Desmontando supersticiones, falacias y mitos (i): la tragedia de los comunales


La ‘tragedia de los comunales’ es una de esas teorías que de forma recurrente aparece en los medios para recordarnos que la propiedad común (generalmente de  aprovechamiento colectivo) no es eficiente ni sostenible y va camino de su extinción por la sobrexplotación. La burra de todos la come el lobo, que diría el refrán tradicional.

Pues, a pesar de lo arraigada que pueda estar esa creencia, hay numerosos estudios que desacreditan esos argumentos. Es más, históricamente hay muy pocas evidencias de dicha tragedia e incluso Elinor Ostrom recibió un Premio Nobel por sus teorías que, claramente, contradicen y niegan la tragedia de los comunales.

El concepto se originó en un ensayo escrito en 1833 por el economista británico William Foster Lloyd, quien utilizaba un ejemplo hipotético sobre los efectos del pastoreo no regulado en los comunales (common lands) de Gran Bretaña e Irlanda. Más o menos el ejemplo es así: si un grupo de ganaderos posee un terreno y uno de ellos para aumentar la ganancia, decide meter a pastar una vaca más, el resto terminaría haciendo lo mismo. En esa dinámica —viene a decir Lloyd— cada ganadero iría introduciendo una vaca, y otra, y otra más, hasta un punto que el pasto se agotaría y el sistema acabaría colapsando.

Obviamente, el ensayo de Lloyd pretendía justificar las ‘enclosures’, esto es la privatización de las tierras comunales. Con la privatización de los comunales los problemas de sobrexplotación desaparecerían ya que el propietario cuidaría de que el recurso no se agote. Ese mismo argumento, con diversas variantes, fue utilizado a lo largo y ancho de Europa durante el siglo XIX: la propiedad comunal era presentada como ineficiente y propensa a ser sobreexplotada; es decir, todo el mundo buscaba lucrarse al máximo sin preocuparse del daño que podía ocasionar.

Aunque en toda época y lugar, la propiedad comunal ha sido denostada, la tragedia de los comunales alcanzó gran popularidad a partir de 1968 a raíz de la publicación en la revista Science de un artículo de Garrett Hardin titulado «La tragedia de los comunales». Hardin vuelve con el ejemplo del prado y las vacas señalando que con la propiedad comunal la racionalidad privada (del beneficio inmediato) se perjudica la racionalidad pública. Hardin sostenía que el mundo estaba plagado de bienes comunales, y como la población no dejaba de crecer, esa lógica de explotación aseguraba el agotamiento de la Tierra y una catástrofe ecológica y económica. Según Hardin la única manera de evitarlo era controlando la natalidad. Lo que no todo el mundo sabe es que detrás de la teoría de Hardin había una clara —y perversa— intencionalidad política que descubrirán si siguen leyendo.

Antes de desvelar qué movía a Hardin a sostener esos planteamientos, indicar que también Ludwig von Mises de la Escuela Austríaca defendía argumentos similares para mostrar los problemas que plantean los derechos de propiedad insuficientemente definidos y/o defendidos. Dice von Mises en este artículo: «Si el terreno no es propiedad de nadie, aunque el formalismo legal pueda calificarlo de propiedad pública, se utiliza sin considerar las desventajas resultantes. Quienes estén en situación de apropiarse de los beneficios (leña y caza en bosques, pescado en áreas acuáticas y depósitos minerales en el subsuelo) no se preocupan por los efectos posteriores de su modo de explotación. Para ellos, la erosión del terreno, el agotamiento de los recursos no renovables y otros problemas de la utilización futura son costes externos que no entran es su cálculo de entradas y salidas. Talan los árboles sin consideración por los brotes o la reforestación. Al cazar y pescar, no retroceden ante métodos que impiden la repoblación de las zonas de caza y pesca«.

Hasta ahí todo más o menos bien, pero tal y como aparece formulada, la tragedia de los comunales se basa en asunciones que son totalmente falsas. Asumen: (i) que las tierras comunales no tienen dueño efectivo; (ii) que todo el mundo puede acceder libremente y sin cortapisas al uso de los recursos comunales; (iii) que lo único que parece mover a los campesinos es el ánimo de lucrarse, sin tener en cuenta otras consideraciones; y (iv) que los campesinos carecen de sentido común y no les importa lo más mínimo destruir los recursos comunes a costa de una pequeña ganancia individual.

Las evidencias históricas muestran que todas estas premisas son falsas, o al menos, inexactas. No me extenderé, ya que en otras entradas del blog hemos visto como, por ejemplo, en la provincia de León las tierras comunales son del concejo de vecinos que las gestionaba y velaba para nadie abusase del recurso común. No eran de acceso libre, ni mucho menos. Por un lado, para acceder a utilizar los comunales había que tener la condición de vecino. Por otro, los aprovechamientos en los comunales solían estar claramente regulados y por ejemplo en relación a los pastos, en las ordenanzas concejiles se establecían las épocas de aprovechamiento, el número de cabezas que cada vecino podía introducir, etc; también los aprovechamientos de maderas y leñas, la caza o los usos agrícolas, estaban regulados. Y obviamente, se establecían castigos para quienes contraviniesen esta normativa. En general, se mostraba un especial cuidado en prevenir la sobreexplotación ya que se pensaba en las generaciones venideras (hay por tanto una voluntad de sostenibilidad). Y obviamente, se evitaba el agotamiento del recurso común ya que en ello les iba la propia supervivencia. Por último, hay que destacar que la lógica de la economía campesina no giraba en torno al riesgo y el beneficio sino que las decisiones se basaban en otros parámetros como las necesidades de consumo o el trabajo exigido para producir. A todo ello se añade que el comportamiento económico de los campesinos estaba modulado —e incluso subordinado a— por los valores morales.

No voy a entrar aquí en temas de eficiencia de la propiedad común frente a la propiedad privada, y remito al lector a los estudios de Robert C. Allen para Inglaterra o Fran Beltrán Tapia para España, los cuales muestran que el comunal podía ser tan eficiente e innovador como la propiedad privada. Lo que sí parece bastante claro es que esta última —a diferencia de lo sostenido por los evangelistas de la ‘mano invisible’— no asegura una mayor sostenibilidad ambiental. Así por ejemplo en España, las privatizaciones de comunales realizadas al amparo de la desamortización de Madoz, y también de Mendizábal, supusieron el descuaje de miles de bosques. Ante los precios altos de la madera y del grano al propietario de la tierra le salía muy a cuenta convertir los árboles en madera, roturar y sembrar cereales.

Aunque los historiadores han venido demostrando que la tragedia de los comunales no era tal, sino una malinterpretación interesada, hubo que esperar al año 2009, para ser tomados en serio por los economistas. Ese año, la Real Academia de las Ciencias de Suecia otorgó el Premio Nobel de Economía a Elinor Ostrom por re-examinar el debate de la tragedia de los comunales ofreciendo argumentos más sutiles y convincentes basados en el estudio de la gestión de los recursos naturales locales en países en desarrollo. Muestra Ostrom que, precisamente, la participación de la comunidad local es una de las claves del éxito para asegurar la sostenibilidad de los recursos comunales. A partir de ese momento la ‘tragedia de los comunales’ ha ido perdiendo predicamento entre los economistas y han aparecido matices: que si sólo se da cuando los derechos están mal definidos o poco claros, que si bla, bla, bla.

Para ir cerrando el tema, y volviendo a Hardin, al igual que sucedía con el liberalismo decimonónico y la Escuela Austríaca, detrás de sus teorías había una clara intencionalidad ‘política’. Su artículo era básicamente un argumento a favor del control de la natalidad. Hardin usó el fantasma de la destrucción ambiental y el conflicto étnico para promover políticas que, sin ningún género de dudas, se pueden considerar fascistas. Hardin defendía que para prevenir el colapso, la sociedad estadounidense debía adoptar valores más radicales, y especialmente en relación a la reproducción, siendo un acérrimo defensor de esterilizaciones masivas. Sostenía que EEUU debía rechazar la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU, argumentando que el gobierno debía adoptar medidas coercitivas para prevenir que las mujeres —especialmente las que no eran de raza blanca— se reprodujesen. De acuerdo con Hardin, algunos grupos étnicos estaban utilizando la natalidad para asegurar su expansión y por tanto el derecho de reproducirse debía ser limitado. Hardin sostenía que los inmigrantes llegaban a EEUU a robar la riqueza y los privilegios que la cultura de origen no podía proporcionarles. Por este motivo, Hardin consideraba que la inmigración era intolerable y también detestaba la ayuda al desarrollo argumentando que permitía que las naciones pobres viviesen por encima de sus posibilidades.

Como pueden ver en este artículo, Hardin fue un convencido racista, eugenicista, nativista e islamófobo. Durante décadas usó su autoridad en la Universidad de California como ecologista respetado para integrar las actitudes nativistas hacia la raza y la inmigración en el movimiento ambientalista estadounidense. Además de que muchos de sus argumentos racistas están basados en teorías pseudocientíficas, trabajó activamente para convencer a la opinión pública de que la inmigración —la no blanca, por supuesto— era un problema ambiental, motivo por el cual debían cerrarse las fronteras y purgar la diversidad étnica de los EEUU tanto como fuese posible. A fin de cuentas, Hardin era lo que hoy llamaríamos un supremacista blanco.

En fin…

Gestión tradicional de los comunales en León (iv): arriendos y subastas de aprovechamientos


Y por fin… la última parte de la serie sobre gestión de los comunales:

3.4. Una nota sobre comunales y haciendas locales.

Además de los aprovechamientos directos, de mayor significación para las economías rurales, los comunales también proporcionaban ingresos a las haciendas locales con los cuales afrontar gastos (pago de impuestos, por ejemplo), realizar mejoras que beneficiasen a la comunidad (como el sostenimiento de la escuela).

Esta explotación indirecta del comunal eximía a los vecinos de hacer aportaciones para pagar impuestos o gastos comunitarios y permitía a los concejos contar con recursos financieros. Por ejemplo, hasta bien entrado el siglo XX, el arriendo de los puertos de montaña –y en ocasiones del estiércol– proporcionaban un numerario tan importante que algunos concejos de montaña mantenían maestro, cirujano, o guardas de campo remunerados[21].

En aquellas comarcas de la provincia donde la superficie de comunales era menor, los principales ingresos procedían de los «propios» y de los arriendos de rentas que gravaban el comercio y el consumo, aunque también los bienes comunales eran utilizados para hacer frente a los gastos de las haciendas locales. En este caso la vía fue la enajenación temporal –arriendos– o enajenación perpetua –venta– de los patrimonios concejiles; un ejemplo de ello es la «Dehesa de Trasconejo» en Valderas cuyo aprovechamiento de pastos era subastado anualmente por el ayuntamiento.

En otros lugares, los comunales o bien eran gravados con un pequeño canon por su utilización —por ejemplo por cabeza de ganado o por cada quiñón de tierra— o bien su aprovechamiento era sacado a subasta.

[20] El pueblo de Lario (Burón) a mediados del siglo XIX tenía por cuenta del concejo: castrador, herrador, cirujano, o guarda de campo, gracias al ingreso obtenido por el arrendamiento de los pastos [ACLario, Legajos varios]

Texto extraído de Serrano Alvarez, J. A. (2014): «When the enemy is the state: common lands management in northwest Spain (1850–1936)«. International Journal of the Commons8 (1), 107–133. En este enlace podéis descargar el artículo original en inglés.

 

Gestión tradicional del comunal en León (iii): leñas, maderas y otros aprovechamientos


Al igual que en otros lugares del Noroeste de España los comunales fueron una pieza clave del sistema agrario. En la entrada de hoy trataremos de cómo se gestionaban los aprovechamientos de leñas, maderas y otros aprovechamientos en los montes comunales…

3.3. La gestión de la obtención de recursos complementarios del monte.

Un importante esquilmo del comunal era la madera; básica para edificación y para construcción de útiles en toda la provincia, en comarcas donde abundaba el arbolado su importancia era aún mayor. Así por ejemplo en pueblos de la montaña el concejo autorizaba a cada vecino a extraer una determinada y pequeña cantidad de árboles para la construcción de aperos de labranza –rodales, carros, madreñas, etc– que eran vendidos en mercados locales o incluso en Castilla; con el ingreso obtenido los montañeses podían comprar vino, grano, harina, legumbres y otros productos que la tierra no producía (Alba 1863; Madoz 1850, 321).

Con el objetivo de que estos recursos no fuesen esquilmados, el ordenamiento consuetudinario regulaba los derechos y obligaciones de los vecinos respecto a los aprovechamientos de maderas y leñas; lo más destacable es que las cortas sin autorización del concejo estaban prohibidas y las leñas y madera destinadas a usos es “domésticos” eran gratuitas[1]. En algunas comarcas era común que cada vecino tuviese derecho al denominado «quiñón de leña»; es decir, los montes eran divididos en lotes y adjudicados “por suerte uno á cada vecino para que aproveche, cuando mejor le plazca, la leña que en él hubiere” (López Morán 1900). Generalmente , las ordenanzas señalaban la fecha del aprovechamiento, el número de carros de leña que cada vecino podía extraer y el modo de realizar las cortas (había que dejar algunas varas o árboles, para que la leña se fuese renovando).

También para que los árboles se fuesen renovando y se pudiese disponer de madera para usos domésticos o vecinales (reparación de puentes o presas para riego, o la refacción de edificios públicos como la escuela o la casa de concejo), las ordenanzas establecían zonas acotadas o «debesas» en las que se prohibían las cortas. Aunque a mediados del XIX la legislación estatal vigente castigaba fuertemente las infracciones forestales, se constata que las ordenanzas seguían estableciendo castigos pecuniarios o en vino en función de la leña o madera extraída del monte, doblándose el castigo si se producía durante la noche. También en ocasiones las ordenanzas regulaban el modo de realizar los aprovechamiento de madera, cuidando que el monte se fuese regenerando, estableciendo incluso la obligación de plantar árboles en terrenos comunales[2].

En el siglo XIX la leña era el combustible de la mayor parte de los hogares rurales de León, utilizándose también el carbón vegetal en centros urbanos, fraguas o herrerías. La venta de leña o carbón vegetal (de brezo, encina o roble) obtenido en los comunales era una actividad temporal y complementaria a las ocupaciones agrícolas, especialmente para los vecinos más pobres; incluso en comarcas próximas a ferrerías o a centros urbanos como León, Astorga, La Bañeza o Ponferrada de esta actividad se podía obtener un pequeño ingreso monetario. Si bien en la Edad Moderna era común que las ordenanzas limitasen y prohibiesen la mercantilización de los productos de obtenidos en el monte[3], en las Ordenanzas del siglo XIX estas actividades no aparecen reguladas.

En relación a otros usos forestales, en León eran numerosos los “frutos” obtenidos en el comunal como yerbas –utilizadas como drogas y medicinas–, miel y cera a través de la apicultura, cortezas para el curtido de pieles, las cuales no suelen aparecen reguladas en las ordenanzas. Sí que aparece reguladas servidumbres como la «poznera» o plantación en terreno común de frutales, como castaños o nogales, los cuales eran de disfrute particular por el vecino que la realizase. También cabe destacar actividades como la caza o la pesca, las cuales complementaban la dieta o el ingreso de los campesinos, siendo numerosísimas las referencias que aluden a su abundancia hacia 1850[4]. Otro ejemplo es que, hasta finales del siglo XIX, cuando los lavaderos de carbón acabaron con los principales ríos trucheros de la provincia (Fernández 1925, 44-5), las truchas no sólo se vendían en los mercados locales sino también en Madrid a través de los arrieros.

[1] Mandan las ordenanzas de Burón (1751) que: “cualquier vecino o hijo de vecino que hiciere casa nueva o repare alguna vieja se le dé la madera que necesitase para su fábrica en los montes señalados en esta ordenanza (…)” [AHDPL, Fondo histórico, Libro 3].

[2] En las ordenanzas de Donillas (1815), se exige poner árboles estableciendo que el que no los pusiese “(…) pague diez reales de pena y que cada vecino ponga en los meses de Febrero y Marzo a lo menos seis los que queremos sean de quien los pusiere” [AHDPL, Fondo histórico, Libro 7];

[3] Así sucede en Abano cuyas ordenanzas prohíben vender los maderos de las «debesas» aunque les hayan tocado en suerte [AHDPL, Fondo Histórico, Libro 1 / Doc. 1]; las ordenanzas de Escuredo [originales de 1669, copia de 1857] prohíben la venta de carbón [AHDPL, Fondo Histórico, Libro 1 / Doc. 9]; las Castropodáme restringían el número de hornos para la elaboración de ladrillos y tejas por el alto consumo de leñas (Alonso Ponga 1998, 98).

[4] En Madoz (1850) aparecen numerosas referencias a la abundancia de caza mayor y menor; véase también García de la Foz (1867) o Tascón Fernández (1991, 167-8).

Texto extraído de Serrano Alvarez, J. A. (2014): «When the enemy is the state: common lands management in northwest Spain (1850–1936)«. International Journal of the Commons8 (1), 107–133. En este enlace podéis descargar el artículo original en inglés.

La foto que acompaña esta entrada es de Fritz Krüger

Gestión tradicional del comunal en León (ii): aprovechamientos agrícolas


Ya hemos comentado en otras entradas que durante siglos los comunales fueron el eje sobre el que reposaban las economías agrarias. La entrada de hoy versa sobre la gestión de los ‘aprovechamientos agrícolas’ en el comunal.

Aprovechamientos agrícolas: «quiñones» y terrazgo de monte.

En León, a partir de la colonización medieval se destinaron al cultivo permanente aquellas zonas más apropiadas para la agricultura como los fondos de valle con suelos más ricos y profundos. Gracias a las sucesivas ocupaciones y roturaciones de tierras comunales se sostuvo el crecimiento poblacional producido en la Edad Moderna (Rubio Pérez 1999). Aunque en España entre los siglos XVI y XVIII se vendieron numerosas propiedades comunales para hacer frente a los gastos de las haciendas locales parece que en León los comunales salieron bien parados (Sánchez Salazar 1988, 62; Rubio Pérez 1993, 59). En la provincia de León lo usual fue la cesión del dominio útil a los vecinos por parte de los concejos mediante el reparto de quiñones (Rubio Pérez 1993, 59) con lo cual llegados a mediados del siglo XIX se mantenían aprovechamientos colectivos sobre un importante porcentaje del espacio cultivado. Se podía llegar al extremo que el terrazgo labradío permanente fuese comunal, como ocurría en Llánaves de la Reina, en la montaña, donde según Costa (1898, 107), el Concejo era el titular de las tierras labradías siendo repartidas cada diez años por partes iguales y por suerte entre todos los vecinos; cuando algún vecino moría la tierra volvía al concejo que la entregaba a algún vecino nuevo si lo hubiese, o a los vecinos más antiguos.

Precisamente, un fenómeno característico del siglo XIX fueron las roturaciones temporales en los montes en todas las comarcas de la provincia, especialmente en las más montuosas. Normalmente, desbrozada aquella parte del monte señalada por el concejo, eran medidas marcadas tantas suertes o “quiñones” como vecinos hubiese en la localidad para posteriormente sortearlos entre los vecinos, los cuales ya de forma individual roturaban y preparaban el terreno por su cuenta. Bajo la supervisión del «concejo de vecinos» y según el uso y costumbre del lugar, a cada vecino le era adjudicado un quiñón por cinco o seis o incluso diez años, a la vuelta de los cuales se procedía a su abandono o a un nuevo reparto. Estos sorteos y repartos periódicos impedían que se afianzasen los derechos de los cultivadores y que los terrenos perdiesen el carácter de comunales. Aunque no era frecuente, en ocasiones las roturaciones tenían carácter comunitario; por ejemplo en zonas de la Cabrera el vecindario cultivaba en común la denominada «bouza del concejo» destinando los ingresos obtenidos a satisfacer necesidades y gastos del Concejo[1], lo cual puede ser visto como un impuesto cubierto mediante prestaciones personales. También en municipios de la ribera del Esla, como Cabreros o Villaornate hasta mediados del siglo XIX pervivieron las «senaras» o espacios comunales en los cuales el trabajo se organizaba de forma colectiva, repartiéndose el producto obtenido entre los vecinos (Pérez García 1993; Martínez Veiga 1996).

La importancia de estos cultivos de monte variaba de unas comarcas a otras si bien había una serie de características comunes como el predominio del cultivo de centeno (a veces cuando el monte era roturado por primera vez eran sembradas patatas o legumbres), el uso de rotaciones bienales (año y vez) y la fertilización mediante el descanso anual y el pasturaje de los ganados durante el barbecho. Una variante de las roturaciones temporales de monte eran los “cultivos sobre cenizas” en las sierras de Ancares y del Caurel y en las montañas occidentales del Bierzo; estas “bouzas” o “searas” roturadas cada doce años mantenían tres zonas alternantes como terrazgo temporal, destinándose al cultivo de centeno en rotación bienal durante seis años.

En las partes más bajas y llanas de la provincia lo más común era que el comunal estuviese roturado de forma permanente y dividido en «quiñones» los cuales eran redistribuidos cada varios años entre todos los vecinos del pueblo; un ejemplo es Villaquejida donde en 1931 de las 803 hectáreas de comunales, unas 600 (3/4 del total) estaban destinadas al cultivo de cereales o viñedo[2]. También podía darse que fuesen tierras de cultivo intensivo: en Carrizo de la Ribera en 1931 constaban 480 hectáreas de campos comunales “parcelados ususfructuariamente entre vecinos (…) dedicados al cultivo de cereales-centeno-lino[3]. Sin embargo lo habitual era que las roturaciones permanentes del comunal fuesen tierras de secano para el cultivo de cereales y legumbres.

Al margen del reparto en quiñones entre el total de vecinos existían otras modalidades como las «vitas» en el partido judicial de Sahagún; allí la vega de tierras de labor de varios pueblos estaba dividida en un número fijo de quiñones (vitas), normalmente entre 30 y 70, cada una de las cuales era llevada o usufructuada de por vida por un vecino; al morir éste, la posesión de la tierra no se trasmitía a sus herederos sino al vecino de más antigüedad que estuviese esperando turno. En caso de que hubiese quiñones suficientes se entregaba una «vita» a los vecinos jóvenes al tiempo de casarse (Costa 1898: 142). Análogas a las «vitas» y también en el sur y sureste de la provincia, destacan «dehesas de labor» de Valdemora o Castilfalé, los «apréstamos» de Gusendos de los Oteros, o los «quiñones de Villayerro» en Mansilla de las Mulas; estos últimos, de una extensión total de 465 hectáreas, eran aprovechados por los labradores más antiguos. Cuando alguno de los 55 «quiñones» –provenientes del despoblado de Villayerro y compuesto por entre 22 y 27 fincas– quedaba vacante el ayuntamiento lo adjudicaba a nuevos labradores que lo hubiesen solicitado. Tenía preferencia el vecino más antiguo sin quiñón, quedaba obligado a cultivarlo por su cuenta, ya que la cesión o el arrendamiento significaban su pérdida[4]. Respecto al aprovechamiento común de las «dehesas de labor» o los «apréstamos» el concejo de vecinos únicamente poseía el dominio útil de estas tierras, habiendo de pagar al dueño del dominio directo un canon o pensión por razón de señorío. Estos predios, divididos en quiñones, eran sorteados cada seis años entre los vecinos para que cada cual lo trabajase por su cuenta, reservándose el concejo alguna de estas “suertes” en previsión de que pudiese aumentar el vecindario antes de un nuevo reparto (Costa 1898; López Morán 1900 y 1902). En algunos casos, los quiñones no eran sorteados, sino que únicamente tenían derecho a ellos los que tuviesen yunta de labor siendo la cantidad de tierra entregada temporalmente en función del número de yuntas poseídas[5].

A pesar de la importancia de los aprovechamientos agrícolas del comunal, éstos apenas aparecen reglados por escrito, intuyéndose varias razones de ello. Allí donde predominaban las roturaciones permanentes no era necesario un ordenamiento que regulase los aprovechamientos individuales del comunal; las ordenanzas solían regular aquella parte de la actividad económica que tenía un carácter colectivo. Donde la roturación y puesta en cultivo del comunal era un fenómeno temporal, al haber una privatización temporal del uso (a la vuelta de unos años las tierras eran abandonadas y revertían de nuevo al común no cabía una regulación estricta; aún así en ocasiones las ordenanzas recogen esta exigencia[6]. La principal prohibición establecida en el ordenamiento consuetudinario era la de «rozar» o roturar terrenos comunales ya que ello disminuía la superficie de pastos, o de comunales. Por esta razón, se prohibían y castigaban las “roturaciones arbitrarias” (no autorizadas)[7], permitiéndose únicamente los rompimientos en los espacios autorizados por el «concejo de vecinos», cuidando también que no hubiese usurpaciones[8].

[1] Sobre las “bouzas” véase Cabero Diéguez (1984, 774); López Morán (1900, 107-8), Martínez Veiga (1996);  Costa (1898, 150-1); Martín Galindo (1953, 82).

[2] AIRYDA. Reforma Agraria (Comunales y Señoríos). Legajo 75, “Nota expresiva de los bienes comunales de este ayuntamiento de Villaquejida”.

[3] AIRYDA. Reforma Agraria (Comunales y Señoríos). Legajo 75, “Relación de los bienes comunales que posee la Junta Administrativa de los pueblos de Carrizo-Villanueva”.

[4] Redonet (1915, 160); también Costa (1898, 142-143).

[5] Así ocurría en Villafer (Costa 1898, 108).

[6] Mandan las Ordenanzas de Mirantes de Luna (1865) dejar “praderarse las tierras que últimamente se roturaron en la Vega” [AHPL, Fondo Archivo Municipal de Barrios de Luna, Legajo 11.496].

[7] En las Ordenanzas de Donillas (1857) se ordena “que ningún vecino rompa campo alguno pasando los límites de sus heredades pena de cinco reales y si es de fuera doble” AHDPL, Fondo Histórico. Libro 4. Doc. 8”.

[8] Las Ordenanzas de Cármenes (1895) y las de Fresno de la Vega (1894) prohibían a los dueños modificar los cerramientos de fincas que lindasen con terreno común, exigiéndose licencia del concejo (Redonet 1916, 141)

Texto extraído de Serrano Alvarez, J. A. (2014): «When the enemy is the state: common lands management in northwest Spain (1850–1936)«. International Journal of the Commons8(1), 107–133. En este enlace podéis descargar el la publicación original que está en inglés.

Gestión tradicional del comunal en León (i): aprovechamientos ganaderos


En León, al igual que en otros lugares del Noroeste de España, durante siglos los comunales fueron la urdimbre del tejido productivo. En la serie del blog que hoy se inicia, veremos cuáles eran los principales aprovechamientos y cómo eran regulados por las comunidades rurales. Empezamos por los aprovechamientos ganaderos, los más importantes.

3.1. Pastos comunales.

Alrededor de 1850, en León, los pastos comunes eran indispensables para la economía agraria. Respaldados por grandes áreas de pastos comunes, los campesinos podían sostener el ganado y especialmente el ganado de labor sin costo alguno, sin necesidad de destinar la tierra cultivable a alimento y forraje de éstos; en segundo lugar, dada la naturaleza orgánica de esta agricultura, el estiércol de los animales era esencial para proporcionar nutrientes a los cultivos; tercero, el ganado generaba subproductos que a su vez facilitó que las economías familiares fuesen más autosuficientes.

Obviando las “mancomunidades de pastos” entre pueblos vecinos y las servidumbres colectivas de pasturaje sobre los barbechos y prados de secano, la tipología de uso y la amplitud de los espacios de pasto comunal era variada, derivada del aprovechamiento integral y escalonado del territorio, y de las distintas utilidades y exigencias alimenticias de la cabaña ganadera. Un rasgo común a todas las comarcas es la estricta regulación de los usos ganaderos. La importancia económica del comunal y su función indispensable en el sostenimiento de los ganados exigía cuidar que nadie se apropiase y adquiriese algún derecho que incidiese de forma negativa en la comunidad.

Los mejores pastizales comunales se destinaban para los animales más productivos y de mayor rentabilidad, siendo común a toda la provincia que en las zonas bajas próximas a las poblaciones (márgenes de los ríos y zonas relativamente húmedas) se estableciesen «cotos boyales» (también llamados «coutos», «dehesas boyales» o boyerizas) en donde pastaba el ganado de labor de los pueblos durante el verano, época durante la cual la exigencia de trabajo era mayor. Por esta razón, allí donde el pasto escaseaba, los «cotos boyales» eran indispensables para los pequeños labradores carentes de pastos propios. En las Ordenanzas se establecía el período de aprovechamiento de los «coutos», el cual solía ir de mayo hasta septiembre[1], y el tipo y número de ganado que podía realizar los aprovechamientos. Las ordenanzas prohibían y castigaban la introducción de ovejas y cabras en los espacios comunes[2] y restringían el número de bueyes o vacas de labranza, siendo lo usual que cada vecino pudiese introducir una pareja en los pastos comunales[3] y que estuviese prohibido que el ganado bovino de engorde destinado al mercado utilizase los cotos boyales[5]. No obstante, en el siglo XIX con el aumento de la población —y el consiguiente incremento del número de yuntas de labor— las ordenanzas comienzan a tolerar la introducción de un número mayor de animales[4]; en algunos casos, pagando las cantidades acordadas por el concejo.

Al norte de la provincia, en la montaña cantábrica, la ganadería era el principal medio de vida y los pastos comunales ocupaban la mayor parte del espacio productivo. Allí, encontramos tipologías específicas de comunales  como los «puertos de montaña», que aprovechados durante el verano por los rebaños trashumantes mesteños, aunque también por el ganado vacuno y equino de recría de los vecinos, solían ser una importante fuente de ingresos para los concejos locales. Otras tipologías de pastos de altura de aprovechamiento colectivo eran llamados «prados de concejo» del municipio de Burón[7], o las «brañas»,características de la comarca de Laciana. Las «brañas» eran el nombre de los espacios de propiedad comunal situados en la parte más resguardada de la montaña donde al inicio del verano era conducido el ganado vacuno para que aprovechase colectivamente los abundantes pastos; allí, cada vecino disponía de una cabaña donde recoger los ganados, ordeñarlos y elaborar queso o manteca de vaca.

El vacuno de recría y el ganado menudo como cabras y ovejas, encontraba el sustento en el llamado «monte bajo», o aquellas partes del monte menos productivas situadas en las zonas periféricas del espacio concejil y pobladas por matorrales e hierbas de “producción espontánea”. En el aprovechamiento del monte bajo, el cual duraba todo el año, no solía haber un límite respecto al tipo y número de ganado a introducir, aunque en Ordenanzas de la Edad Moderna sí aparecen prohibiciones y limitaciones[6].

Además de pastos, el comunal proporcionaba otros esquilmos como los «fuyacos» o la montanera de bellotas de robles y encinas aprovechada directamente por los ganados menores, o utilizada para alimentar a los cerdos junto con cardos o gamones también obtenidos en el monte. Los «fuyacos» eran ramas de roble y otros árboles que a finales del verano los ganaderos acopiaban  para alimentar el ganado en el invierno, práctica que en algunos casos aparece reglamentada en las ordenanzas[8]. Su importancia era tal que, aunque la Administración forestal la consideró sumamente dañina para el arbolado, tuvo que aceptarla e incluirla en los Planes de Aprovechamiento Forestal anuales.

La normativa concejil también establecía medidas de policía sanitaria del ganado[9], cuidaba que en los rebaños fuesen seleccionados para sementales los mejores ejemplares de la cabaña ganadera, y obligaba a los vecinos a pastorear el ganado de forma colectiva a través de las «veceras» estableciendo normas sobre cómo llevar a cabo el pastoreo y las responsabilidades de los pastores en el caso de daños por el lobo o por negligencias en la guarda del ganado. Con este tipo de organización colectiva a la vez que se producía un “ahorro” de trabajo se aprovechaban más eficientemente los pastos al separar a cada tipo de ganado por edad, y/o destino. Aunque el pastoreo en común ha sido propio de áreas ganaderas con grandes extensiones de pastos comunales, esta forma de organización puede ser vista como una estrategia tendente a mantener unida a la comunidad de aldea cuya pervivencia se sustentaba en la ayuda mutua.

[1] Mandan las Ordenanzas de Ferreras de Cepeda (1859) “(…) qe desde el día de Sn Jorje en adelante haya vecera de Bueyes aparte de con las Bacas hasta el día de Sn Bartolomé de cada un año. (…)” [AHDPL, Fondo Histórico, Libro 4/9]

[2] En las Ordenanzas de Soto de Valderrueda (1857) se manda: “Que desde el primer Domingo de Marzo hasta el día 30 de Noviembre no pueda entrar ningún ganado lanar, y cabrío, en el coto bueyal bajo la pena que marca la ley” [AHDPL Fondo Histórico. Libro 4/27].

[3] Mandan las Ordenanzas de Mirantes (1843): “(…) que cada vecino pueda meter dos bueyes o vacas duendas, a falta de bueyes, en la boeriza y si algun vecino necesitase más de los dos, por tener labranza para ello, sea visto por el pueblo, y si alguno se excediese pague de pena 10 reales de vellón” [AHPL, Fondo Archivo Municipal de Barrios de Luna, Legajo 11.496”]; también las Ordenanzas de Vegas del Condado (1829) mandan: “que en los citados cotos sólo se ha de entrar a pastar los bueyes de labranza y las vacas que con ellas trabajaren tres días a la semana y las que estuvieren paridas (…)” [AHDPL, Fondo Histórico, Libro 3 ]

[4] Las Ordenanzas de Burón (1869) permitían que cada vecino introdujese en las dehesas boyales una pareja de bueyes o vacas, precisando que labrase quince fanegas podía introducir tres reses y quien labrase veintidós, cuatro [AHDPL Fondo Histórico. Libro 6].

[5] Dicen las Ordenanzas de Burón de 1821 y 1869 que “como suele suceder que algunos vecinos compran vacas para cecina o cobran deudas en vacas asturianas (…)” no pueden ser consideradas como «vacas de cabaña» e introducidas a pastar en los puertos [AHDPL Fondo Histórico. Libro 6”]

[6] Las ordenanzas de Villoria mandaban que: “ningún vezino del dicho lugar pueda traer más de ochenta cavezas de obexas” (Fernández del Pozo 1988).

[7] Allí, la extensa pradería del valle de Riosol era dividida en suertes o quiñones permanentes y numerados los cuales eran sorteados entre los concejos que componían el municipio; posteriormente cada concejo repartía entre los vecinos el quiñón, para que cada uno de ellos recogiese la yerba a título individual (Costa 1898, 125-6).

[8] Mandan las Ordenanzas de Vegas del Condado “(…) que se guarde como hasta aquí la madera de encina que tiene el monte de esta villa (…) que en el invierno sirve de mucha utilidad para el alimento de nuestros ganados (…) siendo los inviernos rigurosos y que el ganado por causa de la nieve no pueda pastar, puedan los pastores ramonear no cortando de pie y si algún vecino para alguna res cansada o los cabritos lechazos (…)” [AHDPL, Fondo Histórico, Libro 3]

[9] Así en ocasiones se mandan “registrar” (revisar por varios hombres del concejo) el ganado que se hubiese de incorporar a las veceras (AHPL, Fondo Archivo Municipal de Barrios de Luna, Legajo 11.496); en otros casos se establece la obligación de los dueños de apartar las reses enfermas de los rebaños [AHDPL, Fondo histórico, Libro 4; Doc. 13 “Ordenanzas de Lomba”].

Este texto está extraido de Serrano Alvarez, J. A. (2014): «When the enemy is the state: common lands management in northwest Spain (1850–1936)«. International Journal of the Commons8(1), 107–133. En este enlace podéis descargar el artículo original en inglés.

La foto que acompaña el texto es de Juan Ramón Lueje y está hecha en Lario.

Repensando la protesta campesina…


Acaba de salir publicado en el «Journal of Agrarian Change» un artículo del leonés José A. Serrano-Álvarez. El artículo se titula «Forestry conflict in Spain: Rethinking peasant protest and resistance».

En este artículo se examina la conflictividad forestal en la provincia de León (España) y el enfrentamiento entre el campesinado y el Estado por el control de las tierras comunales y los montes.

Explica el autor que la prohibición por parte del Estado en la segunda mitad del siglo XIX de usos tradicionales en los comunales, como el pastoreo, fue el origen de una importante conflictividad.

Una de las conclusiones de este artículo es que la conflictividad forestal reflejaría, por un lado, la disputa por el control económico de los recursos no sólo entre los campesinos y el Estado sino también entre los propios campesinos; y por otro, el choque entre la economía de mercado impulsada por el Estado y el ordenamiento, los valores y las solidaridades tradicionales defendidas por el campesinado.

Otra de las conclusiones es que conceptos, ampliamente utilizados como «armas de los pobres» o «ambientalismo de los pobres» son bastante inadecuados ya que lo visto en León no parece encajar demasiado bien en estos modelos, lo cual exigiría definir nuevas formas de resistencia campesina o reformular las que ya están en uso.

El artículo se puede consultar en este enlace. Si el artículo te interesa mucho, y no puedes descargarlo, envíanos un correo y quizás podamos hacer algo al respecto…

Foto: Noel Feans [CC BY 2.0], via Wikimedia Commons

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