Ángela


Hubo un tiempo en que la caza no era un lujo sino una necesidad. Era la única opción de los pobres de llevar un trozo de carne a la boca. Y aquella perrina, la Mori, era una bendición.

Era infalible siguiendo el rastro de animales. Cazaba perdices, cogolladas, o curros antes de que levantasen el vuelo, y con las nevadas del invierno siempre atrapaba alguna liebre o conejo… Era tal la inteligencia de aquel animal que algunos días al amanecer cuando Toña, su propietaria, abría la puerta de la calle, allí estaba la Mori sentada con una pieza en la boca.

Conocedores los vecinos de aquella habilidad, no le faltaban a la dueña ofertas de compra por el animal. Abilio el pastor le ofreció un cordero. “El mejor de la cuadra, el que tu elijas”, le decía; Marcelo llegó a ofrecerle 20 duros; Julián se la cambiaba por dos ovejas… Pero ni por todo el oro del mundo Toña se hubiese desprendido de ella.

Cada día, antes de ir a dormir, Toña en una lata vieja de hojalata colocaba las sobras de la cena y las compartía con la perra. Disfrutaba acariciándola y jugando con ella. Una y otra vez le pasaba la mano por la cabeza y el lomo, le tiraba con dulzura de las orejas y la abrazaba. La Mori respondía a estas señales de amistad tirándose boca arriba y dejándose acariciar la barriga o saltando y mordiendo las manos de Toña sin llegar a hacerle daño.

Una noche de abril, la Mori no apareció. Preocupada Toña por la inesperada ausencia, salió a recorrer las calles del pueblo:

—Moooori, Mooori —la llamaba sin obtener resultados.

Antes de meterse en la cama, se asomó varias veces a la puerta de casa a ver si la veía. Nada. Ya acostada, el desasosiego no la dejaba dormir. En una de las pesadillas, la Mori era arrastrada por la corriente enfurecida del río sin que ella pudiese rescatarla.

Así amaneció, Toña bajó a la calle esperando encontrar a su fiel compañera. La llamó pero tampoco se presentó la perrina. Angustiada, la muchacha la buscó por las huertas, se asomó a las norias, y a cada vecino con el que se encontraba le preguntaba: “¿Has visto la mi perrina?”. Nadie la había visto. Aquello era un misterio. Toña estaba segura que el animal no había desaparecido voluntariamente. Presentía que algo malo le había pasado. Si estuviese encerrada en alguna cuadra la escucharía ladrar o aullar. Pero, no. La perra no daba señales de vida. Llegó a pensar que alguien con mucha maldad la había envenenado y agonizaba sola en el monte.

No obstante, en los pueblos cualquier sebe, tapia o pared tiene ojos y oídos y días más tarde Toña supo del destino de la Mori.

Resulta que habían sido las confesiones y habían llegado varios curas de la contorna a auxiliar a don Saturio, en la ardua tarea de perdonar los pecados y establecer las correspondientes penitencias. Uno de estos curas, de nombre Tomás y a cargo de la parroquia de Llargañoso, gran aficionado a la caza, oyó hablar de la destreza de aquel animal, lo metió en el maletero de su coche y se lo llevó. Era una época en que curas y caciques se creían dueños de todo bicho viviente.

Durante varios días Toña contrastó aquellas informaciones y efectivamente se confirmó que el cura de Llargañoso, como un vulgar ladronzuelo le había robado a su querida perra. Preguntó a unos y a otros cómo llegar a esa localidad y planificó en detalle el viaje. A pesar de que Llargañoso distaba unos treinta y pico o cuarenta kilómetros de Valdeferrera, la distancia no asustaba a Toña que no se resignaba a perder a su compañera del alma.

Calculó Toña que, saliendo temprano de casa llegaría sobre las dos de tarde a Llargañoso, rescataría a la Mori, emprendería el regreso y, con un poco de suerte, estaría de vuelta en Valdeferrera antes de las once de la noche. Si la cosa se torcía, quedaría a dormir en casa de los parientes que vivían en Escuiral.

La noche antes de partir, Toña durmió poco y mal. Sobre las cinco de la mañana el canto de uno de los gallos de su vecino Higinio la despertó y se levantó. En un fardel de tela colocó un trozo grande de pan, una cebolla y un poco de tocino. Sin esperar a que clarease el día, se puso en marcha en dirección a Astorga.

Durante horas Toña caminó, caminó y caminó sin descanso por caminos de tierra. Únicamente sobre las once de la mañana paró junto a unas matas de roble a comer parte del almuerzo que llevaba en la fardela. A la una del medio día estaba cerca de Astorga, y dejando la ciudad a su izquierda enfiló en dirección a San Félix. Ahí dejaba la comarca y entraba en un país que le era desconocido. Por este motivo, decidió que lo más conveniente era caminar por la carretera. Pasó por Juncoso, Llagartera, Sabugo, Escuiral, Valdellobos y Carrezal hasta que finalmente, después de varias horas más caminando, llegó a Llargañoso. Eran más de la cuatro de la tarde.

Cerciorada de que había llegado a destino, averiguó donde estaba la casa del cura. Era una casona grande situada detrás de la iglesia. Pegada a la vivienda había unas cuadras y, protegida por un muro alto de tapial, una huerta a a la que se accedía por un portón de madera. Barruntó que allí estaba su Mori querida, sospecha que se confirmó cierta al escuchar sus ladridos al otro lado de la tapia. El animal que ya había percibido la presencia de su dueña, aullaba y ladraba nervioso.

Estudiada la situación, el momento de rescatar a la perra era a la hora de la misa cuando el cura estuviese ocupado. La misa era a las cinco de la tarde y Toña, apenas oyó el toque de las campanas y confiada en que no hubiese nadie en la huerta, se dirigió con decisión al portón. De repente, éste se abrió y por allí salió don Tomás, el cura. Toña al verlo se asustó, dio media vuelta y empezó a caminar deprisa calle arriba. El cura que ni reparó en la presencia de la muchacha, sacudiéndose la sotana se alejó apresuradamente en dirección a la iglesia.

Pasado el sobresalto, Toña volvió de nuevo a su cometido. Temblorosa abrió el portón y se asomó a la huerta. Al fondo, en un cobertizo con cubierta de teja al lado de un montón de leña divisó a la Mori atada a un poste de madera. Cuando el animal vio a Toña salió corriendo hacia su dueña. Retenida por la cuerda, brincaba enloquecida de un lado para otro y movía el rabo frenéticamente. Desbordaba alegría.

—“Chisssst, chisssttt. Tranquila, Mori. Ya está. Ya está” —le dijo Toña abrazándola. Le quitó la cuerda y el collar y los lanzó con rabia al montón de la leña.

Ante el temor de verse sorprendida abandonando una propiedad ajena, salió de la huerta con calma y aplomo y empezó a caminar sin prisa hacia la salida del pueblo. Cuando se hubo alejado unos cien metros de las últimas casas, empezó a correr por la carretera. “Vamos, Mori. Vamos” repetía.

Después de diez o quince minutos corriendo, Toña se sentó jadeando en la cuneta. No podía más. Del fardel que llevaba sacó el pan y el tocino que quedaba y se lo dio a la perra. La estrujó contra el pecho con fuerza y no pudo evitar echarse a llorar. La Mori, al verla así, miraba a Toña con la cabeza apoyada en su pecho y la lamía tratando de consolarla.

Después de haber llorado un rato, la muchacha se sintió mejor. Estaba feliz de haber recuperado a su querida compañera. También el animal parecía muy contento con el reencuentro. Reanudaron la marcha por la carretera, caminando con paso ligero. Cuando sentían el ruido de algún coche, apresuradamente se salían del camino y se escondían entre los matorrales.

Poco a poco, y sin que Toña se diese cuenta, el manto negro de la noche fue cubriendo el monte. Los robles, piornos y urces que bordeaban la carretera se convirtieron en amenazantes sombras. Toña, con la perra al lado se sentía segura, pero era sabedora de que por aquellas espesuras merodeaban manadas de cinco y más lobos. Tuvo miedo y aceleró el paso. Con la noche encima, era temerario intentar llegar a casa de los parientes de Escuiral y decidió quedarse en el primer pueblo al que llegase.

Después de caminar una media hora llegó a Valdellobos. Allí buscó un sitio donde dormir. Pensó que el pórtico de la iglesia era el mejor lugar para pernoctar. Al menos estaría protegida de la lluvia y de las alimañas, que no siempre son animales. Contenta de haber recuperado el botín perdido, se sentó con la espalda apoyada en la puerta de la iglesia y colocó en su regazo al animal. A pesar del calor de la perra, sentía frío. Estaba muy cansada, no tenía abrigo y las losas del suelo estaban heladas. Cada pocos minutos se levantaba, caminaba un rato hasta entrar en calor y volvía de nuevo a sentarse.

Sentada, contemplaba el cielo y la luna llena y echaba cuentas de las horas que quedaban para el amanecer. Estimaba que con una luna así, a las seis y media de la mañana o antes podría emprender de nuevo el camino de vuelta a Valdeferrera.

Ensimismada en estos pensamientos, se asustó cuando vio acercarse hacia ella una sombra negra llevando una linterna. La Mori, nerviosa, se colocó en guardia emitiendo un gruñido amenazante.

—Pero hija, ¿qué haces aquí a estas horas? ¿No tienes miedo?

Quien la interrogaba era una vecina del pueblo que vivía enfrente de la iglesia y desde la ventana de la cocina llevaba un buen rato observándola.

Toña le contó de dónde era, quienes eran sus parientes, y le explicó que alguno de ellos vivía en el pueblo vecino. También le detalló que había ido a Llargañoso a recuperar la perra que tanto quería. Y le dijo que no, que no tenía miedo. Que con aquella perra al lado no tenía temor.

—Ven hija, ven a casa. Que si pasas la noche aquí vas a pillar una pulmonía.

Aquellas palabras sonaban sinceras y Toña la acompañó. Al entrar en la cocina de aquella desconocida y notar el calor de la lumbre, Toña agradeció haberse encontrado con un ofrecimiento así. Sin apenas pronunciar palabra, aquella mujer le preparó un par de huevos fritos que le sirvió acompañados con un trozo grande de pan. Una vez cenó, la mujer le dio un cobertor y la acompañó al pajar. Allí, al lado de la cuadra de las vacas, encima de un montón de yerba seca se acurrucó Toña abrazada a la Mori. Enseguida la rindió el sueño.

La noche transcurrió sin sobresaltos. Serían ya casi las ocho de la mañana, cuando los rayos de sol que se colaban por las rendijas de la ventana del pajar despertaron a Toña. Fue a la cocina. Allí estaba aquella buena samaritana quien le sirvió un plato de sopas de ajo. Abrumada y agradecida por tanta hospitalidad, Toña se despidió convidando a Ángela, que es como se llamaba aquella mujer, a pasar en su casa la fiesta de San Juan.

Feliz de tener a la Mori a su lado, y acostumbrada a las largas jornadas de caza en el monte, el camino de vuelta a casa se le hizo corto a Toña. Caminaba con el mismo entusiasmo y ligereza de quien regresa a su hogar después de una larga ausencia.

Quien aquel día vio a Toña podría pensar que tal vez fue el día más feliz de su vida. No. No lo fue. Lo fue aún más el día del bautizo de su hija, a quien llamó Ángela. Ni siquiera le importó que el cura que ofició el sacramento fuese don Tomás. Eso sí, en ningún momento perdió de vista a la Mori.

Gregorio Urz, agosto de 2018

La foto que acompaña la entrada es de Aloïs Moubax from Pexels

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

El señor obispo


Aún no eran las cinco de la mañana y en la cantina de Valdeferrera ya había movimiento.

A luz de una tenue bombilla, Julia la cantinera, iniciaba la preparación del banquete que le había encargado don Saturio, el cura de la localidad.

Primero encendió la cocina de leña, después salió al portal agarró los lechazos que colgaban de una viga y los colocó encima del tajo de madera. Macheta en mano, y con golpes enérgicos, los troceó y puso en una bandeja de barro a la espera de añadirles el adobo.

Mientras seguía con los preparativos y esperaba a su prima Rosina y a su sobrino Juanín cavilaba sobre cómo organizar el convite.

Ese día eran las confirmaciones de unos jóvenes del pueblo y esperaban al obispo. Nadie vivo en Valdeferrera recordaba un visitante tan ilustre, y todo el pueblo estaba movilizado.

Sobre las diez de la mañana un grupo de jóvenes subió al alto a otear la carretera de Vegarriba. Cuando vieron llegar una comitiva de vehículos encabezada por el Citroen de don Saturio empezaron a tirar los cohetes que tenían preparados. Aquella era la señal para tañer las campanas y organizar el recibimiento al prelado.

Al llegar a la plaza de la iglesia, el obispo se bajó de un coche negro grande y, desde lejos, bendijo a la gente que esperaba en la plaza. Acompañado por don Saturio y otros tres o cuatro curas, a juzgar por las sotanas que vestían, entraron en la iglesia.

La celebración del sacramento y la misa transcurrió de acuerdo a lo planificado. Nada falló y todo lo ensayado los días anteriores salió de acuerdo al guión previsto. Don Saturio que, habitualmente, estaba hinchado, ese día lo estaba aún más ya que en esta ocasión se había convertido en guardián del sello episcopal, determinando quien podía besarlo o no, franqueando o permitiendo el acceso al obispo. Y como siempre, más pendiente de los deseos de la jerarquía eclesiástica que de los feligreses.

Don Honorio, el obispo, solícito ofrecía la mano a los muchachos jóvenes para que le besasen el anillo, e igualmente solícito la retiraba cuando quienes trataban de besarle la mano eran las beatas desdentadas o las mujeres mayores. Mientras que a los primeros los acariciaba en el rostro o en la cabeza, a las segundas se limitaba a bendecirlas tomando una cierta distancia. Sin duda alguna el obispo prefería la juventud. Si uno fuese mal pensado, pensaría incluso que al obispo le daba asco que le besasen la mano las mujeres; y más si éstas eran viejas, feas y pobres. Y a decir verdad, en esos años en Valdeferrera la pobreza abundaba.

Acabada la celebración en la iglesia y el besamanos al obispo, el fin de fiesta era la comida en la cantina de Julia. Allí habían dispuesto una mesa grande en la que las fuerzas vivas de la localidad agasajarían al obispo con manjares de la tierra: unas bandejas de embutidos y unos lechazos asados al horno. Presidiendo la mesa estaba don Honorio, quien tenía a su derecha a Arturo, el sargento de la Guardia Civil y a su izquierda a don Enrique el médico. También en la mesa estaban Leopoldo el Alcalde del Ayuntamiento, Aurelio de la Cámara Agraria, Ismael el Secretario Municipal, y varios sacerdotes que acompañaban al obispo. Todos hombres.

Julia la cantinera se movía sin descanso de un lado a otro llevando allá vino, al otro lado pan, bandejas de comida aquí y allí. Juanín su sobrino le ayudaba llevando los platos a las mesas que, en la cocina, servía su prima Rosina, la cocinera del banquete. Más que moverse, Julia bailaba como una peonza: de la cantina a la cocina, de una punta de la mesa a la otra. Ya en los preparativos había sido advertida por el cura de que había que estar pendientes de que no le faltase de nada al obispo.

– “Julia, que sobre de todo. El embutido abundante. Hay que estar muy pendientes del señor obispo. No te olvides: el primero al que hay que servir es al señor obispo… cuando sirvas el café dejas las botellas de orujo y de coñac al lado del señor obispo”- le había repetido insistentemente.

“Señor obispo, señor obispo. Vaya con el señor obispo. Peor que cualquier paisano de los que viene a la cantina. Vaya buey. ¡Qué buena pareja haría uñido a don Santurro”, pensaba Julia. ¡Qué acostumbrado está a que lo sirvan!

La comida transcurrió sin sobresaltos. Don Honorio demostró sobrado aprecio por los productos del lugar, despachando él solito media bandeja de cordero asado. A su juicio todo estaba bien sabroso, opinión que compartían el resto de comensales y que puso especialmente contento a don Saturio.

Conforme avanzaba la comida, el vino empezaba a hacer efecto entre los comensales que al levantarse al baño se tambaleaban ligeramente como los carros por caminos bacheados. Acabada la comida, Julia  y su sobrino distribuyeron unos dulces por la mesa y comenzaron a servir el café, cada uno por una punta. Justo cuando le servía al obispo, Don Enrique el médico que trataba de ocupar de nuevo su silla, se trompicó y golpeó el brazo de la cantinera. La jarra entera de café cayó sobre la impecable sotana del prelado.

– Perdón, perdón-, decía Julia mientras se secaba el café del brazo con el delantal.

De todos los puntos de la mesa se alzaron voces recriminando a la mujer por su torpeza e interesándose por el estado del obispo.

– Pero, pero… Julia, por el amor de Dios, pon atención en lo que haces- gritaba don Saturio.

Escarnecida por las recriminaciones de los comensales, Julia agachó la cabeza y sin decir una palabra limpió la mesa, colocó de nuevo las tazas en su sitio y volvió a la cocina a buscar más café.

Poco a poco el murmullo de criticas y burlas se apagó y todos los comensales volvieron a ocupar su sitio para el café y los dulces. Esta vez, con sumo cuidado, Julia llenó la taza del obispo sin derramar una gota

Don Saturio, el cura, que seguía la maniobra con atención, ya la había advertido con voz grave:

– Cuidado Julia, no la vuelvas a preparar…

– “Bueno, bueno, no pasó nada. Mujer tenía que ser”- dijo el obispo con desprecio y soltando una risotada burlona.

Julia, colorada como el hierro a punto de fundirse, clavando la mirada en los ojos del obispo exclamó:

– ¿Mujer tenía que ser? Pues sí ¡mujer! Cómo la que lo parió a usted… o ¿a usted lo parió una burra?

Con parsimonia Julia se sacó el mandil y caminó hacia la cocina donde Juanín se había refugiado al ver a su tía embestir al obispo. Julia cerró la puerta tras de sí y, resoplando, se sentó al lado de Rosina. Miró a su sobrino y los tres empezaron a reírse a carcajadas.

Hacía años que en aquella cantina no se escuchaban unas risas así.

Gregorio Urz, marzo de 2018

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

 

Don Antonio


Andrés entró en la cocina y, con cara de abatimiento, se dejó caer en el escañil de madera que estaba al lado de la mesa. Tenía la mirada perdida y se pasaba repetidamente la mano por la frente y la cabeza.

Enfrente de él, Inés, pelaba y cortaba unos dientes de ajo para el guiso que hervía en la cocina de leña. Ensimismada en la rutina, la mujer se dio la vuelta a coger el pimentón de la alacena. Al girarse y ver a su marido sudoroso y con la cara desencajada, se asustó.

—Andrés ¿qué pasó por Dios? Parece que viste la güestia —le preguntó.

El hombre sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la frente.

—Vino la guardia civil a buscar a Celestino el de Rosaura. Lo llevan al monte a fusilar, como hicieron la semana pasada con el pastor de Ruituerto. Los matan como a perros. No tienen piedad. Le dijeron a Luiso, el su rapaz mayor si quería ir a buscar la ropa y las botas.

Inés rompió a llorar.
—Ay, Virgen Santa. Pobres hijines. Pobre Rosaura con cinco rapacines que mantener —decía sollozando.
—Tienes que ir a hablar con don Antonio. Quizás él pueda hacer algo —dijo Inés secándose las lágrimas con el mandil.
— Hace años que no me hablo con ese mal bicho. No, no. No voy a hablar con él.
—Andrés no puedes seguir teniendo rencor por algo que ya pasó y está olvidado. Por el amor de Dios, vete a hablar con él. Por lo menos que lo sepa —le suplicaba Inés.

Justo en ese momento entró en la cocina un niño de unos seis o siete años que al ver llorando a su madre se abrazó a ella con fuerza.
—Andrés, vete a hablar con don Antonio. Por lo que más quieras… Vete.

Andrés miró a su mujer e hijo y asintió con la cabeza. Agarró la boina, y salió de la casa con paso decidido. No había caminado cien pasos cuando su hijo llegó corriendo.
—¿Dónde vas tú, mocoso? Vuelve pa’ casina con tu madre.
—No, no. Quiero ir contigo.

Después de un rato porfiando y viendo que no podía convencerlo, Andrés agarró a su hijo de la mano y le explicó:
—Vamos a casa de don Antonio, a hablar con él. Cuando salga le das los buenos días y le besas la mano. ¿Lo entendiste?

Después de pasar por delante la iglesia, y llegados enfrente de una casa de piedra con una entrada en forma de arco, Andrés se quitó la boina y aporreó con fuerza el picaporte.
—Don Antoniooo, don Antonioooo —gritaba Andrés nervioso.

De deetrás de la puerta de madera, embutido en una sotana negra como el alquitrán, apareció un cura delgado y alto. Acto seguido, Diego el hijo de Andrés, tal y como habían convenido le dio los buenos días y le besó la mano. Dos rasgos de su anatomía llamaron la atención del crío: su altura y sus orejas. Era más largo que un varal y sus orejas eran más grandes que las abarcas que él calzaba.

—Home Andrés, ¿qué te trae por aquí? —preguntó el sacerdote con una tonada que delataba su origen gallego.
—Vinieron a buscar a Celestino y lo llevan a fusilar al monte.
—Me cagüen todos los… —masculló el cura entre dientes—. De eso nada, Andrés. De eso nada —decía negando ostensiblemente con la cabeza.
—Están en la cantina. Celestino pidió que la mujer le preparase un cazuelo sopas como última voluntad y aún debe estar almorzando —le explicaba Andrés.
—Vamos, vamos, antes de que salgan —dijo don Antonio dándole una palmada en la espalda a Andrés.

Bien sabía Andrés que don Antonio era una persona ilustrada y se lo iba a poner complicado a los guardias. Además era testarudo como una mula de carga. Ya él lo había vivido en carnes propias.

Don Antonio se colocó la boina, se arremangó ligeramente la sotana y dando grandes zancadas se dirigió a la cantina. Se veía que estaba enfadado. En un santiamén se plantó delante de los guardias y pidió hablar con el uniformado de mayor graduación.

Desde fuera se escuchaba como don Antonio le explicaba al sargento que estaba al mando “Este hombre es un buen vecino. Ha podido cometer errores, pero es un buen creyente. Además, lleva más de diez años de sacristán en la parroquia, ayudándome en la iglesia”.

Cualquier vecino del pueblo que lo hubiese escuchado, habría pensado sin ningún género de dudas que aquel cura se había vuelto loco. Celestino hacía bastante años que no pisaba la iglesia y justo unas semanas antes en un concejo de vecinos, en el mismo pórtico del templo, era de los que proponía convertirlo en una panera comunitaria.

Aún así, las palabras del cura no ablandaron al guardia civil que mandó al reo ponerse en pie y agarrándolo por un brazo lo arrastraba hacia la salida de la cantina.

En ese momento, don Antonio, cruzándose de brazos, se atravesó en medio de la puerta. El sargento, apretando los dientes, puso la mano en la pistola y clavó la mirada en el cura. Don Antonio sosteniéndole la mirada al uniformado dijo:

—A este vecino no se lo lleva nadie sin una orden del juez.

Andrés era mi abuelo y mi padre lo acompañó aquel día a avisar al cura de que se llevaban a Celestino. Cada vez que mi padre contaba esta historia no podía contener las lágrimas. Nadie supo nunca porque un cura como don Antonio, que podía haber sido obispo, fue a caer en una aldea como Valdeferrera. Lo que sí se sabe es que, gracias a sus gestiones, Celestino y otros varios vecinos del pueblo se salvaron de una muerte segura, aunque no de la cárcel, las palizas y el aceite de ricino.

Gregorio Urz, mayo de 2018

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

Tormenta


—Se nos mete el tiempo en agua y nos coge el pan en la tierra —se lamentaba Anselmo que, cada vez que se avecinaba una tormenta, sentía unos fuertes dolores en su pierna derecha.

Bajo un sol impenitente, Anselmo y Amelia llevaban todo el día segando a hoz en una tierra de centeno. Avanzaban, pero por el ritmo que llevaban tardarían dos o tres días más en dominar aquel mar de espigas.

—Vamos, pa’ casa, Selmu. Vamos, que por mucho que nos afanemos, hoy ya no acabamos. Habrá que venir mañana temprano. Encima, nos va a pillar el torbón… —dijo la mujer con la mirada puesta en el horizonte.

Anselmo, viendo el centeno que aún quedaba en pie, se resistía a abandonar. Se secó el sudor, echó un trago de vino e, ignorando la queja de su mujer, retomó la tarea. No llevaba ni cinco minutos segando cuando dejó caer la hoz y se sentó en el suelo.

De un cuarterón de cuero sacó unas hebras de tabaco y lío un cigarro. Después de varias caladas se volvió hacia Amelia y, con voz quejumbrosa, le propuso acabar la embelga y, una vez llegasen a la rodera, marchar para casa.

Con la cabeza baja y caminando sobre las rodillas, la pareja volvió al tajo. Con el sol a punto de refugiarse tras el Teleno, otros segadores, hombres y mujeres, empezaban a desfilar hacia sus casas. Al pasar por delante de la tierra de Anselmo levantaban y movían el brazo con la hoz en la mano a modo de saludo o de mensaje de ánimo, pero el hombre ya no se veía capaz ni siquiera de llegar al camino. Ensimismado, y casi vencido por la fatiga y el desánimo, no reparó en que unos muchachos al pasar por delante de aquella tierra habían echado la rodilla a tierra con la hoz y cada uno de ellos avanzaba llevando una ancha sucaina de centeno.

Anselmo al oír detrás de sí risas y una animada conversación se dio la vuelta sorprendido al ver como tres rapaces, que ni siquiera acertaba a saber quienes eran, se habían puesto a segar con ellos.
—¡Vamos, vamos, ti Selmu que esto es pan comido! —le dijo a voces uno de aquellos muchachos.

En pocos minutos, los jóvenes habían alcanzado a Anselmo y a Amelia, colocándose delante de ellos. A estaya y rítmicamente cada uno de los segadores apretaba con la mano izquierda un puñado de espigas, y con la hoz en la otra mano las cortaba, amontonándolas después en pequeñas gavillas. No habían llegado Amelia y Anselmo al camino cuando cada uno de aquellos rapaces empezaba una nueva embelga. Un buen rato más tarde, todo el centeno de aquel quiñón descansaba en la tierra engavillado en manojos y amontonado en medio de la tierra.

—Ay Dios mío, Selmu, nun sei cumo ye vamos pagar a estos rapaces. Nun tenemos ni un cachín de pan que ofrecei-yes.

Los muchachos se despidieron y, haciendo bromas entre ellos, se alejaron por el camino que bordeaba aquellas tierras de cereal. Eloísa recogió los enseres metiéndolos en un fardel de tela, Anselmo se acomodó la pesada muleta de madera debajo del brazo y ambos, en silencio, emprendieron el camino de regreso a casa.

En el horizonte, lejanos bramidos y destellos anunciaban la llegada de la lluvia.

Gregorio Urz, enero de 2019

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

La madre de Suso


De rodillas, Amelia recorrió el quilómetro que separaba la iglesia de Valdeomaña de la ermita de Castro.

Acabó con las rodillas en carne viva, aunque las velas y la oferta hecha al santísimo bien valían la pena. El miércoles de esa misma semana había recibido una carta de su hijo Suso que le decía que regresaba a España. Amelia pedía que su vástago regresase sano y salvo.

La última carta recibida tenía el matasellos de Venezuela, aunque nadie a ciencia cierta sabía dónde estaba Suso. Hacía ya cinco años que había embarcado como marino. Había quien incluso lo daba por muerto; otros, más benévolos, lo situaban en Angola como mercenario, como minero en el Amazonas, o en una plataforma petrolífera en Alaska. Su madre sabía que estaba vivo porque cada tres o cuatro meses recibía una carta contándole que estaba bien. Cierto que aquellas cartas llegaban sin una dirección en el remite y en el matasellos aparecían nombres de países exóticos como Brasil, Angola, Cotê d’Ivoire, o Guyane, por lo que era difícil situarlo en un territorio concreto.

Animada por las buenas noticias de su hijo, cada día sobre las siete de la tarde Amelia iba a esperar el coche de línea. Sentada en una piedra grande que había a la puerta de la casa de su hermana Julia, justo enfrente de la parada del autobús, esperaba pacientemente que se bajasen todos los pasajeros y una vez cerciorada de que su hijo no había llegado, regresaba a casa.

Conforme transcurría el tiempo, la alegría de las primeras semanas de espera fue desplazada por la ansiedad y la impaciencia. Poco a poco aflojaron las tareas en el campo, y una vez arrancadas las patatas y recogidos los animales en las cuadras, con la espera los días a Amelia se le hacían eternos.

Pasó el otoño y su hijo no llegó.

Hecha la matanza, Amelia encontró refugio en la ‘cocina vieja’. Después de comer, bajaba a la casa heredada de sus abuelos, un antiguo llar con suelo de piedra había sido convertido en una cocina de curar los embutidos. Allí, con la solemnidad de una celebración religiosa, cogía unas ramas de urz, las amontonaba y colocaba encima de ellas unos palos menudos de encina o de roble. Agarraba la caja de cerillas y se agachaba al lado del montón de leña que acababa de preparar. Con la misma parsimonia que el cura bendice el cáliz y la hostia de la comunión, Amelia encendía un fósforo y con él una hoja de periódico que acomodaba al lado del montón de leña. La pequeña llama del papel se extendía a las urces convirtiéndose en una hoguera que, como un fogonazo, iluminaba la cara de Amelia y los varales de chorizos y los jamones colgados de las vigas. Acto seguido, Amelia colocaba unos rachones de leña o unos cepos que otros llaman tuérganos y que no son otra cosa que la raíz del brezo. Entonces se sentaba en un taburete y del bolso del mandil sacaba una bolsa de tela con las cartas de Suso y las releía.

Poco a poco las llamas comenzaban a extinguirse y empezaba a salir un humo blanco que bañando toda la estancia protegía la matanza impregnándola con ese aroma tan peculiar. Amelia cerraba los ojos y se imaginaba el reencuentro con su hijo. A veces se quedaba dormida.

Eso sí, un poco antes de las siete de la tarde, acudía puntual a su cita con el coche de línea.

Con diciembre llegó el frío, y el coche de línea seguía transportando viajeros de León y otras localidades a Valdeomaña, pero ninguno de los pasajeros era el esperado Suso.

Llegó Santa Lucía y Amelia, enfadada con el mundo y también con la santa, buscó una excusa para no celebrar la fiesta de la localidad. De hecho, para Amelia era un esfuerzo asistir cada domingo a la misa. Lo veía como una pérdida de tiempo y sentía que la oferta que había hecho al Santísimo en la procesión a la ermita y las velas que colocaba cada domingo no estaban sirviendo de mucho. Aún así, mantenía la fe en San Antonio, y cuando el ánimo bajaba le echaba la oración al santo: “Si buscas milagros, mira: muerte y error desterrados, miseria y demonio huidos, leprosos y enfermos sanos. El mar sosiega su ira…”. La oración siempre salía bien, motivo por el que no perdía la esperanza.

Pasada Santa Lucía, llegó la Navidad y para Amelia fueron unas fechas tristes.

El tiempo iba pasando y Suso seguía sin dar señales de vida. De tanto en tanto el cartero se acercaba a casa de Amelia. Cuando, desde la ventana de la cocina la mujer lo veía llegar dejaba lo que estuviese haciendo y salía corriendo a buscar las cartas. Nada nuevo. Cartas del banco, recibos de la luz o algún aviso del Ayuntamiento. Pero ya iban unos cuantos meses que no aparecía entre la correspondencia un sobre alargado con los bordes azules y rojos y la inscripción ‘Air Mail’. Ya eran meses sin noticias de Suso. Parecía que se lo había tragado la tierra.

Tampoco en estos meses faltaron bulos y habladurías. Era ya por las Candelas, cuando Toño el del bar creyó haberlo visto en el telediario tendido en una hilera de guerrilleros muertos en un enfrentamiento con el ejército. Fue un segundo, pero Toño estaba seguro que aquel muchacho rubio con pelo largo y barba era Suso.

En pocos días el rumor se escampó por el pueblo y una mayoría de vecinos asumía el fatal final de Suso en una remota selva de América Latina. Todos menos Amelia, su madre.

– Di que vieron a Suso en las noticias – le dijo Rosario la vecina.
– Sí, me llegó. El problema es que a Toño le gusta mucho el vino, y ahí lo tiene cerca – contestó Amelia.

Poco a poco, la pena se iba apoderando de ella como el musgo invade las tapias. Como cada invierno, el aire húmedo de Galicia se llevó a varios vecinos y este año le había tocado marchar a Paco, Aurelia, y a Genoveva. El invierno estaba siendo especialmente duro y Amelia iba perdiendo peso, notándose cada vez más debilitada. Aunque sentía que aquella espera la estaba matando, ni un solo día faltó a su cita.

Acudir con aquellas friuras a esperar el coche de línea, la convirtió en protagonista de las habladurías de vecinos e incluso familiares, que empezaron a dudar de su salud mental.

Cecilia, su hermana, trató de disuadirla.
– Amelia hija, con este frío vas a agarrar una pulmonía.
Ella la miró con tristeza y encogiéndose de hombros contestó:
– Lo que se quiere a un hijo no lo sabe nadie.

Con la llegada la primavera, los días se alargan, los rayos del sol cogen fuerza, la savia se renueva y la vida poco a poco regresa al campo tiñéndolo todo de verde. Con estos cambios, también llegó un ánimo renovado al espíritu de Amelia. A ello también contribuía que las tareas del campo y de la casa la mantenían ocupada la mayor parte de las horas del día.

Un jueves de mayo, día de feria en Benavides, eran casi las ocho de la tarde y el coche de línea no llegaba. Amelia impaciente veía cómo se le echaba la hora encima. Se puso de pie y emprendió el camino de regreso a casa. Apenas había caminado unos metros cuando se giró para una última comprobación. Al fondo de la carretera, flanqueado por las primeras casas del pueblo, se veía avanzar el autobús. Sentado al lado del conductor venía alguien con un sombrero de ala ancha.

Desde la distancia, observó cómo el curioso pasajero se bajaba del coche de línea y saludaba efusivamente a la gente que había esperando en la parada. A Amelia le dio un vuelco al corazón. A tres leguas hubiese reconocido aquellos gestos y la manera de moverse.

– ¡Jesús! ¡Jesusín, hijo mío, hijo de mi alma y de mi corazón! – gritaba Amelia corriendo en dirección al autobús.

Finalmente, allí estaba Suso que empezó a correr al encuentro de su madre. Ya juntos, se fundieron en un prolongado abrazo.

La noticia corrió por el pueblo como la pólvora y de todas las casas salía gente a saludar a Suso que con el brazo sobre el hombro de su madre no dejaba que ésta se separase de su lado. Llorando y riendo, Amelia lo miraba con ternura y tampoco se despegaba de él.

Acabados los saludos, caminaron juntos hacia casa. Justo al llegar a la puerta, Suso se giró y preguntó a su madre:
– Madre, ya no me esperaba ¿verdad? Ya había perdido la fe de que volviese ¿no?

Amelia lo miró y sonrió. Metió una mano en el bolso del mandil y acarició la bolsa de tela donde guardaba sus cartas. Con la otra mano lo agarró como cuando era un niño pequeño y juntos entraron en casa.

Gregorio Urz, mayo de 2018

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

Las vacas


– Son cosas de Europa y no hay vuelta atrás – decía Miguel mientras apuraba una copa de orujo.
– Esto no es Europa. A mí quien me examinó las vacas fue el veterinario de la Junta. Un grandísimo hijo de puta… ¿qué le molestarían las mis vacas, si estaban sanas como castañas? – dijo Anselmo.
– Pero si te lo cubre la subvención… – decía Tomás.
– La ‘subención’ que se la metan por el culo. Yo lo que quiero es que no me quiten las vacas. A mi lo que me jode -razonaba Anselmo-, es que te dicen que esas vacas están tuberculosas pero van al matadero y después la carne es para consumo de la gente. Alguien se debe estar lucrando con eso.
– Eso sí que no hay quien lo entienda. Si sale mala, sale mala. Que la lleven al crematorio… – asentía Jacinto
– Ansiosos, que sois unos ansiosos. Así que os jubiláis, os entran las ganas de trabajar. Os quedan cuatro días para moriros. ¿Qué pensáis que lo vais a llevar todo para el otro lado? – interrumpió Lorenzo sentado al lado de la estufa y aparentemente ajeno a la conversación.

Anselmo al oír eso se agachó, descalzó la madreña y con el brazo en alto, madreña en mano, salió disparado hacia Lorenzo gritando: «Me cagüen la puta madre que te parió. ¡Faltoso! Pero, ¿a quién le molestan las mis vacas? ¿A quien hago daño yo con tener dos vacas en casa?»

En las últimas semanas ese era el pan nuestro de cada día. A la hora del orujo en el bar la conversación giraba sobre las vacas y la campaña de saneamiento ganadero puesta en marcha por la Junta de Castilla y León siguiendo una directiva europea. Aquella campaña había caldeado mucho los ánimos de los paisanos de Valdeomaña. No era para menos. Más de la mitad de las vacas del pueblo habían salido con tuberculosis o brucelosis y, aunque aquello olía a chamusquina, no había vuelta atrás: las vacas marcadas tenían que ir al matadero.

A Anselmo que tenía dos vacas, la Gallarda y la Bonita, le habían salido malas las dos. Si desde la pérdida de su mujer estaba con el ánimo bajo, aquello acabó de hundirlo del todo. Aquellas reses eran su familia y con ellas pasaba los días. Viudo y sin hijos vivos, su único motivo de vivir eran las dos vacas que tenía en la cuadra.

Sabedor de que en quince días vendrían a buscarlas, la pena lo ahogaba y los días y noches se le hacían eternos. De esos días, la mitad los pasó en la cama aquejado de debilidad y la otra mitad haciendo trámites. Fue a León al catastro y puso todas sus propiedades a nombre de la hermana, pasó por el notario en Astorga y redactó un testamento. Bajó a Benavides y pasó por la Caja de Ahorros. Allí, le ordenó al director ingresar un millón de pesetas en la cuenta de cada sobrino y que el remanente de la cuenta lo pusiese en un sobre. También pasó por la armería y pidió al empleado unos cartuchos de escopeta del grosor suficiente como para matar a un lobo o a un animal grande.

Para calmar la ansiedad iba tachando días en el calendario de la cocina hasta que, finalmente, le tocó marcar la fecha señalada. Ese día se levantó con dolor de huesos y siguiendo la rutina de cada día pasó por la cuadra y llenó los pesebres de las vacas de yerba seca y después se dirigió al bar ‘al orujo’. Era día de mercado en Benavides y en la cantina únicamente estaba Ulpiano el tabernero que le preguntó:

– ¿Qué tal Anselmo? ¿Cómo andas? Vienen hoy por las vacas tuyas, ¿no?

– Ummm -dijo Anselmo encogiéndose de hombros- Vienen por ellas. Otra cosa muy diferente es que puedan llevarlas. Ya veremos…

De dos tragos tomó dos copas de aguardiente y antes de pagar le pidió al cantinero que cogiese una botella de refresco y la llenase con tres ‘copinas’ de orujo.

Ya de vuelta en casa, preparó unas sopas de ajo mientras escuchaba la radio. Las probó pero fue incapaz de comer nada. Tenía el estómago cerrado. Fue a la habitación, sacó del armario el único traje que tenía y lo colocó cuidadosamente encima de la cama. Justo al lado dejó el sobre que le habían entregado en el banco en el que había escrito el nombre de su hermana. Se dirigió a la despensa y agarró la escopeta que hacía años que no utilizaba. La desarmó la limpió bien e introdujo un cartucho en cada cañón.

Bajó al corral, y se dirigió de nuevo la cuadra. Agarró un cepillo que colgaba de una de las vigas y lo pasó cariñosamente por el lomo de la Gallarda y la Bonita.

Después de un buen rato afalagando los animales, cogió el taburete de ordeñar las vacas y se dirigió al portal. Con una llave grande de hierro cerró el portón que daba a la calle y atrancó la entrada con un tablero del carro y unos maderos. Justo enfrente de la puerta, en el medio del portal, colocó el taburete, la escopeta y la botella de orujo. Se sentó y del bolsillo de la camisa sacó una petaca de cuero con tabaco picado, agarró unas hebras y con calma lió un cigarro. Le venían a la cabeza recuerdos de todas las vacas que habían pasado por aquellas cuadras: la Gallarda, la Bardina, la Rubia, la Corza, la Gabacha…

Ensimismado en esos pensamientos fue interrumpido por varios golpes en el portón.

– ¡Anselmo, Anselmo! Están aquí los de la Junta de Castilla y León preguntando por tí-, se escuchaba al otro lado de la puerta.

– ¿Los de la Junta? ¡Qué se vayan a tomar pol culo esas sanguijuelas! Ya los veré en el infierno-, musitó entre dientes Anselmo. Justo en ese momento una bandada de grajos sobrevoló el corral graznando y alborotando, tal vez presagiando alguna mala noticia.

Gregorio Urz, enero de 2018

La foto que acompaña esta entrada es de Miquel Fabré on Foter.com / CC BY-NC-ND

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