El grajo y el halcón


Don Anastasio el grajo, circunspecto y luciendo brillante librea de color azabache azulado, ha establecido su nido en el viejo chopo del camino que lleva al río. Lo ha construido muy al gusto de su señora, doña Carmencita, que es una graja muy pulida y remilgada que proviene de distinguida familia, no en vano nació en el pináculo derecho de la catedral de León y, con no poco disgusto de la familia, se ha venido a vivir al pueblo.

En su nido, pulcramente acolchado en su interior, han tenido familia por vez primera. Tres pollastres cabezones, cubiertos de plumón, que con sus grisáceos ojos y su pico abierto no conceden descanso a sus progenitores lanzando estridentes graznidos que salen de unos buches que nunca parecen verse satisfechos. Esto agota a sus padres que por ser novicios en el tema de la crianza, no han conocido el descanso desde la gozosa eclosión.

A don Anastasio le hubiera gustado más anidar, como todos los grajos, en colonias agitadas y bulliciosas que componen una sociedad más o menos bien avenida. Si tal cosa no ha hecho fue por complacer a su esposa que, por venir de alta cuna, no gusta de confundirse con el populacho. Así es que el abnegado esposo ha tenido que empezar a construir su nueva morada, sin planos ni dirección técnica, guiándose únicamente por lo que le dicta el instinto.

Hace un par de días, hasta el chopo de la feliz pareja, ha llegado temblorosa y compungida doña Araceli, la torcaz que también tiene sus cuitas porque está criando a su prole en la copa de un enorme nogal que destaca entre cultivos, hoy medio abandonados. Venía con el corazón en la boca, temerosa de que don Herminio, el azor, o doña Gertrudis, su corpulenta señora, la hubieran divisado en su trajín diario de ir a buscar el sustento y ya se sabe que estos son pájaros con malas pulgas.

La visita no ha sido del agrado de don Anastasio que sabe que doña Carmencita no quiere relaciones con desconocidos y menos de otra condición aviaria. Así pues le ha recriminado con cara de pocos amigos que sin pedir permiso alguno, doña Araceli haya acudido a resguardarse, en previsión de males mayores en el árbol de titularidad grajuna. De poco han valido las disculpas y lamentaciones de la señora torcaz aduciendo que al ver la familia de azores merodeando por la zona, se refugiara espantada. Le ha pedido que se vaya. Y rápido.

No se tome como descortesía el comportamiento un tanto áspero de Don Anastasio, pero por un lado cuenta con la intemperancia de doña Carmencita y por otro los informes poco tranquilizadores que le ha pasado, desde hace una semana, el taimado Don Aníbal, el raposo de la zona que también se esfuerza igualmente en sacar su familia adelante, y para ello recorre diariamente los árboles que sabe con nidos porque siempre puede caer un huevo mal colocado o algún pollo de cualquier estirpe tras una desavenencia entre hermanos.

Don Aníbal va un poco mayor y el reuma empieza a cebarse en su cuerpo. Suerte que ahora, al disminuir los habitantes en algunos pueblos del Órbigo, la desidia por la caza, la disminución del tráfico y persecución de fauna silvestre, le permite hacer su recorrido sin jugarse el tipo como antes. No tiene nada contra su plumífero vecindario e incluso se detiene alguna vez a conversar y dar noticias de cómo van las cosas. Además ahora lleva la vida más calmada. Lejanos le quedan ya aquellos días en que perseguía conejos con entrega y dedicación.

Aquella mañana se detuvo a parlamentar con don Anastasio, indicándole que la familia de los azores estaba incrementando la presión sobre las volátiles vecinas porque sus hijines ya van crecidos y estando a punto de salir, se ponen imposible exigiendo cada día más pitanza. Así es que lo más prudente es estar ojo avizor – nunca mejor dicho – contra las incursiones de Don Herminio y dona Gertrudis. Aún no está claro si la intención de don Aníbal es recta o torcida piensa el buen grajo. Tal vez haya torcidas intenciones en su advertencia.

Contrariado por la noticia, espera la llegada de doña Carmencita que ha traído las piltrafas de un lagarto arrollado por un coche y lo ha repartido entre agrias disputas fraternas a la hora de comer, y se apresura a notificar este particular a su señora. A doña Carmencita que considera una ordinariez y una falta de cortesía arrebatar criaturas ajenas para llevar el sustento a nido propio, ha erizado la pluma y ha lanzado un pedregoso graznido, visiblemente molesta.

Ya por la noche, con la quietud de sus vástagos, ha comentado que hay que estar muy precavidos ante cualquier inesperada y maliciosa visita, que no se paren mientes en rechazar a cualquier intruso, justo ahora que sus grajines están ya próximos a la emancipación y casi no se soportan en el nido. También merodea una lechuza, doña Albertita pero incluso en lo más oscuro de la noche, el ronquido seco de don Anastasio la ha puesto en fuga sin más contemplaciones. ¡No vaya a ser!

Coincidencias de la vida, amanece un domingo plácido y soleado. Apuntando el alba ha habido movimiento de coches de mozalbetes trasnochadores que vienen de sus aventuras nocturnas pero ahora, con la quietud de la mañana, todo está en calma. Ni el viento ni la brisa hacen acto de presencia. Un profundo silencio se deja sentir sobre la verde campiña del valle cuando de repente la amenazadora sombra de doña Gertrudis se cierne sobre el nido del viejo chopo del camino que lleva al río.

Doña Carmencita se encoge en su nido intentando cobijar a sus crecidos hijos que no alcanzan a comprender la gravedad de la situación. Un amenazante vuelo de aproximación le hace comprender que ha sido descubierta y que el peligro es inminente, así pues, horrorizada, lanza desgarradores graznidos que al punto son escuchados por don Anastasio que, en su turno de asueto, ha aprovechado para ir a hacer sus abluciones diarias a una charca despejada de matorrales alrededor libre de cualquier posible asechanza.

El astuto grajo, en plenitud de facultades y agudo de sentidos, vuela raudo hacia su morada mientras eleva una plegaria y maldice el día que le hizo caso a su esposa. De haber vivido en comunidad, estos sobresaltos no le turbarían el ánimo. Sea como fuere acude veloz en defensa de los suyos. Doña Gertrudis se ha lanzado como una exhalación contra el nido de Doña Carmencita que se encoge intentando evitar el desastre. Un palitroque atravesado le ha salvado de unas garras poderosas en primera instancia.

Doña Gertrudis se dispone a redondear su faena y gira veloz como el rayo para ejecutar a su posible víctima cuando el ataque de don Anastasio, que se ha elevado a una altura superior trunca  el asalto. Doña Gertrudis se retuerce con las garras hacia arriba intentando en vano hacer presa en su interceptor que esquiva cualquier tentativa y ataca siempre sobre los flancos desguarnecidos, mientras lanza graznidos como roncos quejidos. Doña Carmencita espoleada por el auxilio de su compañero, se envalentona y ataca a su vez, siempre muy precavida.

El combate se dilucida cuando Doña Carmencita en un alarde de intrepidez lanza un picotazo contra la rabadilla de su asaltante y le arranca un pellizco de plumas, algo indignante que hace retroceder a la señora azor que se retira intentando escapar de la forma más decorosa posible. Dolida en su amor propio abandona ultrajada por un par de individuos muy por debajo de sus capacidades de rapiña. No volverá a intentarlo. Conoce empresas más asequibles.

Pasado el apretón la pareja de grajos comprueban que su prole no ha sufrido ningún daño y la prueba es que rápidamente empieza a demandar su ración diaria. Nada indica que vuelva a repetirse la agresión de la señora azor que se pierde humillada en el horizonte jaleada con el graznar lejano de don Anastasio que, envalentonado, amenaza vociferante que la próxima vez perderá algo más que un puñado de plumas.

Don Anastasio que no está fuerte en historia, sólo alcanza a recordar que quizá esta hembra de azor sea descendiente de aquel azor que, según la leyenda, encandilo a Sancho I y costó la independencia de Castilla, pero él es puramente leonés, quizá con más méritos que osos, rebecos o urogallos y ha demostrado con creces de que madera están hechos algunos hijos de esta tierra.

A lo lejos varios espectadores han presenciado el lance. Doña Araceli sigue temblorosa al lado de su tembloroso y pusilánime marido. Don Aníbal se siente reconfortado y lo demuestra relamiendo su morro peludo. Aún recuerda la pérdida de un hijín suyo que, siendo de muy tierna edad, tuvo la mala fortuna de alejarse en exceso de la zorrera. Don Herminio no le dio una segunda oportunidad y su niño sirvió aquel día de cena.

A lo lejos comienza a sonar la campana de la iglesia y la cigüeña, importunada, extiende sus alas con desdén desde la espadaña de la torre, lanzándose a un vuelo majestuoso ante la admiración de sus cigüeñines que, entusiasmados, contemplan las evoluciones de su progenitora. Proyecta  la zancuda su sombra sobre el nido de la familia de grajos que ya no se sienten intimidados por los visitantes alados sea cual sea su tamaño. Sin embargo muestran su desagrado por la intromisión de su intimidad carraspeando  con irritación.

Mientras, Don Aníbal, espectador privilegiado del combate aéreo, saborea su diferida venganza y pasea su reumatismo pensando que estas anécdotas sólo pueden suceder en el inmortal León. Y sumido en sus pensamientos se pierde por el camino que lleva al río con su trote armonioso aunque renco y su peludo rabo oscilante.

Urbicum Flumen, junio de 2020

Historias que no fueron pero pudieron ser


Me han hecho llegar uno de esos libros que sólo se suelen leer una vez en la vida. El libro en cuestión es viejo y su título no viene al caso. Las páginas están amarillentas, con esa pátina que los años imprimen al papel y que le confiere un aire solemne. Al hojearlo someramente comprobé que, en su interior, había un par de cuartillas con cuidada caligrafía, propia de tiempos pretéritos. Picada mi curiosidad, no pude por menos que deslizar la vista sobre ellas y comprobé que era una historia que paso a reproducir.

Allá en el Órbigo, donde el agua coge mansedumbre por tramos, en uno de los pozos que el capricho de la naturaleza crea, esculpiendo taludes de arcilla cuando furioso llega crecido por el deshielo y las primeras lluvias primaverales, reside desde ya hace bastantes años Doña Rosaura, la vieja trucha que pausada, deambula de vez en cuando sorteando los torbellinos que generan traicioneros remolinos. Elude los furtivos para lo que no suele alejarse de los tueros que, siempre inquietantes, se descomponen premiosamente en el lecho del río.

Doña Rosaura es viuda de Don Estanislao que pereció siendo aún bastante joven  enmallado en la red que desaprensivos ribereños largaron una noche en la que, a la manera tradicional, hicieron el cerco en una tablada después de haber cruzado el extremo del trasmallo un jinete sobre recio alazán. Era una plácida noche de verano cuando el matrimonio salmónido cenaba un liviano plato de mosquitos a la hora del sereno. Nuestra amiga, siempre suspicaz, pudo escapar a tiempo pero su marido no tuvo tanta suerte.

La pareja se había conocido cuando unos parientes habían bajado de las Omañas, porque hasta ellos había llegado la noticia de que se había construido un puente por el que circulaba un ruidoso artefacto que soltaba humo por una chimenea y que discurría sobre unos railes de hierro, circulando periódicamente y espantando a los habitantes fluviales de los alrededores. Acompañando a sus dos parientes había venido Don Estanislao, un macho de trucha con una planta imponente que cautivó a doña Rosaura desde el primer momento.

Otro galán cortejaba en vano a doña Rosaura. El pobre hacía un gran recorrido porque llegaba desde Villarroquel y una ocasión corrió un grave peligro con una inesperada riada que le hizo tener que resguardarse cerca de una semana. El infeliz, si ya no gozaba de los favores femeninos, pronto fue desplazado por su competidor omañés. Un día, cuando ya Don Estanislao era novio declarado de nuestra protagonista, tuvo una trifulca con el pretendiente del río Luna y doña Rosaura tuvo que mediar en el asunto despidiéndolo educadamente.

El lóbrego llágano próximo a uno de los puertos desde donde arranca una presa de riego, fue el hogar conyugal, y ahora es morada triste de la viuda que añora tiempos pasados. Rara vez alguno de sus hijos viene a visitarla, y es que como los peces que dejan los huevos a merced de las aguas, las relaciones maternofiliales no son muy estrechas. Últimamente un barbo de gran tamaño se deja ver por su pozo, pero al tratarse de otra estirpe, su presencia tampoco es lo que se dice objeto de amistad. Además Doña Rosaura se zampó a varios de sus familiares y aún tiene mala conciencia.

Nuestra protagonista ya achacosa por la edad ha perdido algunos dientes y ya no puede comer cangrejos grandes, come mosquitos y larvas de insectos que la corriente arrastra. En verano come pequeños renacuajos pero las bermejuelas, bogas y cabezones ya se le hacen demasiado rápidos. Igualmente levanta piedras con el hocico para comer gusarapas y rangajos, maraballos les dicen más al norte. Tampoco desdeña los saltamontes que caen al agua.

La cuestión es que además de otros achaques de la edad, empieza a notar que el reuma, fruto de muchos años soportando las frías aguas del deshielo, pasan factura. Lejanos quedan los tiempos en los que se enfrentaba con bravura sin igual a las tumultuosas corrientes o saltaba fuera del agua, cayendo con gran estruendo en cálidos anocheceres veraniegos, causando sorpresa y admiración entre las familias que se acercaban al río a merendar.

Nuestra amiga también sabe lo que es estar al borde de la muerte. Siendo joven tuvo un error funesto y confundió una rata de las que pululan por los márgenes del agua, con una nutria que, mitad en broma, mitad en serio, quiso ponerla en el menú. Su juventud y su rapidez le salvaron de las feroces fauces de aquella fiera. Jamás olvidará las habilidades de aquel bicho bajo el agua. Siendo algo más mayor también escapó a los afilados dientes de un cerpón, con que un émulo de Neptuno, llamado Juan, quiso ensartarla. Unas ramas de aliso lo impidieron.

Cuando llega el verano La señora trucha gusta de refugiarse durante la canícula entre la fresca maraña que ofrecen las ahocas y aunque las pintas que adornaban su librea ya son más mortecinas, se cuida de pasar desapercibida entre las que son más profundas e inquietantes y en las que se queda velada mimetizando el color de su cuerpo con el suelo. Otras veces…

Y aquí se truncaba la narración que ocupaba ambas cuartillas. Sorprendido por la brusca interrupción del relato, aunque no fuera una historia deslumbrante, coloqué el libro boca abajo con las hojas abiertas por ver si entre otras páginas pudiera estar la conclusión de este relato, curioso por conocer el desenlace que le daba su autor. No había más cuartillas pero en su lugar, de entre las últimas hojas, cayó un sobre color sepia, por el que hube de agacharme.

Al recogerlo note que contenía algo en su interior. Bajo la solapa asomó otra cuartilla que en nada se parecía a las anteriores y, como a su amparo, había una foto con la imagen cuarteada y tonalidad mate, Se trataba de una niña vestida de blanco que a duras penas sostenía un ejemplar de trucha de grandes dimensiones con una boca abierta enorme. Sin saber por qué, raudo le di vuelta aquella foto y en la esquina izquierda de su reverso, podía leerse, con la misma caligrafía de las cuartillas, un nombre: María José.

Repasado el retrato volví los ojos sobre la cuartilla que resultó ser una carta remitida por un soldado que había escrito a sus padres desde el frente. Estaba fechada a trece de setiembre del 38 y en ella refería como hallándose en las cercanías de la Sierra de Pandols, a la que había sido desplazado con su batallón de ametralladoras, refería que el día anterior habían sufrido una encarnizada refriega con gran número de bajas por ambas partes.

Líneas más abajo narraba que había caído en combate un compañero suyo del pueblo de Ponjos y que confiaba en que enviaran su cuerpo a casa. Me sorprendió un círculo desvaído sobre aquellas letras escritas con tinta medio lavada, como si algo hubiera humedecido el papel y trasluciese por ambas caras. Cambiaba el ritmo de escritura después, como si se hubiera interrumpido en su línea argumental y hubiera adquirido un tono más introspectivo, más trágico. Sin lugar a dudas la letra era la misma del relato y del reverso de la foto.

Con aquel variopinto material, difícil de articular, mi imaginación viajó por otros derroteros y columbró si aquel humilde narrador habría salido bien parado de la contienda. Quizá habría perecido en ella. Con la fecha y el remite desde Gandesa en Tarragona, no quedaba duda de que había estado en el frente del Ebro. No sé muy bien por qué me asalto una cierta tristeza. ¿Cómo podía llegar a saber cuál fue su desenlace? La única posibilidad sería viajar hasta el pueblo de sus padres y comenzar a indagar entre el vecindario, cosa que me parecía excesiva.

Repase una y otra vez el libro en busca de alguna pista más, algún apunte que aún pudiera dormir entre sus páginas, pero todo fue en vano, allí no había nada más. Pensé que mi curiosidad no se vería saciada hasta que, de forma casi instintiva, mis ojos repararon de nuevo en el reverso de la foto. Sí allí estaba la solución al enigma. Con la misma letra de todo lo demás, en un extremo medio raído de la foto, apenas si alcanzaba a leerse escrito a lápiz: Turcia 1960. Respiré aliviado. Momentos después me sorprendí a mí mismo con una estúpida sonrisa mientras pensaba: ¿Qué sería de doña Rosaura?

Urbicum Flumen

La fuentina


 –¿No oyes los disparos? –preguntaba mi hermano Martín.

Yo contestaba en un susurro que sí, que los oía, aunque hubiera sido mejor hacerme la dormida, porque sabía lo que venía a continuación:

–Otro rojo que han sacado de casa para fusilarlo en la fuentina. Mañana cuando lleve la comida al pastor me encontraré con su fantasma.

La fuentina estaba en un bajo del monte cerca de la casilla de camineros en la que vivíamos. Desde que empezó la guerra se comentaba que por la noche llevaban a la gente para fusilarla y luego enterraban sus cuerpos en una hondonada que había a escasos metros. Yo no sabía si eso era verdad, pero después de las palabras de mi hermano ya no podía pegar ojo o, si lo hacía, tenía pesadillas en las que los esqueletos de los muertos se me aparecían a los pies de la cama, me miraban desde sus cuencas luminosas, me sonreían con sus enormes dentaduras, acercaban sus falanges a mi rostro, intentaban tocarme. Aunque antes de que lo hicieran siempre me despertaba, llorando.

El resto de la noche lo pasaba acurrucada entre las sábanas, sin poderme dormir. A veces me parecía oír ruidos de pisadas en el desván o un chasquido, y la idea de una presencia en la planta superior de la casa, a la que se accedía desde nuestro cuarto por una escalera, me hacía acurrucarme más sobre mí misma.

Mis terrores nocturnos se mitigaban con las primeras luces al oír a mi padre levantarse para ir a trabajar a los caminos, a mi madre llamarnos “Martín, Clara” mientras preparaba la comida que más tarde mi hermano le llevaba al pastor que por entonces nos cuidaba las ovejas, pero no llegaban a desaparecer del todo. Y mientras desayunábamos las sopas de ajo no podía evitar contarles los ruidos que había oído la noche anterior. Mi madre aseguraba que los disparos eran de cazadores furtivos que aprovechaban la oscuridad para burlar al guarda del monte y, los sonidos del desván, los silbidos de una lechuza que por entonces se aposentaba en una rama del nogal que había en la parte de atrás de nuestra casa y se colaba en mitad de la noche por algún agujero de la techumbre.

­–¿Entonces no son rojos? –preguntaba yo aliviada.

–¡Qué dices de rojos, Clara, qué tontuna es esa!

Yo miraba a Martín que desviaba la vista para otro lado, simulando no saber de lo que hablábamos, y solía callarme. Pero un día me atreví a ir más lejos.

–¿Y nosotros de cuál somos?

–Nosotros de nada.

–Y eso que dicen del tío Roque que salió huyendo de Nava porque unos hombres le seguían con pistolas…

–¿Quién te ha dicho eso?

–El otro día al salir de misa.

–Habladurías de la gente que no tiene otra cosa mejor que hacer. Otro gallo cantaría si en vez de tanto chismorrear las beatas se dedicaran a hacer cosas de provecho. A partir del domingo te quedas en casa, y cuando el cura o la maestra te pregunten por qué no fuiste el domingo a la iglesia, les dices que tuviste anginas.

–No, eso no, madre.

Privarme de la posibilidad de ir un domingo al pueblo, a pesar de los seis kilómetros que tenía que recorrer hasta llegar a Nava, era para mí el mayor de los castigos, y es que después de misa siempre me podía comprar un pirulí en casa de la tía Jurela y jugar un rato a la comba o al escondite con mis amigas.

–Pues como te vuelva a oír una tontería más de esas ten por seguro que lo cumplo, y ahora espabílate, si no quieres que le cuente a tu padre que doña Fe se me queja que llegas todos los días tarde a la escuela y que estás cada vez más despistada. Y tú, Martín, arreando a llevar la comida al pastor. Entre uno y otro voy a acabar desquiciada…

Salí de casa a toda prisa con el firme propósito de dejar de preguntar cosas que no eran. Pero por el camino me pareció oír el ruido de unos pasos a mis espaldas y no pude evitar mirar varias veces hacía atrás pensando que me seguían. También pensé en mi tío Roque. Sabía que era ebanista porque en la entrada teníamos un arcón que había hecho con sus propias manos, aunque la verdad es que yo sólo le había visto una vez que nos visitó en la casilla. Me miró con unos ojos azules idénticos a los de mi madre y me sacó una almendra garrapiñada de la oreja que luego me ofreció en la mano. Me cayó muy bien el tío Roque la única vez que le vi.

 

 

Un episodio que ocurrió por entonces acrecentó mi miedo. Fue la visita de los gitanos a la casilla. La visión en la lejanía de su carro de colores, de sus pucheros, bruñidos por el sol, tambaleándose por el camino de tierra, de la media docena de galgos con un palo largo que pendía del cuello, me resultó tan extraordinaria que corrí a esconderme tras las faldas de mi madre.

Al llegar a la casilla se detuvieron. Junto con la pareja gitana venían seis o siete niños de diferentes edades que enseguida se bajaron del carro y se pusieron a hurgarlo todo.

La gitana, que llevaba un pañuelo con lentejuelas colgando de la frente, le mostró a mi madre algunas telas de colores que sacó de un enorme baúl de chapa y cuero. Después de estudiar la mercancía mi madre le compró una colcha brillante de figuras chinescas y varios metros de tela de algodón crudo para confeccionarnos ropa interior y camisones. En pago le dio unas monedas y dos gallinas.

Ya se iban cuando de pronto el patriarca se fijó en mí:

–Si quiere, señora, nos llevemos a esa niña y la vendemos.

–Llevadla si queréis –contestó mi madre en broma.

Aferrada a su cuerpo no pude aguantar la corajina.

–No, madre, no les dejes.

Todos se rieron de mí, incluida mi madre, que no tuvo más remedio que cogerme en brazos y no me volvió a bajar hasta que el carro, con toda su recua, se disipó a lo lejos.

Por la noche me despertaron unos aullidos. Y la visión de un fantasma vestido con la colcha de figuras chinescas que danzaba y agitaba los brazos multiplicando las sombras que proyectaba la luz de la vela, me heló la sangre. Me tenía acorralada en una esquina cuando, alertados por mis gritos, aparecieron mis padres. Levantaron la tela y descubrieron que bajo la colcha se ocultaba mi hermano. Nos dieron una buena tunda a los dos, prometiendo vendernos de verdad a los gitanos si una cosa así se volvía a repetir.

 

 

Después de ese suceso vivía en un estado permanente de tensión que tenía su punto álgido en mitad de la noche cuando en medio del silencio los ruidos procedentes del desván se hacían más patentes. O eso me parecía a mí. Además, los disparos en el monte, por aquellos días, se habían intensificado.

El once de agosto de mil novecientos treinta y seis, vísperas de mi décimo cumpleaños, unos hombres que no había visto en mi vida, pararon su furgoneta delante de la casilla y le preguntaron a mi madre por el tío Roque.

–Sé lo mismo que vosotros —contestó con acritud—, a estas alturas seguro que está criando malvas en cualquier cuneta.

–Bueno, Rosario, no te pongas así –le dijo un hombre bajito y calvo intentando ser cordial–, solo estamos examinando la zona. Al fin y al cabo es a la Guardia Civil a quien corresponde buscar a los huidos. Y dime, ¿no tendrás por ahí alguna pieza de esas que tu marido apresa tan hábilmente con cepos?

Me sorprendió que mi madre entrara en casa y, sin más, les entregara la liebre que al día siguiente, con motivo de mi cumpleaños, pensaba preparar con alubias. Ni que decir tiene que ellos la recibieron gustosos. Me pareció que mi madre respiraba aliviada al verlos partir.

Y esa misma noche vi el fantasma de mi tío Roque. Estaba más demacrado y flaco que el día que le conocí. Pero era él, seguro. Descendió del desván y al sentirse observado me miró con sus ojos azules y brillantes y se llevo el dedo índice a la boca en señal de silencio. Luego siguió bajando las escaleras y salió por la puerta sin hacer apenas ruido. Tardé en reaccionar y cuando lo hice desperté a mi hermano y, con la voz entrecortada y el corazón saliéndoseme del pecho, se lo conté. Me extrañó que me escuchara con tanta atención y que en contra de lo que yo esperaba, él, que siempre alimentaba mis miedos, me dijera que lo había soñado y que me volviera a dormir. No pude. Mi hermano tampoco. Al rato le oí levantarse “¿Dónde vas?’’, “A mear”, dijo, pero luego le oí cuchichear con mis padres en el cuarto de al lado. Se oyeron disparos. Tres, que sonaron muy cerca. Y un gemido ahogado en la habitación pegada a la nuestra que reconocí enseguida. “Calla, hostia”, oí decir a mi padre.

Mi madre nos levantó esa mañana más temprano que de costumbre. Parecía nerviosa y mientras desayunábamos las sopas de ajo, ella, que ese día dijo que no tenía apetito, anunció que se iba con mi hermano al pueblo y que yo tenía que llevarle la comida al pastor.

––¿Y pasar por delante de la fuentina? Ah, no, eso sí que no.

Mi madre me dio un tortazo.

–Vas porque te lo mando yo y no se hable más.

Con los ojos llenos de lágrimas me llevé la mano a la mejilla ardiente mientras veía como ellos alcanzaban la puerta y se marchaban, dejándome sola. Estaba claro que no me quedaba otra alternativa que hacer lo que mi madre me había dicho, pero no estaba dispuesta a pasar por la fuentina. Mientras preparaba el puchero con la sopa, los garbanzos y un trozo de tocino para el pastor, planeé que la mejor forma de bordear la fuente era dando un rodeo por el teso Trasranas.

Inicié el camino a paso ligero porque quería acabar cuanto antes. Además, cuanta más prisa me diera menos tiempo tendría para pensar en todas esas historias de muertos. Pero ya había subido un buen trecho del teso cuando volví a ver la aparición. El fantasma de mi tío Roque asomaba por entre unos zarzales. Eché a correr cuesta abajo con todas mis fuerzas.

–Espera, Clara –oí que decía la voz cada vez más cerca.

Una mano poderosa me agarró por la cintura y caí al suelo. Intenté desasirme pero notaba sobre mi cuerpo un peso enorme y apenas podía moverme. Por un momento pensé que se trataba de una de mis pesadillas y que en unos instantes, como me había ocurrido otras veces, despertaría en mi casa, en mi cama.

–No tengas miedo, soy yo, tu tío Roque.

–Mi tío Roque está muerto, tú eres su fantasma.

–Los fantasmas no existen, Clara.

–¿Cómo que no? La fuentina está llena de ellos.

–Eso es lo que te cuenta tu hermano Martín.

Dejé de forcejear unos instantes y le miré con sorpresa.

–Hace tiempo que me escondo en vuestro desván y sé los sustos que te pega por las noches. Dice todas esas cosas para atemorizarte, pero no son verdad.

–¿Entonces los disparos?

Esos si son de verdad. Estamos en guerra y unos hombres matan a otros. Conmigo ya lo han intentado dos veces, la última anoche. ¿Y sabes? Yo que nunca maté a nadie, ayer le disparé a un hombre. Creo que le di. Por eso me voy lejos, intentaré cruzar la frontera, salir del país. Así que posiblemente está sea la última vez que nos veamos.

Mientras escuchaba a mi tío él tocó mi oreja y sacó un minúsculo y precioso zapato de madera que todavía conservo, con su nombre tallado en la base.

–Es para ti, de recuerdo. Y no lo olvides nunca: los muertos no se aparecen. Es a la gente de este mundo a la que, en todo caso, hay que temer.

Luego desapareció. Yo continúe mi camino, pensando todo el rato en las palabras de mi tío Roque, intentando comprender su significado. Después de dejar el puchero con la comida al pastor inicié, desvanecidos por completo todos mis miedos, el camino de regreso a casa por la fuentina. Al llegar a este tramo del monte, atraída por el susurro incesante del agua, me acerqué a la fuente, me mojé las manos, bebí en ellas. Y mientras notaba el agua fría discurriendo por mi rostro, por mis mejillas, por mi cabello, me acordé del miedo que mi hermano siempre me metía en el cuerpo, de los ruidos las noches pasadas en el desván, del empeño con el que mi madre defendía que era sólo una lechuza, de la visita el día anterior de los hombres de la furgoneta, de los tres disparos, y las piezas de esa extraña historia empezaron a encajar.

Cuando a mediodía llegué a casa, mi madre y mi hermano ya habían vuelto del pueblo. Se habían enterado que habían matado a Federico, un joven Guardia Civil, la noche pasada en el monte. Mi madre estaba disgustada con la noticia, pues dejaba solas a su madre, ya muy mayor y con la cabeza perdida, y a dos hermanas jóvenes, pero me pareció que también estaba mucho más tranquila que cuando nos levantamos.

Mientras comíamos dije:

–Esta mañana ví al tío Roque.

Me miraron expectantes. Continué:

–Está bien y está vivo. Y esta vez tiene intención de marcharse al extranjero, así que igual no le volvemos a ver.

–¿Cómo sabes que era él si sólo le viste una vez? –preguntó Martín.

–Lo sé.

Para probar mi afirmación saqué el zapato del bolso de mi falda y lo puse sobre la mesa. Los dos lo observaron como si de un objeto sobrenatural y fascinante se tratase, pero no dijeron nada. Martín bajo la vista al plato, mi madre y yo, en cambio, nos miramos largamente. Luego, en silencio, seguimos comiendo.

 

Relato de Sol Gómez Arteaga

Publicado en el libro ya agotado “Los cinco de Trasrey y otros relatos”, que editó la actual Fundación Fermín Carnero en el año 2012.

En el blog “Sol a la tinaja también puedes encontrar otras interesantes publicaciones de la autora.

 

 

Ángela


Hubo un tiempo en que la caza no era un lujo sino una necesidad. Era la única opción de los pobres de llevar un trozo de carne a la boca. Y aquella perrina, la Mori, era una bendición.

Era infalible siguiendo el rastro de animales. Cazaba perdices, cogolladas, o curros antes de que levantasen el vuelo, y con las nevadas del invierno siempre atrapaba alguna liebre o conejo… Era tal la inteligencia de aquel animal que algunos días al amanecer cuando Toña, su propietaria, abría la puerta de la calle, allí estaba la Mori sentada con una pieza en la boca.

Conocedores los vecinos de aquella habilidad, no le faltaban a la dueña ofertas de compra por el animal. Abilio el pastor le ofreció un cordero. “El mejor de la cuadra, el que tu elijas”, le decía; Marcelo llegó a ofrecerle 20 duros; Julián se la cambiaba por dos ovejas… Pero ni por todo el oro del mundo Toña se hubiese desprendido de ella.

Cada día, antes de ir a dormir, Toña en una lata vieja de hojalata colocaba las sobras de la cena y las compartía con la perra. Disfrutaba acariciándola y jugando con ella. Una y otra vez le pasaba la mano por la cabeza y el lomo, le tiraba con dulzura de las orejas y la abrazaba. La Mori respondía a estas señales de amistad tirándose boca arriba y dejándose acariciar la barriga o saltando y mordiendo las manos de Toña sin llegar a hacerle daño.

Una noche de abril, la Mori no apareció. Preocupada Toña por la inesperada ausencia, salió a recorrer las calles del pueblo:

—Moooori, Mooori —la llamaba sin obtener resultados.

Antes de meterse en la cama, se asomó varias veces a la puerta de casa a ver si la veía. Nada. Ya acostada, el desasosiego no la dejaba dormir. En una de las pesadillas, la Mori era arrastrada por la corriente enfurecida del río sin que ella pudiese rescatarla.

Así amaneció, Toña bajó a la calle esperando encontrar a su fiel compañera. La llamó pero tampoco se presentó la perrina. Angustiada, la muchacha la buscó por las huertas, se asomó a las norias, y a cada vecino con el que se encontraba le preguntaba: “¿Has visto la mi perrina?”. Nadie la había visto. Aquello era un misterio. Toña estaba segura que el animal no había desaparecido voluntariamente. Presentía que algo malo le había pasado. Si estuviese encerrada en alguna cuadra la escucharía ladrar o aullar. Pero, no. La perra no daba señales de vida. Llegó a pensar que alguien con mucha maldad la había envenenado y agonizaba sola en el monte.

No obstante, en los pueblos cualquier sebe, tapia o pared tiene ojos y oídos y días más tarde Toña supo del destino de la Mori.

Resulta que habían sido las confesiones y habían llegado varios curas de la contorna a auxiliar a don Saturio, en la ardua tarea de perdonar los pecados y establecer las correspondientes penitencias. Uno de estos curas, de nombre Tomás y a cargo de la parroquia de Llargañoso, gran aficionado a la caza, oyó hablar de la destreza de aquel animal, lo metió en el maletero de su coche y se lo llevó. Era una época en que curas y caciques se creían dueños de todo bicho viviente.

Durante varios días Toña contrastó aquellas informaciones y efectivamente se confirmó que el cura de Llargañoso, como un vulgar ladronzuelo le había robado a su querida perra. Preguntó a unos y a otros cómo llegar a esa localidad y planificó en detalle el viaje. A pesar de que Llargañoso distaba unos treinta y pico o cuarenta kilómetros de Valdeferrera, la distancia no asustaba a Toña que no se resignaba a perder a su compañera del alma.

Calculó Toña que, saliendo temprano de casa llegaría sobre las dos de tarde a Llargañoso, rescataría a la Mori, emprendería el regreso y, con un poco de suerte, estaría de vuelta en Valdeferrera antes de las once de la noche. Si la cosa se torcía, quedaría a dormir en casa de los parientes que vivían en Escuiral.

La noche antes de partir, Toña durmió poco y mal. Sobre las cinco de la mañana el canto de uno de los gallos de su vecino Higinio la despertó y se levantó. En un fardel de tela colocó un trozo grande de pan, una cebolla y un poco de tocino. Sin esperar a que clarease el día, se puso en marcha en dirección a Astorga.

Durante horas Toña caminó, caminó y caminó sin descanso por caminos de tierra. Únicamente sobre las once de la mañana paró junto a unas matas de roble a comer parte del almuerzo que llevaba en la fardela. A la una del medio día estaba cerca de Astorga, y dejando la ciudad a su izquierda enfiló en dirección a San Félix. Ahí dejaba la comarca y entraba en un país que le era desconocido. Por este motivo, decidió que lo más conveniente era caminar por la carretera. Pasó por Juncoso, Llagartera, Sabugo, Escuiral, Valdellobos y Carrezal hasta que finalmente, después de varias horas más caminando, llegó a Llargañoso. Eran más de la cuatro de la tarde.

Cerciorada de que había llegado a destino, averiguó donde estaba la casa del cura. Era una casona grande situada detrás de la iglesia. Pegada a la vivienda había unas cuadras y, protegida por un muro alto de tapial, una huerta a a la que se accedía por un portón de madera. Barruntó que allí estaba su Mori querida, sospecha que se confirmó cierta al escuchar sus ladridos al otro lado de la tapia. El animal que ya había percibido la presencia de su dueña, aullaba y ladraba nervioso.

Estudiada la situación, el momento de rescatar a la perra era a la hora de la misa cuando el cura estuviese ocupado. La misa era a las cinco de la tarde y Toña, apenas oyó el toque de las campanas y confiada en que no hubiese nadie en la huerta, se dirigió con decisión al portón. De repente, éste se abrió y por allí salió don Tomás, el cura. Toña al verlo se asustó, dio media vuelta y empezó a caminar deprisa calle arriba. El cura que ni reparó en la presencia de la muchacha, sacudiéndose la sotana se alejó apresuradamente en dirección a la iglesia.

Pasado el sobresalto, Toña volvió de nuevo a su cometido. Temblorosa abrió el portón y se asomó a la huerta. Al fondo, en un cobertizo con cubierta de teja al lado de un montón de leña divisó a la Mori atada a un poste de madera. Cuando el animal vio a Toña salió corriendo hacia su dueña. Retenida por la cuerda, brincaba enloquecida de un lado para otro y movía el rabo frenéticamente. Desbordaba alegría.

—“Chisssst, chisssttt. Tranquila, Mori. Ya está. Ya está” —le dijo Toña abrazándola. Le quitó la cuerda y el collar y los lanzó con rabia al montón de la leña.

Ante el temor de verse sorprendida abandonando una propiedad ajena, salió de la huerta con calma y aplomo y empezó a caminar sin prisa hacia la salida del pueblo. Cuando se hubo alejado unos cien metros de las últimas casas, empezó a correr por la carretera. “Vamos, Mori. Vamos” repetía.

Después de diez o quince minutos corriendo, Toña se sentó jadeando en la cuneta. No podía más. Del fardel que llevaba sacó el pan y el tocino que quedaba y se lo dio a la perra. La estrujó contra el pecho con fuerza y no pudo evitar echarse a llorar. La Mori, al verla así, miraba a Toña con la cabeza apoyada en su pecho y la lamía tratando de consolarla.

Después de haber llorado un rato, la muchacha se sintió mejor. Estaba feliz de haber recuperado a su querida compañera. También el animal parecía muy contento con el reencuentro. Reanudaron la marcha por la carretera, caminando con paso ligero. Cuando sentían el ruido de algún coche, apresuradamente se salían del camino y se escondían entre los matorrales.

Poco a poco, y sin que Toña se diese cuenta, el manto negro de la noche fue cubriendo el monte. Los robles, piornos y urces que bordeaban la carretera se convirtieron en amenazantes sombras. Toña, con la perra al lado se sentía segura, pero era sabedora de que por aquellas espesuras merodeaban manadas de cinco y más lobos. Tuvo miedo y aceleró el paso. Con la noche encima, era temerario intentar llegar a casa de los parientes de Escuiral y decidió quedarse en el primer pueblo al que llegase.

Después de caminar una media hora llegó a Valdellobos. Allí buscó un sitio donde dormir. Pensó que el pórtico de la iglesia era el mejor lugar para pernoctar. Al menos estaría protegida de la lluvia y de las alimañas, que no siempre son animales. Contenta de haber recuperado el botín perdido, se sentó con la espalda apoyada en la puerta de la iglesia y colocó en su regazo al animal. A pesar del calor de la perra, sentía frío. Estaba muy cansada, no tenía abrigo y las losas del suelo estaban heladas. Cada pocos minutos se levantaba, caminaba un rato hasta entrar en calor y volvía de nuevo a sentarse.

Sentada, contemplaba el cielo y la luna llena y echaba cuentas de las horas que quedaban para el amanecer. Estimaba que con una luna así, a las seis y media de la mañana o antes podría emprender de nuevo el camino de vuelta a Valdeferrera.

Ensimismada en estos pensamientos, se asustó cuando vio acercarse hacia ella una sombra negra llevando una linterna. La Mori, nerviosa, se colocó en guardia emitiendo un gruñido amenazante.

—Pero hija, ¿qué haces aquí a estas horas? ¿No tienes miedo?

Quien la interrogaba era una vecina del pueblo que vivía enfrente de la iglesia y desde la ventana de la cocina llevaba un buen rato observándola.

Toña le contó de dónde era, quienes eran sus parientes, y le explicó que alguno de ellos vivía en el pueblo vecino. También le detalló que había ido a Llargañoso a recuperar la perra que tanto quería. Y le dijo que no, que no tenía miedo. Que con aquella perra al lado no tenía temor.

—Ven hija, ven a casa. Que si pasas la noche aquí vas a pillar una pulmonía.

Aquellas palabras sonaban sinceras y Toña la acompañó. Al entrar en la cocina de aquella desconocida y notar el calor de la lumbre, Toña agradeció haberse encontrado con un ofrecimiento así. Sin apenas pronunciar palabra, aquella mujer le preparó un par de huevos fritos que le sirvió acompañados con un trozo grande de pan. Una vez cenó, la mujer le dio un cobertor y la acompañó al pajar. Allí, al lado de la cuadra de las vacas, encima de un montón de yerba seca se acurrucó Toña abrazada a la Mori. Enseguida la rindió el sueño.

La noche transcurrió sin sobresaltos. Serían ya casi las ocho de la mañana, cuando los rayos de sol que se colaban por las rendijas de la ventana del pajar despertaron a Toña. Fue a la cocina. Allí estaba aquella buena samaritana quien le sirvió un plato de sopas de ajo. Abrumada y agradecida por tanta hospitalidad, Toña se despidió convidando a Ángela, que es como se llamaba aquella mujer, a pasar en su casa la fiesta de San Juan.

Feliz de tener a la Mori a su lado, y acostumbrada a las largas jornadas de caza en el monte, el camino de vuelta a casa se le hizo corto a Toña. Caminaba con el mismo entusiasmo y ligereza de quien regresa a su hogar después de una larga ausencia.

Quien aquel día vio a Toña podría pensar que tal vez fue el día más feliz de su vida. No. No lo fue. Lo fue aún más el día del bautizo de su hija, a quien llamó Ángela. Ni siquiera le importó que el cura que ofició el sacramento fuese don Tomás. Eso sí, en ningún momento perdió de vista a la Mori.

Gregorio Urz, agosto de 2018

La foto que acompaña la entrada es de Aloïs Moubax from Pexels

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

Don Antonio


Andrés entró en la cocina y, con cara de abatimiento, se dejó caer en el escañil de madera que estaba al lado de la mesa. Tenía la mirada perdida y se pasaba repetidamente la mano por la frente y la cabeza.

Enfrente de él, Inés, pelaba y cortaba unos dientes de ajo para el guiso que hervía en la cocina de leña. Ensimismada en la rutina, la mujer se dio la vuelta a coger el pimentón de la alacena. Al girarse y ver a su marido sudoroso y con la cara desencajada, se asustó.

—Andrés ¿qué pasó por Dios? Parece que viste la güestia —le preguntó.

El hombre sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la frente.

—Vino la guardia civil a buscar a Celestino el de Rosaura. Lo llevan al monte a fusilar, como hicieron la semana pasada con el pastor de Ruituerto. Los matan como a perros. No tienen piedad. Le dijeron a Luiso, el su rapaz mayor si quería ir a buscar la ropa y las botas.

Inés rompió a llorar.
—Ay, Virgen Santa. Pobres hijines. Pobre Rosaura con cinco rapacines que mantener —decía sollozando.
—Tienes que ir a hablar con don Antonio. Quizás él pueda hacer algo —dijo Inés secándose las lágrimas con el mandil.
— Hace años que no me hablo con ese mal bicho. No, no. No voy a hablar con él.
—Andrés no puedes seguir teniendo rencor por algo que ya pasó y está olvidado. Por el amor de Dios, vete a hablar con él. Por lo menos que lo sepa —le suplicaba Inés.

Justo en ese momento entró en la cocina un niño de unos seis o siete años que al ver llorando a su madre se abrazó a ella con fuerza.
—Andrés, vete a hablar con don Antonio. Por lo que más quieras… Vete.

Andrés miró a su mujer e hijo y asintió con la cabeza. Agarró la boina, y salió de la casa con paso decidido. No había caminado cien pasos cuando su hijo llegó corriendo.
—¿Dónde vas tú, mocoso? Vuelve pa’ casina con tu madre.
—No, no. Quiero ir contigo.

Después de un rato porfiando y viendo que no podía convencerlo, Andrés agarró a su hijo de la mano y le explicó:
—Vamos a casa de don Antonio, a hablar con él. Cuando salga le das los buenos días y le besas la mano. ¿Lo entendiste?

Después de pasar por delante la iglesia, y llegados enfrente de una casa de piedra con una entrada en forma de arco, Andrés se quitó la boina y aporreó con fuerza el picaporte.
—Don Antoniooo, don Antonioooo —gritaba Andrés nervioso.

De deetrás de la puerta de madera, embutido en una sotana negra como el alquitrán, apareció un cura delgado y alto. Acto seguido, Diego el hijo de Andrés, tal y como habían convenido le dio los buenos días y le besó la mano. Dos rasgos de su anatomía llamaron la atención del crío: su altura y sus orejas. Era más largo que un varal y sus orejas eran más grandes que las abarcas que él calzaba.

—Home Andrés, ¿qué te trae por aquí? —preguntó el sacerdote con una tonada que delataba su origen gallego.
—Vinieron a buscar a Celestino y lo llevan a fusilar al monte.
—Me cagüen todos los… —masculló el cura entre dientes—. De eso nada, Andrés. De eso nada —decía negando ostensiblemente con la cabeza.
—Están en la cantina. Celestino pidió que la mujer le preparase un cazuelo sopas como última voluntad y aún debe estar almorzando —le explicaba Andrés.
—Vamos, vamos, antes de que salgan —dijo don Antonio dándole una palmada en la espalda a Andrés.

Bien sabía Andrés que don Antonio era una persona ilustrada y se lo iba a poner complicado a los guardias. Además era testarudo como una mula de carga. Ya él lo había vivido en carnes propias.

Don Antonio se colocó la boina, se arremangó ligeramente la sotana y dando grandes zancadas se dirigió a la cantina. Se veía que estaba enfadado. En un santiamén se plantó delante de los guardias y pidió hablar con el uniformado de mayor graduación.

Desde fuera se escuchaba como don Antonio le explicaba al sargento que estaba al mando “Este hombre es un buen vecino. Ha podido cometer errores, pero es un buen creyente. Además, lleva más de diez años de sacristán en la parroquia, ayudándome en la iglesia”.

Cualquier vecino del pueblo que lo hubiese escuchado, habría pensado sin ningún género de dudas que aquel cura se había vuelto loco. Celestino hacía bastante años que no pisaba la iglesia y justo unas semanas antes en un concejo de vecinos, en el mismo pórtico del templo, era de los que proponía convertirlo en una panera comunitaria.

Aún así, las palabras del cura no ablandaron al guardia civil que mandó al reo ponerse en pie y agarrándolo por un brazo lo arrastraba hacia la salida de la cantina.

En ese momento, don Antonio, cruzándose de brazos, se atravesó en medio de la puerta. El sargento, apretando los dientes, puso la mano en la pistola y clavó la mirada en el cura. Don Antonio sosteniéndole la mirada al uniformado dijo:

—A este vecino no se lo lleva nadie sin una orden del juez.

Andrés era mi abuelo y mi padre lo acompañó aquel día a avisar al cura de que se llevaban a Celestino. Cada vez que mi padre contaba esta historia no podía contener las lágrimas. Nadie supo nunca porque un cura como don Antonio, que podía haber sido obispo, fue a caer en una aldea como Valdeferrera. Lo que sí se sabe es que, gracias a sus gestiones, Celestino y otros varios vecinos del pueblo se salvaron de una muerte segura, aunque no de la cárcel, las palizas y el aceite de ricino.

Gregorio Urz, mayo de 2018

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

Tormenta


—Se nos mete el tiempo en agua y nos coge el pan en la tierra —se lamentaba Anselmo que, cada vez que se avecinaba una tormenta, sentía unos fuertes dolores en su pierna derecha.

Bajo un sol impenitente, Anselmo y Amelia llevaban todo el día segando a hoz en una tierra de centeno. Avanzaban, pero por el ritmo que llevaban tardarían dos o tres días más en dominar aquel mar de espigas.

—Vamos, pa’ casa, Selmu. Vamos, que por mucho que nos afanemos, hoy ya no acabamos. Habrá que venir mañana temprano. Encima, nos va a pillar el torbón… —dijo la mujer con la mirada puesta en el horizonte.

Anselmo, viendo el centeno que aún quedaba en pie, se resistía a abandonar. Se secó el sudor, echó un trago de vino e, ignorando la queja de su mujer, retomó la tarea. No llevaba ni cinco minutos segando cuando dejó caer la hoz y se sentó en el suelo.

De un cuarterón de cuero sacó unas hebras de tabaco y lío un cigarro. Después de varias caladas se volvió hacia Amelia y, con voz quejumbrosa, le propuso acabar la embelga y, una vez llegasen a la rodera, marchar para casa.

Con la cabeza baja y caminando sobre las rodillas, la pareja volvió al tajo. Con el sol a punto de refugiarse tras el Teleno, otros segadores, hombres y mujeres, empezaban a desfilar hacia sus casas. Al pasar por delante de la tierra de Anselmo levantaban y movían el brazo con la hoz en la mano a modo de saludo o de mensaje de ánimo, pero el hombre ya no se veía capaz ni siquiera de llegar al camino. Ensimismado, y casi vencido por la fatiga y el desánimo, no reparó en que unos muchachos al pasar por delante de aquella tierra habían echado la rodilla a tierra con la hoz y cada uno de ellos avanzaba llevando una ancha sucaina de centeno.

Anselmo al oír detrás de sí risas y una animada conversación se dio la vuelta sorprendido al ver como tres rapaces, que ni siquiera acertaba a saber quienes eran, se habían puesto a segar con ellos.
—¡Vamos, vamos, ti Selmu que esto es pan comido! —le dijo a voces uno de aquellos muchachos.

En pocos minutos, los jóvenes habían alcanzado a Anselmo y a Amelia, colocándose delante de ellos. A estaya y rítmicamente cada uno de los segadores apretaba con la mano izquierda un puñado de espigas, y con la hoz en la otra mano las cortaba, amontonándolas después en pequeñas gavillas. No habían llegado Amelia y Anselmo al camino cuando cada uno de aquellos rapaces empezaba una nueva embelga. Un buen rato más tarde, todo el centeno de aquel quiñón descansaba en la tierra engavillado en manojos y amontonado en medio de la tierra.

—Ay Dios mío, Selmu, nun sei cumo ye vamos pagar a estos rapaces. Nun tenemos ni un cachín de pan que ofrecei-yes.

Los muchachos se despidieron y, haciendo bromas entre ellos, se alejaron por el camino que bordeaba aquellas tierras de cereal. Eloísa recogió los enseres metiéndolos en un fardel de tela, Anselmo se acomodó la pesada muleta de madera debajo del brazo y ambos, en silencio, emprendieron el camino de regreso a casa.

En el horizonte, lejanos bramidos y destellos anunciaban la llegada de la lluvia.

Gregorio Urz, enero de 2019

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

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