Tierra de lobos, urces y hambre


Hace un rato acabo de recibir una muy buena noticia. Jesús Palmero y Cristina Pimentel de Marciano Sonoro Ediciones me dicen que a partir de hoy, 16 de agosto, estará en las librerías «Tierra de lobos, urces y hambre».
Este libro es ‘hijo’ de este blog. Un día me dio por escribir un relato y publicarlo aquí. Ese primer relato titulado ‘La noche más larga‘ tuvo bastante buena aceptación lo que me animó a seguir escribiendo. Poco a poco me junté con una treintena de relatos que ahora ven la luz en forma de libro.
De momento comentarles que en los próximos días estaremos presentándolo en diversas localidades de la provincia. Acá el detalle:

Es una edición muy pequeña, con muy pocos ejemplares a la venta. Por tanto, si no andan listos para reservarlo o comprarlo, corren el riesgo de quedarse sin el, aunque imagino que se irá reeditando conforme se agote. Podrán comprarlo en las presentaciones pero también en la página de la editorial y en diversas librerías; en uno de los enlaces que aparece más abajo se irá actualizando la información sobre puntos de venta del libro.

Convite


En memoria de mi padre, Antidio Gómez Carriedo, que inspiró este relato un día que viajamos juntos en el autocar León-Valderas.
Mi padre nos dejó el 1 de febrero de 2020 pero sigue viviendo en el aire que respiramos, en el silencio, en la palabra.

 

Andrés, insólitamente quieto, mira muy fijo el dintel resquebrajado de la puerta mientras su madre, de rodillas, le abotona la chaqueta del traje que hoy se pone por primera vez. Nota cómo ésta tira de las solapas del cuello hacia arriba e intenta encajarle con precisos toques las hombreras en su sitio. Lleva mucho rato intentando adaptarle el traje a su cuerpo, un imperdible en el talle, unos cuantos alfileres en los bajos. Por último le pone, ya anudada, la corbata de seda. Andrés nota que le oprime el cuello, pero aguanta sin protestar. Está deseando que su madre acabe de una vez.

Paulina los contempla desde atrás.

—Así está muy bien, Socorro. Le queda que ni pintado.
—¿Tú crees? —oye decir a su madre, con un deje de ansiedad en la voz—¿No crees que le queda algo… demasiado grande?
—Y claro, mujer, con esa idea lo diste a arreglar, para que cuando crezca le siga valiendo.

Andrés escucha un gemido muy cerca. Desvía la vista del dintel, mira a su madre que se ha tapado la boca con la mano, que gira la cabeza, esquiva. Entonces contempla su rostro en la luna del espejo. Ve como se limpia, con los dedos índice y corazón, muy rápido, las lágrimas.

—No tengas pesares, Socorro —Paulina pone una mano en el hombro de la madre— es lo mejor que podías hacer.
—Pero él dejó dicho… —su madre habla con un hilo de voz.
—A él le habría gustado —corta tajante Paulina y dirigiéndose al niño—: Y tú, mocoso, arrea a comer a casa de tus primos, si no quieres llegar a las sobras.

Andrés abandona el cuarto y sale disparado por la parte de atrás de la casa. En el corral, colgado de una punta de la pared de adobe, está el viejo tirachinas. Lo coge y lo mete en el bolso del pantalón mientras escucha a sus espaldas “Andresín, no te manches”. “Ya sabes lo que te he dicho”. Entorna la puerta de madera medio caída y sale a la calle. Echa a correr cuesta abajo. El corazón le late con fuerza. Es el primer pantalón largo que se pone. Y la primera corbata, que intenta aflojar tirando del nudo, sin conseguirlo. También la primera vez que le invitan sus tíos a comer en la gran casona a la que tantas veces ha ido con su madre y sus hermanos más pequeños. Siempre para lo mismo. Para que les den garbanzos o tocino o unas monedas o un poco de cisco para el brasero. Su tía los recibe en ese comedor inmenso, con todos esos muebles y lámparas y porcelanas y les obsequia con unas cuantas pastillas blancas que a él no le gustan nada, pues saben a medicina y que traga sin masticar. La última vez que estuvieron en casa de la tía, hará dos semanas, ésta dijo: “Me traes a Andrés para el cumpleaños de Luisín”, “Pero Anuncia”, “He dicho que me lo traes y no se hable más”, “Sabes que con nosotros estás cumpli…”, la tía no le dejó acabar, “Además, ese día mataremos un pavo. Tú, Andresín, ¿has comido pavo alguna vez?”. Él negó con la cabeza y la tía Anuncia dijo: “Ves, Socorro, el niño no ha comido pavo nunca”. “Bueno”, acató la madre.

Y aunque nada más salir su madre no parecía muy contenta, como si no quisiera que él fuera a esa comida, de camino pararon en casa del sastre para que el traje que habían llevado a arreglar hacía unos meses estuviera para ese día. “No sé, Socorro, si me lo hubieras dicho antes”. Pero al final hubo suerte. Como suerte, piensa Andrés, es tener unos tíos ricos ellos que son pobres, por si un día tienen un apuro. Eso le dijo a su madre anoche, cuando ya estaban acostados. “Bueno, la rica es ella”, había contestado su madre. “Pero el parentesco, en realidad, es con él. Tu padre y el tío Santos eran hermanos”. “Ahh, ya me parecía a mí”. “¿Qué?”, “Pues eso, que el tío es …, no sé, más como nosotros”, “Anda, deja de decir bobadas y duérmete que vas a despertar a tus hermanos”. Pero no podía dormirse, no sabe si por la inminencia de la comida o qué, y siguió cavilando acerca de los parentescos y llegó a la conclusión de que sus primos salían a la madre. Tenían su mismo pelo color azafrán y nunca hacían pellas, ni se canteaban con los otros niños, ni se subían a los árboles a cazar pájaros y apenas le saludaban cuando le veían, como si no fueran familia, ni primos ni nada. Aunque a partir de hoy, con esto del convite…

Llega a la casa grande, con el portón de hierro con filigranas, y cruza el hermoso jardín plagado de rosales en flor. La criada, una joven de no más de dieciséis años, le recibe con una sonrisa:

—Qué guapo estás hoy, Andresín.

El niño no contesta.

—Ven conmigo, los señores están esperando.

Y mientras le conduce al salón, la criada añade:

—Hoy no habrás traído el tirachinas, eh, tormento, hoy te portarás como Dios manda.

El niño saca el tirachinas del bolso del pantalón y se lo muestra. La criada no puede contener la risa que le viene a borbotones. Andrés también ríe. Su asombrosa puntería y la habilidad con que se sube a los árboles le han valido el reconocimiento de mejor cazador de pájaros del contorno. Una tarde llegó a cazar hasta cuarenta y dos pardales que luego vendió por dos pesetas a un forastero de Dimangos. El dinero se lo entregó a su madre, menos una perra chica que se quedó para un pirulí de casa de la tía Jurela, esos sí que están buenos, de azúcar caramelizado y olea por encima. Y aunque los pájaros son lo que mejor se le dan, a veces dispara a las piernas de las chicas y consigue levantarles un palmo la falda por encima de las rodillas sin que ellas se den cuenta, al menos al principio, porque cuando ya lleva levantadas unas cuantas, alguna de las chicas nota algo extraño y empiezan a sospechar que Andresín, el matapardales, como le llaman, no anda muy lejos.

Cuando llegan al comedor la criada se ha vuelto de pronto seria y dice, con voz desconocida:
—Aquí está Andresín, digo…Andrés.

Ya están todos sentados a la mesa que preside la tía. A su lado está el tío Santos y, al lado, su primo pequeño. A él le colocan junto al homenajeado. La criada le pregunta, antes de que tome asiento, si no se quita la chaqueta y él dice “No, no, de momento no”, mientras recuerda las advertencias que le ha hecho su madre: “Saluda cuando llegues”, “Felicita a tu primo”.

—Buenos días —dice, y a su primo—: Felicidades, primo —dudando entre darle la mano o dos besos. Al final le da dos besos.
—Gracias —contesta el otro, levantándose y volviéndose a sentar. Entonces observa que lleva pantalón corto. Y una camisa que le ha visto en el colegio infinidad de veces.

Enseguida llega la criada con la sopera humeante y sirve, ante un gesto de la tía, primero a su primo Luis. Una sopa con trozos grandes y alargados de carne, zanahoria, cebolla y pimientos verdes. Luego le sirve a él. La sopa huele bien. Nada que ver con el caldo que les dan en el comedor del auxilio social todos los días. Está caliente, además. De pronto le entra un hambre atroz pero recuerda las advertencias de su madre: “No te lances al plato, que te conozco, come cuando todos se pongan a comer, demuestra que tienes educación”. Las tripas le rugen sin que pueda evitarlo. Y el nudo de la corbata le oprime una barbaridad. Entonces se quita la chaqueta que cuelga de la silla, luciendo una camisa inmaculada plagada de diminutas jaretas, que era de su padre y que su madre también dio a arreglar. Las mangas están recogidas en graciosas lorzas que irán deshaciendo a medida que crezca. Las tripas le vuelven a crujir cuando la criada sirve a su primo pequeño. Nota que todos los ojos están fijos en él. La criada por fin se retira.

—Vaya guapo que estás hoy —comenta amable el tío Santos llevando la cuchara al plato.

“Ahora” se dice a sí mismo Andrés, “Ahora es el momento”. Coge con la cuchara el trozo más grande de carne del plato y se lo lleva a la boca.

—Más valía que en vez de llevar el traje al sastre, su madre hubiera comprado un saco de harina.

—Mujer —dice el tío Santos.

Andrés mantiene el trozo de carne en la boca sin tragarla. Piensa en las noches que, para pagar al sastre, su familia ha cenado un mendrugo de pan que su madre consiguió burlarle al ama. Pero hay más cosas. Cosas que él todavía no acierta a entender, relacionadas con la carta que su padre dejó escrita la madrugada del nueve de octubre de mil novecientos treinta y seis, horas antes de que le fusilaran, que su madre lee todas las noches sentada en la cama, cuando cree que todos duermen y que luego guarda bajo el somier “…Me sacas el traje al aire para que no se apolille…”.

—¿No comes, Andresín? —pregunta su tía.

Andrés traga sin masticar el trozo de carne que tiene en la boca. Posa la cuchara en la mesa, dice con voz apenas audible:
—No tengo hambre. Además me tengo que ir.

—Será posible…

Aunque Andrés sabe que es de mala educación levantarse de la mesa en plena comida, coge la chaqueta de la silla y abandona el comedor. Se le ha pasado el hambre de un plumazo. Con paso ligero cruza el jardín de los rosales, empuja la puerta de hierro. Nada más alcanzar la calle se arrepiente de no haberle dicho cuatro cosas a la bruja de su tía, que sabrá ella de la vida. Con el tirachinas en la mano corre hacia el camino de las acacias. El resto de la tarde matará unos pájaros y se los llevará a su madre para que los haga fritos para la cena. Con cuidado de no mancharse ni rasgarse, al subirse a los árboles, el traje nuevo.

 

Relato de Sol Gómez Arteaga

Publicado en el libro ya agotado “Los cinco de Trasrey y otros relatos”, que editó la actual Fundación Fermín Carnero en el año 2012.

En el blog “Sol a la tinaja« también puedes encontrar otras interesantes publicaciones de esta autora

 

Lecturas recomendadas: ¿Dónde está nuestro pan?


Imagino que la mayoría de lectores de este blog ya han oído hablar del libro que hoy les recomendamos. Se trata de «¿Dónde está nuestro pan?» del escritor Abel Aparicio.

«¿Dónde está nuestro pan» es una novela tejida en torno a tres historias. La primera de ellas va sobre un grupo de mujeres de Torre del Bierzo que allá por 1941, en plena postguerra, acudieron al Ayuntamiento de dicha localidad a reclamar el pan que les correspondía según la cartilla de racionamiento. La segunda tiene como eje central el asalto en octubre de 1939 al tren 485 entre las estaciones de Brañuelas y La Granja de San Vicente por parte de un grupo de guerrilleros. Y la tercera —para mí, la mejor de las tres— son dos historias paralelas entrelazadas que se van desvelando en un viaje de Bilbao a Almagarinos de una abuela y su nieta. Les puedo adelantar que hay una trama de corrupción y una dolorosa —y la vez emocionante— historia de una familia de represaliados por el régimen franquista.

Un aspecto a destacar de esta obra, es que los tres relatos están basados en ‘hechos históricos’ o ‘hechos reales’, como prefieran llamarlo. Precisamente, una de las muchas razones para recomendar este libro aquí es que comparte temáticas con el blog. Lo de las mujeres de Torre que se enfrentan al alcalde —y un día, cuando ande mejor de tiempo, le pediré a Abel que me deje consultar los expedientes judiciales— es una historia que tiene que ver con las ‘resistencias cotidianas’ y con una idea de la justicia basada en que las personas están por encima de las leyes (‘economía moral’).

No, no voy a aburrirlos con un análisis de la obra, pero debo insistirles que es una obra ‘necesaria’ porque las protagonistas son mujeres, durante mucho tiempo ignoradas por la historiografía académica y raramente reconocidas como protagonistas en las narraciones históricas de ficción. Tal vez porque el suyo ha sido un protagonismo callado, anónimo, ignorado, pero no por eso menos importante. Dice el autor en una de las muchas entrevistas que le han hecho que «quería transmitir la imprescindible labor de las mujeres en cualquier  cuenca minera. Ellas eran uno de los pilares fundamentales que las sostenían. Trabajaban en la mina —hasta que las dejaban, ya que, al  casarse, las despedían—, en el campo y en casa; una labor silenciosa y  silenciada. Es justo muy necesario reconocer su trabajo«.

No puedo estar más de acuerdo con la afirmación anterior y en alguna otra entrada de este blog hemos dicho que en en las zonas rurales de León la ‘viga maestra’ que sujetaba cada uno de los hogares era una mujer. Y con este libro Abel muestra que en las comarcas mineras no era distinto.

Otro aspecto a reseñar es que los ‘paisajes’ de la novela de Abel nos son familiares. Torre, Brañuelas, La Garandilla, son nombres ‘nuestros’ de toda la vida… Y Abel conoce esos lugares como la ‘palma de la mano’. Además en la novela hay numerosos ‘guiños’ a personajes, lugares, canciones, historias que de alguna manera u otra nos son conocidas…

Por último hay que destacar que la edición a cargo de Marciano Sonoro Ediciones es una maravilla. Se nota que los editores aman su trabajo. En fin…

La foto que acompaña el texto es de Alex Zapico

Historia de una maestra


A los lestrigones y a los cíclopes, al temible Poseidón no temas, pues nunca encuentros tales tendrás en tu camino, si tu pensamiento se mantiene alto, si una exquisita emoción te toca cuerpo y alma.

Ítaca. C.P. Cavafis

La maestra

Si me dicen que me iba a prometer con el hombre más rico del pueblo, cuando en el año veintitrés llegué a Valderas con mi plaza recién estrenada de maestra ni por asomo lo hubiera creído, porque yo lo que quería era enseñar según las ideas que mis maestros, formados en la Institución Libre de Enseñanza, me habían inculcado. Pero ocurrió. Y con la misma inutilidad que supone luchar contra una manada de lestrigones me enamoré, casi sin darme cuenta, de ese hombre serio y delgado y distinguido, demasiado contrapuesto a lo que yo era.

La primera vez que le vi con su traje gris a rayas fue en la puerta de la escuela el día que iniciábamos las clases, acompañando a sus dos hijos. Llamaba la atención por lo elegante que iba pero, sobre todo, porque el resto de acompañantes eran todas mujeres. Enseguida me enteré por éstas que su esposa había muerto al dar a luz al menor de sus hijos.

En un aparte me dio la bienvenida al pueblo y me confió a sus hijos para que los instruyera. “Pablo”, dijo mientras revolvía el cabello rubio de un niño que no dejaba de mirarme con unos ojos enormes y confiados “es el benjamín de la casa y muy inquieto, ¿eh, Pablo? Esta noche, sin ir más lejos, no ha dormido por conocer a la nueva maestra. Juanito, en cambio, es distinto”… —el muchacho casi adolescente rehuyó mi mirada— “A Juanito hay que saberlo llevar”.

No volví a saber de él hasta unos días después. Y fue a través de Teresa, su criada, que se presentó un viernes por la tarde en la escuela mientras ensayábamos una obra de teatro con doce o quince adultos. La vi tan entusiasmada que le propuse sumarse al grupo. “No puedo, en casa de mi amo siempre hay mucha tarea…”y mostrándome una cesta en la que asomaban un queso y un roscón continuó—“Ay qué tonta, se me olvidaba, mi amo me manda que le entregue esto”. “Pues dile que lo acepto si te deja venir a los ensayos”. “Pero yo…no puedo…” Y era tal su nerviosismo que antes de que terminara la frase cogí la cesta de mimbre, la puse en la mesa y le dije: “Anda y ve tranquila, mujer. Esto ya lo arreglo yo”.

Lo que Teresa no sabía era que el domingo a la salida de misa me iba a acercar a Juan y le iba a pedir que le dejara participar en la obra. No mostró ninguna oposición y sí bastante interés. Mientras le explicaba que se trataba de una adaptación del “Adiós, Cordera” de Clarín, en el que además de Rosa, Pinín y Cordera introducía todo un coro de personajes inventados para que participara el mayor número de gente, me encontré que habíamos llegado a la puerta de mi casa. Al despedirnos me dio su mano, esa mano larga y nervuda y distinguida que estreché, apenas unos segundos, entre la mía.

Y como si a través de ese leve roce hubiéramos firmado un pacto tácito, ya todos los viernes Teresa aparecía, puntualísima, en la escuela, trayendo siempre algún manjar que compartíamos al final del ensayo y todos los domingos su amo, a la salida de misa, me acompañaba a casa. Ese pequeño trayecto en que hablábamos de las clases, de sus negocios, de sus salidas a la ciudad, de la preocupación que sentía por la educación de sus hijos, el mayor sobre todo, tan cerrado en sí mismo, o mis clases y ensayos, se fue convirtiendo para mí en uno de los momentos más importantes de la semana.

El hijo mayor

La imagen de mi madre frente al espejo probándose la mantilla blanca es quizá el recuerdo más nítido que conservo de ella. Yo entonces tenía tres años y la miraba escondido dentro del armario de su habitación, aunque ella nunca lo supo. Meses más tarde los mayores me dirían que había muerto al dar a luz a ese renacuajo, no entendí que ella ya no estuviera y en su lugar quedara él, ni tampoco verme privado de su amor, de sus juegos, de su beso de buenas noches al irme a dormir.

Y como no lo entendí llegué a la conclusión de que mi madre iba a volver. Por las noches, tapado bajo las sábanas, se obraba el milagro. Mi madre me hablaba bajo y yo le contestaba y ella me volvía a hablar, y así hasta quedarme dormido. A veces aparecía en mis sueños con su mantilla blanca y todo su rostro era una sonrisa blanca.

Dejó de visitarme al poco de llegar la maestra al pueblo. Fue la noche que el tío Gabriel, los ojos como ascuas, me soltó que se murmuraba que mi padre y la maestra eran novios: “Esa mujerzuela pretende mancillar el nombre de tu madre, ocupar su puesto, convertirse en la reina de este lugar. Y tu padre, Juanito, no lo ves, ya no os quiere. Tienes que ayudarme”.

Por eso el día que vino a casa, con motivo de la celebración del cumpleaños de Pablo, me levanté en mitad de la comida. No soportaba su presencia. Y cuando más tarde mi padre entró en mi cuarto y me pidió explicaciones se las di. Claro que se las di. Le dije que esa mujerzuela estaba mancillando el nombre de mi madre y lo que era peor, él era el culpable, él, que lo permitía. Nunca me había pegado y me dolió su bofetada, pero más por la certeza de que mi tío llevaba razón que por el dolor físico. Le odié profundamente.

La maestra

La primera y la única vez que entré en la enorme casona decorada con todos esos muebles antiquísimos y todos esos cuadros y esas figuras valiosas, fue el día de la celebración del cumpleaños de Pablo. No me pasó por alto la foto de su esposa fallecida, el cabello cubierto por una mantilla blanca, presidiendo desde el aparador de nogal la enorme mesa en la que estábamos sentados una veintena de invitados. Y mientras Teresa, vestida para la ocasión con uniforme y cofia, nos servía una sopa de higadillos, me sorprendió que Gabriel, el cuñado de Juan, con el que apenas había cruzado dos palabras desde mi llegada al pueblo, me espetara:

—Esa obra suya tiene revuelta a esa panda de pueblerinos analfabetos.

Me quedé paralizada mirando un trozo de hígado que nadaba en el plato humeante y ya iba a replicar cuando Juan, que presidía la mesa, se adelantó:

—No hay nada malo en que la gente se instruya en su tiempo libre. Es, desde luego, mucho mejor que andar emborrachándose en las tabernas.

Busqué la mirada de Teresa que en esos momentos había dejado de servir la sopa. Gabriel se levantó de la silla y tambaleándose, abandonó la sala, murmurando al salir “Maldita chusma”.

—Teresa—zanjó Juan— siga sirviendo, por favor.

Aunque el resto de la comida transcurrió en un intento de todos los invitados por borrar el incidente, a partir de ese momento me sentí como una intrusa y mi único deseo era salir de allí. Así que cuando Pablo apagó las velas me levanté, dije que tenía que irme. Mientras cruzaba el amplio comedor me di cuenta que Juanito había desaparecido. Juan quiso acompañarme, pero me negué en rotundo. En su lugar lo hizo Teresa, que no hacía más que repetir: “Si ya lo sabía yo…” “¿Qué sabías tú, mujer?” Entonces me contó que en el lavadero por poco se pega con Panina, cuando ésta dijo que el señorito Juan y la maestra estaban liados.

Así que era eso. Podía entender que hubiera gente en el pueblo, entre ellos Gabriel, que no vieran con buenos ojos la obra que con tanto esfuerzo, viernes tras viernes, ensayábamos, porque la cultura daba poder a la gente, les abría a otras posibilidades. Pero lo que no me podía imaginar era que personas que participaban en la misma, como era el caso de Panina, me criticaran sin motivo. Estaba furiosa con Gabriel, con Panina, con Juan, pero sobre todo estaba furiosa conmigo misma. Y aunque no pude olvidarle dejé de ir a misa, me refugié en mis clases, en mis lecturas, —en esos días había descubierto a un poeta griego, Cavafis, que ya tanto influiría en mi vida— y, sobre todo, en los ensayos.

El día que por fin la obra estuvo en condiciones de ser representada resultó un éxito. Tres veces tuvimos que salir a saludar porque los aplausos no cesaban. Juan esperaba tras las cortinas con un ramo de violetas entre las manos. Lo cogí, le di las gracias. Y una vez más me acompañó a casa. Por el camino no hablamos. Pero al llegar a la puerta me pidió que me casara con él. Así, sin más. Allí mismo le dije que sí porque entendí que no podía ni quería luchar más contra una manada de lestrigones interiores. Lo que no sabía, lo que no podía saber entonces, era que los lestrigones no estaban dentro de mí, sino fuera y tan cerca.

El hijo mayor

Cuando mi padre abrió la puerta yo sujetaba el arma con las dos manos. Al verme me miró con sorpresa, yo, a pesar del odio acumulado todo ese tiempo, le debí mirar con ojos de terror. Creo que las manos me temblaban.

—¿Qué haces, Juan, hijo?

El tío Gabriel, que estaba detrás de la puerta, dio un paso.

—Venga dispara.

Mi padre miró hacia atrás, buscando la procedencia de la voz.

El tío Gabriel repitió:

—Venga, Juanito, dispara ya.

Pero yo no me movía. Y mis manos cada vez temblaban más. Entonces con la rapidez de un lince, el tío Gabriel se puso a mi lado y me quito el arma. Vi cómo le disparaba, directo al corazón y también vi como mi padre lanzaba un profundo gemido y caía de rodillas y se desplomaba, mirándome con esos ojos atónitos que yo no podía dejar de mirar. Mi tío debió de ponerme el arma en las manos antes de salir, de eso no me doy cuenta. Lo que si se es que luego vinieron todos y me vieron arrodillado sobre él y pensaron que yo le había matado. No lo desmentí entonces ni más tarde cuando el juez me preguntó. No lo hice nunca. No hubo cárcel, era menor de edad y además hijo del hombre más rico del pueblo, pero mi castigo ha sido peor que cien años de encierro. Desde entonces las pocas noches que consigo dormir mi madre se me aparece en mis sueños, el cabello cubierto por una mantilla negra, el rostro contraído por el dolor.

El tío Gabriel

Mi hermana era pura como una flor de azahar. No tenía que haber muerto. No se lo merecía. ¡Perra vida los golpes que da! Además, si mi cuñado se hubiera arrimado a una de su clase quizá lo hubiera entendido, pero fue a elegir a esa mujer que quería ponerlo todo patas arriba, hacer lo blanco negro, ir contra natura. Porque ¿dónde se ha visto enseñar a los obreros? Ellos están ahí para lo que están, para servir a sus amos y nada más. Y ella era peor que todos, con esas ideas que no sé de donde había sacado.

No, no podía permitir que la maestra usurpara el papel de mi hermana, por eso juré ante su foto de novia que esos dos no estarían juntos.

Y Juanito era el blanco perfecto para llevar a cabo mi plan. El que saldría indemne. Él, que la odiaba tanto como yo. Pero no pudo hacerlo. En el fondo era un cobarde. Claro que yo sí pude. Yo le maté.

Esa fue la primera muerte de otras muchas en las que yo participé años más tarde. Pero ya todas las muertes han sido la misma muerte y todos los rostros el mismo rostro.

El hijo pequeño

En cuanto pude me fui del pueblo. Después he sabido por Teresa que el tío Gabriel y mi hermano evitan cruzarse dentro de la casa y si lo hacen ni se miran. Son dos fantasmas que huyen de su propia sombra. Pero a veces me entra algo parecido a la nostalgia y me siento tentado a volver. Como este fin de semana que estuve en Valderas y en la tumba de mi padre vi un ramo de violetas frescas. Lo primero que pensé fue en la maestra, pero luego pensé que no, hace años ella también se fue del pueblo.

Relato de Sol Gómez Arteaga

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La fuentina


 –¿No oyes los disparos? –preguntaba mi hermano Martín.

Yo contestaba en un susurro que sí, que los oía, aunque hubiera sido mejor hacerme la dormida, porque sabía lo que venía a continuación:

–Otro rojo que han sacado de casa para fusilarlo en la fuentina. Mañana cuando lleve la comida al pastor me encontraré con su fantasma.

La fuentina estaba en un bajo del monte cerca de la casilla de camineros en la que vivíamos. Desde que empezó la guerra se comentaba que por la noche llevaban a la gente para fusilarla y luego enterraban sus cuerpos en una hondonada que había a escasos metros. Yo no sabía si eso era verdad, pero después de las palabras de mi hermano ya no podía pegar ojo o, si lo hacía, tenía pesadillas en las que los esqueletos de los muertos se me aparecían a los pies de la cama, me miraban desde sus cuencas luminosas, me sonreían con sus enormes dentaduras, acercaban sus falanges a mi rostro, intentaban tocarme. Aunque antes de que lo hicieran siempre me despertaba, llorando.

El resto de la noche lo pasaba acurrucada entre las sábanas, sin poderme dormir. A veces me parecía oír ruidos de pisadas en el desván o un chasquido, y la idea de una presencia en la planta superior de la casa, a la que se accedía desde nuestro cuarto por una escalera, me hacía acurrucarme más sobre mí misma.

Mis terrores nocturnos se mitigaban con las primeras luces al oír a mi padre levantarse para ir a trabajar a los caminos, a mi madre llamarnos “Martín, Clara” mientras preparaba la comida que más tarde mi hermano le llevaba al pastor que por entonces nos cuidaba las ovejas, pero no llegaban a desaparecer del todo. Y mientras desayunábamos las sopas de ajo no podía evitar contarles los ruidos que había oído la noche anterior. Mi madre aseguraba que los disparos eran de cazadores furtivos que aprovechaban la oscuridad para burlar al guarda del monte y, los sonidos del desván, los silbidos de una lechuza que por entonces se aposentaba en una rama del nogal que había en la parte de atrás de nuestra casa y se colaba en mitad de la noche por algún agujero de la techumbre.

­–¿Entonces no son rojos? –preguntaba yo aliviada.

–¡Qué dices de rojos, Clara, qué tontuna es esa!

Yo miraba a Martín que desviaba la vista para otro lado, simulando no saber de lo que hablábamos, y solía callarme. Pero un día me atreví a ir más lejos.

–¿Y nosotros de cuál somos?

–Nosotros de nada.

–Y eso que dicen del tío Roque que salió huyendo de Nava porque unos hombres le seguían con pistolas…

–¿Quién te ha dicho eso?

–El otro día al salir de misa.

–Habladurías de la gente que no tiene otra cosa mejor que hacer. Otro gallo cantaría si en vez de tanto chismorrear las beatas se dedicaran a hacer cosas de provecho. A partir del domingo te quedas en casa, y cuando el cura o la maestra te pregunten por qué no fuiste el domingo a la iglesia, les dices que tuviste anginas.

–No, eso no, madre.

Privarme de la posibilidad de ir un domingo al pueblo, a pesar de los seis kilómetros que tenía que recorrer hasta llegar a Nava, era para mí el mayor de los castigos, y es que después de misa siempre me podía comprar un pirulí en casa de la tía Jurela y jugar un rato a la comba o al escondite con mis amigas.

–Pues como te vuelva a oír una tontería más de esas ten por seguro que lo cumplo, y ahora espabílate, si no quieres que le cuente a tu padre que doña Fe se me queja que llegas todos los días tarde a la escuela y que estás cada vez más despistada. Y tú, Martín, arreando a llevar la comida al pastor. Entre uno y otro voy a acabar desquiciada…

Salí de casa a toda prisa con el firme propósito de dejar de preguntar cosas que no eran. Pero por el camino me pareció oír el ruido de unos pasos a mis espaldas y no pude evitar mirar varias veces hacía atrás pensando que me seguían. También pensé en mi tío Roque. Sabía que era ebanista porque en la entrada teníamos un arcón que había hecho con sus propias manos, aunque la verdad es que yo sólo le había visto una vez que nos visitó en la casilla. Me miró con unos ojos azules idénticos a los de mi madre y me sacó una almendra garrapiñada de la oreja que luego me ofreció en la mano. Me cayó muy bien el tío Roque la única vez que le vi.

 

 

Un episodio que ocurrió por entonces acrecentó mi miedo. Fue la visita de los gitanos a la casilla. La visión en la lejanía de su carro de colores, de sus pucheros, bruñidos por el sol, tambaleándose por el camino de tierra, de la media docena de galgos con un palo largo que pendía del cuello, me resultó tan extraordinaria que corrí a esconderme tras las faldas de mi madre.

Al llegar a la casilla se detuvieron. Junto con la pareja gitana venían seis o siete niños de diferentes edades que enseguida se bajaron del carro y se pusieron a hurgarlo todo.

La gitana, que llevaba un pañuelo con lentejuelas colgando de la frente, le mostró a mi madre algunas telas de colores que sacó de un enorme baúl de chapa y cuero. Después de estudiar la mercancía mi madre le compró una colcha brillante de figuras chinescas y varios metros de tela de algodón crudo para confeccionarnos ropa interior y camisones. En pago le dio unas monedas y dos gallinas.

Ya se iban cuando de pronto el patriarca se fijó en mí:

–Si quiere, señora, nos llevemos a esa niña y la vendemos.

–Llevadla si queréis –contestó mi madre en broma.

Aferrada a su cuerpo no pude aguantar la corajina.

–No, madre, no les dejes.

Todos se rieron de mí, incluida mi madre, que no tuvo más remedio que cogerme en brazos y no me volvió a bajar hasta que el carro, con toda su recua, se disipó a lo lejos.

Por la noche me despertaron unos aullidos. Y la visión de un fantasma vestido con la colcha de figuras chinescas que danzaba y agitaba los brazos multiplicando las sombras que proyectaba la luz de la vela, me heló la sangre. Me tenía acorralada en una esquina cuando, alertados por mis gritos, aparecieron mis padres. Levantaron la tela y descubrieron que bajo la colcha se ocultaba mi hermano. Nos dieron una buena tunda a los dos, prometiendo vendernos de verdad a los gitanos si una cosa así se volvía a repetir.

 

 

Después de ese suceso vivía en un estado permanente de tensión que tenía su punto álgido en mitad de la noche cuando en medio del silencio los ruidos procedentes del desván se hacían más patentes. O eso me parecía a mí. Además, los disparos en el monte, por aquellos días, se habían intensificado.

El once de agosto de mil novecientos treinta y seis, vísperas de mi décimo cumpleaños, unos hombres que no había visto en mi vida, pararon su furgoneta delante de la casilla y le preguntaron a mi madre por el tío Roque.

–Sé lo mismo que vosotros —contestó con acritud—, a estas alturas seguro que está criando malvas en cualquier cuneta.

–Bueno, Rosario, no te pongas así –le dijo un hombre bajito y calvo intentando ser cordial–, solo estamos examinando la zona. Al fin y al cabo es a la Guardia Civil a quien corresponde buscar a los huidos. Y dime, ¿no tendrás por ahí alguna pieza de esas que tu marido apresa tan hábilmente con cepos?

Me sorprendió que mi madre entrara en casa y, sin más, les entregara la liebre que al día siguiente, con motivo de mi cumpleaños, pensaba preparar con alubias. Ni que decir tiene que ellos la recibieron gustosos. Me pareció que mi madre respiraba aliviada al verlos partir.

Y esa misma noche vi el fantasma de mi tío Roque. Estaba más demacrado y flaco que el día que le conocí. Pero era él, seguro. Descendió del desván y al sentirse observado me miró con sus ojos azules y brillantes y se llevo el dedo índice a la boca en señal de silencio. Luego siguió bajando las escaleras y salió por la puerta sin hacer apenas ruido. Tardé en reaccionar y cuando lo hice desperté a mi hermano y, con la voz entrecortada y el corazón saliéndoseme del pecho, se lo conté. Me extrañó que me escuchara con tanta atención y que en contra de lo que yo esperaba, él, que siempre alimentaba mis miedos, me dijera que lo había soñado y que me volviera a dormir. No pude. Mi hermano tampoco. Al rato le oí levantarse “¿Dónde vas?’’, “A mear”, dijo, pero luego le oí cuchichear con mis padres en el cuarto de al lado. Se oyeron disparos. Tres, que sonaron muy cerca. Y un gemido ahogado en la habitación pegada a la nuestra que reconocí enseguida. “Calla, hostia”, oí decir a mi padre.

Mi madre nos levantó esa mañana más temprano que de costumbre. Parecía nerviosa y mientras desayunábamos las sopas de ajo, ella, que ese día dijo que no tenía apetito, anunció que se iba con mi hermano al pueblo y que yo tenía que llevarle la comida al pastor.

––¿Y pasar por delante de la fuentina? Ah, no, eso sí que no.

Mi madre me dio un tortazo.

–Vas porque te lo mando yo y no se hable más.

Con los ojos llenos de lágrimas me llevé la mano a la mejilla ardiente mientras veía como ellos alcanzaban la puerta y se marchaban, dejándome sola. Estaba claro que no me quedaba otra alternativa que hacer lo que mi madre me había dicho, pero no estaba dispuesta a pasar por la fuentina. Mientras preparaba el puchero con la sopa, los garbanzos y un trozo de tocino para el pastor, planeé que la mejor forma de bordear la fuente era dando un rodeo por el teso Trasranas.

Inicié el camino a paso ligero porque quería acabar cuanto antes. Además, cuanta más prisa me diera menos tiempo tendría para pensar en todas esas historias de muertos. Pero ya había subido un buen trecho del teso cuando volví a ver la aparición. El fantasma de mi tío Roque asomaba por entre unos zarzales. Eché a correr cuesta abajo con todas mis fuerzas.

–Espera, Clara –oí que decía la voz cada vez más cerca.

Una mano poderosa me agarró por la cintura y caí al suelo. Intenté desasirme pero notaba sobre mi cuerpo un peso enorme y apenas podía moverme. Por un momento pensé que se trataba de una de mis pesadillas y que en unos instantes, como me había ocurrido otras veces, despertaría en mi casa, en mi cama.

–No tengas miedo, soy yo, tu tío Roque.

–Mi tío Roque está muerto, tú eres su fantasma.

–Los fantasmas no existen, Clara.

–¿Cómo que no? La fuentina está llena de ellos.

–Eso es lo que te cuenta tu hermano Martín.

Dejé de forcejear unos instantes y le miré con sorpresa.

–Hace tiempo que me escondo en vuestro desván y sé los sustos que te pega por las noches. Dice todas esas cosas para atemorizarte, pero no son verdad.

–¿Entonces los disparos?

Esos si son de verdad. Estamos en guerra y unos hombres matan a otros. Conmigo ya lo han intentado dos veces, la última anoche. ¿Y sabes? Yo que nunca maté a nadie, ayer le disparé a un hombre. Creo que le di. Por eso me voy lejos, intentaré cruzar la frontera, salir del país. Así que posiblemente está sea la última vez que nos veamos.

Mientras escuchaba a mi tío él tocó mi oreja y sacó un minúsculo y precioso zapato de madera que todavía conservo, con su nombre tallado en la base.

–Es para ti, de recuerdo. Y no lo olvides nunca: los muertos no se aparecen. Es a la gente de este mundo a la que, en todo caso, hay que temer.

Luego desapareció. Yo continúe mi camino, pensando todo el rato en las palabras de mi tío Roque, intentando comprender su significado. Después de dejar el puchero con la comida al pastor inicié, desvanecidos por completo todos mis miedos, el camino de regreso a casa por la fuentina. Al llegar a este tramo del monte, atraída por el susurro incesante del agua, me acerqué a la fuente, me mojé las manos, bebí en ellas. Y mientras notaba el agua fría discurriendo por mi rostro, por mis mejillas, por mi cabello, me acordé del miedo que mi hermano siempre me metía en el cuerpo, de los ruidos las noches pasadas en el desván, del empeño con el que mi madre defendía que era sólo una lechuza, de la visita el día anterior de los hombres de la furgoneta, de los tres disparos, y las piezas de esa extraña historia empezaron a encajar.

Cuando a mediodía llegué a casa, mi madre y mi hermano ya habían vuelto del pueblo. Se habían enterado que habían matado a Federico, un joven Guardia Civil, la noche pasada en el monte. Mi madre estaba disgustada con la noticia, pues dejaba solas a su madre, ya muy mayor y con la cabeza perdida, y a dos hermanas jóvenes, pero me pareció que también estaba mucho más tranquila que cuando nos levantamos.

Mientras comíamos dije:

–Esta mañana ví al tío Roque.

Me miraron expectantes. Continué:

–Está bien y está vivo. Y esta vez tiene intención de marcharse al extranjero, así que igual no le volvemos a ver.

–¿Cómo sabes que era él si sólo le viste una vez? –preguntó Martín.

–Lo sé.

Para probar mi afirmación saqué el zapato del bolso de mi falda y lo puse sobre la mesa. Los dos lo observaron como si de un objeto sobrenatural y fascinante se tratase, pero no dijeron nada. Martín bajo la vista al plato, mi madre y yo, en cambio, nos miramos largamente. Luego, en silencio, seguimos comiendo.

 

Relato de Sol Gómez Arteaga

Publicado en el libro ya agotado “Los cinco de Trasrey y otros relatos”, que editó la actual Fundación Fermín Carnero en el año 2012.

En el blog “Sol a la tinaja también puedes encontrar otras interesantes publicaciones de la autora.

 

 

La noche más larga


—Santiaguín, fiyo, espierta… Santiago, por el amor de Dios, despierta…
—¿Qué ocurre padre? Es noche cerrada – protestó el muchacho intentando abrir los ojos llenos de legañas.
—Levántate hijo mío. Vete a casa de tía Alejandra y dile que venga corriendo que madre empeoró. Pídele también a tío Eliseo el caballo para ir a buscar el médico a Vegas.

Santiago, un muchacho menudo que no aparentaba los catorce años que acababa de cumplir, se levantó de un salto. A su lado, en un jergón de paja, dormían otros dos muchachos que no tenían ni diez años. Salió de la habitación a tientas, procurando no despertarlos. Al fondo de un pasillo de madera iluminado por una luz tenue que escapaba por una puerta entreabierta, un candil dibujaba un cuadro dramático. En un camastro una mujer respiraba con dificultad y a su lado una muchacha delgada con los ojos llenos de lágrimas sostenía una palangana con esputos y sangre.

—Tíooo, tíooo Liseu, ¡abra la puerta!
—¿Qué pasóu fiyu? ¿Qué horas son estas pa venir chamando d’esa manera?.
—Tío, deben ser las cuatro de la mañana. Mi madre se muere, y dice mi padre a ver si nos deja el caballo para ir a buscar al médico.
—Alejandraaaa, llevántate, que la mi hermana empioróu.

La escarcha crujía bajo el paso regular y firme del caballo y el cobertor con el que se cubría se iba tapizando con diminutas gotas blancas. El aire frío de la montaña, ese aire que le hería el rostro estaba a punto de llevarse a su mujer. Con siete hijos pequeños su mujer no tenía otra que ir al lavadero. Pobres pero limpios. Pobres y huérfanos, a partir de ahora. Tal vez el médico pudiese hacer algo. Tal vez no, ya que no, no era una pulmonía. La cosa pintaba bastante peor. Bien sabía que se trataba de tisis. Desde la siega de la hierba, Lucía tenía una tos fea y se había ido debilitando. Aún así, necesitaba llegar a Vegas lo antes posible para avisar al médico.

Los pensamientos se agolpaban en su cabeza como las abejas en primavera acuden a los enjambres. Padre, quería casarme con Lucía. ¿Pensástelo bien, fiyu miu?. Fíxate que nun tienes capital nengunu y quiciás nun te quieran. Padre, tengo brazos pa’ trabajar. Usted sabe que llevamos unos meses de novios y tiene que acompañarme a pedirla… Buenos días Ezequiel ¿da permiso pa’ entrar? Alantre. Pasaí, pasái a la cocina. ¿Qué vos trae por eiquí? Mira… Mateo quería casase con Lucía. Bueno, bueno, quisióu… Se yía voluntá d’ellos, el miu permiso tiénenlu.

Ensimismado por los recuerdos, el paso cadencioso del caballo y el cansancio hacían que la modorra se fuese apoderando de Mateo. Una extraña calma parecía invadirlo todo. De repente, el lejano aullido de un lobo convocando a la manada sobresaltó a jinete y montura. Como un rayo en una noche oscura, se iluminó todo un paisaje de miedos instintivos y atávicos. El caballo movió las orejas y relinchó nervioso y un escalofrío recorrió la espalda de Mateo que para conjurar el miedo empezó a rezar en voz alta un padrenuestro.

Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre… Se lo dije. Se lo dije. Lucía, no vayas hoy al lavadero. Se lo repetí. No vayas hoy al lavadero. No vayas, por Dios, avienta nieve… ¡Dios santo! ¡Qué desgraciado que soy! ¿Por qué la dejé ir al lavadero con la helada que había caído y por qué no le dije nada?…venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad… Mateo, cuida de Juanín. Baja al mercado este jueves y en casa del gallego cómprale unas botas nuevas. No mires el dinero, anda descalzo el pobrín… Quizás esas fuesen las últimas palabras que Mateo escuchó de Lucía.  …así en el cielo como en la tierra… ¡Arre, caballo! ¡Vamos, bonito, vamos!

Toda la vida con Lucía desfilaba por la cabeza de Mateo. Recordaba la mujer delicada que fue. Se fijó en ella por primera vez en las fiestas del Cristo de Monterredondo del año anterior a la guerra. Para Mateo, cuarenta largos meses había durado el noviazgo, como la guerra. Recordaba los cientos de cartas que imaginó en la trinchera y nunca le escribió. Recordó el lazo rojo que le compró en Oviedo y que nunca le mandó. Querida Lucía, espero que a la llegada de la presente te encuentres bien de salud. Por aquí no hay grandes novedades. Cada día te tengo presente, desde que amanece hasta que se pone el sol. Eres la mujer más guapa que conocí… Para Lucía el noviazgo comenzó el año que acabó la guerra. Mateo había vuelto del frente asturiano, y ya no era el muchacho lampiño de tres años atrás. Ahora era lo que se decía un buen mozo y tenía la energía de quien puede con todo y nada se le pone por delante. En la fiesta de San Juan la había sacado a bailar y allí empezaron a conversar. Después vino San Pedro, el Carmen, San Lorenzo, la Asunción… Para las Candelas ya eran novios. Después vinieron los ‘aproclamos’ y la boda. Y llegó un primer hijo, y un segundo, y un tercero… y un cuarto. Y así hasta siete. El último de ellos cumplirá tres años en la primavera.

Quizás tenía que haber buscado al médico hace días, cuando se le agravó la tos. Esto pasa, Mateo, esta tos acaba pasando, le decía Lucía. ¿Por qué le hizo caso?

Dice Tirso que dijeron en la radio que salió un medicamento que cura la tisis, pero seguro que los pobres nunca llegaremos a probarlo. ¡Qué desgracia más grande ser pobre! Dicen que los pobres no vivimos la muerte de la misma manera que el resto de la gente. Dicen que tenemos muchos hijos y que estamos acostumbrados a ver cómo se nos mueren y que no sentimos el dolor de la misma manera. Dicen que estamos acostumbrados a la muerte… ¿Qué sabrán ellos? ¿Qué voy a hacer con siete rapacines, con siete boquinas que alimentar? Dios mío, ¡qué dolor! Me va a partir el pecho en dos.

¿Qué voy hacer con siete hijines? ¿pero qué voy a hacer yo solo? ¡Virgen santa! Padre nuestro que estás en cielo, santificado sea tu nombre… Un sollozo entrecortado interrumpió el rezo. La luz de la luna reflejada en la escarcha mostraba toda la crudeza del invierno leonés. Aun así, urces, robles desprovistos de hojas y yerbas chamuscadas por la helada probaban que había vida en medio de tanta aspereza.

—Ale, caballín, ale. Ale, valiente, vamos. Que detrás de esa cuestina está el pueblo.  Vamos, valiente, vaaamos, que ya llegamos. Un repechín más y llegamos, intentaba animarse.

Al fondo, detrás de la ladera, el sol comenzaba a desperezarse. Serían casi las ocho de la mañana, y el ladrido lejano de un perro avisaba de la cercanía de Vegas, el pueblo del médico.

—Don Rosendo, Don Rosendo, gritó Mateo golpeando con fuerza el picaporte de un portón grande de madera.

Un criado del médico envuelto en una manta le abrió la puerta del portal y lo invitó a sentarse en un escañil al lado de una estufa de leña que aún conservaba brasas de la noche anterior. Al aparecer el médico, Mateo con un movimiento rápido se quitó la boina y retorciéndola nerviosamente con las dos manos, explicó con un hilo de voz: Buenos días Don Rosendo. Perdone que lo moleste a estas horas. Vengo de Valdeferrera, mi mujer se muere. A ver si usted puede hacer algo.

—Ulpiano, ensilla el caballo lo antes que puedas. Pero primero lleve a este hombre a la cocina que se caliente un poco y coma algo. Con este frío le va a dar una pulmonía, ¿no ve cómo está tiritando?

Cierto. Mateo tiritaba, pero no era frío. Era miedo. Ahora que llegaba el día, para él comenzaba la noche más larga.

 

Gregorio Urz – León, enero de 2017

La foto que acompaña la entrada es de perez rayego on Foter.com / CC BY-NC-SA

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