higinio, el capataz. En una corta explicación, Baudilio le contó quienes eran sus amigos y qué hacían allá. “No hay problema, no hay problema, que se vayan cuando puedan”.

Despertaron a Prudencio que, totalmente desorientado, los acompañó a juntar las vacas para meterlas en el establo. Llegó Saturio y los cuatro se pusieron a ordeñar. En poco más de dos horas habían acabado la faena. Cuando Andrés y Prudencio estaban a punto de irse apareció de nuevo el capataz renegando y mentando a santos y vírgenes. El motivo era que el ‘vasco’ Mendieta, encargado del transporte de la leche, no aparecía por ningún lado. “Me cagüen la madre que los parió a todos. Los lunes son un sindiós con estos borrachos…” —vociferaba el encargado.

Andrés se ofreció a hacer la tarea acompañado por Baudilio. Después de despedirse de Prudencio, aparejaron los caballos y con la carreta llena de lecheras metálicas, enfilaron por la calle Ramón L. Falcón en dirección al centro de la ciudad. Pasaron por el corralón donde Andrés había dejado la montura y el carro, pagaron un día más de estadía, y luego continuaron repartiendo la leche por algunas heladerías, despachos de lácteos y almacenes dedicados a la alimentación. En una de aquellas tiendas en la puerta había un papel que ponía “Se necesita dependiente”. Baudilio pidió un lapicero y anotó la dirección en un papel. Lo dobló con cuidado y lo guardó en uno de los bolsillos del pantalón.

Esa mañana se le pasó volando a Baudilio. A la vuelta dejó a Andrés en Carabobo y regresó contento al tambo. Ignoraba todo lo que el futuro le deparaba a él y a sus amigos. Andrés, en diciembre de ese año, regresó a Luyego, tal y como estaba previsto. Lo que nunca hubiese podido ni siquiera soñar es que el viaje de vuelta lo hizo acompañado de Prudencio. Le había tocado ‘la grande’ en una de aquellas quinielas y pudo comprar un billete de regreso a España. Volvió con los bolsillos vacíos y dejando un reguero de deudas en todos los garitos que frecuentaba, pero regresó. Tampoco en esos momentos Baudilio hubiese podido imaginar que esa misma semana lo iban a contratar como dependiente en un almacén y que unos pocos años más tarde iba a poner en marcha su propio negocio. Estaba en el barrio de Flores y era fácilmente reconocible ya que encima de la enorme vidriera donde se exponían los productos lucía un gran cartel negro con letras doradas en el que se leía: «Almacén de comestibles “La Lealtad Maragata”».

Gregorio Urz, marzo de 2020

¿Te gustó este relato? Pues deberías saber que acaba de publicarse «Tierra de lobos, urces y hambre» un libro con casi una treintena de relatos del autor.

Tierra de lobos, urces y hambre


Hace un rato acabo de recibir una muy buena noticia. Jesús Palmero y Cristina Pimentel de Marciano Sonoro Ediciones me dicen que a partir de hoy, 16 de agosto, estará en las librerías «Tierra de lobos, urces y hambre».
Este libro es ‘hijo’ de este blog. Un día me dio por escribir un relato y publicarlo aquí. Ese primer relato titulado ‘La noche más larga‘ tuvo bastante buena aceptación lo que me animó a seguir escribiendo. Poco a poco me junté con una treintena de relatos que ahora ven la luz en forma de libro.
De momento comentarles que en los próximos días estaremos presentándolo en diversas localidades de la provincia. Acá el detalle:

Es una edición muy pequeña, con muy pocos ejemplares a la venta. Por tanto, si no andan listos para reservarlo o comprarlo, corren el riesgo de quedarse sin el, aunque imagino que se irá reeditando conforme se agote. Podrán comprarlo en las presentaciones pero también en la página de la editorial y en diversas librerías; en uno de los enlaces que aparece más abajo se irá actualizando la información sobre puntos de venta del libro.

Amigos


Onofre llega como todos los días desde hace cinco años a la estación de autobuses a eso de las once y media, despliega en un banco de metal con agujeros la hoja de periódico que lleva guardada en el bolso de la pelliza, se sienta y, así sentado, permanece cosa de media hora hasta que ve llegar, un poco a trompicones, como si hiciera un esfuerzo superior a sus fuerzas, el viejo coche de línea azul cobalto que viene de su pueblo. Entonces se levanta, recoge el papel de periódico y, apoyado en su cacha oscura, se acerca despacio a la dársena diez buscando entre los viajeros que se bajan alguna cara conocida, algún rasgo o algún gesto entre los rostros jóvenes que le resulte familiar, que se asemeje al rasgo o gesto de algún viejo amigo.

Del autobús desciende un chico al que pregunta:
—Chaval ¿no eres tú de Nava?

Así, de sopetón, le ha salido. El joven dice que sí, que es de Nava. Y al oírlo el corazón le da un vuelco. Le pregunta por Andrés, el pastor, por Demetrio, el molinero, por Ramón, y el chico resulta ser nieto de Ramón. “¿Ramón el tuerto? No puede ser”. El chico contesta que sí, que es”. “¿El que tuvo la cogida el día de la Purísima en el año cincuenta?”. “El mismo”. “¿Cómo anda tu abuelo, chico?”. El joven dice que bien dentro de lo que cabe. Luego añade que hace unos meses su abuelo se rompió la cadera y estuvo viviendo una temporada con ellos, pero cuando se encontró mejor, aunque no bien del todo pues todavía iba con tacatá, fue a visitar las dos residencias del pueblo y decidió quedarse en la que está en el antiguo seminario. Él pasa de esas cosas, pero su madre estuvo una semana o así sin salir de casa con un disgusto del copón cuando se enteró que el viejo ya había pagado el mes y la fianza y que ingresaba, de todas todas, al día siguiente.

Onofre sonríe, pensando que “el tuerto” siempre fue así, muy a su aire. Y le va a contar al chico cómo se ganó el apodo, aquella noche vísperas de la Purísima cuando unos cuantos de su quinta, con unas copas de aguardiente de más, se colaron en la finca de don Fernando y desde lo alto de un alcornoque comenzaron a citar a las reses bravas. Pero el joven le corta, dice que en diez minutos sale su autobús para Madrid y que todavía tiene que sacar el billete. “Mañana empiezo a currar en una chapistería y le puedo asegurar que no me vuelven a ver el pelo en el pueblo ni en pintura. Al pueblo solo de visita“. “Dale recuerdos a tu abuelo cuando le veas, de Onofre, dile, el del caserío”. El joven asiente, le da una palmada en el hombro y sigue hacia adelante. Pero antes de ser engullido por la puerta de cristal, Onofre grita: «Que no se te olvide, eh, los recuerdos». El joven, sin mirar hacia atrás, levanta el brazo. Y entonces se da cuenta: No le ha parado porque sí. El chico lleva en las venas la misma determinación y el mismo arrojo que demostró su abuelo hace sesenta años al bajar del alcornoque y ponerse de rodillas y con los brazos en cruz frente al toro, que nada más verle corrió hacia él y le volteó en el aire. Como pudieron le auxiliaron pero cuando llegaron al centro médico había perdido el ojo.

Y contento, desde que se fue del pueblo ésta es una de las pocas ocasiones que alguien le da razón de un viejo amigo, emprende el camino de regreso a casa. De vez en cuando, en sus excursiones diarias a la estación, le han llegado noticias de cómo van los arreglos de la torre de Santa María, tres años llevan ya de obras, o cómo está ese año la temporada de setas, él conoce un adil en el monte donde las setas de cardo se reproducen como por arte de magia, pero de sus amigos nada, ninguna noticia. Por eso encontrar al nieto de Ramón es una muestra de que la espera vale la pena. Lo diferentes que son las personas. El chico se va porque aborrece el pueblo mientras que a él le pasa todo lo contrario. Lo que daría ahora por estar ahora allí. Se fue hace ya hace cinco años, poco después de celebrar la comida de quintos del treinta y dos, al entrarle una pulmonía y empeñarse su Gloria en que no podía vivir sólo, pero por él se hubiera quedado. Camina despacio, agradeciendo el tímido sol que le da en el rostro, que le calienta los huesos. Total, prisa no tiene. Su hija por lo general viene después que él, así que le da tiempo a poner la mesa. Y hasta ver un poco la tele. Le tiene dicho que si llega a casa más tarde de las tres vaya comiendo, pero él no la hace caso y siempre la espera, en casa siempre se comió en familia. Hoy, lo ha visto antes de salir, hay sopa de primero. La sopa humeante y caldosa, a la que le gusta echar migas de pan, es uno de sus platos favoritos. Por cierto, ¿no son la hija de Ramón y su Gloria de un tiempo? Enseguida saldrá de dudas.

Abre la puerta de casa y se fija en el abrigo de su hija colgado del perchero de la entrada. Va a decir “No te puedes ni imaginar con quien me he encontrado hoy” cuando ve a su hija de espaldas, con el auricular del teléfono en la mano y escucha:
—Me corta de salir, de hacer mi vida, y yo, total, tan mayor no soy… No, todavía no lo hemos hablado, Sí… las personas que conozco, que tienen a sus padres en una residencia, me dicen que allí estará bien, aunque la verdad es que no sé como… No, tía, fácil no es.

Onofre retrocede. Sale de nuevo a la calle. Se sienta en el primer banco que encuentra, sin preocuparse, esta vez, de extender el papel de periódico que lleva en el bolso de la pelliza. Nunca pensó que el final de sus días los pasaría en uno de esos sitios donde se aparca a los viejos porque no se sabe qué hacer con ellos y piensa de nuevo en Ramón. En la noche de la cogida. Él siempre creyó que fue un insensato y un loco cuando se puso frente al toro, pero ahora se da cuenta de que puede que no fuera un insensato y que ojalá tuviera él la misma valentía que su amigo. Pese a que el sol de finales de octubre le da de lleno en el rostro, le castañean los dientes. Entonces se levanta y, medio encogido, regresa de nuevo a casa.

—¿Es que no se da cuenta de qué hora es? Creerá que no tengo más preocupaciones.
—Andrés no contesta. Se sienta a la mesa y se fija en el plato de sopa que hay encima. En el ligerísimo manto cuajado de grasa que la recubre. Así quieto parece una estatua. Su hija, en cambio, se mueve de un lado para otro. Cuando regresa a la cocina lleva el abrigo puesto.
—Llamo la tía del pueblo. Me dio recuerdos para usted.
—Muy bien, hija, pues si vuelves a hablar con ella se los devuelves. Los recuerdos.

Parece que la hija quisiera añadir algo más porque se detiene un instante a mirarlo. Al final sólo dice:
—Bueno, me voy…Ah, y hoy no me espere levantado.

Con la cuchara en la mano Onofre se queda solo frente al plato. Ahora que lo piensa últimamente su hija casi siempre viene tarde y cuando llega a casa pasa mucho rato pegada al teléfono. El otro día, sin ir más lejos, al sonar el aparato y cogerlo preguntaron por ella, pero al darse cuenta de que no era ella la que contestaba, colgaron. Entonces creyó que se trataba de un equívoco, pero quizá no fuera un equivoco y lo que pasa es que su hija ha encontrado a alguien. Posa la cuchara en la mesa, se levanta, se acerca al mueble bar y saca la guía de teléfonos del primer cajón. Con ella en brazos se dirige al tresillo de la entrada donde está el teléfono. Pasa las hojas y cuando encuentra el nombre de su pueblo fija la vista en la letra diminuta hasta descubrir en negrita el centro geriátrico “Edad Dorada” situado en la plaza Mayor donde siempre estuvo el antiguo seminario. Mientras marca el número de teléfono nota que el corazón le late con fuerza. Hace tiempo que no estaba tan nervioso, y está a punto de colgar cuando alguien contesta al otro lado:

—Yo, quería… llamaba para ver si tienen plaza… Ya…bien, bien, de acuerdo. No, no se preocupe, mañana insisto yo a esa hora.

Cuelga. Lo ha hecho. Se ha atrevido. Y mañana volverá a llamar a eso de las doce para hablar directamente con la directora que es quien le han dicho que se encarga de los ingresos. Al volver a la mesa se siente ligero, como si de golpe le hubieran quitado un par de años encima. Se sienta, coge la cuchara y se lleva la sopa que se ha espesado a los labios.

 

Relato de Sol Gómez Arteaga

Publicado en el libro ya agotado “Los cinco de Trasrey y otros relatos”, que editó la actual Fundación Fermín Carnero en el año 2012.

En el blog “Sol a la tinaja también puedes encontrar otras interesantes publicaciones de esta autora

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Tristura


Al sentir gritos, Silvana se despertó sobresaltada. Se levantó de un salto de la butaca donde dormía, encendió la luz de la habitación y corrió hacia la cama donde su padre descansaba.
Allí, en la cama del sanatorio, Custo, un hombre de unos setenta años, braceaba y gritaba como si estuviese poseído:
—¡Suéltame! ¡Suéltame! ¡Lo único que quiero es la parte que me corresponde! ¡Quiero lo que me dejó mi madre!  Sólo pido eso…
—Papá, paaaa, ¡despertá! ¡despertá! —le decía Silvana zarandeándolo del brazo— Tenés una pesadilla.
—Ay, mamina. ¡Qué solines nos dejaste…! —se lamentaba con los ojos entreabiertos y un hilo de voz— Mamina, llévame contigo…
 
Ya despierto, Silvana agarrándole la mano y acariciándole la cara le preguntó:
—¿Qué pasa papi? ¿Qué pasa, que tenés esas pesadillas tan horribles?
 
El hombre le pidió ayuda para incorporarse y al levantar el brazo derecho vio que se le había enredado con el cable de la botella del suero manteniéndoselo casi inmovilizado.
—No pasa nada, hija. No pasa nada. Estaba delirando. Además se me enredó este telar en el brazo. Ayúdame, anda. Dame agua. Tengo la boca seca.
 
Silvana agarró una botella de agua que había en la mesita de luz y se la acercó a su padre. Después regresó al sillón y cerró los ojos. Tras un rato pensativa, abrió de nuevo los ojos y vio que su padre estaba despierto.
—¿Qué soñabas, pá? Decías algo de tu mamá… —dijo la mujer.
—No lo sé. No me acuerdo —dijo Custo resoplando— Llama por favor a la enfermera, este dolor es insoportable.
 
Un buen rato más tarde, a las siete de la mañana, y Silvana sintió como alguien trataba de despertarla. Era su hermana menor, Julia, que llegaba a hacerle el relevo. En voz baja para no despertarlo, le contó que la noche había sido muy movida. Que las enfermeras habían acudido en varias ocasiones. Le habían administrado analgésicos, pero su padre seguía con fuertes dolores. Le explicó a su hermana que más tarde e consultarían al médico para medicarlo con algo más fuerte.
—Hola Julia —dijo Custo al despertar— ¿Cómo estás, hija?
 
La joven le dio un beso y le acercó una bandeja con comida “Hola paá. Todo bien. Desayuná. Me contó Silvana que pasaste una mala noche”. Custo asintió con la cabeza y empezó a desayunar.
 
La mañana transcurrió tranquila, aunque hacia mediodía el hombre empezó a sentir un fuerte dolor. “Por el amor de Dios, diles que me den algo para esto. Es insoportable” —resoplaba Custo. Enseguida Julia salió a buscar a la enfermera, y minutos más tarde regresó acompañada también por el médico que lo atendía. “Mire, tendremos que probar a darle algo más fuerte. Probaremos con una dosis baja de morfina” —dijo el facultativo. “Lo que sea” dijo Custo “Lo que sea…”.
 
A los cinco minutos de haber abandonado la habitación, la enfermera regresó con un vaso de agua y una pastilla de color rosado. Al poco de habérsela tomado, Custo entró en un estado de somnolencia. Mientras tanto Julia leía unas revistas de moda y de decoración que había comprado en el quiosco del hospital.
 
Sobre medio día, alguien golpeó suavemente la puerta y Julia se acercó a abrir.
—Hola amor ¡qué sorpresa! ¿Que hacés acá? le dijo dándole un beso en los labios.
—Vine a ver a tu papá y de paso almorzar con vos —dijo el hombre— ¿Qué te parece?
 
A Julia le pareció una gran idea que Osvaldo, su marido, se hubiese acercado a la clínica. Su padre dormía y tuvieron que esperar un rato. Justo cuando llegó la comida, Julia despertó a su padre y Osvaldo el marido de Julia se acercó al enfermo y le dio la mano:
—¿Cómo andás, Custo? ¿Cómo andás?
 
A Custo se llenaron los ojos de lágrimas y agarrándole con fuerza la mano dijo:
—Pedro, Pedro, pero ¿qué haces tú por aquí? — dijo con una sonrisa de oreja a oreja.
 
El hombre, sorprendido se giró hacia su mujer y sin saber muy bien qué hacer balbuceó:
— Custo, soy Osvaldo, tu yerno. ¿No me reconocés?
—¿Sabías Pedro que aquí nadie me llama Ángel? Todo el mundo me llama Custo —le explicaba sonriente.
 
De repente su semblante se tornó serio y dijo:
—Dile a Toña que tan pronto como pueda le mandaré el dinero para que venga con los niños. Ah! y si ves a Nélida dile que me perdone…
 
Asustada Julia, salió corriendo a buscar a las enfermeras. De regreso en la habitación vieron como Custo se aferraba con fuerza a la mano de Osvaldo como marinero en un naufragio. Totalmente desorientado, desvariaba y decía nombres de personas y lugares que su hija desconocía. Con una pequeña jeringuilla, la enfermera le administró un sedante. “Hay personas a las que les pasa esto con la morfina” —dijo.
 
Custo volvió a quedarse dormido y Julia y su marido aprovecharon para ir a la cafetería del Hospital a comer. Estaban muy preocupados.
—No sé tu papá. Ahí pasa algo raro. Tal vez tiene otra familia… — dijo Osvaldo encogiéndose de hombros.
—No. No digas boludeces. Mi papá ¿otra familia? Imposible —respondió Julia negando con la cabeza.
—Fijáte que cuando se murió el papá de Rita aparecieron en el funeral dos hermanos que no conocía de nada. Por ahí, tu papá tiene otra familia… por ahí, tal vez dejó mujer e hijos en España, antes de venirse a Argentina. ¿Qué sabés vos de la vida de tu papá? Vos no sabés nada…
—No. Imposible. Imposible —negaba Julia pensativa— Del pasado de mi padre sabemos muy pocas cosas, pero otra familia no.
 
Una vez almorzaron, Osvaldo regresó a su oficina y Julia a la habitación.
 
“Por ahí tu papá tiene otra familia”. Aquella frase quedó retumbando en la cabeza de Julia. Sí que sabía que su padre se llamaba Ángel Custodio pero había muchas cosas que ignoraba ¿Quién era Pedro? ¿Y Nélida? ¿Y Toña y los niños? Nunca su padre les contó nada del pueblo ni había mostrado nunca el más mínimo interés en regresar a España, ni siquiera de paseo o de vacaciones. Ahí cayó en la cuenta de que su padre guardaba algún secreto.
 
Esa misma tarde cuando Ada, la esposa de Custo, acudió a visitarlo al sanatorio, Julia le contó a su madre con pelos y señales la situación vivida con Osvaldo. “Imposible que papá tenga otra familia” dijo Ada. Después le explicó a su hija que en cuarenta años de matrimonio nunca había tenido ni la más mínima sospecha de que su padre hubiese tenido una doble vida. Le explicó que cada dos o tres años, y durante una o dos semanas, su padre se volvía taciturno y se pasaba los días enteros sin apenas hablar. “Ya lo conocéis. Es ‘tristura’, como él dice, pero nada que haga sospechar de algo malo”, explicó la madre.
—Pero maá, ¿no te parece raro que papá nunca nos haya contado nada de su vida antes de llegar a Argentina? —le dijo Julia.
 
También Julia le contó a su hermana todo lo ocurrido y sus sospechas de que su padre les estuviera ocultando algo. Decidieron que lo mejor era preguntarle a él, aunque el estado de salud no lo permitía. Esperarían a que su padre mejorase.
 
Una semana más tarde, Custo empezaba a notar una gran mejoría. Los médicos decían que la operación de espalda había salido bien y aquellos terribles dolores habían desaparecido. Un domingo a la tarde, ambas hijas, Silvana y Julia, coincidieron en el Hospital. Su padre se interesó por la marcha de la empresa. Ellas le contaron que las ventas, a pesar de su ausencia, se habían incrementado ligeramente. Que todo iba bien. Custo se puso contento al escuchar esas noticias y también al saber que todos y cada uno de sus empleados se habían interesado por su estado de salud. “Díganles que la semana que viene estaré de nuevo por ahí” les dijo.
—No, paá. Vos te tenés que jubilar ya. Después de esto, no podés trabajar tantas horas —le dijo Silvana.
 
En ese momento se hizo un silencio incómodo. No estaba en los planes de Custo jubilarse, pero sus hijas parecían estar pasándole un mensaje. “Quizás tienen razón” razonó. Pensó en lo que podía significar su jubilación y quedó ensimismado.
 
—¿Paá? —dijo Julia interrumpiendo sus cavilaciones.
—Dime hija, dime —contestó Custo.
—¿Vos tenés otra familia? —le soltó como un disparo a bocajarro.
—Julia… Julia, hija de mi corazón. ¿Tú crees después de trabajar catorce o dieciséis horas en el negocio y de las horas que pasaba con vosotras me quedaba tiempo y energía para otra familia?
—¿Qué se yo? —dijo Julia, encogiéndose de hombros— Hay gente que tiene otra familia… Vos viajabas muy seguido a Rosario.
 
Custo hizo señas a su hija para que se acercase y abrazándola con fuerza dijo:
—Tú, tu hermana y tu mamá sois mi única familia.
—Pero vos papá nunca nos contás nada de España, ni de tu pueblo ni de tu familia de allá —se quejó Silvana— ¿Por qué viniste a Argentina?
— Mira, en mi pueblo sólo había miseria. Miseria. Mucha miseria.
 
Con pelos y señales les explicó a sus hijas que su padre lo había enviado con doce años a cuidar vacas a la montaña. Les contó que con el primer dinero que ganó compró unas botas porque hasta ese momento siempre había andado descalzo. Y que cuando regresó a su pueblo, lo hizo caminando con las botas en la mano para que no se le gastasen. En ese momento, recordó el río Omaña y los robles. Se le llenaron los ojos de lágrimas y un nudo en la garganta le impidió seguir con la explicación.
 
En silencio, recordó los días de primavera cuando al salir de la escuela iba con Pedro y Severino a buscar nidos en las sebes de los prados o en el monte ¡Qué ojo tenía Pedro!, pensó. “Mira Gelín, un ñal de abillín… este es de mierla… este de jilguerín” Además Pedro conocía todos los pájaros. Recordó también aquellos días calurosos de julio cuando al atardecer y después de un duro día de trabajo acarreando la yerba iban a bañarse al río. Recordaba cuando ya quintos, algunas noches de luna llena, las mozas más atrevidas, aunque con ropa, se metían con ellos en el río. Eran momentos felices. En un instante, por su cabeza pasaron todos sus amigos y conocidos. Hacía más de cincuenta años que nos los veía, pero reconocía a todos y cada uno de ellos. En una fracción de segundo recorrió cada rincón del pueblo donde había pasado su infancia y juventud. Al recordar aquello, Custo no pudo contenerse y rompió a llorar.
 
Pidió ir al baño y ayudado por sus hijas, se puso de pie. En el baño se lavó la cara, y después regresó a la cama de nuevo.
 
—Papá ¿quién es Toña? —preguntó la menor de sus hijas.
—Pero ¿qué es esto? Parece un interrogatorio de la policía… Diculpaaame señora polisía, shoo no me las robé. Las encontré tiradas en la cashhe —bromeó Custo imitando el acento argentino de sus hijas y soltando una carcajada.
—Paá, vos pensás que somos unas nenitas…
 
En ese momento, un auxiliar entró a dejarle la cena. Custo comió con buen apetito, indicativo también de que empezaba a recuperar la salud.
—Paá, al final no nos dijiste quien era Toña —insistió Julia una vez que el hombre acabó de comer.
 
El padre la miró y moviendo la cabeza dijo:
—Toña era mi hermana…
—Pero vos decías que no tenías familia, que estaban todos muertos —indicó la mujer.
—Bueno, no sé. Es como si estuviesen muertos. Estaban a quince mil kilómetros de distancia…
—Y ¿Nélida? ¿Quién es Nélida? Vos hace días, cuando delirabas, la nombraste. Decías que te perdonase.
 
Custo al escuchar ese nombre se puso colorado y empezó a tartamudear.
—Era una amiga de Toña —dijo saliendo del paso— No tenéis porque saberlo todo…
 
Elevando el tono de voz y sentándose en la cama dijo:
—Además, ya que tanto queréis saber os voy a contar la verdad de porqué me vine de España.
 
Les explicó que su madre murió cuando él tenía diecisiete años. “Un día discutí con mi padre y él me echó de casa” —les dijo— “Así de sencillo. Después de un tiempo trabajando en León, me cansé de que me explotasen y saqué un pasaje para Argentina”.
—¿Cómo olvidar aquello? —explicaba Custo— Viajé en cuarta clase. Nos trataban peor que a los animales. Se me hizo eterno…
 
Entonces Custo recordó el éxodo hacia Argentina. Primero, el trayecto en tren hasta Vigo y después el barco. Los dolores que había sentido la semana pasada no eran nada comparado con lo que sintió a medida que aquel transatlántico se alejaba del puerto de Vigo. En aquel momento sabía que nunca regresaría a España ni a Valdeomaña. Empezaba de cero una nueva vida.
—Eso sí, tuve suerte… he trabajado duro, pero Argentina me lo ha dado todo —dijo Custo— Entre otras cosas, me dio a la mejor familia del mundo.
 
Miró a sus hijas y sonrió. Aparentemente era un hombre feliz. En ese momento, Julia y Silvana emocionadas corrieron a abrazar a su padre. Después de un prolongado abrazo, Custo se recostó de nuevo en la cama y cerró los ojos. Se sentía mejor después de aquella conversación con sus hijas, pero no les había contado la verdad. “A veces, no lleva a ningún sitio contar la verdad”, pensó. En ese momento le vino de nuevo a la cabeza aquel día frío de invierno cuando, en la cocina al lado de la lumbre, le pidió permiso a su padre para casarse con Nélida.
 
Recordó cada sílaba, cada silencio, cada mirada de aquella conversación. Sintió de nuevo como se le reventaba el pecho de dolor al recordar cómo su padre le confesaba aquel sórdido y doloroso secreto que imposibilitaba la boda. Recordó también como, preso de la ira, agarró el cuchillo que estaba encima de la mesa y como, por un instante, pensó en degollar a su progenitor como si fuese un cordero.
 
Pero no, no lo hizo. Gelín que era como lo llamaban en Valdeomaña, miró fijamente a su padre y, antes de dejar el cuchillo de nuevo en la mesa y abandonar la cocina, le dijo:
—Padre, quiero me de la parte de la herencia que corresponde. Si usted no quiere repartir lo suyo, quiero la parte de madre. Es mío.
 
El resto de la historia ya era conocida. Una semana más tarde, embarcaba en Vigo con dirección a Argentina. Nunca quiso saber nada de su familia ni de su pueblo.
 
Custo abrió de nuevo los ojos y allí seguían sus hijas que lo miraban sonrientes. Aunque también él tenía motivos para sonreír, por dentro seguían aquellas heridas que nunca cicatrizaron y que hacían que cada tanto la murnia, la tristura —una melancolía difícil de describir— se apoderase de él.
 
Gregorio Urz, mayo de 2020

Si te gustó este relato deberías saber que acaba de salir el libro «Tierra de lobos, urces y hambre» con casi una treintena de relatos del autor.

Convite


En memoria de mi padre, Antidio Gómez Carriedo, que inspiró este relato un día que viajamos juntos en el autocar León-Valderas.
Mi padre nos dejó el 1 de febrero de 2020 pero sigue viviendo en el aire que respiramos, en el silencio, en la palabra.

 

Andrés, insólitamente quieto, mira muy fijo el dintel resquebrajado de la puerta mientras su madre, de rodillas, le abotona la chaqueta del traje que hoy se pone por primera vez. Nota cómo ésta tira de las solapas del cuello hacia arriba e intenta encajarle con precisos toques las hombreras en su sitio. Lleva mucho rato intentando adaptarle el traje a su cuerpo, un imperdible en el talle, unos cuantos alfileres en los bajos. Por último le pone, ya anudada, la corbata de seda. Andrés nota que le oprime el cuello, pero aguanta sin protestar. Está deseando que su madre acabe de una vez.

Paulina los contempla desde atrás.

—Así está muy bien, Socorro. Le queda que ni pintado.
—¿Tú crees? —oye decir a su madre, con un deje de ansiedad en la voz—¿No crees que le queda algo… demasiado grande?
—Y claro, mujer, con esa idea lo diste a arreglar, para que cuando crezca le siga valiendo.

Andrés escucha un gemido muy cerca. Desvía la vista del dintel, mira a su madre que se ha tapado la boca con la mano, que gira la cabeza, esquiva. Entonces contempla su rostro en la luna del espejo. Ve como se limpia, con los dedos índice y corazón, muy rápido, las lágrimas.

—No tengas pesares, Socorro —Paulina pone una mano en el hombro de la madre— es lo mejor que podías hacer.
—Pero él dejó dicho… —su madre habla con un hilo de voz.
—A él le habría gustado —corta tajante Paulina y dirigiéndose al niño—: Y tú, mocoso, arrea a comer a casa de tus primos, si no quieres llegar a las sobras.

Andrés abandona el cuarto y sale disparado por la parte de atrás de la casa. En el corral, colgado de una punta de la pared de adobe, está el viejo tirachinas. Lo coge y lo mete en el bolso del pantalón mientras escucha a sus espaldas “Andresín, no te manches”. “Ya sabes lo que te he dicho”. Entorna la puerta de madera medio caída y sale a la calle. Echa a correr cuesta abajo. El corazón le late con fuerza. Es el primer pantalón largo que se pone. Y la primera corbata, que intenta aflojar tirando del nudo, sin conseguirlo. También la primera vez que le invitan sus tíos a comer en la gran casona a la que tantas veces ha ido con su madre y sus hermanos más pequeños. Siempre para lo mismo. Para que les den garbanzos o tocino o unas monedas o un poco de cisco para el brasero. Su tía los recibe en ese comedor inmenso, con todos esos muebles y lámparas y porcelanas y les obsequia con unas cuantas pastillas blancas que a él no le gustan nada, pues saben a medicina y que traga sin masticar. La última vez que estuvieron en casa de la tía, hará dos semanas, ésta dijo: “Me traes a Andrés para el cumpleaños de Luisín”, “Pero Anuncia”, “He dicho que me lo traes y no se hable más”, “Sabes que con nosotros estás cumpli…”, la tía no le dejó acabar, “Además, ese día mataremos un pavo. Tú, Andresín, ¿has comido pavo alguna vez?”. Él negó con la cabeza y la tía Anuncia dijo: “Ves, Socorro, el niño no ha comido pavo nunca”. “Bueno”, acató la madre.

Y aunque nada más salir su madre no parecía muy contenta, como si no quisiera que él fuera a esa comida, de camino pararon en casa del sastre para que el traje que habían llevado a arreglar hacía unos meses estuviera para ese día. “No sé, Socorro, si me lo hubieras dicho antes”. Pero al final hubo suerte. Como suerte, piensa Andrés, es tener unos tíos ricos ellos que son pobres, por si un día tienen un apuro. Eso le dijo a su madre anoche, cuando ya estaban acostados. “Bueno, la rica es ella”, había contestado su madre. “Pero el parentesco, en realidad, es con él. Tu padre y el tío Santos eran hermanos”. “Ahh, ya me parecía a mí”. “¿Qué?”, “Pues eso, que el tío es …, no sé, más como nosotros”, “Anda, deja de decir bobadas y duérmete que vas a despertar a tus hermanos”. Pero no podía dormirse, no sabe si por la inminencia de la comida o qué, y siguió cavilando acerca de los parentescos y llegó a la conclusión de que sus primos salían a la madre. Tenían su mismo pelo color azafrán y nunca hacían pellas, ni se canteaban con los otros niños, ni se subían a los árboles a cazar pájaros y apenas le saludaban cuando le veían, como si no fueran familia, ni primos ni nada. Aunque a partir de hoy, con esto del convite…

Llega a la casa grande, con el portón de hierro con filigranas, y cruza el hermoso jardín plagado de rosales en flor. La criada, una joven de no más de dieciséis años, le recibe con una sonrisa:

—Qué guapo estás hoy, Andresín.

El niño no contesta.

—Ven conmigo, los señores están esperando.

Y mientras le conduce al salón, la criada añade:

—Hoy no habrás traído el tirachinas, eh, tormento, hoy te portarás como Dios manda.

El niño saca el tirachinas del bolso del pantalón y se lo muestra. La criada no puede contener la risa que le viene a borbotones. Andrés también ríe. Su asombrosa puntería y la habilidad con que se sube a los árboles le han valido el reconocimiento de mejor cazador de pájaros del contorno. Una tarde llegó a cazar hasta cuarenta y dos pardales que luego vendió por dos pesetas a un forastero de Dimangos. El dinero se lo entregó a su madre, menos una perra chica que se quedó para un pirulí de casa de la tía Jurela, esos sí que están buenos, de azúcar caramelizado y olea por encima. Y aunque los pájaros son lo que mejor se le dan, a veces dispara a las piernas de las chicas y consigue levantarles un palmo la falda por encima de las rodillas sin que ellas se den cuenta, al menos al principio, porque cuando ya lleva levantadas unas cuantas, alguna de las chicas nota algo extraño y empiezan a sospechar que Andresín, el matapardales, como le llaman, no anda muy lejos.

Cuando llegan al comedor la criada se ha vuelto de pronto seria y dice, con voz desconocida:
—Aquí está Andresín, digo…Andrés.

Ya están todos sentados a la mesa que preside la tía. A su lado está el tío Santos y, al lado, su primo pequeño. A él le colocan junto al homenajeado. La criada le pregunta, antes de que tome asiento, si no se quita la chaqueta y él dice “No, no, de momento no”, mientras recuerda las advertencias que le ha hecho su madre: “Saluda cuando llegues”, “Felicita a tu primo”.

—Buenos días —dice, y a su primo—: Felicidades, primo —dudando entre darle la mano o dos besos. Al final le da dos besos.
—Gracias —contesta el otro, levantándose y volviéndose a sentar. Entonces observa que lleva pantalón corto. Y una camisa que le ha visto en el colegio infinidad de veces.

Enseguida llega la criada con la sopera humeante y sirve, ante un gesto de la tía, primero a su primo Luis. Una sopa con trozos grandes y alargados de carne, zanahoria, cebolla y pimientos verdes. Luego le sirve a él. La sopa huele bien. Nada que ver con el caldo que les dan en el comedor del auxilio social todos los días. Está caliente, además. De pronto le entra un hambre atroz pero recuerda las advertencias de su madre: “No te lances al plato, que te conozco, come cuando todos se pongan a comer, demuestra que tienes educación”. Las tripas le rugen sin que pueda evitarlo. Y el nudo de la corbata le oprime una barbaridad. Entonces se quita la chaqueta que cuelga de la silla, luciendo una camisa inmaculada plagada de diminutas jaretas, que era de su padre y que su madre también dio a arreglar. Las mangas están recogidas en graciosas lorzas que irán deshaciendo a medida que crezca. Las tripas le vuelven a crujir cuando la criada sirve a su primo pequeño. Nota que todos los ojos están fijos en él. La criada por fin se retira.

—Vaya guapo que estás hoy —comenta amable el tío Santos llevando la cuchara al plato.

“Ahora” se dice a sí mismo Andrés, “Ahora es el momento”. Coge con la cuchara el trozo más grande de carne del plato y se lo lleva a la boca.

—Más valía que en vez de llevar el traje al sastre, su madre hubiera comprado un saco de harina.

—Mujer —dice el tío Santos.

Andrés mantiene el trozo de carne en la boca sin tragarla. Piensa en las noches que, para pagar al sastre, su familia ha cenado un mendrugo de pan que su madre consiguió burlarle al ama. Pero hay más cosas. Cosas que él todavía no acierta a entender, relacionadas con la carta que su padre dejó escrita la madrugada del nueve de octubre de mil novecientos treinta y seis, horas antes de que le fusilaran, que su madre lee todas las noches sentada en la cama, cuando cree que todos duermen y que luego guarda bajo el somier “…Me sacas el traje al aire para que no se apolille…”.

—¿No comes, Andresín? —pregunta su tía.

Andrés traga sin masticar el trozo de carne que tiene en la boca. Posa la cuchara en la mesa, dice con voz apenas audible:
—No tengo hambre. Además me tengo que ir.

—Será posible…

Aunque Andrés sabe que es de mala educación levantarse de la mesa en plena comida, coge la chaqueta de la silla y abandona el comedor. Se le ha pasado el hambre de un plumazo. Con paso ligero cruza el jardín de los rosales, empuja la puerta de hierro. Nada más alcanzar la calle se arrepiente de no haberle dicho cuatro cosas a la bruja de su tía, que sabrá ella de la vida. Con el tirachinas en la mano corre hacia el camino de las acacias. El resto de la tarde matará unos pájaros y se los llevará a su madre para que los haga fritos para la cena. Con cuidado de no mancharse ni rasgarse, al subirse a los árboles, el traje nuevo.

 

Relato de Sol Gómez Arteaga

Publicado en el libro ya agotado “Los cinco de Trasrey y otros relatos”, que editó la actual Fundación Fermín Carnero en el año 2012.

En el blog “Sol a la tinaja« también puedes encontrar otras interesantes publicaciones de esta autora

 

Mi madre


—Hijo, ¿no es muy delgada?
—¿Delgada?
—No sé, muy menuda, poca cosa para ti.

Supongo que Inés, la chica de apariencia frágil de Dimangos con la que salía hacía unos meses y por la que había aceptado el puesto de químico en la cooperativa de vinos de mi pueblo, era muy poca cosa comparada con mi madre. Pero yo creo que ni Inés ni ninguna otra mujer más fuerte le hubieran parecido bien a ésta, para quien el pequeño mundo a dos que se había construido durante años se desbronaba como tierra reseca entre las manos.

Mi madre, que había quedado viuda muy joven, trabajó toda su vida en las tareas más duras del campo, entresacando o esculando remolacha, arrancando lentejas y garbanzos, trillando, respigando, atropando la vid o cortando la uva. La única vez que le oí lamentarse fue una noche, siendo yo muy pequeño, en la época de vendimia. Acabábamos de cenar y pegada a la lumbre zurcía unos calcetines de lana mientras en la mesa yo hacía los deberes. Entonces me pidió que le acercara un vaso de agua con mucha azúcar para las agujetas. Entre sorbo y sorbo me dijo con media sonrisa, casi excusándose: “Hoy, hijo, tienes sólo la mitad de tu madre aquí, la otra mitad quedó en el campo”.

Llevaba un año saliendo con Inés cuando un día le dije:
—Madre, me caso.

Ella, que en esos momentos tejía un jersey de lana, detuvo el movimiento de sus agujas. Me miró por encima de sus lentes.
—¿Estás seguro?
—Seguro, madre, como no lo he estado en toda mi vida.

Nos miramos fijamente, midiendo fuerzas. Yo, por mi parte, estaba decidido a seguir adelante, con su consentimiento o sin él.
—Con la escuchimizada esa de Dimangos, supongo. Mira que ir a buscar novia a un pueblo más pequeño que el tuyo.
—Madre —la reprendí.

Y mientras volvía a su labor añadió:
—En ajuar te llevas media docena de sabanas que mandé bordar con tus iniciales, dos mantas del Val de San Lorenzo, una docena de mudas, toallas, trescientas mil pesetas…

Enumeraba todas estas cosas que tanto le había costado atesorar sin entusiasmo.

La corté:
—Madre, no es necesario…
—Pamplinas. El dinero lo he ahorrado de lo que me has ido dado desde que empezaste a trabajar y te vendrá bien a la hora de dar una entrada para una vivienda. El traje y los invitados los pago yo, que aunque te criaras sin padre, nunca nos ha faltado de nada.

Era verdad. Mi madre había comprado cuatro vacas de leche y, un poco al tum tum, después del trabajo a jornal en el campo empezó a elaborar y vender unas quesas que le quitaban de las manos y que permitieron no sólo sacarme adelante, sino darme estudios.

—Ahora bien —levantó la vista de la labor y me miró detenidamente—nada de cenas de pedida. Los detalles de la boda los arregláis vosotros y a mí me decís lo que sea.

Hicimos una ceremonia sencilla a la que sólo asistimos los familiares más allegados. Mi madre fue la madrina. Llevaba un traje negro de brocado y un velo de tul en la cabeza, a la manera antigua. Todo el rato estuvo seria. A la salida de la iglesia, mientras los invitados tiraban arroz, se colocó al lado de sus primas, Ángela y Bibi, que ese día estaban muy elegantes. Cuando nos acercamos a darles un beso y Bibi comentó lo guapa y fina que estaba la novia, y lo contenta que podía estar mi madre con mi elección, ella puso mala cara.

Este gesto de severidad tampoco le pasó desapercibido a mi mujer, que en la comida me dijo:
—Tu madre no me quiere, Carlos.
—No te preocupes, Inés, te querrá. Dale tiempo al tiempo.

Miré a mi madre. Con el tenedor separaba el arroz del marisco, sin probar bocado. Pero ni yo estaba seguro de ello.

Tras el viaje de novios que hicimos a los Países Bajos nos instalamos en una casa de alquiler a las afueras del pueblo. Inés se acercó un día a la casa de mi madre, portando un cuenco de arroz con leche. Llamó a la puerta y al no obtener respuesta, insistió. Cuál no sería su sorpresa cuando la oyó echar el cerrojo por dentro. Me lo contó más tarde mientras lloraba y se juraba a sí misma no volver a pisar una casa en la que no era bien recibida.

Yo visitaba a mi madre a diario y todos los martes comía el cocido con ella, un cocido buenísimo que hacía a fuego lento en la lumbre. Me estaba sirviendo la sopa con el cazo cuando le pregunté por qué no había abierto la puerta a Inés. Vi que a mi madre, a quien jamás pillé en un renunció, le tembló el pulso y con voz apenas audible contestó que no la había oído. Una mancha amarilla de caldo y fideos se expandió sobre el mantel.

—¿Hasta cuándo vas a estar así, sin aceptar a Inés? Aunque a ti no te guste es mi mujer y la quiero ¿entiendes?

Entonces dijo que le dolía la cabeza y que se iba a echar un rato.

Dejé de ir por su casa un par de semanas pero al tercer martes volví. Mi madre se puso contenta, no había más que ver cómo le brillaban los ojos. Y me di cuenta que me esperaba porque había echado dos rellenos al cocido, dos alas de gallina, dos trozos de tocino. De la disputa del último día no comentamos nada. Las cosas volvieron a la normalidad pero jamás preguntaba por Inés y si yo le hacía alguna alusión o hablaba de lo que habíamos hecho juntos guardaba silencio. Mi madre había levantado, entre ella y mi mujer, un muro infranqueable que no dejaba que nadie, y mucho menos yo, traspasáramos.

Un día al visitarla la encontré tirada en el suelo de la subida al desván. Había ido a coger una manta y al intentar bajarla se cayó con ella encima. No podía ponerse en pie y se ahogaba. Como pude la arrastré a su cuarto y la senté en una silla. Apenas podía respirar y se quejaba de dolor. Llamé a Inés y le dije que trajera el coche. Vino enseguida. Cuando oyó que queríamos llevarla al hospital se negó en rotundo. “Dejarme morir en mi casa”, repetía. Entre los dos la bajamos a la planta inferior. Mientras la transportábamos Inés, que llevaba todo el día revuelta, ahogó una arcada y se llevó la mano a la tripa. Nos detuvimos un momento, mientras la sujetábamos por los brazos, hasta que Inés se repuso. Como pudimos la metimos al coche. A mi madre la ingresaron en el hospital. De madrugada, mientras volvíamos a casa, Inés me confesó que estaba embarazada de mes y medio. Era una noticia estupenda. A pesar del frío que ya empezaba a hacer, abrí la ventanilla del coche y lancé gritos de alegría. Sólo lo sabíamos los dos y de momento no quería que se difundiera la noticia. “Por lo que pueda pasar”. “¿Qué va a pasar, mujer? No puede pasar nada”, le dije mientras con la mano libre le acariciaba la tripa todavía incipiente. “A tu madre tampoco. Prométemelo”. “De acuerdo, Inés, pero algún día habrá que anunciárselo”. “Algún día”, contestó, acariciándome la mano que acariciaba su regazo.

El médico me explicó que mi madre se había incrustado un par de costillas en el pulmón y que estaba desorientada, algo normal en personas que han pasado varias horas caídas pero que con el tiempo solía remitir.

Estaba sola en una habitación con mucha luz. “Mi niño”, dijo en cuanto me vio asomar por la puerta. Nunca, ni de pequeño, me había llamado así.

Para comprobar hasta qué punto coordinaba le pregunté por el mes en qué estábamos.
—Es abril —contestó muy segura de sí.
—No, madre, estamos a finales de septiembre.
—Ah, sí, es verdad hijo, la temporada de vendimia. La cantidad de cuartas que vendimié yo con Tomasín “el de la fragua”. Y no es que yo lo diga, pero éramos los más rápidos, siempre íbamos a la cabeza del lineo. Todos los jornaleros nos matábamos para ir a vendimiar para don Don Teófilo, que era el amo que mejor nos trataba, había que trabajar pero sin reventarse y hasta nos dejaba llevar unos racimos de uva a casa. La vuelta era lo mejor, subidos al carro, mientras cantábamos “De quién es esa cuadrilla, cuadrilla de tanto rumbo, es la cuadrilla de don Teófilo, que lleva la sal del mundo”. Un año, no se me olvida…

Intenté traerla al presente.

—Madre, ahora la vid se planta por el sistema de espaldera, ya no hay que agacharse para coger los racimos. Además hay máquinas que sin intervención del hombre recogen la uva…
—Pamplinas —me cortó mi madre ásperamente, mientras miraba un punto infinito de la pared inmaculada.

Podía haberle replicado. Pero no lo hice. Veía que mi madre se estaba haciendo mayor. Además estaba en un medio extraño, lejos de su casa, de sus cosas. No. No iba a contradecirla. No iba a sacarla de un mundo que sólo pervivía en su memoria agujereada.

Pero una vez más subestimaba su sabiduría natural. Una sabiduría que, desde luego, no estaba en las horas de estudio frente a los libros, ni en las aulas de la universidad, ni en un laboratorio rodeado de decantadores y pipetas.

Tras un interminable silencio dijo ya sin acritud, sin pizca de resentimiento, como hablando para sí:
—Cuando vuelvas me traes una madeja de perlé y cinco agujas cortas.
—Pero madre.
—Voy a ver si atino a hacer unos patucos. El perlé blanco, por si acaso, aunque yo creo que lo de Inés —era la primera vez que pronunciaba su nombre— fíjate, va a ser niño.

 

Relato de Sol Gómez Arteaga

Publicado en el libro ya agotado “Los cinco de Trasrey y otros relatos”, que editó la actual Fundación Fermín Carnero en el año 2012.

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