Pueblos que compraron sus montes: algunos ejemplos…


A ver. Ya les aviso con antelación que esta entrada es una de las más interesantes que encontrarán en este blog. Les invito a seguir leyendo y ya verán cómo al final me dan la razón. O no me la dan, pero saben un poco más de historia…

En un entrada publicada hace unas cuantas semanas señalábamos que la Administración Pública incluyó en el Catálogo de Utilidad Pública montes que habían sido comprados por los pueblos leoneses ya al Estado ya a particulares; es decir, sabemos de muchos pueblos que compraron colectivamente sus comunales y montes durante la segunda mitad del siglo XIX y primer tercio de XX.

Así, por ejemplo con la desamortización de Mendizábal algunos concejos vieron la posibilidad de comprar propiedades del clero que habían sido nacionalizadas o redimir las cargas que las gravaban, aunque -como veremos la próxima seman-a el Estado no dio facilidades para que así fuese. No obstante hubo pueblos que aprovecharon para comprar bienes sacados a subasta; este fue el caso de Villaviciosa de la Ribera; allí, los vecinos -que llevaban en arriendo el coto de Palazuelo–, ante la noticia que el negociante madrileño pretendía adquirir todas las fincas pertenecientes a las monjas de Carrizo, nombraron a dos representantes del concejo, y acudieron a la subasta alzándose con el remate de las fincas. Quedaron hipotecados a la devolución del préstamo pero no perdieron el control sobre la tierra que trabajaban.

También el concejo y vecinos de San Esteban de Nogales en 1865, acogiéndose a las leyes desamortizadoras, redimieron “la pensión y carga perpetua que gravaba todo el término municipal, o coto redondo del mismo pueblo en favor del convento de Bernardos” (Tenga en cuenta el lector que San Esteban de Nogales es uno de los pocos municipios leoneses compuestos por un solo pueblo, por lo que coinciden término municipal y concejil; hay que aclarar que, aunque estos bienes hayan pasado a ser gestionados por el Ayuntamiento, son bienes concejiles).

Aunque hubo otros casos como Villar de las Traviesas o Valdavida, fueron casos excepcionales ya que lo usual del siglo XIX es los pueblos perdiesen de parte de sus propiedades comunales, en particular durante la desamortización de Madoz, como ya detallamos aquí. No obstante durante las décadas finales del siglo XIX y principios del siglo XX hubo concejos que trataron de recuperar de forma colectiva bienes que les habían sido arrebatados.

Precisamente, un período favorable a los pueblos fue la Segunda República Española, puesto que en el marco de la reforma agraria se propuso el rescate de los bienes comunales que les habían sido usurpados (ya te lo contamos en su momento en este enlace). No sólo los pueblos recuperaron algunos bienes, sino que al calor de la ley de rescate de comunales los pueblos intentaron hacerse con propiedades que estaban aforadas; así ocurrió con los «Quiñones de Ronda», de 308,70 hectáreas, donde el pueblo de Valdemora llegó a un acuerdo de redimirlo en 50.000 pesetas el 9 de enero de 1931 (a pagar en 5 años); los vecinos de Banecidas solicitaron al Director de Acción Social Agraria la concesión de un préstamo para redimir un campo de 425 hectáreas, ofreciendo como garantía dicho campo y el resto de bienes personales; también los vecinos de Joarilla de las Matas compraron en 1932 la «Dehesa de Santiago de la Aldea» por 650.000 pesetas con un préstamo obtenido del Monte de Piedad de León, con garantía hipotecaria de la finca y responsabilidad solidaria de los compradores.

De todas maneras no resulta fácil documentar estas compras colectivas, ya que en la provincia de León la mayor parte de los archivos concejiles han sido ‘arrasados’ junto con la documentación que custodiaban. Hay que acudir a los estudios de historia local o a la documentación de montes donde se cita que tal o cual monte en origen fue comprado por los vecinos; de este modo sabemos que el monte nº 510 de Ferreras del Puerto (Valderrueda), de 1.500 has. comprado por Agustín Alfageme quien más tarde lo vendió al resto de los vecinos; o que los vecinos de Estébanez de la Calzada, en los años 20 del siglo pasado, compraron los «campos» al Estado, siendo el promotor de la compra un tal I. Fernández, conocido por el ‘señorito’ que se reservó para sí una mayor cantidad de parcelas; o que el monte de «Pontón» situado en Burón, fue desamortizado en 1807 y comprado más tarde por el pueblo.

Bien. Ahora viene un aspecto muy interesante. Lo que resulta curioso de muchas de estas compras es que se impusieron condiciones «comunalizadoras»; así por ejemplo, en la compra de los montes por parte de los vecinos de Los Bayos en la escritura registral se especificaba que “el disfrute de los terrenos se hará mancomunadamente y con rigurosa igualdad entre todos los socios, imponiendo a cada res que los pastase según su clase la cantidad que se crea conveniente y dividiendo el producto por igual entre todos los socios”. (Ojo, no siempre fue así;  por ejemplo los montes de Quintela de Barjas, números 807, 812, y 826 comprados por los vecinos a Daniela López Rivas, se hizo una venta a perpetuidad y pro indiviso, quedándose uno de los vecinos con cuatro vigésimas novenas partes, correspondiéndole al resto una vigésima novena parte a cada uno de ellos).

En Canseco, en 1893 varios vecinos del pueblo compraron a J. Fernández Llamazares y Fernández Llamazares un puerto denominado “Murias” de 128,09 hectáreas, que lo había comprado al Estado en 1891. En la escritura de compra los vecinos establecían varias cláusulas y condiciones entre ellas que los compradores habían de tener vecindad de Canseco (en el momento que dejase de tener vecindad de dicho pueblo perdería automáticamente los derechos sobre el monte) y que el monte permaneciese indivisible. Aunque para el primer adquiriente era una propiedad privada, para los vecinos representados por la Junta Vecinal, volvía a ser una propiedad comunal.

A la postre, esto fue un problema para los pueblos que compraron los montes ya que, cuando estas adquisiciones las efectuaron concejos, la Administración forestal no las aceptó como de ‘propiedad particular’ y los incluyó en los catálogos de montes públicos. El argumento esgrimido por el Estado para incluirlos era la labor tutelar que la Administración había de ejercer sobre los montes situados en ciertas áreas (especialmente los considerados de Utilidad Pública), independientemente de cual fuese su propietario. Argumento totalmente falaz, ya que en los catálogos de montes no se incluyeron montes de propiedad particular, aunque sí algunos donde había una división de dominios y el dominio directo era de un particular.

Lo paradójico de toda esta situación es que podría darse que, con la supresión de las Juntas Vecinales, montes que habían sido comprados con el sudor de los vecinos de los pueblos pasen al Ayuntamiento que los podrá vender para tapar algún agujero de todos estos años de derroche y malversación. ¡Qué final más triste!

¿Conoces algún otro caso de pueblos que hayan comprado sus montes o propiedades comunales? Si es así, compártelo en los comentarios…

 

El ataque del Estado liberal a los concejos de vecinos…


 

Ayer, 6 de enero, en el Diario de León aparecía una muy buena noticia.  Ya se encuentra en fase de montaje La voz del concejo, un documental sobre los concejos de vecinos. Este proyecto, liderado por Isabel Medarde y Teresa García Montes a través de la productora Bambara Zinema y apoyado económicamente por la Fundación Cerezales, tiene como uno de sus objetivos que los concejos sean reconocidos por la UNESCO como patrimonio inmaterial.

Para grabar y documentar el funcionamiento y la historia de esta arraigada institución, han recorrido unos cuantos pueblos de la provincia y han entrevistado a numerosas personas; sin embargo, el documental no gira exclusivamente sobre los concejos sino sobre la rica cultura comunal leonesa. En este sentido, son muy loables y necesarias iniciativas como esta ya que, como las autoras reconocen, este documental: «servirá para registrar y documentar gráficamente su historia, pasado y presente, cuando aún estamos a tiempo y que en el futuro no tengamos que lamentarlo«.

¿Qué les podría contar yo sobre el concejo de vecinos? Pues que en el siglo XIX estuvieron a punto de desaparecer. El Estado liberal despojó a los concejos de vecinos de sus capacidades y atribuciones e hizo todo lo posible por eliminarlos. La pregunta es ¿por qué pervivieron entonces? Sigue leyendo y quizás encuentres alguna respuesta…

Según el jurista leonés Diez Canseco el origen del concejo rural se sitúa en el Medievo como exigencia de la organla-voz-del-concejo-antiguo_concejo_en_omanaización de la vida económica. Durante la Edad Moderna el concejo de vecinos ya era una institución clave en la provincia de León asentándose en él el poder de las comunidades rurales, siendo éste el encargado de la toma de decisiones y de la organización de la vida económica; entre sus funciones estaban: 1) elaborar las ordenanzas, 2) administrar los recursos colectivos, 3) regular los aspectos agrarios, 4) dictar la normativa ganadera, y 5) administrar las propiedades comunales.

A partir de 1812, con la creación de los municipios, se produjeron cambios trascendentales y diversas leyes promulgadas por el Estado liberal fueron quitando capacidades a los concejos de vecinos, como era por ejemplo la confección de ordenanzas concejiles para el gobierno local. Otro de los ámbitos donde los concejos perdieron atribuciones fue en la gestión de sus montes; la Ordenanza de Montes de 1833 establecía que todos los trámites en relación a los montes tenían que hacerse obligatoriamente a través de los ayuntamientos que, como ya vimos en otra entrada del blog, han sido la columna vertebral del caciquismo.

Aunque en 1870 se reconocieron las Juntas administrativas, no se clarificaban sus funciones, puesto que se les negaron muchas de las atribuciones que tradicionalmente habían tenido los concejos; una de ellas era por ejemplo, la posibilidad de castigar a quienes cometiesen infracciones en los montes pertenecientes a los concejos. Como detalla Flórez de Quiñones, se estaban subordinando de manera clara los intereses de los concejos y de las juntas vecinales a los ayuntamientos, con lo cual los concejos perdían la potestad de gestionar sus propios bienes.

Posteriormente la Ley Municipal de 1877 recogía nuevas disposiciones sobre las Juntas Vecinales –art. 90–, manteniendo que los pueblos que tuviesen territorio propio, aguas, pastos, montes o cualesquiera derechos que les fuesen peculiares, conservarían sobre ellos su administración particular. Sin embargo seguía correspondiendo a los Ayuntamientos tramitar todo aquello que tuviese que ver con comunales y montes: expedientes de excepción, solicitudes y propuestas de aprovechamientos, pago del 10% destinado a mejoras, tramitación de las multas, etcétera.

A pesar que que la ley no les reconociese capacidades, los concejos siguieron funcionando. La razón de ello la explica Flórez de Quiñones: “Cuando uno de los pueblos agregados al término municipal necesita construir una escuela, concurrir con el Estado a la construcción de caminos vecinales; cuando precisan, en fin, cualquier otra mejora imprescindible, tienen ellos mismos que acudir a la tradición, a sus antiguas costumbres, que es del único modo que sus necesidades pueden ser atendidas. Esta es, acaso, una de las causas de la tenaz supervivencia del antiguo Derecho”. Es decir, la reacción de los pueblos frente al ataque del Estado que ponía en peligro su supervivencia, fue cerrar filas en torno a los viejos usos y costumbres. Por decirlo de otra manera, vieron que la ‘autogestión’ era la mejor manera de gestionar sus asuntos.

De esta manera hasta las décadas centrales del siglo XX, en muchos pueblos los concejos siguieron teniendo amplias competencias en el gobierno local y en la organización de la vida comunitaria. Literalmente dice López Morán:  “El concejo entiende en todo lo que afecta al régimen de la comunidad, y en ocasiones, en algo que se relaciona con la vida puramente privada. Hace el libro del pueblo ó reglamento que ha de regir durante el año la vida del común; toma acuerdos semanales acerca del pasto de los ganados; determina la apertura ó coto de los pagos y de los comunes, la corta de leñas en los montes, el arreglo de los caminos y días en que ha de practicarse, el riego de los prados y su forma, la elección de toros para las vacas y de sementales para las ovejas, la venta del abono de las majadas, reparación de los molinos y sus presas; acuerda acerca de la policía en las casas, en las calles, en los ríos y en las fuentes; entiende en la relaciones del pueblo con el ayuntamiento y con otros pueblos; juzga de la legitimidad de las multas impuestas por el guarda de frutos, pastos y montes, mandando apuntarlas a cargo del infractor, si o hay, ó, en otro caso á cargo del guarda; dispone la inversión de fondos, y toma cuentas de su administración á los Alcaldes de barrio salientes”.

Al igual que en siglos anteriores, tal y como ha estudiado Laureano Rubio, la fuerza del concejo residía tanto en el propio compromiso y sometimiento de los miembros de la comunidad, cuanto en la posibilidad legal de frenar la injerencia de elementos externos que pudiesen modificar de alguna forma el consenso o equilibrio social, necesario para la reproducción del régimen comunal.

A lo dicho por L. Rubio, hay que añadir que el concejo estaba legitimado por la comunidad, aspecto que se refleja en la toma de decisiones. En primer lugar, el concejo funcionaba como la asamblea de todos los vecinos (en la que además un hombre era un voto) lo cual implicaba anteponer el interés del grupo frente al individuo. En segundo lugar, la actuación del concejo tenía una dimensión moral de primer orden; no sólo regulaba aspectos de la vida religiosa de la comunidad, sino que organizaba los trabajos comunitarios, como hacenderas o veceras, e incluso establecía obligaciones solidarias con el resto de los vecinos. Por último, a pesar de la derogación de las ordenanzas, el concejo siguió legislando sobre la vida económica de los pueblos; como explican López Moran, Flórez de Quiñones o Ruth Behar, a finales del siglo XIX y principios del XX los vecinos siguieron redactando acuerdos, ordenanzas ganaderas, o libros de pueblo que, firmados por todos los vecinos, eran de obligado cumplimiento.

En el funcionamiento del concejo la costumbre tenía un gran peso. Es erróneo suponer que la costumbre era algo fijo e inmóvil y que en el siglo XX los concejos funcionaban y se regían por las ordenanzas como lo hacían en la Edad Moderna. También es erróneo pensar que los concejos son una reliquia del pasado; como veremos en otra entrada, las costumbres y tradiciones estaban en continuo cambio y  los concejos no han sido una excepción. En el último siglo y medio han pasado muchas cosas: una guerra civil y una dictadura de 40 años, hemos entrado en la Unión Europea, ya casi no queda gente en los pueblos, apenas vive gente de la ganadería y de la agricultura… Todos estos cambios han marcado la vida de los pueblos y han modificado el funcionamiento de los concejos, pero éstos han pervivido no como reliquias sino como instituciones válidas y legítimas.

De la historia se pueden aprender cosas. La principal lección aprendida de lo ocurrido en el siglo XIX es que frente las amenazas del exterior los pueblos optaron por sacarse ellos mismos las castañas del fuego y defender sus propiedades y gestionar sus asuntos como lo venían haciendo durante siglos…

(Continuaremos tratando del tema…)

Lo dicho: ¡Muchas gracias a Teresa García Montes y a Isabel Medarde (y también a la Asociación Cultural Faceira y a la Fundación Antonino y Cinia de Cerezales) por esta iniciativa! Estamos esperando el documental ‘como agua de mayo’…

Riaño como «tragedia de los cerramientos»


En una entrada anterior, hacíamos referencia a la ‘tragedia de los comunales’. Decíamos que allí donde se privatizaron los comunales, los campesinos más pobres se vieron despojados de sus medios de vida, ocurriendo la llamada ‘tragedia de los cerramientos’ (Tragedy of Enclosure, en inglés).

La privatización o cerramiento (enclosure) de los comunales ocurrido a lo largo y ancho de la mayoría de países europeos durante los siglos XVIII y XIX fue un verdadero drama. Miles de campesinos desposeídos de sus comunales vagaban por los campos en busca de trabajo, viéndose obligados finalmente a emigrar a las ciudades y los centros industriales, donde hacinados subsistían con salarios míseros.

En España, con la desamortización de Madoz se pusieron en venta los bienes de los pueblos, lo que en algunos casos tuvo como resultado la venta de molinos, fraguas, cantinas, quiñones, montes o puertos de merinas. Posteriormente, con la intervención del Estado en los montes se vio limitado el acceso a las leñas, maderas, o pastos. Antonio Ortega Santos en su libro «La tragedia de los cerramientos: desarticulación de la comunidad en la provincia de Granada» estudia este proceso para Andalucía, afirma que con los “cerramientos” y la intervención estatal en los montes se subordinó la lógica de la subsistencia a la lógica del mercado. Es decir, allí donde los comunales fueron privatizados, la prioridad de los compradores era hacer dinero con ellos: se talaron bosques, se roturaron montes, y se impusieron arrendamientos abusivos a quienes los venían explotando. Por otro lado con las restricciones impuestas por el servicio forestal, aprovechamientos del monte que eran gratuitos fueron prohibidos y sacados a subasta; por tanto, si alguien necesitaba maderas o leñas, debía acudir al mercado a comprarlas. 

En León, como ya veremos, la desamortización de Madoz no tuvo demasiada importancia. Sin embargo en aquellas comarcas donde hubo privatizaciones es posible que ocurriese como en el resto de España, que el pequeño campesinado quedase excluido de los beneficios ya que las oligarquías gobernantes habrían utilizado las reformas agrarias en su provecho adquiriendo tierras. En León, es posible que, allí donde los comunales fueron vendidos, los campesinos más pobres se viesen despojados de recursos que eran fundamentales para su supervivencia (tampoco hay que olvidar, no obstante, que el uso de muchos de estos bienes ya había sido privatizado, dado que eran bienes de propios, arrendados al mejor postor.

Una versión de la tragedia de los cerramientos en la provincia de León podría ser la desaparición de numerosos pueblos bajo los pantanos. El ejemplo más evidente es Riaño, donde para satisfacer los intereses de las empresas eléctricas y de unos pocos regantes fueron anegados los pueblos  y propiedades de Anciles, Éscaro, La Puerta, Huelde, Burón, Pedrosa, Salio y Riaño. Imagino que los vecinos fueron indemnizados por las fincas que perdieron, pero ¿qué indemnización recibieron por los comunales que quedaron bajo el pantano?. Lo grave no fue sólo que los vecinos tuviesen que abandonar los pueblos y sus medios de vida sino que la construcción de la presa, para satisfacer intereses de unos pocos, dejó tocado de muerte todo el valle.

Una vez más los bienes comunales de toda la provincia de León están en peligro y un nueva tragedia se cierne sobre ellos: La Ley Montoro. Si los bienes de los pueblos pasan a ser gestionados por los ayuntamientos, visto el endeudamiento de éstos, el peligro es evidente. Parece que de nuevo se quiere expulsar de la tierra a los pocos agricultores y ganaderos que viven de ella. Los pueblos de León agonizan por el envejecimiento y porque apenas queda gente que trabaje las tierras. Si desaparecen las juntas vecinales estaríamos contemplando una nueva versión de la ‘tragedia de los cerramientos’. De la misma manera que el pantano de Riaño perjudicó a toda la comarca, estas medidas no sólo afectarían a quienes dependen de los comunales, sino a la provincia entera. Es triste reconocerlo, pero hoy en día, los pocos agricultores y ganaderos que quedan, son los que mantienen a los pueblos con vida.

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Foto: J.M. Pando Barrerro / Color: Antonio Aláiz

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