Ordenanzas concejiles y costumbre en León


 

En la entrada de la semana pasada sobre el concejo de vecinos, se indicaba que las ordenanzas representaban la fijación de la tradición y la costumbre (el derecho consuetudinario o los ‘usos del país’, como dirían en los pueblos de León).

Pero… ¿qué es la costumbre? E.P. Thompson, un historiador inglés sobre el tendremos ocasión de volver, la define como el “derecho o ley no escrita que, habiéndose establecido por el prolongado uso y consentimiento de nuestros antepasados, se ha practicado y se practica diariamente”.

Aunque pueda pensarse que la costumbre era algo fijo e  inmóvil, nada más lejos de la realidad; como decía Thompson, «la costumbre era un campo de cambio y de contienda, una palestra en la que intereses opuestos hacían reclamaciones contrarias”.

O como indicaba el jurista leones L. Díez Canseco:  “El derecho consuetudinario no está formado por un masa homogénea, ni siempre en adecuación con la vida actual. Hay una parte actual nacida para resolver los problemas que se van planteando en la vida (…); pero hay otra que es resto y residuo que han dejado las generaciones pasadas, que (…) nos sirven como datos para inferir una civilización distinta y contraria a la actual; otras nacidas para necesidades pasadas y adaptadas a las presentes, y, por fin, hay muchas reglas y costumbres que, por una especie de mimetismo, toman la forma y apariencia de las prescripciones legales vigentes para vivir a pesar de ellas y defenderse contra ella, como esos insectos que toman el color de la planta en que se posan y evitan la agresión de sus enemigos”.

Aunque las ordenanzas fijaban la costumbre y usos del país, éstas eran continuamente modificadas. Generalmente las ordenanzas, siempre que era necesario: bien por hallarse rotas las anteriores, bien porque algún artículo fuese inaplicable debido a los cambios que se iban produciendo, eran confeccionadas por los vecinos más antiguos. Es decir, el ordenamiento tradicional se iba adecuando a la realidad cuando las circunstancias obligaban a ello.

Ejemplos de estos cambios son las Ordenanzas de Burón o de Lario. Las primeras, conservadas en el Archivo Histórico de la Diputación Provincial (AHDPL), fueron modificadas en sucesivas ocasiones; aunque las primeras ordenanzas conservadas son de 1751, en 1821 y 1869 fueron redactadas de nuevo para introducir o quitar capítulos. También en el Archivo Concejil de Lario se conservan las Ordenanzas de 1823, 1827, 1842 y 1847, y posteriores ordenanzas ganaderas siendo ello el reflejo de las sucesivas modificaciones.

Las propias ordenanzas concejiles recogían esa necesidad de acomodarse a los tiempos, y por ejemplo las ordenanzas de Abano del siglo XIX explicaban la necesidad de ir modificando el ordenamiento: “Decimos por cuanto las Ordenanzas y Capítulos por donde hasta aquí el dicho Concejo y vecinos se han regido y gobernado, por haber mucho tiempo que se hicieron, están viejos y se van acabando, y en ellas faltan de añadir algunos capítulos sin los cuales no se pueden conservar el dicho Concejo y Vecinos, por lo cual nos conviene, y es necesario, útil y provechoso hacer nuevas Ordenanzas y Capítulos por donde en adelante el dicho nuestro Concejo, y vecinos del dicho lugar de Abano, que ahora son y por tiempo fuesen se rijan y gobiernen (…)”; igualmente en el capitulo 86 de dichas ordenanzas se señala “Item ordenamos y mandamos que cada y cuando el dicho Concejo y vecinos del lugar de Avano le pareciere quitar o añadir de lo contenido en estas Ordenanzas lo puedan hacer siendo útil y conveniente a todos y quedando lo demás en su fuerza y vigor (…)”.

Sin embargo a mediados del siglo XIX todo cambió. En 1857, los pueblos de León hubieron de enviar a la Diputación provincial las ordenanzas vigentes para “examinadas” por el Secretario (gracias a ello se conservan en el Archivo de la Diputación). El Secretario de la Diputación consideraba que algunos artículos no eran aplicables por ser contrarios a las leyes liberales y al ‘sagrado derecho de propiedad’ y por tanto habían de ser derogados. Un ejemplo de ello es el capítulo 27 de las Ordenanzas de Burón que establecía la obligatoriedad de no castrar a los machos hasta que no fuesen examinados por los vecinos, para decidir cuáles quedaban de sementales al servicio de la comunidad; según el Secretario de la Diputación no se podía “obligar a ningún ganadero a dejar sus sementales para el servicio del común si no quiere”.

De todos modos, los pueblos buscaron y encontraron la manera de obviar esas limitaciones que les imponía el ordenamiento liberal, manteniendo servidumbres y la colectivización de prácticas agrarias. En lo que se refiere a las normas, y una vez que las Ordenanzas dejaron de tener validez jurídica, en pueblos de la montaña los vecinos reunidos en asamblea acordaban reglamentos locales (“Libros de Pueblo”) basados en el antiguo ordenamiento comunitario, los cuales posteriormente eran firmados por todos y cada uno de los vecinos como nos cuentan López Morán, Flórez de Quiñones o Behar, y comentamos en una anterior entrada.

Quizás el lector se pregunte qué queda de las ordenanzas. Aunque aparentemente quede poca cosa y usos como las veceras prácticamente hayan desaparecido, queda el poso del funcionamiento colectivo. El sistema de valores ha cambiado mucho en este último siglo y medio pero siguen quedando lo que podríamos llamar ‘solidaridades vecinales’: los mayores nunca fallan en los entierros de sus convecinos, ni a las misas del patrón del pueblo de al lado, se siguen haciendo hacenderas para limpiar el cementerio, etc… Cuando un vecino se le quema una casa se siguen haciendo colectas en toda la comarca para que pueda recuperar una parte de lo perdido…  Pues bien, todas esas ‘solidaridades’ solían aparecer reguladas en las ordenanzas… lo explicaremos en una nueva entrada.

Para quien quiera saber qué aspectos regulaban las ordenanzas en la Edad Moderna le recomiendo este artículo de Rubén E. López sobre el concejo de Valdetuéjar

El ataque del Estado liberal a los concejos de vecinos…


 

Ayer, 6 de enero, en el Diario de León aparecía una muy buena noticia.  Ya se encuentra en fase de montaje La voz del concejo, un documental sobre los concejos de vecinos. Este proyecto, liderado por Isabel Medarde y Teresa García Montes a través de la productora Bambara Zinema y apoyado económicamente por la Fundación Cerezales, tiene como uno de sus objetivos que los concejos sean reconocidos por la UNESCO como patrimonio inmaterial.

Para grabar y documentar el funcionamiento y la historia de esta arraigada institución, han recorrido unos cuantos pueblos de la provincia y han entrevistado a numerosas personas; sin embargo, el documental no gira exclusivamente sobre los concejos sino sobre la rica cultura comunal leonesa. En este sentido, son muy loables y necesarias iniciativas como esta ya que, como las autoras reconocen, este documental: «servirá para registrar y documentar gráficamente su historia, pasado y presente, cuando aún estamos a tiempo y que en el futuro no tengamos que lamentarlo«.

¿Qué les podría contar yo sobre el concejo de vecinos? Pues que en el siglo XIX estuvieron a punto de desaparecer. El Estado liberal despojó a los concejos de vecinos de sus capacidades y atribuciones e hizo todo lo posible por eliminarlos. La pregunta es ¿por qué pervivieron entonces? Sigue leyendo y quizás encuentres alguna respuesta…

Según el jurista leonés Diez Canseco el origen del concejo rural se sitúa en el Medievo como exigencia de la organla-voz-del-concejo-antiguo_concejo_en_omanaización de la vida económica. Durante la Edad Moderna el concejo de vecinos ya era una institución clave en la provincia de León asentándose en él el poder de las comunidades rurales, siendo éste el encargado de la toma de decisiones y de la organización de la vida económica; entre sus funciones estaban: 1) elaborar las ordenanzas, 2) administrar los recursos colectivos, 3) regular los aspectos agrarios, 4) dictar la normativa ganadera, y 5) administrar las propiedades comunales.

A partir de 1812, con la creación de los municipios, se produjeron cambios trascendentales y diversas leyes promulgadas por el Estado liberal fueron quitando capacidades a los concejos de vecinos, como era por ejemplo la confección de ordenanzas concejiles para el gobierno local. Otro de los ámbitos donde los concejos perdieron atribuciones fue en la gestión de sus montes; la Ordenanza de Montes de 1833 establecía que todos los trámites en relación a los montes tenían que hacerse obligatoriamente a través de los ayuntamientos que, como ya vimos en otra entrada del blog, han sido la columna vertebral del caciquismo.

Aunque en 1870 se reconocieron las Juntas administrativas, no se clarificaban sus funciones, puesto que se les negaron muchas de las atribuciones que tradicionalmente habían tenido los concejos; una de ellas era por ejemplo, la posibilidad de castigar a quienes cometiesen infracciones en los montes pertenecientes a los concejos. Como detalla Flórez de Quiñones, se estaban subordinando de manera clara los intereses de los concejos y de las juntas vecinales a los ayuntamientos, con lo cual los concejos perdían la potestad de gestionar sus propios bienes.

Posteriormente la Ley Municipal de 1877 recogía nuevas disposiciones sobre las Juntas Vecinales –art. 90–, manteniendo que los pueblos que tuviesen territorio propio, aguas, pastos, montes o cualesquiera derechos que les fuesen peculiares, conservarían sobre ellos su administración particular. Sin embargo seguía correspondiendo a los Ayuntamientos tramitar todo aquello que tuviese que ver con comunales y montes: expedientes de excepción, solicitudes y propuestas de aprovechamientos, pago del 10% destinado a mejoras, tramitación de las multas, etcétera.

A pesar que que la ley no les reconociese capacidades, los concejos siguieron funcionando. La razón de ello la explica Flórez de Quiñones: “Cuando uno de los pueblos agregados al término municipal necesita construir una escuela, concurrir con el Estado a la construcción de caminos vecinales; cuando precisan, en fin, cualquier otra mejora imprescindible, tienen ellos mismos que acudir a la tradición, a sus antiguas costumbres, que es del único modo que sus necesidades pueden ser atendidas. Esta es, acaso, una de las causas de la tenaz supervivencia del antiguo Derecho”. Es decir, la reacción de los pueblos frente al ataque del Estado que ponía en peligro su supervivencia, fue cerrar filas en torno a los viejos usos y costumbres. Por decirlo de otra manera, vieron que la ‘autogestión’ era la mejor manera de gestionar sus asuntos.

De esta manera hasta las décadas centrales del siglo XX, en muchos pueblos los concejos siguieron teniendo amplias competencias en el gobierno local y en la organización de la vida comunitaria. Literalmente dice López Morán:  “El concejo entiende en todo lo que afecta al régimen de la comunidad, y en ocasiones, en algo que se relaciona con la vida puramente privada. Hace el libro del pueblo ó reglamento que ha de regir durante el año la vida del común; toma acuerdos semanales acerca del pasto de los ganados; determina la apertura ó coto de los pagos y de los comunes, la corta de leñas en los montes, el arreglo de los caminos y días en que ha de practicarse, el riego de los prados y su forma, la elección de toros para las vacas y de sementales para las ovejas, la venta del abono de las majadas, reparación de los molinos y sus presas; acuerda acerca de la policía en las casas, en las calles, en los ríos y en las fuentes; entiende en la relaciones del pueblo con el ayuntamiento y con otros pueblos; juzga de la legitimidad de las multas impuestas por el guarda de frutos, pastos y montes, mandando apuntarlas a cargo del infractor, si o hay, ó, en otro caso á cargo del guarda; dispone la inversión de fondos, y toma cuentas de su administración á los Alcaldes de barrio salientes”.

Al igual que en siglos anteriores, tal y como ha estudiado Laureano Rubio, la fuerza del concejo residía tanto en el propio compromiso y sometimiento de los miembros de la comunidad, cuanto en la posibilidad legal de frenar la injerencia de elementos externos que pudiesen modificar de alguna forma el consenso o equilibrio social, necesario para la reproducción del régimen comunal.

A lo dicho por L. Rubio, hay que añadir que el concejo estaba legitimado por la comunidad, aspecto que se refleja en la toma de decisiones. En primer lugar, el concejo funcionaba como la asamblea de todos los vecinos (en la que además un hombre era un voto) lo cual implicaba anteponer el interés del grupo frente al individuo. En segundo lugar, la actuación del concejo tenía una dimensión moral de primer orden; no sólo regulaba aspectos de la vida religiosa de la comunidad, sino que organizaba los trabajos comunitarios, como hacenderas o veceras, e incluso establecía obligaciones solidarias con el resto de los vecinos. Por último, a pesar de la derogación de las ordenanzas, el concejo siguió legislando sobre la vida económica de los pueblos; como explican López Moran, Flórez de Quiñones o Ruth Behar, a finales del siglo XIX y principios del XX los vecinos siguieron redactando acuerdos, ordenanzas ganaderas, o libros de pueblo que, firmados por todos los vecinos, eran de obligado cumplimiento.

En el funcionamiento del concejo la costumbre tenía un gran peso. Es erróneo suponer que la costumbre era algo fijo e inmóvil y que en el siglo XX los concejos funcionaban y se regían por las ordenanzas como lo hacían en la Edad Moderna. También es erróneo pensar que los concejos son una reliquia del pasado; como veremos en otra entrada, las costumbres y tradiciones estaban en continuo cambio y  los concejos no han sido una excepción. En el último siglo y medio han pasado muchas cosas: una guerra civil y una dictadura de 40 años, hemos entrado en la Unión Europea, ya casi no queda gente en los pueblos, apenas vive gente de la ganadería y de la agricultura… Todos estos cambios han marcado la vida de los pueblos y han modificado el funcionamiento de los concejos, pero éstos han pervivido no como reliquias sino como instituciones válidas y legítimas.

De la historia se pueden aprender cosas. La principal lección aprendida de lo ocurrido en el siglo XIX es que frente las amenazas del exterior los pueblos optaron por sacarse ellos mismos las castañas del fuego y defender sus propiedades y gestionar sus asuntos como lo venían haciendo durante siglos…

(Continuaremos tratando del tema…)

Lo dicho: ¡Muchas gracias a Teresa García Montes y a Isabel Medarde (y también a la Asociación Cultural Faceira y a la Fundación Antonino y Cinia de Cerezales) por esta iniciativa! Estamos esperando el documental ‘como agua de mayo’…

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