Lecturas recomendadas: Las uvas de la ira


Uno de los mejores álbumes del rockero Bruce Springsteen es “El fantasma de Tom Joad”. Pero, no estoy seguro que una mayoría de lectores del blog sepa quién era Tom Joad.

Tom Joad es un símbolo y a la vez protagonista de la lectura que hoy recomendamos acá: «Las uvas de la ira» de John Steinbeck.

Este libro está ambientado en la Gran Depresión de los años 30. En esos años, las grandes llanuras del centro de EEUU se vieron asoladas por una severa sequía y terribles tormentas de polvo. Años y años de cultivo intensivo, combinado con los efectos de la sequía hicieron desaparecer la cubierta vegetal de los suelos lo que, a su vez, causó la destrucción de las cosechas. A consecuencia de ello, cientos de miles de granjeros se encontraron en la ruina. La situación fue especialmente grave para propietarios de pequeñas granjas que, al fallar las cosechas, no pudieron hacer frente a las deudas contraídas y terminaron perdiendo sus propiedades a manos de los bancos y acreedores. Sin trabajo y sin posesiones, esos cientos de miles de granjeros (más de 375.000, según algunas fuentes) «Oakis» y «Arkis» como eran llamados despectivamente los habitantes de los Estados de Oklahoma y Arkansas, comenzaron a desplazarse hacia el Este, hacia California (de donde llegaban rumores que había la posibilidad de encontrar un trabajo temporal en la agricultura).

Precisamente, el libro describe la dureza del desplazamiento y de la desesperación de una familia que, desahuciada por el banco, se ve obligada a emigrar.  Es una situación dolorosa e injusta que desata la ira del escritor. pero la ira de Steinbeck no está dirigida contra el clima, sino contra los que abusaban del poder: los bancos que se quedaban con los propiedades de los granjeros, o los hombres de negocios que explotaban a los migrantes y prohibían los sindicatos.

Hay sobrados motivos para leer este libro.

Uno, porque es bueno y su lectura no te deja indiferente.

Dos, porque es una obra actual: al igual que en los años 30, miles de familias han perdido sin trabajo y son casa están condenados a emigrar; en sentido, y al igual que en la Gran Depresión, la crisis ha golpeado con mayor violencia a los más pobres. La desesperación de los protagonistas es la misma, como lo es el comportamiento abusivo de bancos y empresas.

Tres, la obra de Steinbeck es ‘subversiva’ aunque de ella se desprende que la violencia es la única manera de exigir justicia. Eran otros tiempos. No obstante, el mensaje de Tom Joad es de rebeldía, que hay que luchar para cambiar la situación. Así se recoge en uno de los párrafos finales del libro y reproducido en el estribillo de la canción de Bruce Springsteen y Tom Morello:  “I’ll be all around in the dark – I’ll be everywhere. Wherever you can look – wherever there’s a fight, so hungry people can eat, I’ll be there. Wherever there’s a cop beatin’ up a guy, I’ll be there. I’ll be in the way guys yell when they’re mad. I’ll be in the way kids laugh when they’re hungry and they know supper’s ready, and when the people are eatin’ the stuff they raise and livin’ in the houses they build – I’ll be there, too”.

Un último aspecto a tener en cuenta es que se trata de una obra que ha inspirado a otros creadores como John Ford que en 1940 dirigió la película homónima protagonizada por Henry Fonda; o Bruce Springsteen y el album ya citado «The Ghost of Tom Joad»; o la multipremiada película ‘Nomadland’ que se estrenó este año, y que hay gente que dice que no es otra cosa que una versión moderna de «Las uvas de la ira».

En fin. En este enlace podéis descargar el libro.

Os dejo también con el video de Bruce Springsteen y Tom Morello. Hay que verlo entero y especialmente a partir del minuto 7:20…

Gestión tradicional de los comunales en León (iv): arriendos y subastas de aprovechamientos


Y por fin… la última parte de la serie sobre gestión de los comunales:

3.4. Una nota sobre comunales y haciendas locales.

Además de los aprovechamientos directos, de mayor significación para las economías rurales, los comunales también proporcionaban ingresos a las haciendas locales con los cuales afrontar gastos (pago de impuestos, por ejemplo), realizar mejoras que beneficiasen a la comunidad (como el sostenimiento de la escuela).

Esta explotación indirecta del comunal eximía a los vecinos de hacer aportaciones para pagar impuestos o gastos comunitarios y permitía a los concejos contar con recursos financieros. Por ejemplo, hasta bien entrado el siglo XX, el arriendo de los puertos de montaña –y en ocasiones del estiércol– proporcionaban un numerario tan importante que algunos concejos de montaña mantenían maestro, cirujano, o guardas de campo remunerados[21].

En aquellas comarcas de la provincia donde la superficie de comunales era menor, los principales ingresos procedían de los «propios» y de los arriendos de rentas que gravaban el comercio y el consumo, aunque también los bienes comunales eran utilizados para hacer frente a los gastos de las haciendas locales. En este caso la vía fue la enajenación temporal –arriendos– o enajenación perpetua –venta– de los patrimonios concejiles; un ejemplo de ello es la «Dehesa de Trasconejo» en Valderas cuyo aprovechamiento de pastos era subastado anualmente por el ayuntamiento.

En otros lugares, los comunales o bien eran gravados con un pequeño canon por su utilización —por ejemplo por cabeza de ganado o por cada quiñón de tierra— o bien su aprovechamiento era sacado a subasta.

[20] El pueblo de Lario (Burón) a mediados del siglo XIX tenía por cuenta del concejo: castrador, herrador, cirujano, o guarda de campo, gracias al ingreso obtenido por el arrendamiento de los pastos [ACLario, Legajos varios]

Texto extraído de Serrano Alvarez, J. A. (2014): «When the enemy is the state: common lands management in northwest Spain (1850–1936)«. International Journal of the Commons8 (1), 107–133. En este enlace podéis descargar el artículo original en inglés.

 

Lecturas recomendadas: Gente del abismo


Hace unas semanas una popular plataforma de contenidos digitales en línea emitía una serie llamada «Los favoritos de Midas». La historia —decían— estaba basada en un cuento de Jack London.

Pues sí, Jack London es uno de mis escritores favoritos. Me parecen increíbles sus cuentos o sus historias sobre la fiebre del oro en el Yukón. Historias como «La llamada de lo salvaje» —de la cual se acaba de estrenar una película protagonizada por Harrison Ford— son espectaculares.

Pero lo que hoy quiero recomendarles acá es un libro que llegó a mis manos de casualidad y que se titula «Gente del abismo». Este libro surge de la experiencia del autor en Londres en el verano de 1902. Allí, el escritor pasó una temporada haciéndose pasar por un marinero estadounidense sin dinero mezclándose con vagabundos y otros ‘desheredados’. Su idea era documentarse para un libro que le habían encargado.

El libro es eso: un descenso a los abismos. A pesar de estar en el centro en un imperio que por esas fechas celebraba la coronación de Eduardo VII, hijo de la famosa reina Victoria, la pobreza lo inunda todo de forma hiriente.

Jack London muestra cómo la miseria estaba haciendo estragos entre la clase obrera de Londres  y cómo la policía perseguía sin descanso a los ‘sin techo’ que dormían en la calle o en los parques. Muestra cómo los obreros pagaban casi la mitad de su salario por habitaciones insalubres, cómo familias enteras se hacinaban en un único cuarto , o cómo en una pocas habitaciones dormían decenas de personas. Describe cómo, en ocasiones, las camas eran alquiladas por turnos de 8 horas a trabajadores cuya jornada laboral era de 12, 13 o 14 horas. Explica como la falta de luz y ventilación, la humedad, los gérmenes, la escasa higiene y la falta de privacidad acababa por arruinar física y moralmente a gente que no eran otra cosa que trabajadores decentes.

También en aquella época nos cuenta London cómo las culpas de la falta de vivienda y de los bajos salarios era atribuida a la inmigración extranjera, especialmente judíos polacos y rusos. Sin embargo, Jack London achaca esta ‘decadencia’ a la enorme desigualdad en la distribución de la riqueza: 500 personas —cuya riqueza ha sido heredada— poseían 1/5 de Inglaterra y derrochaban en lujo ‘como si no hubiese mañana’.

Defiende a mujeres ‘solas’ que sostienen a la familia realizando trabajos inhumanos a cambio de una miseria. Denuncia las enfermedades a las que los trabajadores y trabajadoras están expuestos como por ejemplo quienes pasan el día con los pies y la ropa mojada que se acaba traduciendo en  bronquitis, neumonía y reumatismo; o las enfermedades respiratorias de quienes están expuestos al polvo todo el día.

En fin… El texto de Jack London es de una gran actualidad. Las condiciones laborales han mejorado y mucho, pero vivimos una época en la que la distribución de la riqueza cada día es más desigual. Lo peor de todo es que, al igual que en la época en la que se escribió el libro, en estos tiempos se culpa a los pobres de sus propias desgracias. Ahí lo dejo.

Lean, lean, lean…

Por cierto, si buscan en internet encontrarán dónde descargarla gratis. Por ejemplo, acá.

Nos vemos en el infierno


Recuerdo el momento exacto. Estaba en una gasolinera contando un mazo de billetes para llenar el depósito del 4×4 con el que nos desplazábamos por el sur del país. Ahí supe que me había condenado para toda la eternidad. Sé que si Dios existe, estaba en aquella niña.

Imagino que fue la misma sensación del pobre Adán cuando mordió la manzana engatusado por su mujer, aunque acabasen echando la culpa a una pobre culebra que pasaba por allí. Chau. Adiós paraíso. Lo eché todo a perder…

A estas alturas del relato, imagino que el lector está impaciente por saber qué pasó. Bien. Como les decía, estaba contando un montón de billetes en una gasolinera y se me acercó una niña de unos 6 ó 7 años a ofrecerme unas hojas de menta. Como un autómata, negando con la cabeza, dejé claro que no iba a gastarme unos míseros céntimos en la menta que me ofrecía. Ella miró el fajo de billetes, me miró a mi y bajó la cabeza avergonzada. Tal vez sentía vergüenza ajena. Vergüenza de un miserable como yo. Pero no. En esa mirada había dolor. El dolor de ser pobre.

Han pasado varios años y no he podido olvidar esa cara, ni esa mirada. Llegará el día del Juicio Final y no necesitaré que nadie me explique nada. Sabré que la puerta de embarque es la que conduce al fuego. En fin. Espero encontrarme allí con algunos amigos y familiares. Ah! y con la rata que trabajaba de cobrador en Autocares Fernández.

La noche más larga


—Santiaguín, fiyo, espierta… Santiago, por el amor de Dios, despierta…
—¿Qué ocurre padre? Es noche cerrada – protestó el muchacho intentando abrir los ojos llenos de legañas.
—Levántate hijo mío. Vete a casa de tía Alejandra y dile que venga corriendo que madre empeoró. Pídele también a tío Eliseo el caballo para ir a buscar el médico a Vegas.

Santiago, un muchacho menudo que no aparentaba los catorce años que acababa de cumplir, se levantó de un salto. A su lado, en un jergón de paja, dormían otros dos muchachos que no tenían ni diez años. Salió de la habitación a tientas, procurando no despertarlos. Al fondo de un pasillo de madera iluminado por una luz tenue que escapaba por una puerta entreabierta, un candil dibujaba un cuadro dramático. En un camastro una mujer respiraba con dificultad y a su lado una muchacha delgada con los ojos llenos de lágrimas sostenía una palangana con esputos y sangre.

—Tíooo, tíooo Liseu, ¡abra la puerta!
—¿Qué pasóu fiyu? ¿Qué horas son estas pa venir chamando d’esa manera?.
—Tío, deben ser las cuatro de la mañana. Mi madre se muere, y dice mi padre a ver si nos deja el caballo para ir a buscar al médico.
—Alejandraaaa, llevántate, que la mi hermana empioróu.

La escarcha crujía bajo el paso regular y firme del caballo y el cobertor con el que se cubría se iba tapizando con diminutas gotas blancas. El aire frío de la montaña, ese aire que le hería el rostro estaba a punto de llevarse a su mujer. Con siete hijos pequeños su mujer no tenía otra que ir al lavadero. Pobres pero limpios. Pobres y huérfanos, a partir de ahora. Tal vez el médico pudiese hacer algo. Tal vez no, ya que no, no era una pulmonía. La cosa pintaba bastante peor. Bien sabía que se trataba de tisis. Desde la siega de la hierba, Lucía tenía una tos fea y se había ido debilitando. Aún así, necesitaba llegar a Vegas lo antes posible para avisar al médico.

Los pensamientos se agolpaban en su cabeza como las abejas en primavera acuden a los enjambres. Padre, quería casarme con Lucía. ¿Pensástelo bien, fiyu miu?. Fíxate que nun tienes capital nengunu y quiciás nun te quieran. Padre, tengo brazos pa’ trabajar. Usted sabe que llevamos unos meses de novios y tiene que acompañarme a pedirla… Buenos días Ezequiel ¿da permiso pa’ entrar? Alantre. Pasaí, pasái a la cocina. ¿Qué vos trae por eiquí? Mira… Mateo quería casase con Lucía. Bueno, bueno, quisióu… Se yía voluntá d’ellos, el miu permiso tiénenlu.

Ensimismado por los recuerdos, el paso cadencioso del caballo y el cansancio hacían que la modorra se fuese apoderando de Mateo. Una extraña calma parecía invadirlo todo. De repente, el lejano aullido de un lobo convocando a la manada sobresaltó a jinete y montura. Como un rayo en una noche oscura, se iluminó todo un paisaje de miedos instintivos y atávicos. El caballo movió las orejas y relinchó nervioso y un escalofrío recorrió la espalda de Mateo que para conjurar el miedo empezó a rezar en voz alta un padrenuestro.

Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre… Se lo dije. Se lo dije. Lucía, no vayas hoy al lavadero. Se lo repetí. No vayas hoy al lavadero. No vayas, por Dios, avienta nieve… ¡Dios santo! ¡Qué desgraciado que soy! ¿Por qué la dejé ir al lavadero con la helada que había caído y por qué no le dije nada?…venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad… Mateo, cuida de Juanín. Baja al mercado este jueves y en casa del gallego cómprale unas botas nuevas. No mires el dinero, anda descalzo el pobrín… Quizás esas fuesen las últimas palabras que Mateo escuchó de Lucía.  …así en el cielo como en la tierra… ¡Arre, caballo! ¡Vamos, bonito, vamos!

Toda la vida con Lucía desfilaba por la cabeza de Mateo. Recordaba la mujer delicada que fue. Se fijó en ella por primera vez en las fiestas del Cristo de Monterredondo del año anterior a la guerra. Para Mateo, cuarenta largos meses había durado el noviazgo, como la guerra. Recordaba los cientos de cartas que imaginó en la trinchera y nunca le escribió. Recordó el lazo rojo que le compró en Oviedo y que nunca le mandó. Querida Lucía, espero que a la llegada de la presente te encuentres bien de salud. Por aquí no hay grandes novedades. Cada día te tengo presente, desde que amanece hasta que se pone el sol. Eres la mujer más guapa que conocí… Para Lucía el noviazgo comenzó el año que acabó la guerra. Mateo había vuelto del frente asturiano, y ya no era el muchacho lampiño de tres años atrás. Ahora era lo que se decía un buen mozo y tenía la energía de quien puede con todo y nada se le pone por delante. En la fiesta de San Juan la había sacado a bailar y allí empezaron a conversar. Después vino San Pedro, el Carmen, San Lorenzo, la Asunción… Para las Candelas ya eran novios. Después vinieron los ‘aproclamos’ y la boda. Y llegó un primer hijo, y un segundo, y un tercero… y un cuarto. Y así hasta siete. El último de ellos cumplirá tres años en la primavera.

Quizás tenía que haber buscado al médico hace días, cuando se le agravó la tos. Esto pasa, Mateo, esta tos acaba pasando, le decía Lucía. ¿Por qué le hizo caso?

Dice Tirso que dijeron en la radio que salió un medicamento que cura la tisis, pero seguro que los pobres nunca llegaremos a probarlo. ¡Qué desgracia más grande ser pobre! Dicen que los pobres no vivimos la muerte de la misma manera que el resto de la gente. Dicen que tenemos muchos hijos y que estamos acostumbrados a ver cómo se nos mueren y que no sentimos el dolor de la misma manera. Dicen que estamos acostumbrados a la muerte… ¿Qué sabrán ellos? ¿Qué voy a hacer con siete rapacines, con siete boquinas que alimentar? Dios mío, ¡qué dolor! Me va a partir el pecho en dos.

¿Qué voy hacer con siete hijines? ¿pero qué voy a hacer yo solo? ¡Virgen santa! Padre nuestro que estás en cielo, santificado sea tu nombre… Un sollozo entrecortado interrumpió el rezo. La luz de la luna reflejada en la escarcha mostraba toda la crudeza del invierno leonés. Aun así, urces, robles desprovistos de hojas y yerbas chamuscadas por la helada probaban que había vida en medio de tanta aspereza.

—Ale, caballín, ale. Ale, valiente, vamos. Que detrás de esa cuestina está el pueblo.  Vamos, valiente, vaaamos, que ya llegamos. Un repechín más y llegamos, intentaba animarse.

Al fondo, detrás de la ladera, el sol comenzaba a desperezarse. Serían casi las ocho de la mañana, y el ladrido lejano de un perro avisaba de la cercanía de Vegas, el pueblo del médico.

—Don Rosendo, Don Rosendo, gritó Mateo golpeando con fuerza el picaporte de un portón grande de madera.

Un criado del médico envuelto en una manta le abrió la puerta del portal y lo invitó a sentarse en un escañil al lado de una estufa de leña que aún conservaba brasas de la noche anterior. Al aparecer el médico, Mateo con un movimiento rápido se quitó la boina y retorciéndola nerviosamente con las dos manos, explicó con un hilo de voz: Buenos días Don Rosendo. Perdone que lo moleste a estas horas. Vengo de Valdeferrera, mi mujer se muere. A ver si usted puede hacer algo.

—Ulpiano, ensilla el caballo lo antes que puedas. Pero primero lleve a este hombre a la cocina que se caliente un poco y coma algo. Con este frío le va a dar una pulmonía, ¿no ve cómo está tiritando?

Cierto. Mateo tiritaba, pero no era frío. Era miedo. Ahora que llegaba el día, para él comenzaba la noche más larga.

 

Gregorio Urz – León, enero de 2017

La foto que acompaña la entrada es de perez rayego on Foter.com / CC BY-NC-SA

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