Campesino, un oficio peligroso…


Hace unos días leía que un campesino tucumano, Juan González había sido asesinado. Acá tienen la noticia, pero se la resumo.

Un martes a la mañana, este señor llamado ‘Cheta’ González se subió a su caballo y guió a sus vacas a una finca de su propiedad en la que su familia había trabajado toda la vida. Al llegar al predio se encontró con Carlos Flórez, un policía retirado que le franqueaba el paso. Le decía que no podía acceder más a esas tierras porque no le pertenecían. Se produjo una discusión, y el ex-policia sacó un arma y lo acribilló a tiros. El asesino, que ya tenía antecedentes penales por robos e intentos de homicidio, era un matón que trabajaba a sueldo para productores sojeros usurpando terrenos.

Esto que acabamos de ver es el pan nuestro de cada día en América Latina. En países como Colombia, Honduras, Guatemala, Brasil, Paraguay o incluso Nicaragua y Argentina, es bastante común que las ‘fuerzas del orden’ —militares y policía— trabajen como sicarios haciendo el trabajo sucio de las multinacionales o de los grandes propietarios de tierras. Recordará el lector el caso de Berta Cáceres, asesinada por defender el territorio y oponerse a un megaproyecto hidroeléctrico en Honduras. En este caso, el asesino fue un ex-militar pagado por la empresa involucrada en la construcción, pero la policía falsificó pruebas para tratar de presentarlo como un crimen pasional.

Hace ya un tiempo, a mediados de 2018, una ONG llamada Global Witness publicó un informe donde revelaba que durante 2017 al menos 207 personas, en su mayoría campesinos, fueron asesinados por defender sus hogares y comunidades de la minería, la agroindustria y otros negocios destructivos.

Como indicaba el documento, entre las muertes se incluían el asesinato de campesinos en Colombia por manifestarse contra plantaciones de palma aceitera y de banano en tierras robadas a su comunidad, la masacre por parte del ejercito filipino de ocho aldeanos que se oponían a una plantación de café en sus tierras, o ataques violentos por parte de finqueros brasileños, que usando machetes y rifles dejaron gravemente heridos a 22 integrantes del pueblo indígena de Gamela, algunos con las manos cortadas. Pero no sólo hay asesinatos en estos países, también Guatemala, El Salvador, Honduras o Argentina forman parte de este elenco.

Estas cifras se han quedado muy muy cortas ya que casi cada día siguen siendo asesinados campesinos en América Latina por defender la tierra frente a los grandes propietarios o empresas. Así por ejemplo, se comprueba que en lo que va de 2020 en Colombia han sido asesinados 251 líderes sociales, siendo las principales víctimas de este tipo de homicidios líderes comunales o campesinos que se han visto involucrados en reclamaciones de tierras y la implementación de la sustitución de cultivos. Acá tienen la noticia. Otro ejemplo podría ser Paraguay donde desde 1989 —año de caída de la dictadura— han sido asesinados 125 campesinos.

En la mayoría de los casos, detrás de estos crímenes no sólo están los intentos de silenciar a las personas defensoras de la tierra o el medio en el que viven. Muchos de estos campesinos han sido asesinados para arrebatarles sus tierras y producir soja, banano, palma africana o cualquier otro cultivo industrial. Esto, que recientemente se ha venido llamando ‘acaparamiento de tierras’ viene de muy lejos en el tiempo, aunque es un proceso histórico que tiende a acentuarse en los períodos de globalización económica. Es decir, no tiene tanto que ver con la producción de alimentos sino con otros fenómenos como los flujos internacionales de capitales, mercados internacionales, fondos de inversión, etc.

No los aburriré ahora con esos temas, simplemente destacar que lo peor de todo es la impunidad de quienes están detrás de estos delitos, generalmente empresas multinacionales que cuentan con el apoyo tácito o explícito de los gobiernos de estos países. Digo impunidad, ya que casi nunca se castiga a los autores de los crímenes. Y cuando lo hacen es debido a fuertes presiones internacionales. En este sentido, se debería ir un poco más allá y las empresas —y los consumidores deberían exigirlo— han de ser responsables y asegurar que no apoyan proyectos que desalojan a la gente de sus hogares ni devastan sus ecosistemas.

Y sí, también el lector debe saber que hay multinacionales españolas implicadas en esos procesos de desposesión… pero esa es otra historia sobre la que volveremos.  

La fotografía que acompaña el texto es de Mikael Wiström, un fotógrafo sueco y director de cine documental. 

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Tierra y democracia en Colombia: los muchos obstáculos hacia la paz


El pasado octubre, el Gobierno de Colombia y el grupo guerrillero de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) iniciaron oficialmente las conversaciones de paz. El primero de los cinco puntos del diálogo es el acceso a la tierra y el desarrollo rural, lo cual se presiente como un importante escollo para llegar a acuerdos.

El problema de la tierra en Colombia está presente desde hace décadas y se podría decir que, a pesar de varios intentos fallidos de reforma agraria, el problema no sólo no se ha resuelto sino que el conflicto armado vivido en el país ha terminando agudizándolo. Colombia es uno de los países que presenta una mayor desigualdad rural la cual se ha agudizado en los últimos años a consecuencia de la violencia. Según un estudio del IGAC-CORPOICA en 2002 el 0,4% de los propietarios poseía el 61% de la superficie agraria, mientras que el 57,3% de los propietarios poseía el 1,7%. Según el IGAC en el 2009 el índice de Gini de propietarios es del 0,875 y el de tierras de 0,86 (cuanto más cercano a 1, más concentrada está la propiedad); comparados con otros países resulta que en Colombia se produce uno de los accesos más desiguales a la propiedad a la tierra, no sólo de América Latina sino del mundo. No obstante, el conflicto no puede ser explicado por la concentración de la tierra; en otros países de la región como Perú, Brasil, Paraguay o Argentina existe una alta concentración de la propiedad y no hay conflicto armado.

Como veremos, el conflicto armado ha agudizado la concentración de la tierra aunque también ha creado otros problemas. El principal es el desplazamiento forzado de población rural ya que según Amnistía Internacional, entre 3 y 5 millones de personas han sido desplazadas de sus hogares en los últimos 15 años a causa del conflicto bélico, siendo la mayoría familias campesinas. A causa de ello, entre 1980 y 2010 han sido abandonadas unas 6,64 millones de hectáreas que estaban siendo explotadas por los ahora desplazados. Aunque podría pensarse que el abandono de tierras ha sido un efecto colateral de las hostilidades bélicas, el conflicto ha sido utilizado como estrategia por los actores armados para apropiarse de tierras y recursos, desplazando a la población rural que los ocupaba. Así la III Encuesta Nacional de Verificación realizada en diciembre 2010 recoge que al menos el 40,7% de los grupos familiares desplazados, abandonaron, vendieron forzadamente, o les fueron arrebatadas sus tierras.

Los orígenes de la violencia contra la población rural se remontan a las décadas centrales del siglo XX, donde el problema agrario fue uno de los factores que impulsó la aparición de las FARC en 1967, siendo el apoyo a las luchas y los movimientos campesinos uno de los leitmotiv de sus primeras acciones armadas. En los años 80, las FARC, que ya daban protección a grupos de narcotraficantes, comenzaron a utilizar la extorsión, el secuestro y la violencia contra ganaderos y terratenientes. Ante estas amenazas, y el peligro real de perder las tierras, la élite terrateniente en complicidad con el Estado empezó a sostener grupos armados de autodefensa. Precisamente, a finales de la década de los años 80, tres hermanos, Carlos, Fidel y Vicente Castaño, cuyo padre había sido asesinado por la FARC crearon un grupo de autodefensa de unos 50 hombres financiado por ganaderos y propietarios. En 1997, bajo el liderazgo de los Castaño fueron creadas las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), las cuales en 2001 contaban con unos 30.000 hombres armados, controlando partes importantes del territorio colombiano. Como se ha demostrado posteriormente, la consolidación del paramilitarismo fue posible gracias a la ayuda, por acción u omisión, del Estado colombiano.

Aunque la violencia paramilitar en un principio estaba dirigida contra campesinos acusados de “auxiliar” o “colaborar” con la guerrilla, posteriormente la entrada en juego del narcotráfico y de elementos ajenos al sector rural dio un nuevo sentido a la violencia contra el campesinado. Por un lado, el narcotráfico dinamizó la violencia al multiplicarse los actores armados; por otra parte, una parte de los capitales obtenidos en las actividades ilícitas fue utilizado en la compra de tierras; y en tercer lugar, se dio una alianza entre ganaderos, terratenientes, paramilitares y narcotraficantes para controlar los resortes de poder político. Como en muchos casos las comunidades campesinas eran un obstáculo a estos planes, se utilizó la violencia para desplazarlos y así crear corredores para asegurar las actividades de narcotráfico. Por un lado se llevó a cabo una violencia selectiva dirigida a amedrentar a los líderes campesinos; entre 2002 y 2008 fueron asesinados 41 líderes campesinos. Por otra parte se utilizó la violencia indiscriminada contra la población; entre 1993 y 2011 ocurrieron 1.974 masacres con 9.233 víctimas. El resultado fue que miles de campesinos tuvieron que abandonar tierras, casas y medios de producción. En muchos casos estas tierras pasaron a engrosar los bienes de los paramilitares o de la guerrilla, aunque hubo casos donde el despojo ha sido legalizado al ser transferida la propiedad a testaferros quienes la han vendido a terceros que compran de buena fe.

Lo que ha ocurrido ha sido una verdadera contrarreforma agraria perpetrada por los paramilitares con el apoyo o connivencia de agentes legales públicos y privados. Como consecuencia de la violencia, las políticas de distribución de tierras en el marco de una reforma agraria han desaparecido totalmente de la agenda política, y el campesinado, la población indígena o la población afrocolombiana ha perdido canales de representación. Asimismo, la violencia ha ayudado a conformar un modelo agropecuario basado en la ganadería extensiva o en cultivos de exportación como el banano o la palma africana.

Por tanto, la cuestión agraria se ha complejizado. El actual presidente de Colombia ha dado algunos pasos como la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (Ley 1448 de 2011) que contempla la “restitución de tierras” a los campesinos. Hay quien señala que con estas medidas el presidente Santos está arrebatando una bandera a las FARC. La voluntad política de reparar a las víctimas es un avance importante, no obstante el camino a recorrer es largo y los obstáculos numerosos. Una primera dificultad es la burocracia ya que, aunque los jueces dicen estar preparados para la aplicación de la Ley de Víctimas, la primera sentencia de restitución de tierras recién fue dictada el 17 de octubre de 2012. Según la Unidad de Restitución de Tierras, dependiente del Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural a 30 de noviembre de 2012 se habían cursado un total de 28.991 solicitudes de ingreso al registro, lo que hacía un área reportada por los solicitantes de 2,12 millones de hectáreas. Otro obstáculo es la existencia de grupos autodenominados “ejércitos antirestitución de tierras”, herederos de las AUC y los grupos de narcotraficantes. Es decir, a pesar del proceso de desmovilización, siguen operando estructuras paramilitares que aliadas con grupos de narcotraficantes, continúan asesinando campesinos y amenazando a los reclamantes de tierras; de acuerdo a la Defensoría del Pueblo, entre 2006 y 2011, al menos 71 líderes de procesos de restitución de tierras fueron asesinados, habiendo sólo una condena en firme por una de estas muertes.

Como señala el PNUD en su último informe sobre Colombia, hay razones para la esperanza, si bien la consecución de la paz en Colombia pasa por la solución de los conflictos por la tierra. Es decir, es necesario impulsar una solución política al problema agrario que repare a las víctimas del conflicto, que reduzca las desigualdades en el acceso a la tierra, que cambie el modelo de desarrollo y que fortalezca la democracia y la representatividad del campesinado y de la población rural.

Restituir las tierras despojadas, protegiendo el retorno de los desplazados es un primer paso, ya que éstos se han visto condenados a la pobreza y la marginación. Sin embargo, cabe un mayor esfuerzo contra la impunidad ya que hay datos verdaderamente preocupantes; así por ejemplo apenas se ha hecho nada para reparar las víctimas de «falsos positivos» como se denomina en Colombia a los jóvenes civiles asesinados por parte del Ejercito y contabilizados como guerrilleros muertos en combate; otra muestra es que según la OIT siguen impunes el 94,5% de los más de 2.900 sindicalistas asesinados desde 1986.

También es ineludible corregir la desigual estructura de propiedad agraria, y el modelo agropecuario de los últimos años, los cuales se han convertido en un obstáculo para el desarrollo e incluso para la democracia. Esta desigualdad histórica y control de los medios de producción por unos pocos coarta la democracia, dificulta la superación de la pobreza, y es origen de conflictos por el uso de la tierra. Considerando que la tierra es el principal activo para la supervivencia y el bienestar para la mayoría de la población rural, se hace necesario un modelo más equitativo e inclusivo que promueva un uso sostenible del territorio.

Por último, es fundamental que el Estado reconozca con voz propia al campesinado el cual a causa del conflicto armado se ha visto acusado, señalado y reprimido, viéndose despojado de su capacidad de representación.

Tal y como sucedía hace décadas, la tierra es un elemento clave del conflicto colombiano. Aunque el camino iniciado hacia la paz se presenta complicado, el futuro recién empieza y allí parece haber lugar para la esperanza.

José Serrano – 21/12/2012

Foto: Miguel Galezzo / Dejusticia

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