Tristura


Al sentir gritos, Silvana se despertó sobresaltada. Se levantó de un salto de la butaca donde dormía, encendió la luz de la habitación y corrió hacia la cama donde su padre descansaba.
Allí, en la cama del sanatorio, Custo, un hombre de unos setenta años, braceaba y gritaba como si estuviese poseído:
—¡Suéltame! ¡Suéltame! ¡Lo único que quiero es la parte que me corresponde! ¡Quiero lo que me dejó mi madre!  Sólo pido eso…
—Papá, paaaa, ¡despertá! ¡despertá! —le decía Silvana zarandeándolo del brazo— Tenés una pesadilla.
—Ay, mamina. ¡Qué solines nos dejaste…! —se lamentaba con los ojos entreabiertos y un hilo de voz— Mamina, llévame contigo…
 
Ya despierto, Silvana agarrándole la mano y acariciándole la cara le preguntó:
—¿Qué pasa papi? ¿Qué pasa, que tenés esas pesadillas tan horribles?
 
El hombre le pidió ayuda para incorporarse y al levantar el brazo derecho vio que se le había enredado con el cable de la botella del suero manteniéndoselo casi inmovilizado.
—No pasa nada, hija. No pasa nada. Estaba delirando. Además se me enredó este telar en el brazo. Ayúdame, anda. Dame agua. Tengo la boca seca.
 
Silvana agarró una botella de agua que había en la mesita de luz y se la acercó a su padre. Después regresó al sillón y cerró los ojos. Tras un rato pensativa, abrió de nuevo los ojos y vio que su padre estaba despierto.
—¿Qué soñabas, pá? Decías algo de tu mamá… —dijo la mujer.
—No lo sé. No me acuerdo —dijo Custo resoplando— Llama por favor a la enfermera, este dolor es insoportable.
 
Un buen rato más tarde, a las siete de la mañana, y Silvana sintió como alguien trataba de despertarla. Era su hermana menor, Julia, que llegaba a hacerle el relevo. En voz baja para no despertarlo, le contó que la noche había sido muy movida. Que las enfermeras habían acudido en varias ocasiones. Le habían administrado analgésicos, pero su padre seguía con fuertes dolores. Le explicó a su hermana que más tarde e consultarían al médico para medicarlo con algo más fuerte.
—Hola Julia —dijo Custo al despertar— ¿Cómo estás, hija?
 
La joven le dio un beso y le acercó una bandeja con comida “Hola paá. Todo bien. Desayuná. Me contó Silvana que pasaste una mala noche”. Custo asintió con la cabeza y empezó a desayunar.
 
La mañana transcurrió tranquila, aunque hacia mediodía el hombre empezó a sentir un fuerte dolor. “Por el amor de Dios, diles que me den algo para esto. Es insoportable” —resoplaba Custo. Enseguida Julia salió a buscar a la enfermera, y minutos más tarde regresó acompañada también por el médico que lo atendía. “Mire, tendremos que probar a darle algo más fuerte. Probaremos con una dosis baja de morfina” —dijo el facultativo. “Lo que sea” dijo Custo “Lo que sea…”.
 
A los cinco minutos de haber abandonado la habitación, la enfermera regresó con un vaso de agua y una pastilla de color rosado. Al poco de habérsela tomado, Custo entró en un estado de somnolencia. Mientras tanto Julia leía unas revistas de moda y de decoración que había comprado en el quiosco del hospital.
 
Sobre medio día, alguien golpeó suavemente la puerta y Julia se acercó a abrir.
—Hola amor ¡qué sorpresa! ¿Que hacés acá? le dijo dándole un beso en los labios.
—Vine a ver a tu papá y de paso almorzar con vos —dijo el hombre— ¿Qué te parece?
 
A Julia le pareció una gran idea que Osvaldo, su marido, se hubiese acercado a la clínica. Su padre dormía y tuvieron que esperar un rato. Justo cuando llegó la comida, Julia despertó a su padre y Osvaldo el marido de Julia se acercó al enfermo y le dio la mano:
—¿Cómo andás, Custo? ¿Cómo andás?
 
A Custo se llenaron los ojos de lágrimas y agarrándole con fuerza la mano dijo:
—Pedro, Pedro, pero ¿qué haces tú por aquí? — dijo con una sonrisa de oreja a oreja.
 
El hombre, sorprendido se giró hacia su mujer y sin saber muy bien qué hacer balbuceó:
— Custo, soy Osvaldo, tu yerno. ¿No me reconocés?
—¿Sabías Pedro que aquí nadie me llama Ángel? Todo el mundo me llama Custo —le explicaba sonriente.
 
De repente su semblante se tornó serio y dijo:
—Dile a Toña que tan pronto como pueda le mandaré el dinero para que venga con los niños. Ah! y si ves a Nélida dile que me perdone…
 
Asustada Julia, salió corriendo a buscar a las enfermeras. De regreso en la habitación vieron como Custo se aferraba con fuerza a la mano de Osvaldo como marinero en un naufragio. Totalmente desorientado, desvariaba y decía nombres de personas y lugares que su hija desconocía. Con una pequeña jeringuilla, la enfermera le administró un sedante. “Hay personas a las que les pasa esto con la morfina” —dijo.
 
Custo volvió a quedarse dormido y Julia y su marido aprovecharon para ir a la cafetería del Hospital a comer. Estaban muy preocupados.
—No sé tu papá. Ahí pasa algo raro. Tal vez tiene otra familia… — dijo Osvaldo encogiéndose de hombros.
—No. No digas boludeces. Mi papá ¿otra familia? Imposible —respondió Julia negando con la cabeza.
—Fijáte que cuando se murió el papá de Rita aparecieron en el funeral dos hermanos que no conocía de nada. Por ahí, tu papá tiene otra familia… por ahí, tal vez dejó mujer e hijos en España, antes de venirse a Argentina. ¿Qué sabés vos de la vida de tu papá? Vos no sabés nada…
—No. Imposible. Imposible —negaba Julia pensativa— Del pasado de mi padre sabemos muy pocas cosas, pero otra familia no.
 
Una vez almorzaron, Osvaldo regresó a su oficina y Julia a la habitación.
 
“Por ahí tu papá tiene otra familia”. Aquella frase quedó retumbando en la cabeza de Julia. Sí que sabía que su padre se llamaba Ángel Custodio pero había muchas cosas que ignoraba ¿Quién era Pedro? ¿Y Nélida? ¿Y Toña y los niños? Nunca su padre les contó nada del pueblo ni había mostrado nunca el más mínimo interés en regresar a España, ni siquiera de paseo o de vacaciones. Ahí cayó en la cuenta de que su padre guardaba algún secreto.
 
Esa misma tarde cuando Ada, la esposa de Custo, acudió a visitarlo al sanatorio, Julia le contó a su madre con pelos y señales la situación vivida con Osvaldo. “Imposible que papá tenga otra familia” dijo Ada. Después le explicó a su hija que en cuarenta años de matrimonio nunca había tenido ni la más mínima sospecha de que su padre hubiese tenido una doble vida. Le explicó que cada dos o tres años, y durante una o dos semanas, su padre se volvía taciturno y se pasaba los días enteros sin apenas hablar. “Ya lo conocéis. Es ‘tristura’, como él dice, pero nada que haga sospechar de algo malo”, explicó la madre.
—Pero maá, ¿no te parece raro que papá nunca nos haya contado nada de su vida antes de llegar a Argentina? —le dijo Julia.
 
También Julia le contó a su hermana todo lo ocurrido y sus sospechas de que su padre les estuviera ocultando algo. Decidieron que lo mejor era preguntarle a él, aunque el estado de salud no lo permitía. Esperarían a que su padre mejorase.
 
Una semana más tarde, Custo empezaba a notar una gran mejoría. Los médicos decían que la operación de espalda había salido bien y aquellos terribles dolores habían desaparecido. Un domingo a la tarde, ambas hijas, Silvana y Julia, coincidieron en el Hospital. Su padre se interesó por la marcha de la empresa. Ellas le contaron que las ventas, a pesar de su ausencia, se habían incrementado ligeramente. Que todo iba bien. Custo se puso contento al escuchar esas noticias y también al saber que todos y cada uno de sus empleados se habían interesado por su estado de salud. “Díganles que la semana que viene estaré de nuevo por ahí” les dijo.
—No, paá. Vos te tenés que jubilar ya. Después de esto, no podés trabajar tantas horas —le dijo Silvana.
 
En ese momento se hizo un silencio incómodo. No estaba en los planes de Custo jubilarse, pero sus hijas parecían estar pasándole un mensaje. “Quizás tienen razón” razonó. Pensó en lo que podía significar su jubilación y quedó ensimismado.
 
—¿Paá? —dijo Julia interrumpiendo sus cavilaciones.
—Dime hija, dime —contestó Custo.
—¿Vos tenés otra familia? —le soltó como un disparo a bocajarro.
—Julia… Julia, hija de mi corazón. ¿Tú crees después de trabajar catorce o dieciséis horas en el negocio y de las horas que pasaba con vosotras me quedaba tiempo y energía para otra familia?
—¿Qué se yo? —dijo Julia, encogiéndose de hombros— Hay gente que tiene otra familia… Vos viajabas muy seguido a Rosario.
 
Custo hizo señas a su hija para que se acercase y abrazándola con fuerza dijo:
—Tú, tu hermana y tu mamá sois mi única familia.
—Pero vos papá nunca nos contás nada de España, ni de tu pueblo ni de tu familia de allá —se quejó Silvana— ¿Por qué viniste a Argentina?
— Mira, en mi pueblo sólo había miseria. Miseria. Mucha miseria.
 
Con pelos y señales les explicó a sus hijas que su padre lo había enviado con doce años a cuidar vacas a la montaña. Les contó que con el primer dinero que ganó compró unas botas porque hasta ese momento siempre había andado descalzo. Y que cuando regresó a su pueblo, lo hizo caminando con las botas en la mano para que no se le gastasen. En ese momento, recordó el río Omaña y los robles. Se le llenaron los ojos de lágrimas y un nudo en la garganta le impidió seguir con la explicación.
 
En silencio, recordó los días de primavera cuando al salir de la escuela iba con Pedro y Severino a buscar nidos en las sebes de los prados o en el monte ¡Qué ojo tenía Pedro!, pensó. “Mira Gelín, un ñal de abillín… este es de mierla… este de jilguerín” Además Pedro conocía todos los pájaros. Recordó también aquellos días calurosos de julio cuando al atardecer y después de un duro día de trabajo acarreando la yerba iban a bañarse al río. Recordaba cuando ya quintos, algunas noches de luna llena, las mozas más atrevidas, aunque con ropa, se metían con ellos en el río. Eran momentos felices. En un instante, por su cabeza pasaron todos sus amigos y conocidos. Hacía más de cincuenta años que nos los veía, pero reconocía a todos y cada uno de ellos. En una fracción de segundo recorrió cada rincón del pueblo donde había pasado su infancia y juventud. Al recordar aquello, Custo no pudo contenerse y rompió a llorar.
 
Pidió ir al baño y ayudado por sus hijas, se puso de pie. En el baño se lavó la cara, y después regresó a la cama de nuevo.
 
—Papá ¿quién es Toña? —preguntó la menor de sus hijas.
—Pero ¿qué es esto? Parece un interrogatorio de la policía… Diculpaaame señora polisía, shoo no me las robé. Las encontré tiradas en la cashhe —bromeó Custo imitando el acento argentino de sus hijas y soltando una carcajada.
—Paá, vos pensás que somos unas nenitas…
 
En ese momento, un auxiliar entró a dejarle la cena. Custo comió con buen apetito, indicativo también de que empezaba a recuperar la salud.
—Paá, al final no nos dijiste quien era Toña —insistió Julia una vez que el hombre acabó de comer.
 
El padre la miró y moviendo la cabeza dijo:
—Toña era mi hermana…
—Pero vos decías que no tenías familia, que estaban todos muertos —indicó la mujer.
—Bueno, no sé. Es como si estuviesen muertos. Estaban a quince mil kilómetros de distancia…
—Y ¿Nélida? ¿Quién es Nélida? Vos hace días, cuando delirabas, la nombraste. Decías que te perdonase.
 
Custo al escuchar ese nombre se puso colorado y empezó a tartamudear.
—Era una amiga de Toña —dijo saliendo del paso— No tenéis porque saberlo todo…
 
Elevando el tono de voz y sentándose en la cama dijo:
—Además, ya que tanto queréis saber os voy a contar la verdad de porqué me vine de España.
 
Les explicó que su madre murió cuando él tenía diecisiete años. “Un día discutí con mi padre y él me echó de casa” —les dijo— “Así de sencillo. Después de un tiempo trabajando en León, me cansé de que me explotasen y saqué un pasaje para Argentina”.
—¿Cómo olvidar aquello? —explicaba Custo— Viajé en cuarta clase. Nos trataban peor que a los animales. Se me hizo eterno…
 
Entonces Custo recordó el éxodo hacia Argentina. Primero, el trayecto en tren hasta Vigo y después el barco. Los dolores que había sentido la semana pasada no eran nada comparado con lo que sintió a medida que aquel transatlántico se alejaba del puerto de Vigo. En aquel momento sabía que nunca regresaría a España ni a Valdeomaña. Empezaba de cero una nueva vida.
—Eso sí, tuve suerte… he trabajado duro, pero Argentina me lo ha dado todo —dijo Custo— Entre otras cosas, me dio a la mejor familia del mundo.
 
Miró a sus hijas y sonrió. Aparentemente era un hombre feliz. En ese momento, Julia y Silvana emocionadas corrieron a abrazar a su padre. Después de un prolongado abrazo, Custo se recostó de nuevo en la cama y cerró los ojos. Se sentía mejor después de aquella conversación con sus hijas, pero no les había contado la verdad. “A veces, no lleva a ningún sitio contar la verdad”, pensó. En ese momento le vino de nuevo a la cabeza aquel día frío de invierno cuando, en la cocina al lado de la lumbre, le pidió permiso a su padre para casarse con Nélida.
 
Recordó cada sílaba, cada silencio, cada mirada de aquella conversación. Sintió de nuevo como se le reventaba el pecho de dolor al recordar cómo su padre le confesaba aquel sórdido y doloroso secreto que imposibilitaba la boda. Recordó también como, preso de la ira, agarró el cuchillo que estaba encima de la mesa y como, por un instante, pensó en degollar a su progenitor como si fuese un cordero.
 
Pero no, no lo hizo. Gelín que era como lo llamaban en Valdeomaña, miró fijamente a su padre y, antes de dejar el cuchillo de nuevo en la mesa y abandonar la cocina, le dijo:
—Padre, quiero me de la parte de la herencia que corresponde. Si usted no quiere repartir lo suyo, quiero la parte de madre. Es mío.
 
El resto de la historia ya era conocida. Una semana más tarde, embarcaba en Vigo con dirección a Argentina. Nunca quiso saber nada de su familia ni de su pueblo.
 
Custo abrió de nuevo los ojos y allí seguían sus hijas que lo miraban sonrientes. Aunque también él tenía motivos para sonreír, por dentro seguían aquellas heridas que nunca cicatrizaron y que hacían que cada tanto la murnia, la tristura —una melancolía difícil de describir— se apoderase de él.
 
Gregorio Urz, mayo de 2020

Si te gustó este relato deberías saber que acaba de salir el libro «Tierra de lobos, urces y hambre» con casi una treintena de relatos del autor.

LNT te recomienda: Cuentos de la montaña


Los seguidores de este blog saben que uno de nuestros escritores de referencia es Miguel Torga. Y hoy toca recomendarles una de sus obras más conocidas: «Cuentos de la montaña».

Se trata de una colección de relatos ambientados en la región hermana de Tras-os-Montes. Son historias sobre las gentes del campo, sobre sus vidas, su cultura, valores, aspiraciones… y son unos cuentos de una extraordinaria belleza. Porque además Torga escribe bien, con una prosa cuidada eligiendo cada palabra… con metáforas evocadoras. La prosa de Torga es pura música.

Los personajes de Torga son, por lo general, campesinos. Se trata de hombres y mujeres duros que afrontan una vida llena de hambre, miseria y sufrimiento. Los personajes de sus cuentos son supervivientes, pero también héroes.

¿Qué más les podría contar? Que si no conocen a Torga, lo lean. Les sorprenderá.

Ángela


Hubo un tiempo en que la caza no era un lujo sino una necesidad. Era la única opción de los pobres de llevar un trozo de carne a la boca. Y aquella perrina, la Mori, era una bendición.

Era infalible siguiendo el rastro de animales. Cazaba perdices, cogolladas, o curros antes de que levantasen el vuelo, y con las nevadas del invierno siempre atrapaba alguna liebre o conejo… Era tal la inteligencia de aquel animal que algunos días al amanecer cuando Toña, su propietaria, abría la puerta de la calle, allí estaba la Mori sentada con una pieza en la boca.

Conocedores los vecinos de aquella habilidad, no le faltaban a la dueña ofertas de compra por el animal. Abilio el pastor le ofreció un cordero. “El mejor de la cuadra, el que tu elijas”, le decía; Marcelo llegó a ofrecerle 20 duros; Julián se la cambiaba por dos ovejas… Pero ni por todo el oro del mundo Toña se hubiese desprendido de ella.

Cada día, antes de ir a dormir, Toña en una lata vieja de hojalata colocaba las sobras de la cena y las compartía con la perra. Disfrutaba acariciándola y jugando con ella. Una y otra vez le pasaba la mano por la cabeza y el lomo, le tiraba con dulzura de las orejas y la abrazaba. La Mori respondía a estas señales de amistad tirándose boca arriba y dejándose acariciar la barriga o saltando y mordiendo las manos de Toña sin llegar a hacerle daño.

Una noche de abril, la Mori no apareció. Preocupada Toña por la inesperada ausencia, salió a recorrer las calles del pueblo:

—Moooori, Mooori —la llamaba sin obtener resultados.

Antes de meterse en la cama, se asomó varias veces a la puerta de casa a ver si la veía. Nada. Ya acostada, el desasosiego no la dejaba dormir. En una de las pesadillas, la Mori era arrastrada por la corriente enfurecida del río sin que ella pudiese rescatarla.

Así amaneció, Toña bajó a la calle esperando encontrar a su fiel compañera. La llamó pero tampoco se presentó la perrina. Angustiada, la muchacha la buscó por las huertas, se asomó a las norias, y a cada vecino con el que se encontraba le preguntaba: “¿Has visto la mi perrina?”. Nadie la había visto. Aquello era un misterio. Toña estaba segura que el animal no había desaparecido voluntariamente. Presentía que algo malo le había pasado. Si estuviese encerrada en alguna cuadra la escucharía ladrar o aullar. Pero, no. La perra no daba señales de vida. Llegó a pensar que alguien con mucha maldad la había envenenado y agonizaba sola en el monte.

No obstante, en los pueblos cualquier sebe, tapia o pared tiene ojos y oídos y días más tarde Toña supo del destino de la Mori.

Resulta que habían sido las confesiones y habían llegado varios curas de la contorna a auxiliar a don Saturio, en la ardua tarea de perdonar los pecados y establecer las correspondientes penitencias. Uno de estos curas, de nombre Tomás y a cargo de la parroquia de Llargañoso, gran aficionado a la caza, oyó hablar de la destreza de aquel animal, lo metió en el maletero de su coche y se lo llevó. Era una época en que curas y caciques se creían dueños de todo bicho viviente.

Durante varios días Toña contrastó aquellas informaciones y efectivamente se confirmó que el cura de Llargañoso, como un vulgar ladronzuelo le había robado a su querida perra. Preguntó a unos y a otros cómo llegar a esa localidad y planificó en detalle el viaje. A pesar de que Llargañoso distaba unos treinta y pico o cuarenta kilómetros de Valdeferrera, la distancia no asustaba a Toña que no se resignaba a perder a su compañera del alma.

Calculó Toña que, saliendo temprano de casa llegaría sobre las dos de tarde a Llargañoso, rescataría a la Mori, emprendería el regreso y, con un poco de suerte, estaría de vuelta en Valdeferrera antes de las once de la noche. Si la cosa se torcía, quedaría a dormir en casa de los parientes que vivían en Escuiral.

La noche antes de partir, Toña durmió poco y mal. Sobre las cinco de la mañana el canto de uno de los gallos de su vecino Higinio la despertó y se levantó. En un fardel de tela colocó un trozo grande de pan, una cebolla y un poco de tocino. Sin esperar a que clarease el día, se puso en marcha en dirección a Astorga.

Durante horas Toña caminó, caminó y caminó sin descanso por caminos de tierra. Únicamente sobre las once de la mañana paró junto a unas matas de roble a comer parte del almuerzo que llevaba en la fardela. A la una del medio día estaba cerca de Astorga, y dejando la ciudad a su izquierda enfiló en dirección a San Félix. Ahí dejaba la comarca y entraba en un país que le era desconocido. Por este motivo, decidió que lo más conveniente era caminar por la carretera. Pasó por Juncoso, Llagartera, Sabugo, Escuiral, Valdellobos y Carrezal hasta que finalmente, después de varias horas más caminando, llegó a Llargañoso. Eran más de la cuatro de la tarde.

Cerciorada de que había llegado a destino, averiguó donde estaba la casa del cura. Era una casona grande situada detrás de la iglesia. Pegada a la vivienda había unas cuadras y, protegida por un muro alto de tapial, una huerta a a la que se accedía por un portón de madera. Barruntó que allí estaba su Mori querida, sospecha que se confirmó cierta al escuchar sus ladridos al otro lado de la tapia. El animal que ya había percibido la presencia de su dueña, aullaba y ladraba nervioso.

Estudiada la situación, el momento de rescatar a la perra era a la hora de la misa cuando el cura estuviese ocupado. La misa era a las cinco de la tarde y Toña, apenas oyó el toque de las campanas y confiada en que no hubiese nadie en la huerta, se dirigió con decisión al portón. De repente, éste se abrió y por allí salió don Tomás, el cura. Toña al verlo se asustó, dio media vuelta y empezó a caminar deprisa calle arriba. El cura que ni reparó en la presencia de la muchacha, sacudiéndose la sotana se alejó apresuradamente en dirección a la iglesia.

Pasado el sobresalto, Toña volvió de nuevo a su cometido. Temblorosa abrió el portón y se asomó a la huerta. Al fondo, en un cobertizo con cubierta de teja al lado de un montón de leña divisó a la Mori atada a un poste de madera. Cuando el animal vio a Toña salió corriendo hacia su dueña. Retenida por la cuerda, brincaba enloquecida de un lado para otro y movía el rabo frenéticamente. Desbordaba alegría.

—“Chisssst, chisssttt. Tranquila, Mori. Ya está. Ya está” —le dijo Toña abrazándola. Le quitó la cuerda y el collar y los lanzó con rabia al montón de la leña.

Ante el temor de verse sorprendida abandonando una propiedad ajena, salió de la huerta con calma y aplomo y empezó a caminar sin prisa hacia la salida del pueblo. Cuando se hubo alejado unos cien metros de las últimas casas, empezó a correr por la carretera. “Vamos, Mori. Vamos” repetía.

Después de diez o quince minutos corriendo, Toña se sentó jadeando en la cuneta. No podía más. Del fardel que llevaba sacó el pan y el tocino que quedaba y se lo dio a la perra. La estrujó contra el pecho con fuerza y no pudo evitar echarse a llorar. La Mori, al verla así, miraba a Toña con la cabeza apoyada en su pecho y la lamía tratando de consolarla.

Después de haber llorado un rato, la muchacha se sintió mejor. Estaba feliz de haber recuperado a su querida compañera. También el animal parecía muy contento con el reencuentro. Reanudaron la marcha por la carretera, caminando con paso ligero. Cuando sentían el ruido de algún coche, apresuradamente se salían del camino y se escondían entre los matorrales.

Poco a poco, y sin que Toña se diese cuenta, el manto negro de la noche fue cubriendo el monte. Los robles, piornos y urces que bordeaban la carretera se convirtieron en amenazantes sombras. Toña, con la perra al lado se sentía segura, pero era sabedora de que por aquellas espesuras merodeaban manadas de cinco y más lobos. Tuvo miedo y aceleró el paso. Con la noche encima, era temerario intentar llegar a casa de los parientes de Escuiral y decidió quedarse en el primer pueblo al que llegase.

Después de caminar una media hora llegó a Valdellobos. Allí buscó un sitio donde dormir. Pensó que el pórtico de la iglesia era el mejor lugar para pernoctar. Al menos estaría protegida de la lluvia y de las alimañas, que no siempre son animales. Contenta de haber recuperado el botín perdido, se sentó con la espalda apoyada en la puerta de la iglesia y colocó en su regazo al animal. A pesar del calor de la perra, sentía frío. Estaba muy cansada, no tenía abrigo y las losas del suelo estaban heladas. Cada pocos minutos se levantaba, caminaba un rato hasta entrar en calor y volvía de nuevo a sentarse.

Sentada, contemplaba el cielo y la luna llena y echaba cuentas de las horas que quedaban para el amanecer. Estimaba que con una luna así, a las seis y media de la mañana o antes podría emprender de nuevo el camino de vuelta a Valdeferrera.

Ensimismada en estos pensamientos, se asustó cuando vio acercarse hacia ella una sombra negra llevando una linterna. La Mori, nerviosa, se colocó en guardia emitiendo un gruñido amenazante.

—Pero hija, ¿qué haces aquí a estas horas? ¿No tienes miedo?

Quien la interrogaba era una vecina del pueblo que vivía enfrente de la iglesia y desde la ventana de la cocina llevaba un buen rato observándola.

Toña le contó de dónde era, quienes eran sus parientes, y le explicó que alguno de ellos vivía en el pueblo vecino. También le detalló que había ido a Llargañoso a recuperar la perra que tanto quería. Y le dijo que no, que no tenía miedo. Que con aquella perra al lado no tenía temor.

—Ven hija, ven a casa. Que si pasas la noche aquí vas a pillar una pulmonía.

Aquellas palabras sonaban sinceras y Toña la acompañó. Al entrar en la cocina de aquella desconocida y notar el calor de la lumbre, Toña agradeció haberse encontrado con un ofrecimiento así. Sin apenas pronunciar palabra, aquella mujer le preparó un par de huevos fritos que le sirvió acompañados con un trozo grande de pan. Una vez cenó, la mujer le dio un cobertor y la acompañó al pajar. Allí, al lado de la cuadra de las vacas, encima de un montón de yerba seca se acurrucó Toña abrazada a la Mori. Enseguida la rindió el sueño.

La noche transcurrió sin sobresaltos. Serían ya casi las ocho de la mañana, cuando los rayos de sol que se colaban por las rendijas de la ventana del pajar despertaron a Toña. Fue a la cocina. Allí estaba aquella buena samaritana quien le sirvió un plato de sopas de ajo. Abrumada y agradecida por tanta hospitalidad, Toña se despidió convidando a Ángela, que es como se llamaba aquella mujer, a pasar en su casa la fiesta de San Juan.

Feliz de tener a la Mori a su lado, y acostumbrada a las largas jornadas de caza en el monte, el camino de vuelta a casa se le hizo corto a Toña. Caminaba con el mismo entusiasmo y ligereza de quien regresa a su hogar después de una larga ausencia.

Quien aquel día vio a Toña podría pensar que tal vez fue el día más feliz de su vida. No. No lo fue. Lo fue aún más el día del bautizo de su hija, a quien llamó Ángela. Ni siquiera le importó que el cura que ofició el sacramento fuese don Tomás. Eso sí, en ningún momento perdió de vista a la Mori.

Gregorio Urz, agosto de 2018

La foto que acompaña la entrada es de Aloïs Moubax from Pexels

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

Lecturas de verano #2: Cuentos en dialecto leonés – Caitano A. Bardón


Imaginando que muchos lectores de este blog conocen esta obra, al autor y los detalles de cómo fue gestada, no tiene sentido hacer una extensa explicación. Además, para eso están Wikipedia y otros blogs más eruditos.

¿Por qué la recomiendo? Porque básicamente se trata de una obra entretenida. Desde el punto de vista literario no es gran cosa, pero la temática es sugerente: narra anécdotas y costumbres de la época.

Insisto: para quienes les interese la cultura rural, es una lectura más que provechosa.

Ah! y está escrita en leonés.

Puesto que no se si es fácil conseguirla en las librerías o no, en este enlace la tenéis en formato digital. También podéis descargarla en este otro enlace.

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