Convite


En memoria de mi padre, Antidio Gómez Carriedo, que inspiró este relato un día que viajamos juntos en el autocar León-Valderas.
Mi padre nos dejó el 1 de febrero de 2020 pero sigue viviendo en el aire que respiramos, en el silencio, en la palabra.

 

Andrés, insólitamente quieto, mira muy fijo el dintel resquebrajado de la puerta mientras su madre, de rodillas, le abotona la chaqueta del traje que hoy se pone por primera vez. Nota cómo ésta tira de las solapas del cuello hacia arriba e intenta encajarle con precisos toques las hombreras en su sitio. Lleva mucho rato intentando adaptarle el traje a su cuerpo, un imperdible en el talle, unos cuantos alfileres en los bajos. Por último le pone, ya anudada, la corbata de seda. Andrés nota que le oprime el cuello, pero aguanta sin protestar. Está deseando que su madre acabe de una vez.

Paulina los contempla desde atrás.

—Así está muy bien, Socorro. Le queda que ni pintado.
—¿Tú crees? —oye decir a su madre, con un deje de ansiedad en la voz—¿No crees que le queda algo… demasiado grande?
—Y claro, mujer, con esa idea lo diste a arreglar, para que cuando crezca le siga valiendo.

Andrés escucha un gemido muy cerca. Desvía la vista del dintel, mira a su madre que se ha tapado la boca con la mano, que gira la cabeza, esquiva. Entonces contempla su rostro en la luna del espejo. Ve como se limpia, con los dedos índice y corazón, muy rápido, las lágrimas.

—No tengas pesares, Socorro —Paulina pone una mano en el hombro de la madre— es lo mejor que podías hacer.
—Pero él dejó dicho… —su madre habla con un hilo de voz.
—A él le habría gustado —corta tajante Paulina y dirigiéndose al niño—: Y tú, mocoso, arrea a comer a casa de tus primos, si no quieres llegar a las sobras.

Andrés abandona el cuarto y sale disparado por la parte de atrás de la casa. En el corral, colgado de una punta de la pared de adobe, está el viejo tirachinas. Lo coge y lo mete en el bolso del pantalón mientras escucha a sus espaldas “Andresín, no te manches”. “Ya sabes lo que te he dicho”. Entorna la puerta de madera medio caída y sale a la calle. Echa a correr cuesta abajo. El corazón le late con fuerza. Es el primer pantalón largo que se pone. Y la primera corbata, que intenta aflojar tirando del nudo, sin conseguirlo. También la primera vez que le invitan sus tíos a comer en la gran casona a la que tantas veces ha ido con su madre y sus hermanos más pequeños. Siempre para lo mismo. Para que les den garbanzos o tocino o unas monedas o un poco de cisco para el brasero. Su tía los recibe en ese comedor inmenso, con todos esos muebles y lámparas y porcelanas y les obsequia con unas cuantas pastillas blancas que a él no le gustan nada, pues saben a medicina y que traga sin masticar. La última vez que estuvieron en casa de la tía, hará dos semanas, ésta dijo: “Me traes a Andrés para el cumpleaños de Luisín”, “Pero Anuncia”, “He dicho que me lo traes y no se hable más”, “Sabes que con nosotros estás cumpli…”, la tía no le dejó acabar, “Además, ese día mataremos un pavo. Tú, Andresín, ¿has comido pavo alguna vez?”. Él negó con la cabeza y la tía Anuncia dijo: “Ves, Socorro, el niño no ha comido pavo nunca”. “Bueno”, acató la madre.

Y aunque nada más salir su madre no parecía muy contenta, como si no quisiera que él fuera a esa comida, de camino pararon en casa del sastre para que el traje que habían llevado a arreglar hacía unos meses estuviera para ese día. “No sé, Socorro, si me lo hubieras dicho antes”. Pero al final hubo suerte. Como suerte, piensa Andrés, es tener unos tíos ricos ellos que son pobres, por si un día tienen un apuro. Eso le dijo a su madre anoche, cuando ya estaban acostados. “Bueno, la rica es ella”, había contestado su madre. “Pero el parentesco, en realidad, es con él. Tu padre y el tío Santos eran hermanos”. “Ahh, ya me parecía a mí”. “¿Qué?”, “Pues eso, que el tío es …, no sé, más como nosotros”, “Anda, deja de decir bobadas y duérmete que vas a despertar a tus hermanos”. Pero no podía dormirse, no sabe si por la inminencia de la comida o qué, y siguió cavilando acerca de los parentescos y llegó a la conclusión de que sus primos salían a la madre. Tenían su mismo pelo color azafrán y nunca hacían pellas, ni se canteaban con los otros niños, ni se subían a los árboles a cazar pájaros y apenas le saludaban cuando le veían, como si no fueran familia, ni primos ni nada. Aunque a partir de hoy, con esto del convite…

Llega a la casa grande, con el portón de hierro con filigranas, y cruza el hermoso jardín plagado de rosales en flor. La criada, una joven de no más de dieciséis años, le recibe con una sonrisa:

—Qué guapo estás hoy, Andresín.

El niño no contesta.

—Ven conmigo, los señores están esperando.

Y mientras le conduce al salón, la criada añade:

—Hoy no habrás traído el tirachinas, eh, tormento, hoy te portarás como Dios manda.

El niño saca el tirachinas del bolso del pantalón y se lo muestra. La criada no puede contener la risa que le viene a borbotones. Andrés también ríe. Su asombrosa puntería y la habilidad con que se sube a los árboles le han valido el reconocimiento de mejor cazador de pájaros del contorno. Una tarde llegó a cazar hasta cuarenta y dos pardales que luego vendió por dos pesetas a un forastero de Dimangos. El dinero se lo entregó a su madre, menos una perra chica que se quedó para un pirulí de casa de la tía Jurela, esos sí que están buenos, de azúcar caramelizado y olea por encima. Y aunque los pájaros son lo que mejor se le dan, a veces dispara a las piernas de las chicas y consigue levantarles un palmo la falda por encima de las rodillas sin que ellas se den cuenta, al menos al principio, porque cuando ya lleva levantadas unas cuantas, alguna de las chicas nota algo extraño y empiezan a sospechar que Andresín, el matapardales, como le llaman, no anda muy lejos.

Cuando llegan al comedor la criada se ha vuelto de pronto seria y dice, con voz desconocida:
—Aquí está Andresín, digo…Andrés.

Ya están todos sentados a la mesa que preside la tía. A su lado está el tío Santos y, al lado, su primo pequeño. A él le colocan junto al homenajeado. La criada le pregunta, antes de que tome asiento, si no se quita la chaqueta y él dice “No, no, de momento no”, mientras recuerda las advertencias que le ha hecho su madre: “Saluda cuando llegues”, “Felicita a tu primo”.

—Buenos días —dice, y a su primo—: Felicidades, primo —dudando entre darle la mano o dos besos. Al final le da dos besos.
—Gracias —contesta el otro, levantándose y volviéndose a sentar. Entonces observa que lleva pantalón corto. Y una camisa que le ha visto en el colegio infinidad de veces.

Enseguida llega la criada con la sopera humeante y sirve, ante un gesto de la tía, primero a su primo Luis. Una sopa con trozos grandes y alargados de carne, zanahoria, cebolla y pimientos verdes. Luego le sirve a él. La sopa huele bien. Nada que ver con el caldo que les dan en el comedor del auxilio social todos los días. Está caliente, además. De pronto le entra un hambre atroz pero recuerda las advertencias de su madre: “No te lances al plato, que te conozco, come cuando todos se pongan a comer, demuestra que tienes educación”. Las tripas le rugen sin que pueda evitarlo. Y el nudo de la corbata le oprime una barbaridad. Entonces se quita la chaqueta que cuelga de la silla, luciendo una camisa inmaculada plagada de diminutas jaretas, que era de su padre y que su madre también dio a arreglar. Las mangas están recogidas en graciosas lorzas que irán deshaciendo a medida que crezca. Las tripas le vuelven a crujir cuando la criada sirve a su primo pequeño. Nota que todos los ojos están fijos en él. La criada por fin se retira.

—Vaya guapo que estás hoy —comenta amable el tío Santos llevando la cuchara al plato.

“Ahora” se dice a sí mismo Andrés, “Ahora es el momento”. Coge con la cuchara el trozo más grande de carne del plato y se lo lleva a la boca.

—Más valía que en vez de llevar el traje al sastre, su madre hubiera comprado un saco de harina.

—Mujer —dice el tío Santos.

Andrés mantiene el trozo de carne en la boca sin tragarla. Piensa en las noches que, para pagar al sastre, su familia ha cenado un mendrugo de pan que su madre consiguió burlarle al ama. Pero hay más cosas. Cosas que él todavía no acierta a entender, relacionadas con la carta que su padre dejó escrita la madrugada del nueve de octubre de mil novecientos treinta y seis, horas antes de que le fusilaran, que su madre lee todas las noches sentada en la cama, cuando cree que todos duermen y que luego guarda bajo el somier “…Me sacas el traje al aire para que no se apolille…”.

—¿No comes, Andresín? —pregunta su tía.

Andrés traga sin masticar el trozo de carne que tiene en la boca. Posa la cuchara en la mesa, dice con voz apenas audible:
—No tengo hambre. Además me tengo que ir.

—Será posible…

Aunque Andrés sabe que es de mala educación levantarse de la mesa en plena comida, coge la chaqueta de la silla y abandona el comedor. Se le ha pasado el hambre de un plumazo. Con paso ligero cruza el jardín de los rosales, empuja la puerta de hierro. Nada más alcanzar la calle se arrepiente de no haberle dicho cuatro cosas a la bruja de su tía, que sabrá ella de la vida. Con el tirachinas en la mano corre hacia el camino de las acacias. El resto de la tarde matará unos pájaros y se los llevará a su madre para que los haga fritos para la cena. Con cuidado de no mancharse ni rasgarse, al subirse a los árboles, el traje nuevo.

 

Relato de Sol Gómez Arteaga

Publicado en el libro ya agotado “Los cinco de Trasrey y otros relatos”, que editó la actual Fundación Fermín Carnero en el año 2012.

En el blog “Sol a la tinaja« también puedes encontrar otras interesantes publicaciones de esta autora

 

La fuentina


 –¿No oyes los disparos? –preguntaba mi hermano Martín.

Yo contestaba en un susurro que sí, que los oía, aunque hubiera sido mejor hacerme la dormida, porque sabía lo que venía a continuación:

–Otro rojo que han sacado de casa para fusilarlo en la fuentina. Mañana cuando lleve la comida al pastor me encontraré con su fantasma.

La fuentina estaba en un bajo del monte cerca de la casilla de camineros en la que vivíamos. Desde que empezó la guerra se comentaba que por la noche llevaban a la gente para fusilarla y luego enterraban sus cuerpos en una hondonada que había a escasos metros. Yo no sabía si eso era verdad, pero después de las palabras de mi hermano ya no podía pegar ojo o, si lo hacía, tenía pesadillas en las que los esqueletos de los muertos se me aparecían a los pies de la cama, me miraban desde sus cuencas luminosas, me sonreían con sus enormes dentaduras, acercaban sus falanges a mi rostro, intentaban tocarme. Aunque antes de que lo hicieran siempre me despertaba, llorando.

El resto de la noche lo pasaba acurrucada entre las sábanas, sin poderme dormir. A veces me parecía oír ruidos de pisadas en el desván o un chasquido, y la idea de una presencia en la planta superior de la casa, a la que se accedía desde nuestro cuarto por una escalera, me hacía acurrucarme más sobre mí misma.

Mis terrores nocturnos se mitigaban con las primeras luces al oír a mi padre levantarse para ir a trabajar a los caminos, a mi madre llamarnos “Martín, Clara” mientras preparaba la comida que más tarde mi hermano le llevaba al pastor que por entonces nos cuidaba las ovejas, pero no llegaban a desaparecer del todo. Y mientras desayunábamos las sopas de ajo no podía evitar contarles los ruidos que había oído la noche anterior. Mi madre aseguraba que los disparos eran de cazadores furtivos que aprovechaban la oscuridad para burlar al guarda del monte y, los sonidos del desván, los silbidos de una lechuza que por entonces se aposentaba en una rama del nogal que había en la parte de atrás de nuestra casa y se colaba en mitad de la noche por algún agujero de la techumbre.

­–¿Entonces no son rojos? –preguntaba yo aliviada.

–¡Qué dices de rojos, Clara, qué tontuna es esa!

Yo miraba a Martín que desviaba la vista para otro lado, simulando no saber de lo que hablábamos, y solía callarme. Pero un día me atreví a ir más lejos.

–¿Y nosotros de cuál somos?

–Nosotros de nada.

–Y eso que dicen del tío Roque que salió huyendo de Nava porque unos hombres le seguían con pistolas…

–¿Quién te ha dicho eso?

–El otro día al salir de misa.

–Habladurías de la gente que no tiene otra cosa mejor que hacer. Otro gallo cantaría si en vez de tanto chismorrear las beatas se dedicaran a hacer cosas de provecho. A partir del domingo te quedas en casa, y cuando el cura o la maestra te pregunten por qué no fuiste el domingo a la iglesia, les dices que tuviste anginas.

–No, eso no, madre.

Privarme de la posibilidad de ir un domingo al pueblo, a pesar de los seis kilómetros que tenía que recorrer hasta llegar a Nava, era para mí el mayor de los castigos, y es que después de misa siempre me podía comprar un pirulí en casa de la tía Jurela y jugar un rato a la comba o al escondite con mis amigas.

–Pues como te vuelva a oír una tontería más de esas ten por seguro que lo cumplo, y ahora espabílate, si no quieres que le cuente a tu padre que doña Fe se me queja que llegas todos los días tarde a la escuela y que estás cada vez más despistada. Y tú, Martín, arreando a llevar la comida al pastor. Entre uno y otro voy a acabar desquiciada…

Salí de casa a toda prisa con el firme propósito de dejar de preguntar cosas que no eran. Pero por el camino me pareció oír el ruido de unos pasos a mis espaldas y no pude evitar mirar varias veces hacía atrás pensando que me seguían. También pensé en mi tío Roque. Sabía que era ebanista porque en la entrada teníamos un arcón que había hecho con sus propias manos, aunque la verdad es que yo sólo le había visto una vez que nos visitó en la casilla. Me miró con unos ojos azules idénticos a los de mi madre y me sacó una almendra garrapiñada de la oreja que luego me ofreció en la mano. Me cayó muy bien el tío Roque la única vez que le vi.

 

 

Un episodio que ocurrió por entonces acrecentó mi miedo. Fue la visita de los gitanos a la casilla. La visión en la lejanía de su carro de colores, de sus pucheros, bruñidos por el sol, tambaleándose por el camino de tierra, de la media docena de galgos con un palo largo que pendía del cuello, me resultó tan extraordinaria que corrí a esconderme tras las faldas de mi madre.

Al llegar a la casilla se detuvieron. Junto con la pareja gitana venían seis o siete niños de diferentes edades que enseguida se bajaron del carro y se pusieron a hurgarlo todo.

La gitana, que llevaba un pañuelo con lentejuelas colgando de la frente, le mostró a mi madre algunas telas de colores que sacó de un enorme baúl de chapa y cuero. Después de estudiar la mercancía mi madre le compró una colcha brillante de figuras chinescas y varios metros de tela de algodón crudo para confeccionarnos ropa interior y camisones. En pago le dio unas monedas y dos gallinas.

Ya se iban cuando de pronto el patriarca se fijó en mí:

–Si quiere, señora, nos llevemos a esa niña y la vendemos.

–Llevadla si queréis –contestó mi madre en broma.

Aferrada a su cuerpo no pude aguantar la corajina.

–No, madre, no les dejes.

Todos se rieron de mí, incluida mi madre, que no tuvo más remedio que cogerme en brazos y no me volvió a bajar hasta que el carro, con toda su recua, se disipó a lo lejos.

Por la noche me despertaron unos aullidos. Y la visión de un fantasma vestido con la colcha de figuras chinescas que danzaba y agitaba los brazos multiplicando las sombras que proyectaba la luz de la vela, me heló la sangre. Me tenía acorralada en una esquina cuando, alertados por mis gritos, aparecieron mis padres. Levantaron la tela y descubrieron que bajo la colcha se ocultaba mi hermano. Nos dieron una buena tunda a los dos, prometiendo vendernos de verdad a los gitanos si una cosa así se volvía a repetir.

 

 

Después de ese suceso vivía en un estado permanente de tensión que tenía su punto álgido en mitad de la noche cuando en medio del silencio los ruidos procedentes del desván se hacían más patentes. O eso me parecía a mí. Además, los disparos en el monte, por aquellos días, se habían intensificado.

El once de agosto de mil novecientos treinta y seis, vísperas de mi décimo cumpleaños, unos hombres que no había visto en mi vida, pararon su furgoneta delante de la casilla y le preguntaron a mi madre por el tío Roque.

–Sé lo mismo que vosotros —contestó con acritud—, a estas alturas seguro que está criando malvas en cualquier cuneta.

–Bueno, Rosario, no te pongas así –le dijo un hombre bajito y calvo intentando ser cordial–, solo estamos examinando la zona. Al fin y al cabo es a la Guardia Civil a quien corresponde buscar a los huidos. Y dime, ¿no tendrás por ahí alguna pieza de esas que tu marido apresa tan hábilmente con cepos?

Me sorprendió que mi madre entrara en casa y, sin más, les entregara la liebre que al día siguiente, con motivo de mi cumpleaños, pensaba preparar con alubias. Ni que decir tiene que ellos la recibieron gustosos. Me pareció que mi madre respiraba aliviada al verlos partir.

Y esa misma noche vi el fantasma de mi tío Roque. Estaba más demacrado y flaco que el día que le conocí. Pero era él, seguro. Descendió del desván y al sentirse observado me miró con sus ojos azules y brillantes y se llevo el dedo índice a la boca en señal de silencio. Luego siguió bajando las escaleras y salió por la puerta sin hacer apenas ruido. Tardé en reaccionar y cuando lo hice desperté a mi hermano y, con la voz entrecortada y el corazón saliéndoseme del pecho, se lo conté. Me extrañó que me escuchara con tanta atención y que en contra de lo que yo esperaba, él, que siempre alimentaba mis miedos, me dijera que lo había soñado y que me volviera a dormir. No pude. Mi hermano tampoco. Al rato le oí levantarse “¿Dónde vas?’’, “A mear”, dijo, pero luego le oí cuchichear con mis padres en el cuarto de al lado. Se oyeron disparos. Tres, que sonaron muy cerca. Y un gemido ahogado en la habitación pegada a la nuestra que reconocí enseguida. “Calla, hostia”, oí decir a mi padre.

Mi madre nos levantó esa mañana más temprano que de costumbre. Parecía nerviosa y mientras desayunábamos las sopas de ajo, ella, que ese día dijo que no tenía apetito, anunció que se iba con mi hermano al pueblo y que yo tenía que llevarle la comida al pastor.

––¿Y pasar por delante de la fuentina? Ah, no, eso sí que no.

Mi madre me dio un tortazo.

–Vas porque te lo mando yo y no se hable más.

Con los ojos llenos de lágrimas me llevé la mano a la mejilla ardiente mientras veía como ellos alcanzaban la puerta y se marchaban, dejándome sola. Estaba claro que no me quedaba otra alternativa que hacer lo que mi madre me había dicho, pero no estaba dispuesta a pasar por la fuentina. Mientras preparaba el puchero con la sopa, los garbanzos y un trozo de tocino para el pastor, planeé que la mejor forma de bordear la fuente era dando un rodeo por el teso Trasranas.

Inicié el camino a paso ligero porque quería acabar cuanto antes. Además, cuanta más prisa me diera menos tiempo tendría para pensar en todas esas historias de muertos. Pero ya había subido un buen trecho del teso cuando volví a ver la aparición. El fantasma de mi tío Roque asomaba por entre unos zarzales. Eché a correr cuesta abajo con todas mis fuerzas.

–Espera, Clara –oí que decía la voz cada vez más cerca.

Una mano poderosa me agarró por la cintura y caí al suelo. Intenté desasirme pero notaba sobre mi cuerpo un peso enorme y apenas podía moverme. Por un momento pensé que se trataba de una de mis pesadillas y que en unos instantes, como me había ocurrido otras veces, despertaría en mi casa, en mi cama.

–No tengas miedo, soy yo, tu tío Roque.

–Mi tío Roque está muerto, tú eres su fantasma.

–Los fantasmas no existen, Clara.

–¿Cómo que no? La fuentina está llena de ellos.

–Eso es lo que te cuenta tu hermano Martín.

Dejé de forcejear unos instantes y le miré con sorpresa.

–Hace tiempo que me escondo en vuestro desván y sé los sustos que te pega por las noches. Dice todas esas cosas para atemorizarte, pero no son verdad.

–¿Entonces los disparos?

Esos si son de verdad. Estamos en guerra y unos hombres matan a otros. Conmigo ya lo han intentado dos veces, la última anoche. ¿Y sabes? Yo que nunca maté a nadie, ayer le disparé a un hombre. Creo que le di. Por eso me voy lejos, intentaré cruzar la frontera, salir del país. Así que posiblemente está sea la última vez que nos veamos.

Mientras escuchaba a mi tío él tocó mi oreja y sacó un minúsculo y precioso zapato de madera que todavía conservo, con su nombre tallado en la base.

–Es para ti, de recuerdo. Y no lo olvides nunca: los muertos no se aparecen. Es a la gente de este mundo a la que, en todo caso, hay que temer.

Luego desapareció. Yo continúe mi camino, pensando todo el rato en las palabras de mi tío Roque, intentando comprender su significado. Después de dejar el puchero con la comida al pastor inicié, desvanecidos por completo todos mis miedos, el camino de regreso a casa por la fuentina. Al llegar a este tramo del monte, atraída por el susurro incesante del agua, me acerqué a la fuente, me mojé las manos, bebí en ellas. Y mientras notaba el agua fría discurriendo por mi rostro, por mis mejillas, por mi cabello, me acordé del miedo que mi hermano siempre me metía en el cuerpo, de los ruidos las noches pasadas en el desván, del empeño con el que mi madre defendía que era sólo una lechuza, de la visita el día anterior de los hombres de la furgoneta, de los tres disparos, y las piezas de esa extraña historia empezaron a encajar.

Cuando a mediodía llegué a casa, mi madre y mi hermano ya habían vuelto del pueblo. Se habían enterado que habían matado a Federico, un joven Guardia Civil, la noche pasada en el monte. Mi madre estaba disgustada con la noticia, pues dejaba solas a su madre, ya muy mayor y con la cabeza perdida, y a dos hermanas jóvenes, pero me pareció que también estaba mucho más tranquila que cuando nos levantamos.

Mientras comíamos dije:

–Esta mañana ví al tío Roque.

Me miraron expectantes. Continué:

–Está bien y está vivo. Y esta vez tiene intención de marcharse al extranjero, así que igual no le volvemos a ver.

–¿Cómo sabes que era él si sólo le viste una vez? –preguntó Martín.

–Lo sé.

Para probar mi afirmación saqué el zapato del bolso de mi falda y lo puse sobre la mesa. Los dos lo observaron como si de un objeto sobrenatural y fascinante se tratase, pero no dijeron nada. Martín bajo la vista al plato, mi madre y yo, en cambio, nos miramos largamente. Luego, en silencio, seguimos comiendo.

 

Relato de Sol Gómez Arteaga

Publicado en el libro ya agotado “Los cinco de Trasrey y otros relatos”, que editó la actual Fundación Fermín Carnero en el año 2012.

En el blog “Sol a la tinaja también puedes encontrar otras interesantes publicaciones de la autora.

 

 

Un hombre bueno


—Pero chaval ¿tu eres tonto o qué? Corre, joder, ¡corre! —le susurraba al oído el guardia mientras le apuntaba con un arma.

Julio tenía muchas razones para desconfiar. Es más, tenía la certeza que una vez se pusiese en pie y empezase a correr le iban a pegar un tiro por la espalda. Bien sabía que le estaban dando facilidades para escapar y así ajusticiarlo de forma rápida. Era lo que se conocía como Ley de fugas y que la guardia civil y los falangistas empleaban a diario con el resultado de miles de muertos y cunetas sembradas de cadáveres por toda la geografía española.

Un rato antes, estaba en la cuadra de las vacas cuando su primo Aurelio entró corriendo en casa:
—Tía ¿dónde está Julio?
—Yo que sé. Debe andar por ahí… en el monte.
—Tía no se haga la tonta, que acaban de llegar los guardias a la cantina preguntando por él y por Tino, el de Eusebio.
—¡Madre de Dios Nuestro Señor! Debe andar por las cuadras, cebando el ganao.

—¡Virgen Santísima! ¿dónde vamos a parar? Esta locura no tiene fin  —murmuraba la mujer mientras caminaba por el corral con paso raudo en dirección a la cuadra.

—¡Julio, Julio!
—¿Qué pasa madre?
—Está la guardia civil preguntando por tí. Escapa hijo, escapa. A ver si puedes llegar a Valdeomaña a casa de tío Antonio.

Por una escalera de mano, Julio subió al pajar que se encontraba justo encima de la cuadra de las vacas. Amurgatado entre la yerba sintió como llamaban a la puerta del portal y preguntaban por él. Oyó cómo la madre juraba y perjuraba que hacía unos cuantos días que no lo veían. Escuchó como uno de los guardias pedía una forca y se dirigía al carro de paja que había en el corral.

Sabedor que después iría a la cuadra y al pajar a buscarlo, quitó el tablero que cubría el boquerón por el que se metía la yerba. Se asomó a la calle. Estaba oscureciendo y no había nadie a la vista. Agarrándose al marco de la ventana, se descolgó y saltó a la calle. Al caer, sintió un fuerte dolor en el tobillo derecho.

Al erguirse, justo casi detrás de él un guardia civil lo encañonaba con un rifle a la altura de la sien.
—Chsssst. No hagas ruido- le dijo el militar.
—No me mate, no me mate por Dios —le suplicó al hombre que lo amenazaba, poniéndose de rodillas y levantando los brazos.

El guardia acercó su cabeza a la oreja de Julio:
—Chsssst. Como sigas hablando te voy a pegar un tiro aquí mismo. Cierra la boca. Levántate y corre. Corre todo lo que puedas —le dijo agarrándolo por la oreja con fuerza para obligarlo a ponerse de pie.

Y en esa tesitura estaba Julio. Con un guardia civil encañonándolo con un fusil y pidiéndole que corriese. «Pero chaval ¿tu eres tonto o qué? Corre, joder, ¡corre!», le insistía empujándolo con el cañón del arma.

No. No voy a correr, pensó Julio. Se puso de pié y miró al uniformado a los ojos. La piel de la cara ajada por el clima y las arrugas lo situaba en la cincuentena. A pesar de la dureza del rostro, su mirada era apagada y revelaba tanta tristeza como cansancio. Aún así, era una mirada transparente. En esos ojos, pidiéndole que se pusiese a salvo, reconocía Julio a su difunto padre.

No era fácil la huida. La casa daba a las eras que, ya retiradas las mieses, eran un espacio abierto. A unos cien metros estaba el río dónde, si conseguía llegar, tendría la protección de la tupida maleza y las sombras. No obstante, sus opciones eran reducidas. Quedarse y que le pegaran un tiro camino del cuartel o confiar en el guardia y salir corriendo.

Optó por arriesgar. Se dio la vuelta y empezó a correr con todas sus fuerzas.

Diez… veinte… treinta… cuarenta metros… ¡Clac, clac! Julio escuchó como el guardia montaba el cerrojo del máuser. Cincuenta… sesenta metros. Cojeando, Julio corría desesperadamente para llegar al río.

—Altoooo, altooo o disparo!! —escuchó Julio a lo lejos, cuando saltaba entre los matorrales y lo engullía la espesura del río.

Pam, pam, pam, pam, pam. Ya en el río, y aterrizado en un zarzal, Julio oyó los disparos. Estaba casi salvado. Por alguna razón que desconocía, el guardia no había querido dispararle. Aunque notaba el tobillo dolorido e hinchado, renqueante siguió corriendo durante quince o veinte minutos más. Era noche cerrada cuando llegó a los prados de Valdeomaña. Se dejó caer al suelo y rompió a llorar.

De madrugada llegó a casa de su tío Antonio que lo escondió una semana. Pasó a Asturias, y acabada la guerra también pasó por la cárcel. Vivió hasta los ochenta y seis años y muchas veces contó esta historia, esperando tener alguna noticia del guardia con el que se había encontrado esa noche y con quien se sentía en deuda. El año pasado murió, con la pena de no haber podido conocer a quien él consideraba un hombre bueno.

 
Gregorio Urz, diciembre de 2017

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que aparece a continuación.

 

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