LNT te recomienda: El amanecer de todo: una nueva historia de la humanidad


Hay quien entiende que la Historia ‘progresa’ de forma lineal, de forma teleológica; es decir —y para quienes no conozcan el término— la Historia tendería hacia un fin determinado con anterioridad y todo ocurriría con algún propósito o intención.

Bien. La mayoría de historiadores sabemos que no es así. Ya la propia idea de progreso es discutible/cuestionable y en torno a estas cuestiones gira la recomendación de hoy.

El libro que hoy les recomiendo pone patas arriba muchas de las ideas que existen sobre el origen de la civilización y que sostienen que el aumento del bienestar lleva necesariamente aparejado un incremento de la desigualdad. La obra en cuestión es ‘El amanecer de todo: una nueva historia de la humanidad‘ de D. Graeber y D. Wengrow que acaba de ser publicada en castellano.

Lo que vienen a mostrar (y demostrar) el antropólogo David Graeber y el arqueólogo David Wengrow es que mucho de lo que pensamos sobre el origen de la civilización y el surgimiento de los Estados está basado en mitos, en supuestos inventados que no se sostienen de acuerdo a las evidencias arqueológicas y antropológicas.

Los mitos son lo que son y es importante la narrativa que hay detrás, pero lo peligroso es extrapolarlos e interpretar la realidad a partir de ellos. En este sentido, Graeber y Wengrow hacen un extraordinario trabajo para revisar y derribar muchas de estas asunciones basadas en planteamientos teleológicos y aceptadas acríticamente.

Uno de los mitos —propagado ampliamente en publicaciones de carácter divulgativo de pseudo-historiadores o autores de bestsellers como Yuval Noah Harari o Jared Diamond— es la ‘hipótesis’ de que conforme las sociedades empiezan a ser más grandes, complejas y ricas se incrementaría la desigualdad social. De acuerdo a este mito, las sociedades recolectoras serían más igualitarias y democráticas, y el surgimiento de las primeras ciudades llevaría aparejado el surgimiento de los Estados, las burocracias, la división del trabajo y la aparición de las clases sociales. De todo ello, se podría inferir, por tanto, que el incremento de las desigualdad sería una consecuencia ineludible del progreso.

Muestran Graeber y Wengrow que ese mito se remonta al siglo XVIII y al pensamiento de la Ilustración, y estaría muy ligado al concepto del ‘buen salvaje’ de Rousseau, idea que más adelante fue apropiada por el liberalismo e incluso por el marxismo. Sin embargo, basándose en evidencias arqueológicas Graeber y Wengrow demuestran por ejemplo en que en Çatal Huyuk en Anatolia —una de las primeras ciudades o protociudades que estuvo habitada entre el 7.500 y el 6.400 antes de Cristo y en su apogeo pudo albergar entre 3.500 y 8.500 habitantes— no hay signos claros de estratificación social como palacios o templos.

Por otro lado, estos autores documentan con numerosos ejemplos que las sociedades ‘prehistóricas’ no siempre eran igualitarias y democráticas, existiendo indicios de que no era lo más común vivir aislados unos de otros en pequeñas comunidades. La diversidad de situaciones era la regla y uno no puede poner una única etiqueta a formas de organización social muy hetereogéneas y diversas. No obstante, Graeber y Wengrow se preguntan cómo es que hemos normalizado la violencia y la dominación como ‘única’ trayectoria posible de desarrollo, cuando lo que muestra la evidencia científica es que también la cooperación y la solidaridad estaban presentes en esas sociedades ‘primitivas’. En este sentido, lo que destacan los autores es que uno de los rasgos de nuestra naturaleza humana es la capacidad de negociar entre alternativas. Precisamente ese es uno de los principales aportes del libro, demostrar que nuestros ancestros eran seres creativos, capaces de organizarse socialmente de forma consciente. Nosotros también lo somos y no hay una trayectoria definida a priori. Nuestro futuro no está escrito y hay margen para la acción, para construir sociedades diferentes. Tenemos las capacidades para ello.

En relación a ello, y ya para ir cerrando esta recomendación, Graeber y Wengrow prestan una especial atención al mito de que los llamados ‘pueblos primitivos’ eran más estúpidos y nobles que las sociedades actuales. Basándose en los testimonios de los franceses sobre nativos americanos del pueblo Wendat concluyen que los llamados pueblos primitivos eran más «animales políticos» de lo que somos ahora, comprometidos en el quehacer diario de organizar sus comunidades en lugar de quejarse en twitter y otras redes sociales como hacemos ahora.

Para un historiador el ensayo ‘El amanecer de todo: una nueva historia de la humanidad‘ es muy estimulante ya que los autores ‘no dejan títere con cabeza’ y cuestionan numerosas teorías comúnmente aceptadas. Y lo documentan exhaustivamente, lo cual para los profanos —no historiadores— podría resultar una de los inconvenientes: en su afán de rigurosidad ofrecen ‘demasiada’ información lo que lo aleja de su voluntad divulgadora y a veces la lectura del libro se hace un pelín pesada. Pero, sin lugar a dudas es una lectura que vale mucho la pena.

Historias de la Historia


Acercarse a la historia de España es tener la sensación de que continuamente hay que estar barriendo suciedad bajo la alfombra. Por algún extraño motivo, hay una mala conciencia colectiva que nos empuja a echar tierra sobre nuestro pasado, sean gestas o sean impresentables estocadas bajeras de las que desafortunadamente vamos bien servidos.

Hoy vamos a ver algunas de estas últimas sabiendo que, felizmente para los que componemos el paisanaje, poco se puede cargar en nuestro debe y bastante en nuestro haber. Veremos algunos ejemplos de cómo en la vieja piel de toro, los de abajo han lucido siempre a mayor altura que sus gobernantes. Mencionaremos pasajes quizá no muy bien conocidos o tal vez olvidados donde la clase dirigente mostró su cara menos amable.

Todo el mundo sabe que Felipe ll fue aquel monarca que afirmó que en sus dominios no se ponía el sol. Lo que ya es mucho menos conocido es que en los treinta y dos años que duró su reinado, España tuvo tres bancarrotas. Sí, era en aquel tiempo en que los galeones españoles llegaban cargados de plata y oro desde las Indias. Semejante malversación de recursos fue debida a su enfermiza obsesión por cristianizar a protestantes, calvinistas y anglicanos. El resultado fue que fracasó en su intento y sumió al pueblo en la miseria.

Años más tarde escribiría Gracián que si no fuera por las sanguijuelas genovesas los palacios de España estarían “murados” de oro. Interprétense por estas palabras cual fue el destino prioritario del incesante flujo de metales preciosos llegados de América. La banca.

Ya Carlos V de Alemania y primero de España, emperador flamenco que no hablaba español y llegó por Villaviciosa, hubo de ignorar a la hoy dolorida Venezuela para ser explotada por banqueros alemanes de las familias Fugger y Welser, quienes junto con los Medici, fueron los precursores del capitalismo europeo. Como se ve los alemanes hace mucho tiempo que nos hacen sombra y nos asombran con su economía y su “savoir faire”.

Sabido es que la dinastía de los Austrias no nos trató demasiado bien. Después vendría la de los Borbones que no nos trataría mejor, escribiendo algunos de ellos las páginas más ignominiosas de nuestra historia. Escribe Maquiavelo que los españoles eran usados como fuerza de choque por los Habsburgo en sus conflictos europeos porque, al ser de cuerpo enjuto y menudo, acostumbrados a penurias y dureza de vida, saltaban entre las picas de sus fornidos enemigos, nórdicos y centroeuropeos, apuñalándolos sin contemplaciones.

Por si fuera poca penitencia, los italianos recriminaban la ferocidad ignorante de los españoles, – refiere Saavedra Fajardo – , que preferían morir luchando sin abandonar su puesto antes que retirarse y servir para otra batalla. Mientras las guerras se basaron en la valía de tropas de infantería armadas de arcabuces y picas, los tercios españoles sembraron el terror entre sus enemigos de los Países Bajos durante siglo y medio.

Cuando la Armada Invencible fue a “poner orden” a Inglaterra capitaneada por el profano, aunque legal, duque de Medina Sidonia, a causa del inesperado fallecimiento del avezado marino Alvaro de Bazán, España sufrió un inesperado descalabro que la haría renunciar para siempre a nuevas aventuras marítimas. Nuestro inefable Felipe II, en otra manifestación de fanatismo religioso, consideró que Dios estaba de su parte y por tanto nada podía salirle mal. Pero salió. “Yo no mandé a mis naves a luchar contra los elementos” se justificaría más tarde. ¿Si Dios estaba de nuestro lado, a quien pudieron tener los ingleses del suyo?

Prolijos serían los episodios donde se dejó a la gente sencilla colgada de la brocha: Portobelo, Cartagena de Indias, Trafalgar, defensa de Cuba, los últimos de Filipinas allá en Baler, ocupación de Guam, Monte Arruit y un larguísimo etcétera. Sí, nosotros somos los descendientes de aquellos protagonistas involuntarios de hechos históricos lamentables. Llevamos sus mismos apellidos, y por eso, mientras tú, ¡españolito de a pie! no reacciones y sigas favoreciendo el advenimiento de cualquier impresentable a ocupar un cargo sin acreditar ser merecedor del mismo, seguiremos condenados eternamente como lo estaba Sísifo con su roca.

 

Urbicum Fluminem, febrero de 2019

 

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