Para empezar bien el año, me gustaría recomendarles a un escritor que ha narrado mejor que nadie la vida de la gente del campo. Se llama Miguel Torga y nació a principios del siglo pasado en São Martinho de Anta en Tras Os Montes, esa región de Portugal con la que los leoneses tenemos tantas afinidades.
Torga no es un escritor demasiado conocido y descubrir su obra es un placer único. Sus cuentos, recogidos en varias obras (Bichos, Contos da Montanha, Rua, Novos Contos de Montanha, Pedras Lavradas), son de una belleza extrañísima. Su cuidada manera de escribir hipnotiza, y sus relatos e historias sobre la vida áspera de la gente de la montaña, aunque nos son familiares, trascienden todo tiempo y lugar. Los personajes de Torga son héroes que luchan con dignidad contra la fatalidad cotidiana.
Además de los cuentos, Torga publicó poesía, varias novelas (El Senhor Ventura, Vindima), libros de viajes (Portugal), varios volúmenes con sus diarios y una gran obra autobiográfica titulada «La creación del mundo». La mayoría de su obra está traducida al español y publicada por Alfaguara.
Para acabar les dejo con un trozo de un relato suyo sobre las rivalidades entre pueblos vecinos. En este caso, los protagonistas son Agarez y Donelo que rivalizaban en casi todo haciendo mofa unos de otros a la menor ocasión. Para escarnio de los de Agarez los de Donelo habían colocado en la torre, en el hueco del reloj que nunca llegó a comprarse, la estatua de San Blas; como era de esperar, los ánimos estaban soliviantados y los de Agarez estaban esperando tomarse la revancha. Así lo narra Torga:
“La procesión sale de la iglesia a las diez y media, y atraviesa Agarez antes de meterse sierra arriba camino de la ermita. Pero los de Donelo, en vez de presentarse a la hora debida, como los demás ¡no señor!: sólo cuando estaba pasando frente al crucero se les ocurre dar señales de vida.
Roberto en cuanto oyó el estallido de los petardos que anunciaban esa llegada provocadora, corrió hacia el palio a recibir las órdenes de Manuel da Tia, mayordomo principal, que llevaba una de las varas.
–Ahí vienen… –le dijo.
–Déjalos que vengan… –respondió el otro secándose el sudor de la frente-, hacemos como si no los viéramos…, que se pongan detrás si quieren. Y, según canten ellos, así bailamos nosotros…
–¡Calma! –recomendó el señor párroco, que entre dos acólitos –el padre Rego de Paços, y el padre Capão, de Covas_ llevaba la Santa Cruz apoyada en el pecho.
Los de Donelo entraron por el camino viejo. El paso, descomunal, se balanceaba como un castillo en noviembre. Iban cuatro hombre con cuerdas para evitar que se desplomase.
Los forasteros, ajenos a la intención mortificadora de aquella torre y de aquel reloj, admiraban asombrados aquella maravilla. Los de Agarez, se mordían los labios de rabia.
La procesión seguía su marcha. La música de Magueija, que alternaba con la de Constantim, tocaba el Queremos Dios. Las celadoras trajinaban lo suyo para que no deshiciésemos las filas.
El encuentro tuvo lugar en la Plaza. El fanfarrón de Rodrigo, como una cuba –el vino de Donelo es de los que se suben–, se adelantó unos pasos a sus compañeros y, solo en medio de la carretera, levantó las manos y gritó:
–¡Qué pare la procesión!
El animal del Peloto, que llevaba el estandarte y abría el cortejo, titubeó, apoyó el mástil en el suelo, y se quedó allí, tragando saliva, como idiotizado. Las imágenes, claro, también se fueron parando en seco.
Roberto, que, entretanto, había entrado en la venta del Tío Faustino a refrescarse la garganta, cuando volvió y le puso la vista encima a aquel bellaco, que cortaba el camino, perdió la cabeza. De un salto, se acercó al pendón y le gritó:
–Pero a ti, hijo de puta, ¿quién te ha mandado parar?
–¡Yo! –bravuconeó el de Donelo.
–¡Sigue adelante, so cagón! ¿Te da miedo un espantajo de éstos?
–¡Qué pare la procesión! –insistió el otro–. ¡Queremos ir en ella!
–Pónganse detrás, si quiere.
–¿Detrás?
–Y ya es un gran favor…
–Nosotros no somos perros para tener que ir detrás…
Y se armó el cisco. Sigue, no sigas, que sí, que no, y Rodrigo, cuando iba a meterse la mano en el bolsillo para tirar de la Mauser, ya tenía las tripas fuera.
Los de Donelo, apenas vieron caer a uno de los suyos, se pusieron ciegos de rabia: levantaron las cayadas y daban donde podían.
Griteríos, carreras, las varas del palio convertidas en estacas y el mismo padre Capão, pistola en ristre, defendiendo su pellejo y metiendo en cintura a los más enfurecidos.
No murió nadie, felizmente, pero fue lo suficiente para dejarnos acongojados. San Blas perdió un brazo y Santa Ana, que venía en las andas de Arca, se quedó completamente derrengada. El Chicanas recibió tal porrazo en la cabeza que le tuvieron que hacer la trepanación. A partir de entonces no volvió a estar en sus cabales (…)”
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¿Qué les parece? Pues esto no es nada, comparado con los cuentos o los Diarios. Ya les digo que nunca un dinero fue mejor empleado que para comprarse los libros de Torga.