Una noche estrellada


Abriéndose paso entre la maleza, Aurelio bajó al río, y mirando hacia la sierra maldijo:
– La puta madre que los parió… No baja ni una gota. Están empezando a secarse ya todos los pozos del río.

En el lecho de aquel arroyo, entre dos filas torcidas de alisos, un hilo plateado de agua serpenteaba entre las piedras formando un collar de espejos con los charcos.

– No queda otra que subir a robar el agua, le dijo a Pedro, el muchacho que lo acompañaba.

Aunque el año estaba viniendo especialmente seco, las balsas de los vecinos de Serrallobera en la parte alta de río y los motores de riego de gasolina no dejaban escapar una gota de agua río abajo. Aurelio veía como, asfixiadas por el calor de agosto, las ramas de las patatas estaban mustias y empezaban a amarillear. Hacía varias semanas que no llovía y aquel cultivo necesitaba agua.

Días más tarde, ayudado por su hijo Pedro hicieron una balsa en el medio del río con terrones, piedras y tierra. En el medio de la misma pusieron unas ramas verdes de aliso, indicativo de que aquella balsa estaba ‘couta’. Todo vecino de Valdeferrera entendía aquella señal y la respetaba. También los de Serrallobera, el pueblo de arriba, colocaban una rama verde en las ‘chorcas’ pero en este caso el criterio cambiaba. Los de Valdeferrera entendían que tenían ‘derecho’ a reventar aquellas balsas: única autoridad que había en la materia era la Confederación Hidrográfica del Duero que de vez en cuando enviaba a algún funcionario a multar a quienes regasen con agua del río.

No habían pasado ni dos días cuando Aurelio avisó a su hijo de que había llegado el momento de ir río arriba a ‘robar el agua’. Era una operación relativamente sencilla, aunque no exenta de peligros. Se trataba de subir por el río hasta llegar hasta las chorcas, quitar los palos que sujetaban los terrones y reventar la primera de las balsas. Liberada de ataduras, la propia fuerza embravecida del agua se encargaba de hacer el resto del trabajo.

Una vez anocheció, salieron caminando hacia la tierra sembrada de patatas. Allí, al lado del río el hombre colocó una manta y dio algunas instrucciones a su hijo.

– Padre, ¿tiene miedo? ¿Qué pasa si lo descubren? – preguntó Pedro.
– No me van a descubrir – le dijo Aurelio.
– Pero… si te descubren reventando las balsas, ¿también te pueden pegar o llevarte preso? – inquiría el rapaz con preocupación.
– No. No te preocupes. Nadie me hará mal. Tenemos muchos parientes en ese pueblo. Un pariente no ‘descubre’ a otro – afirmaba Aurelio.

Para tranquilizar a su hijo le contó alguna anécdota como aquella vez que fue a reventar las balsas y se encontró de velanda a su primo Honorio o cuando se encontró con Tomasón durmiendo con la escopeta al lado.

Pedro, con doce años recién cumplidos, tenía miedo de quedar solo en medio de la noche, aunque no se atrevía a decírselo a su padre. Antes de partir hacia la sierra su padre lo abrazó.

– No tengas miedo, hijo. Agarra a Kennedy que no venga conmigo.

Una vez que la figura de su padre padre desapareció engullida por las sombras, el desasosiego se apoderó de él. Sintió un ruido entre las ramas de los árboles y se sobresaltó. Detrás de cada sombra imaginó una alimaña y parecía que lobos, raposas, tejones, culebras, estaban al acecho esperando a que se durmiese.

Kennedy, el perro, estaba tranquilo. Tumbado al lado de la manta, de vez en cuanto levantaba una oreja y alzaba la cabeza. Olfateaba el aire y volvía a descansar.

Pedro se tumbó en la manta boca arriba al lado del perro. Miró las estrellas. Eran miles y dibujaban las formas más diversas. Aquel abismo lo intrigaba. Parecía como si alguien las hubiese colocado así. De repente el cielo empezó a dar vueltas sobre su cabeza y tuvo la sensación de caer en el vacío. Mareado, cerró los ojos. Empezó a sentir toda una sinfonía. Un grillo acá, un sapo allá… de fondo las hojas de los árboles movidas por el viento. Abrió los ojos de nuevo y contempló de nuevo el cielo. El paso de alguna estrella fugaz aumentaba aún más su fascinación por aquella inmensidad.

Tratando de encontrar una explicación a toda aquella armonía, Pedro se durmió profundamente. Soñó una vida mejor. Una vida sin aquellas escaseces. Cuando despertó allí estaba su padre, liando un cigarro. El paisaje se iba desprendiendo de su ropaje oscuro y a ras de suelo una bruma, una neblina surgida de la hierba se extendía como una manta por el campo.

– Ya está. A media mañana llegará el agua. Hay que tenerlo todo preparado para regar – le dijo Aurelio.

Pasó el verano, y ese mismo otoño Pedro fue a estudiar a un internado de frailes. Muchos años más tarde, ya en la ciudad, en esas calurosas noches de agosto se asomaba a la ventana, encendía un cigarro, miraba al cielo y maldecía aquel bochorno.


Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones. En este enlace puedes encontrar más detalles.

Photo by slworking2 on Foter.com / CC BY-NC-SA

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