Seguimos tratando de la importancia de las tierras comunales y las solidaridades vecinales para los más pobres. El texto de hoy trata de desentrañar las claves de la pervivencia hasta bien entrado el siglo XX de estas solidaridades.
Como el resto de entradas de esta serie, este texto ha sido traducido de Serrano Álvarez, José A.: “Commons and rural poor in preindustrial societies: a case study in Northwest Spain. León, 1850–1950”. Rural History Yearbook / Jahrbuch für Geschichte des ländlichen Raumes 2015, pp. 103-115. Haciendo click en este enlace podéis encontrar el articulo original (en inglés).
IV. Comunales y solidaridades vecinales: las dos caras de una misma moneda.
Afirma E. A. Wrigley que en las sociedades tradicionales la pobreza era un fenómeno muy presente, y difícil de superar cualquiera que fuesen las formas institucionales prevalecientes de organización política y social; sin embargo, siguiendo con su razonamiento, no obstante no todas las sociedades tradicionales eran igualmente pobres ni la pobreza era tan aguda ni estaba extendida de la misma manera en tanto que las estructuras sociales y políticas determinaban también en buena manera cuantos pobres había y cómo de pobres eran[53]. En este sentido, como hemos visto, en el NW de España las instituciones comunales habrían atenuado la pobreza. Llegados a este punto, la pregunta que surge es por qué en el NW de España pervivieron las tierras comunales y las solidaridades vecinales. Aparentemente la primera parte de la pregunta es fácil: al igual que en otros ámbitos geográficos[54], en León las tierras comunales pervivieron porque fueron defendidas. Sin embargo, aunque se ha constatado que las sociedades agrarias tradicionales son capaces de concebir mecanismos informales de previsión social[55] y que la solidaridad es algo generalizado en las comunidades rurales[56], no resulta fácil de explicar la pervivencia de las solidaridades vecinales.
Un buen punto de partida es lo señalado por el economista Georgescu-Roegen quien afirma que “alguien puede permanecer indiferente frente a una familia que pasa hambre pero casi nadie lo hace si esta familia es vecina suya”[57]. En este sentido, estamos sintonizando con aldeas que tienen un centenar de habitantes, donde todos los miembros de la aldea están unidos por vínculos familiares, donde todo el mundo es alguien y tanto los más ricos como los más pobres integraban una única comunidad vecinal. La aldea funcionaba como una unidad económica y con la vecindad se heredaban derechos y obligaciones: las reglas y cargas de la comunidad estaban para ser llevadas igualmente por todos, tanto si uno era un poco más rico o más pobre, tanto si había buena voluntad como si no, como indica Behar[58]. Aunque la situación patrimonial de cada familia repercutía en la utilización de los bienes comunales, había normas que regulaban los aprovechamientos desde el control y la preferencia de los derechos colectivos[59]. De esta manera, la existencia de desigualdades al interior de las comunidades no debe llevar a minusvalorar los mecanismos de sostén o ayuda mutua[60]. Aunque el uso de las tierras comunales fuese desigual y los más ricos sacasen un mayor provecho[61], en el Noroeste de España los pobres obtenían la mayor parte de su ingreso en el comunal. No obstante, ello no debe ocultar que los comunales estaban sujetos a los manejos políticos, en algunos casos dominados por las élites locales.
El derecho de utilizar los comunales era igual para todos: cada vecino recibía por sorteo la misma superficie de tierra comunal y tenía los mismos derechos de pasto o de corta de leñas o maderas. Esta dimensión igualitaria se veía reforzada por dos principios que según Georgescu-Roegen regían la utilización del comunal; uno era que “sólo el trabajo crea valor y, por tanto, el trabajo debe constituir el principal criterio de la distribución de los ingresos de la comunidad”; el otro era que “igual oportunidades para todos, no igual ingreso para todos”. En el comunal, cada uno trabajaba su tierra, no poseía su tierra; en este sentido, los comunales beneficiaban a quien más lo necesitaba, en tanto que permitían a cada miembro de la comunidad tener una justa oportunidad para empezar en la vida[62].
A pesar de ese sentido igualitario, tampoco conviene idealizar. Los comunales y el colectivismo agrario, mitificados y considerados por algunos como un residuo de un comunismo primitivo[63], no eran el paradigma de la igualdad económica ni la expresión de un aclamado “comunismo natural”[64]. La existencia de formas de organización colectiva y de solidaridades vecinales no implicaba un mundo rural idílico. De hecho, en ocasiones la utilización del comunal es motivo de tensiones, en tanto que al fin y al cabo los conflictos residen en el uso que se había de dar a las tierras comunales y no en cómo se habían de distribuir éstas; sin ir más lejos, en muchas localidades leonesas los acérrimos enfrentamientos por el uso de las tierras comunales durante la II República se tradujeron en represión, violencia y muerte con la llegada del franquismo; también en estas sociedades tradicionales había usura, explotación, violencia o marginación.
No obstante, las solidaridades no eran folclore, sino que formaban parte de las tradiciones de la aldea reflejando valores presentes en estas sociedades. En este sentido, uno de los aspectos a subrayar es que en relación a cuestiones constitucionales y económicas vitales, las tradiciones comunitarias tenían en todas las épocas un núcleo tan duro en su fuerza y capacidad sancionadora como el Derecho Común británico[65]. Es más, estas solidaridades estaban sostenidas por valores propios que, surgidos de las relaciones materiales y anidados en las conciencias, variaban muy lentamente[66]. Las instituciones comunales expresaban una forma alternativa de poseer[67], siendo en cierta manera las “propiedades de los pobres”. Por otro lado, las solidaridades vecinales, nacidas en la temprana Edad Moderna, para minimizar las limitaciones impuestas por la pobreza y las condiciones de precariedad de una buena parte de la población[68], se habrían convertido en el siglo XIX en un elemento de cohesión de las comunidades rurales, momento en el que sus costumbres y medios de vida estaban amenazados.
—
[53] Edward A. Wrigley, Why poverty was inevitable in traditional societies, in: The Journal of Economic History 61 (2001), 640–662.
[54] Neeson, Commoners, véase nota 16; De Moor/Shaw-Taylor/Warde (eds.), Management, véase nota 3.
[55] Platteau, Mutual insurance, véase nota 35, 765.
[56] Fafchamps, Solidarity networks, , véase nota 48.
[57] Georgescu-Roegen, Institutional aspects, véase nota 5, 76.
[58] Behar, Santa María, véase nota 3, 184 f.
[59] Rubio, Sistema político, véase nota 33, 107.
[60] Tello, Historia, véase nota 21, 96.
[61] Véase entre otros: Iñaki Iriarte Goñi, Common lands in Spain (1800–1995). Persistence, change and adaptation, in: Rural History 13 (2002), 19–37; José Miguel Lana Berasain, From equilibrium to equity. The survival of the commons in the Ebro Basin: Navarra from the 15th to the 20th centuries, in: International Journal of the Commons 2 (2008), 162–191; Vivier, Propiété, véase nota 3.
[62] Georgescu-Roegen, Institutional aspects, véase nota 5, 73–76, 73 (cita, cursiva en el original).
[63] López Morán, Derecho, véase nota 34; Costa, Colectivismo, véase nota 9.
[64] Georgescu-Roegen, Institutional aspects, véase nota 5, 81.
[65] Ibid., 80.
[66] Edward P. Thompson, The poverty of theory and other essays, London 1980, 363–369; Paolo Grossi, Un altro modo di possedere. L ’emersione di forme alternative di proprietà alla consciencia giuridica postunitaria, Milán 1977, 38.
[67] Thompson, Customs, véase nota 16.
[68] Rubio, Pobres, véase nota 39, 26.